Archivos para marzo, 2010

Qué quiere ella

jueves, 25 marzo, 2010

La miras.  La sonríes.  Te acercas a ella.  Hablas con ella.  Quedas para otro día.  Y otro.  Y otro.  Y de pronto, un día, como por arte de magia, te das cuenta de que has comenzado una nueva relación de pareja.  Sin embargo, después de varios meses con esa persona aparecen en tu cabeza frases como «no hay quién la entienda«, «nunca los comprenderé«, «no podemos vivir sin ellas, ni con ellas«, «pueden pasar más de mil años y aún así no sé lo que quieres«.

Si una persona no tiene interés por saber lo que quiere su pareja, una de las alternativas es vivir sola.  Ser soltero es una opción de vida que nos permite la sociedad actual sin ser tachado de bicho raro, de solterona o de amargado.  La persona soltera opta por no compartir su vida con nadie o, cuando lo hace, es para realizar actividades de ocio con otras personas con los mismos intereses, o incluso para satisfacer sus necesidades fisiológicas con personas que tampoco quieren ningún compromiso a corto plazo.  De esta forma el soltero se convierte en una persona sin responsabilidades ni ataduras.  Un ser libre.  Una forma de vida que puede ser muy apetecible para algunos, pero que al mismo tiempo tiene sus desventajas emocionales, como puede ser el llegar a una casa vacía donde lo único que te espera es el silencio.

Otra de las alternativas que puede permitirnos comprender mejor a nuestra pareja es tener una del mismo sexo.  Hoy en día pocas personas se asustan cuando escuchan la palabra «gay» u «homosexual«, y no es raro encontrarse con personas que tienen más de un amigo o conocido «gay» en alguno de sus grupos de contacto más habituales.  El tener una pareja del mismo sexo es una opción que puede ser percibida por algunas personas como de mayor sintonía, ya que al ser del mismo sexo nos pueden gustar las mismas cosas y tener un pensamiento más similar y acorde con el nuestro, evitando así malentendidos entre ambas partes.

En cualquier caso, tanto si estamos solteros como si tenemos una pareja heterosexual u homosexual, hay que tener en cuenta que no todas las personas tienen la misma facilidad para comunicarse con sus semejantes.  Incluso cuando se comunican, pueden emitir mensajes contradictorios, dificultando y confundiendo al receptor.

También hay que tener en cuenta que si a una persona le puede costar responder a la pregunta ¿qué es lo que quiero? no es raro que le cueste aún más responder a la pregunta ¿qué es lo que quiere mi pareja?

El objeto de realizar esta pregunta no es ser una persona sumisa que hace todo lo que quiere su cónyuge, sino que nos permite identificar los intereses de la otra persona y alinearlos con los míos para conseguir un objetivo común: ser felices.   Inconscientemente esto nos facilita el poder realizar preguntas abiertas y desarrollar la escucha activa poniendo de relevancia la comunicación basada en intereses y no en las posiciones de cada parte.

La lección que podemos aprender de todo esto es que mientras en el último cuarto del siglo XX se asentaron en nuestro país las bases para la igualdad entre hombres y mujeres; se aceptaron los mismos derechos para ambos sexos ante la ley; se allanó el acceso de la mujer a los puestos de trabajo garantizando así su independencia económica; y se derrumbaron algunas creencias que consideraban a las mujeres solteras o divorciadas como bichos raros, madres malvadas o indignas esposas; la comunicación entre ambos sexos no ha sufrió la misma evolución.

Está ahora en nosotros el cambiar y mejorar la comunicación de pareja para evitar que dentro de unos meses surjan en nuestra mente frases como «¡cariño, no te entiendo!«.

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La armadura

martes, 23 marzo, 2010

Desde el periodo egipcio, hace más de 5.000 años, hasta el siglo XVII, en el que se perfeccionaron las armas de fuego, los ejércitos protegían el cuerpo de los combatientes que salían a luchar en el campo de batalla con vestiduras compuestas por piezas metálicas o de cuero. Hoy en día las batallas se libran en las oficinas de grandes multinacionales, en los despachos de abogados o en las salas de reuniones de cualquier empresa y, aunque ninguna de las partes alza en alto una espada, seguimos protegiendo nuestro cuerpo con armaduras que eviten que nos lesionen.

Una de las armaduras más típicas que encontramos en nuestros días son los elegantes y caros trajes de lana virgen. Esta prenda de vestir parece ser el armazón de los ejecutivos, que junto con sus maletines de cuero y sus decenas de aparatos electrónicos de última generación conforman el conjunto de piezas que les da sostén y les protege.

