Archivos para octubre, 2012

El relojero

lunes, 15 octubre, 2012

Oscar debía de tener alrededor de cinco años cuando entró por primera vez al taller de relojería de su padre. Los engranajes de aquellas máquinas colgados por todas las paredes; los instrumentos utilizados para las reparaciones por encima de la mesa de trabajo; las lupas de diferentes aumentos para ver hasta el componente más pequeño; y el continuo tic-tac que se escuchaba por toda la habitación fueron algunas de las cosas que marcarían el destino de aquel diablillo que pasaba las horas sentado en una banqueta junto a su progenitor.

Ahora, cincuenta años más tarde, Oscar se sentaba en la misma silla que utilizaba su padre. Mientras desmontaba un reloj de bolsillo que le había traído hacía unos días un anciano, Oscar se detuvo un momento para coger aire. Durante un instante su mente voló y comenzó a recordar cómo había llegado a ser el maestro relojero que era; la satisfacción que le daba ser reconocido a nivel local e internacional como uno de los mejores profesionales de su gremio; y cómo, hace menos de treinta años, tuvo que hacerse cargo del negocio cuando su padre falleció repentinamente de un ataque al corazón. La vida parecía sonreirle, pero sabía que este momento tan dulce no sería eterno ¿Podría hacer algo para mantener su vida en ese mismo estado? ¡Qué fantástico sería poder detener el tiempo para que nada cambiara! ¡Detener el tiempo, qué gran idea! Siendo relojero ¿no sería capaz de crear un reloj con el que parar el tiempo? Dejó el trabajo que tenía entre manos y sacó papel y lápiz. Miró durante unos segundos aquel folio en blanco y se puso a dibujar lo que sería su obra maestra.

Durante las siguientes semanas Oscar estuvo encerrado en su taller sin apenas salir. Para no ser molestado le pidió a su ama de llaves, María, que le dejara la comida al otro lado de la puerta; pero que no llamara, ya saldría él a por su almuerzo cuando tuviera hambre. Tanto era el interés que había puesto en sacar adelante su obra que pidió a sus amigos que no le visitaran para no perder tiempo; hasta cerró las ventanas para que no entrase la luz del día y de esta forma la claridad del amanecer no le desconcentrara. Tan concentrado estaba en el desarrollo de aquel reloj que perdió la noción del tiempo por completo.

Un día, después de infinidad de bocetos tirados a la papelera; de multitud de pruebas; y de más de una rabieta porque aquello no iba en la dirección que quería, Oscar se levantó de su silla y gritó “¡Ya está, lo tengo! Con suma delicadeza cogió entre sus manos lo que parecía un simple reloj de bolsillo y lo acercó a la lámpara. Aquel reloj relucía como ningún otro lo había hecho hasta entonces. Sus manecillas, aún inmóviles, eran tan esbeltas como el cuerpo de una mujer, y en la proporción adecuada para que el reloj fuese bonito a la vista. Ahora sólo faltaba comprobar que aquella genialidad funcionaba como estaba previsto.

Oscar tomó el reloj con una mano y, con la otra, cargó el muelle motriz, el cual, una vez enrollado completamente, comenzó a liberar la fuerza de torsión necesaria para mover el mecanismo a través de su tren de engranajes, la rueda de escape y el Ancora. El segundero comenzó a girar de izquierda a derecha, y la habitación se llenó con los famosos tic-tac que hace años le hicieron convertirse en relojero. Oscar corrió a la ventana y abrió de golpe la contraventana. El rayos de sol entraron de golpe en aquella habitación después de mucho tiempo en tinieblas. Oscar se llevó la mano a los ojos para protegerlos, se giró y corrió a la puerta, la abrió de golpe y gritó: ¡María, María, ya lo tengo!

Por las escaleras que llevaban a la primera planta apareció una joven asustada por el escándalo. Oscar no daba crédito a sus ojos. Aquella joven, que apenas tendría veinte años ¡era María! ¡Lo había conseguido! ¡No sólo había conseguido detener el tiempo, sino que lo había hecho retroceder!

Mientras la joven bajaba las escaleras gritando “¡Señor, señor!”; Oscar se apresuró a la puerta de entrada. Agarró el pomo de la puerta y lo giró. Cuando comenzó a abrir aquel armazón de madera notó cómo una mano le agarraba el hombro mientras una brusca fuerza cerraba de nuevo la puerta. Se giró con cara de sorpresa y con cierto enfado replicó “María ¿qué hace?”.

Señor, no soy María” – respondió ella.

¿Cómo que no?” – replicó Oscar con cara de sorpresa.

Señor, míreme bien” – contestó aquella jóven.

Oscar enfocó su vista a la cara de la joven. La miró de arriba a abajo detenidamente. El parecido era asombroso; pero efectivamente, no era su ama de llaves, María. “¿Quién eres?” – preguntó Oscar.

La joven lo llevó al salón, lo sentó en el sofá y le dio una copa de coñac. Se sentó a su lado y comenzó a explicarle quién era y que había pasado durante el tiempo que había estado encerrado en su taller preparando su obra maestra. Oscar no podía creérselo. Lo que él pensaba que habían sido unas pocas semanas de trabajo habían sido treinta años de intenso trabajo. María, su ama de llaves, había fallecido hacía diez años y, aquella joven era su sustituta, quien había seguido haciendo lo mismo que su antecesora, tal y como ella le había enseñado. Gran parte de sus amigos, a los cuales despidió al iniciar su proyecto para que no le molestaran, habían muerto. Y el mundo, tal y como él lo conocía, había desaparecido.

Oscar miró el reloj que tenía entre sus manos y comenzó a llorar. Todo el tiempo que había invertido en crear una máquina que detuviese el tiempo no funcionaba. Todo a su alrededor había seguido moviéndose, cambiando, evolucionando. Sólo había un sitio donde todo se había parado y donde nada había cambiado en treinta años. Alzó la copa. Dio un sorbo al aguardiente y se levantó del sofá. Con paso lento y renqueante se alejó de su recién conocida ama de llaves. Al llegar a la puerta de su taller se giró y dijo: “Ya no necesito de tus servicios, te puedes ir”. Entró y cerró la puerta tras de si.

A todos nos gustaría parar el tiempo en determinados momentos de nuestra vida, para disfrutar de ellos un poco más. Al igual que nos gustaría acelerar otros para que pasen más deprisa y así sufrir menos. Pero son esos momentos, los buenos y los malos los que nos permiten tener una vida plena. El intentar detener el tiempo puede hacer que nos quedemos en el pasado, en un tiempo irreal que impide nuestra evolución, haciendo que nos perdamos todos los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor y que hacen que nuestra vida sea plena y tenga sentido.

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