Archivos para octubre, 2011

El tiovivo

lunes, 31 octubre, 2011

Mario estaba entusiasmado de estar allí. El entorno que le rodeaba era totalmente nuevo para él, desde los personajes que por allí se movían con toda soltura hasta los olores que se mezclaban en el aire y que llegaban a su pequeña nariz.

Todo a su alrededor se movía a una velocidad endemoniada, y aquel ruido, mezcla de los cánticos asíncronos de aquellas figuras lúgubres que saltaban delante de ti para llamar tu atención y la música de las diferentes atracciones, hacía que en su foro interno naciera ese deseo de salir corriendo de aquel lugar.

Sin embargo, su curiosidad por lo nuevo era mayor que el miedo que lo paralizaba, el cual sólo se podía observar si uno prestaba atención a su pequeña mano derecha. Era entonces cuando uno percibía el temor que tenía aquel diablillo a través de la arruga que su mano dejaba en el pantalón de su padre. Pero tal vez fueran sus ganas de merodear por allí, y la enorme bola de algodón rosa que sujetaba con su otra mano y de vez en cuando se acercaba a la boca, lo que evitaba que saliera escopetado de aquel lugar infernal.

De pronto soltó la mano del pantalón de su padre. Se paró. Abrió la boca. Mordió aquella enorme bola de algodón rosa. Y mientras tragaba atropelladamente lo que se había metido a la boca apuntaba con su diminuto dedo índice hacia aquellos caballos que daban vueltas y vueltas mientras subían y bajaban.

Su padre lo subió a uno de aquellos equinos inertes. Le quitó la bola de algodón de su mano e hizo que sujetara aquella barra dorada con ambas manos. Sonaron las campanillas y la atracción dio comienzo.

El caballo de Mario, al igual que el del resto de niños que habían subido al tiovivo, comenzó a subir y bajar al tiempo que se movía con el resto de la manada en un círculo perfecto. Al finalizar la primera vuelta Mario pudo ver cómo su padre le saludaba con una mano mientras con la otra sujetaba su bola de algodón. Se lo estaba pasando genial y no quería bajarse de allí.

Al concluir la segunda vuelta su padre le sonrió y se llevó un bocado de su bola de algodón. Él se lo seguía pasando muy bien subiendo y bajando, persiguiendo a sus compañeros.

En el tercer giro su padre ya no estaba donde se suponía que debía estar. Había desaparecido. Mario giró la cabeza y vio que se encontraba en el puesto de salchichas comprando un perrito caliente. Ya no se lo estaba pasando tan bien. Además de no conseguir alcanzar a los caballos que tenía delante su padre estaba haciendo su vida, se había olvidado de él.

El resto de vueltas hasta el final fueron casi un suplicio para el pobre Mario, quien quería salir de allí pero no sabía cómo. Cada vuelta que pasaba su enfado era mayor y mayor. Aquella atracción ya no tenía nada de divertida. ¿Y por qué? Puede que fuera porque las personas que no habían subido seguían haciendo su vida, como si nada hubiera pasado. Puede que se sintiera solo al ver a otros niños acompañados de sus padres. O puede que fuera porque algunos padres no se habían movido de su sitio mientras sus vástagos daban vueltas y vueltas en aquella atracción sin fin. La cuestión es que a él no le gustaba porque no podía hacer nada, sólo dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje, sin conseguir alcanzar a los que tenía delante y mientras veía que el mundo a su alrededor seguía avanzando en línea recta y no en círculos.

En ocasiones las personas entramos en un bucle que no nos permite avanzar en línea recta, que nos agota física y mentalmente. Un bucle del que difícilmente sabemos cómo salir porque ni siquiera sabemos que hemos entrado en él. El coach nos puede ayudar a darnos cuenta de que hay momentos en los que entramos en ese tiovivo que no nos permite llegar a ningún lugar y que lo único que hace es que nos perdamos la vida que sigue a nuestro alrededor.

Una vez somos conscientes de que entramos en ese bucle debemos comenzar a romperlo para así comenzar a crear un pensamiento rectilíneo que nos permita alcanzar nuestros objetivos en un tiempo determinado, y no como hasta ahora, donde no había objetivo, sino un pensamiento cíclico que me hacía llegar una y otra vez al mismo sitio sin solucionar nada.

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El jardín privado

martes, 11 octubre, 2011

Allí estábamos todas las personas que habíamos intervenido de una u otra forma en la reforma de aquella casa, desde el arquitecto, pasando por el jefe de obra, hasta el jardinero que había podado los árboles y plantado las gardenias frente al ventanal del salón. Todos mirábamos con orgullo aquel trabajo que nos había llevado algo más de tres meses, tiempo durante el cual habíamos sufrido las inclemencias del tiempo, los retrasos en la entrega de los materiales y todas aquellas penurias que suelen ocurrir cuando alguien lleva a cabo una empresa de estas dimensiones. Pero por fin había llegado el momento de disfrutar de la casa, así que me despedí de todas y cada una de aquellas personas con las que había compartido más de un bocadillo y una botella de vino y cerré la puerta tras de ellos.

Aunque las personas que pasaban por delante de la casa no llegaban a percibir los cambios que se habían llevado a cabo durante los últimos meses, sí es cierto que notaban algo diferente. Algunas personas comentaban al pasar que sería por los tonos otoñales de los árboles del jardín; otros que podría ser la luz de noviembre sobre la casa; y los que pasaban por allí todos los días aseguraban que era la ausencia de personas y camiones entrando y saliendo de la propiedad. Ninguno sabía con certeza qué había pasado, pero todos coincidían en que algo había cambiado.

Los más curiosos del lugar comenzaron a llamar a la puerta para preguntar cómo me iban las cosas y, ya que estaban por ahí, qué es lo que había hecho en la casa durante los últimos meses. A algunas de aquellas personas les contaba por encima las últimas reformas desde la puerta principal señalando con el dedo dónde habíamos hecho qué; a otras las dejaba entrar y las acompañaba por el jardín enseñándolas con detalle las últimas adquisiciones ornamentales; y a unas pocas las invitaba a entrar dentro de la casa para enseñarlas cómo había quedado todo por dentro.

Las personas no somos muy diferentes cuando se trata de mostrarnos a los demás y, al igual que en el caso anterior, hacemos un filtrado con las personas que se acercan a nosotros. De esta forma, no actuamos igual cuando se nos acerca una persona que no conocemos de nada en un bar que cuando lo hace alguien a quien conocemos desde nuestra más tierna infancia.

También es diferente cómo actuamos cuando somos adolescentes a cómo lo hacemos cuando nos acercamos a la cuarentena y seguimos solteros. El tipo de relación en el primer caso es más del tipo “¡entra en mi casa, quiero enseñarte todo lo que tengo!”; mientras que en el segundo puede ser algo más precavida y donde lo único que quiero es dar un paseo con la otra persona por el jardín pero sin que llegue a entrar en mi casa, sin que llegue a conocerme. Tal vez esta reacción sea algo lógico en personas decepcionadas con el amor, pero el caso es que, lo queramos o no, existe en nuestra sociedad.

La pregunta ahora puede ser “Y entonces ¿cómo debemos ser?”. Cada persona actúa de una forma en función del momento. Así unas veces dejaremos entrar a ciertas personas a nuestra casa y, otras, la cerraremos a cal y canto para que no entre nadie. Las diferentes formas de actuar no son ni buenas ni malas, sino formas de actuar. Lo que habría que tener en cuenta es si este comportamiento nos permite alcanzar nuestro objetivo y, tal vez, deberíamos preguntarnos “¿Cómo debería actuar si mi fin último es conseguir la felicidad?

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