Estos soldados de Armani parecen cambiar su comportamiento normal al de combate al anudarse la corbata o abotonarse la chaqueta, como si de un resorte automático se tratara, modificando así la percepción de las personas que tienen a su alrededor con su imagen de frialdad y egocentrismo que, al fin y al cabo, sólo pretende protegerlos de las agresiones externas.

Así, en nuestro día a día nos encontramos con personas que se jactan ante sus semejantes de decisiones que han tomado con sus empleados, decisiones en algunos casos vergonzosas, y que parecen seguir la filosofía de «la mejor defensa es un buen ataque«, lo cual les otorga una falsa sensación de poder y de satisfacción temporal.

De igual manera uno se puede encontrar con personas que intentan «sacar hasta la última gota de sangre» de sus empleados utilizando para ello métodos similares a los de Clint Eastwood en la película «el sargento de hierro«.  Estos métodos, que pueden salvar la vida de un combatiente en una situación bélica real, no tienen ningún sentido en un entorno de trabajo. No obstante toda esta dureza y crueldad muchas veces confirma el desconocimiento que tienen algunas personas para gestionar sus propias emociones y algunas creencias obsoletas del tipo «cuanto peor trate a mis empleados, mejor jefe soy» o «cuanto más miedo me tengan, más respeto me tendrán«.

Asimismo podemos tropezar con personas cuya comunicación no verbal se modifica de forma drástica cuando se enfundan la cota de lana virgen cada mañana. Esta comunicación no verbal aleja de manera sutil y sin apenas mediar palabra a las personas que se acercan, aunque vengan de forma pacífica y no tengan intención de atacar su fortaleza.

Las razones por las que cada persona actúa de una forma u otra son diversas, pero hay que tener en cuenta que las personas tenemos tendencia a protegernos cuando nos sentimos agredidos o cuando sentimos miedo ante las cosas, ya tengan estos un carácter racional o irracional.

Dentro del plano profesional estas agresiones pueden darse cuando tenemos la creencia de que debemos enfrentarnos a nuestros superiores, o que debemos defendernos de nuestros subordinados. No son pocas las ocasiones en las que podemos escuchar «debo defender mi posición» o «debo defender lo que han dicho mis jefes frente a los demás«.

Este enfrentamiento continuo supone un desgaste muy importante para la persona, en especial para aquellas que no tienen las herramientas necesarias para gestionar de forma más apropiada y eficaz estas situaciones. En algunos casos podemos ver que esta lucha con el superior puede venir ocasionada por una carencia infantil de reconocimiento paterno, un reconocimiento que ahora buscamos de forma inconsciente en nuestros superiores. Así, cuando no reconocen las ideas que he propuesto y, en general, no me reconocen como persona, comienza el enfrentamiento. Esta lucha puede ocasionar en más de una ocasión tensión entre las partes y, en el peor de los casos, terminar con un «me han despedido«.

Por ello es importante buscar esos miedos irracionales que hacen que cada uno de nosotros nos enfundemos cada mañana esa pesada armadura. Según nos enfrentemos a ellos seremos capaces de hacerlos desaparecer y, por ende, ir quitando capas de ese pesado armazón de acero que nos permitirá movernos con más libertad, ahorrando una energía que podremos utilizar para gozar de la compañía de nuestros seres queridos al terminar el día.

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Identificar intereses

sábado, 13 marzo, 2010

Crispín afirmaba que «para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses«. Si bien a este personaje de la obra «Los intereses creados» de Jacinto Benavente no le falta razón, algunas personas que se encuentran en puestos directivos sólo aspiran a tener cierta habilidad para disponer del ánimo de sus subordinados y colaboradores para que procedan de un determinado modo. Esta habilidad se conoce como motivación, y se espera que la tengamos desarrollada al entrar en una empresa. La realidad, sin embargo, es muy diferente.

Me gustaría aclarar que una persona ducha en el arte de motivar nada tiene que ver con un manipulador. Así, la persona motivadora anima a otras a ejecutar una acción con interés y diligencia mientras que la persona manipuladora interviene con medios hábiles y, a veces, con maña y astucia, en asuntos de interés para la organización, con distorsión de la verdad o la justicia, y siempre al servicio de intereses particulares. Asimismo las habilidades que desarrollan una y otra persona son completamente diferentes, ya que mientras la primera desarrolla el empowerment, la otra desarrolla la habilidad para engañar o lograr artificiosamente cualquier fin.

Hecha esta aclaración, en las empresas nos podemos encontrar con personas cuya capacidad para motivar a otros es mínima o incluso nula. Si estas personas ocupan un puesto de poca relevancia dentro de la organización, y su función principal es la de acatar las órdenes de los superiores, es posible que esta carencia pase totalmente desapercibida.

El reto surge cuando estas personas están en puestos de importancia, liderando equipos o gestionando proyectos de gran envergadura. En estas ocasiones algunas personas suplen su inexperiencia y su falta de herramientas para motivar a los subordinados con imposiciones del tipo ¡aquí mando yo, y punto!, ¡esto se hace porque lo digo yo!, gracias en gran medida al poder que les otorga su rango dentro de la empresa.

Esto no quiere decir que las personas que tienen a cargo la dirección del trabajo no deban asumir su responsabilidad y su rol de líderes, cogiendo cuando es necesario las riendas del equipo para conseguir el objetivo marcado, sino que es importante detectar este comportamiento impositivo y analizar si viene dado como respuesta a la falta de desarrollo de esta habilidad para motivar a las personas.

Retomando las palabras del célebre Crispín, a una persona con poco experiencia en el arte de motivar le puede resultar todo un reto el generar intereses en otra persona, sin embargo es posible que no le resulte tan complicado el averiguar los intereses que le mueven a hacer las cosas. Esta sana curiosidad es el primer paso para saber cómo motivar a las personas.

Para averiguar cuáles son los intereses de las personas debemos desarrollar la habilidad de formular preguntas abiertas dedicadas a explorar la realidad y que comienzan por los términos: qué, cuándo, dónde, quién, cuánto y cómo, así como de practicar una escucha activa.

Si además de averiguar las motivaciones que llevan a las otras persona a hacer las cosas, somo capaces de saber lo que queremos, entonces tenemos grandes posibilidades de alinear nuestros intereses con los suyos y sacar buen provecho de la relación.

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¿Cuánto puedo cambiar?

jueves, 11 marzo, 2010

Si preguntas a tus amigos si una persona puede cambiar de forma de ser es posible que la gran mayoría te responda de forma automática con un rotundo «¡no!«. Sin embargo, si preguntas si una persona puede cambiar sus comportamientos puede que tarden unos segundos y respondan con un «tal vez«.  Efectivamente, las personas pueden modificar sus comportamientos de forma consciente o inconsciente, y por ende, su forma de ser.  Dicho esto ¿cuánto puede cambiar una persona en un plazo de tiempo determinado?

Comencemos diciendo que se entiende como cambio del comportamiento de una persona la adquisición de una nueva manera de actuar o proceder que tiene permanencia en el tiempo, excluyendo así cualquier actuación puntual que, mediante amenazas, se haya ejercido sobre la persona para obligarla a obrar en un sentido contrario al de sus principios básicos.

Dicho esto realicemos ahora un pequeño ejercicio para comprender mejor cuánto puede cambiar una persona.  Escoge a un compañero o amiga que se encuentre a tu alrededor.  Ponte frente a ella y observa durante un par de minutos a dicha persona, la ropa que lleva, los accesorios, el pelo.  Ahora daros la vuelta y cambiad cinco cosas de vuestra persona sin que el otro os vea.  Cuando hayáis acabado giraros para volver a estar el uno frente al otro. Observa de nuevo a la otra persona e identifica las cinco cosas que ha cambiado en ella.

Si no tienes a nadie a tu alrededor mientras lees este artículo también puedes hacer este ejercicio. Lo único que tienes que hacer es cambiar cinco cosas en ti o también puedes hacerlo frente a un espejo donde puedas observar tu cuerpo entero.

Para rizar un poco más el rizo daros la vuelta de nuevo.  Cambiad ahora otras cinco cosas. Si estas solo no hace falta que te des la vuelta, directamente cambia esas cinco cosas.  Cuando hayáis acabado volved a poneros el uno frente al otro e intentad identificar las cinco cosas que la otra persona ha cambiado en esta ocasión.

Llegados a este punto sólo me resta dar mi más sincera enhorabuena a aquellas personas que hayan identificado las diez cosas que ha modificado la persona que tenían frente a sí, concluyendo así este simple ejercicio.

Como habréis podido observar las personas tenemos cierta facilidad a la hora de cambiar algunas cosas.  A muy pocas personas les habrá costado esfuerzo cambiar las cinco primeras cosas por muy atónitos que se hayan quedado al escuchar la petición.  Algunos se habrán cambiado el reloj de muñeca, o se habrán quitado la sortija del dedo y se la habrán guardado en un bolsillo, o se habrán descalzado, o incluso se habrán podido hacer una hermosa coleta utilizando el pañuelo que llevaban puesto.  Estas modificaciones que hemos realizado en nuestra persona son cambios superficiales que apenas han supuesto una distorsión sobre nuestra identidad.

Este tipo de cambios existen en nuestra vida diaria sin que apenas nos demos cuenta de ellos.  Es posible que sean tan insignificantes como tomar una cucharada de azúcar con el café en vez de dos, sustituir el propio café por un té o una infusión, cambiar la leche normal por la desnatada o incluso la de soja, etc.  Son cambios que realizamos sin apenas esfuerzo y que sin modificar drásticamente nuestra forma de ser ni nuestra identidad nos permiten llevar una vida más sana o más equilibrada, por ejemplo.

Ahora bien, al proponer cambiar cinco cosas más, es posible que algunas personas hayan puesto el grito en el cielo: ¡imposible!; o se hayan indignado: ¡pero qué quiere que cambie ahora!; o incluso sorprendido: ¿más cosas? Aún así se han puesto manos a la obra, se han estrujado un poco más el cerebro y, al final, han conseguido cambiar cinco cosas más: la corbata en la cabeza a modo Rambo; los pantalones subidos hasta las rodillas como si estuviera paseando por la playa; la chaqueta del revés; el collar en la muñeca o el pelo recogido en un moño pinchado con dos lápices.

De igual manera este tipo de cambios también se dan en nuestra vida cotidiana.  El hecho de dejar de fumar, o de no ingerir cierto tipo de grasas, o carne roja, pueden ser un buen ejemplo de ello.  Estos cambios suponen un esfuerzo inicial hasta que logramos convertirlos en hábitos, pero sabemos que si lo conseguimos reduciremos nuestro colesterol, la probabilidad de padecer un infarto de miocardio o incluso una insufrible gota en el pie.  La formación de nuevos hábitos suele llevar entre 22 y 33 días según los expertos.

Todo esto está muy bien, pero lo realmente curioso e interesante de todo el proceso de cambio está en dos momentos concretos.  El primero de ellos al comenzar el ejercicio.  ¿Has llegado a comenzar el ejercicio?  Es muy probable que la mayoría de las personas que han leído estos párrafos ni siquiera lo hayan intentado. Estas personas habrán leído lo que decían los diferentes párrafos del ejercicio y, sabiendo lo que tenían que hacer, no habrán hecho nada.  A lo sumo habrán realizado el ejercicio mentalmente, pensando para sus adentros: «me cambiaría el reloj, me quitaría los zapatos o me pondría un collar«, pero no han pasado a la acción.

No es la primera vez que me encuentro con personas que me dicen: «yo ya sé cuáles son mis objetivos» o «yo ya sé lo que tengo que cambiar» pero luego no hacen nada, no lo llevan a la práctica y se quedan como al principio.  Estas personas no están disponibles para cambiar, no pueden comenzar un proceso de coaching porque tienen otras cosas en su cabeza, o tal vez tengan ciertos miedos irracionales que les impiden moverse de donde están, o están muy cómodos donde ahora se encuentran, o su forma de ser les aporta ciertos beneficios a los que no están dispuestos a rechazar.

El segundo momento de interés ha sido al finalizar el ejercicio. ¿Has vuelto a poner las cosas que habías cambiado en su sitio original?  Si es así ¿quién te ha dicho que lo hagas? ¡porque yo no!  Este comportamiento tan sólo nos demuestra que aunque nadie te diga nada, las personas tendemos a volver al lugar donde nos encontramos a gusto, en el que nos sentimos cómodos.  Puede que algunas personas se hayan vuelto a poner el reloj en la muñeca, el anillo en el dedo y el pañuelo alrededor del cuello de forma casi inconsciente.

Estas personas se sienten cómodas en ese estado, por lo que vuelven a ese punto como un muelle retorna a su posición inicial.  Por el contrario, otras personas habrán devuelto a su posición inicial sólo parte de las cosas que se habían cambiado de lugar, pero no todas.  Esto nos demuestra que las personas podemos cambiar, pero tanto y tan deprisa como nos permita nuestra incomodidad.  De hecho, el coach busca sacar a las personas de su círculo de comodidad para que puedan ampliarlo y así mejorar y desarrollarse, ampliando su punto de vista y desarrollando su creatividad para obtener más opciones y alternativas a un mismo problema.

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