Archivos para marzo, 2018

El amigo invisible

sábado, 31 marzo, 2018

Marvin era un científico que se pasaba horas en su laboratorio con la única idea de desarrollar un suero que le permitiera hacer desaparecer los materiales que se pusieran en contacto con él.  Sus amigos llevaban años riéndose de sus experimentos y su novia, María, aunque le apoyaba, estaba frustrada por el poco tiempo que pasaba con él; en especial los fines de semana y en vacaciones, porque para él, nunca había vacaciones.

Tal vez Marvin pasara poco tiempo con ella los fines de semana, y el tiempo que lo hacía estaba abstraído en su mundo de fórmulas y con los proveedores que le llamaban para venderle algún producto nuevo.  Aun así, aunque pareciera que estaba en otro mundo, una cosa estaba clara, que María era lo más importante para él y, sin ella, toda esta investigación que estaba llevando a cabo, no tendría sentido alguno.

Efectivamente, Marvin estaba enamorado hasta las trancas de María.  Quería que ella estuviera orgullosa de él, de lo que hacía, de lo que quería desarrollar, pero ella parecía no llegar a comprenderle del todo, aunque siguiera apoyándolo y dándole todo su cariño.

Un día, Marvin se encontraba en su laboratorio, con su bata blanca, sus gafas de protección, sus guantes, sus tubos de ensayo, y sus ratas de laboratorio, midiendo el volumen de cada uno de los elementos que tenía que mezclar para que aquella sustancia viscosa diera por fin el efecto deseado, cuando llamaron a la puerta.

Marvin dejó la mezcla que estaba preparando sobre un hornillo de gas a fuego lento.  Miró el reloj para comprobar la hora y no dejar que la mezcla estuviese al fuego más de diez minutos. Se quitó las gafas, los guantes y la bata, y se acercó hasta la puerta de entrada que estaba en la habitación de al lado.  Abrió la puerta y se encontró con María, quien le traía la comida en una tartera.  Si no fuera por ella es muy probable que gran parte de los días se quedara sin comer, inmerso en sus ensayos.

Ambos pasaron a una pequeña habitación que había en la planta y que hacía las veces de cafetería o zona de descanso.  María sacó un pequeño mantel que había traído en el bolso, junto con los cubiertos, un par de vasos, un poco de pan y las servilletas.  Mientras tanto, Marvin llevó la comida al laboratorio para calentarla en el microondas que utilizaba en sus experimentos y, como en esta ocasión, utilizaba para calentar la comida que le traía su pareja.

Una vez calentada la comida, la llevó de nuevo a la salita donde le esperaba María, con la mesa preparada, una copa de vino blanco en la mano y una sonrisa en su cara.

Marvin dejó los platos sobre la mesa.  Cogió la copa de vino que le ofrecía su pareja y, con una muesca de duda en su cara, preguntó: ¿por qué brindamos?

María sonrió.  Le guiñó el ojo y respondió: “¡Porque ya tenemos iglesia para casarnos!”

Marvin se quedó boquiabierto.  Dejó la copa sobre la mesa y se acercó para abrazar a su novia y besarla como merecía la ocasión.  Era el día más feliz de su vida.  Por fin podría oficializar su relación con la mujer que más había amado, aunque muchas veces no lo hiciera visible debido a sus constantes despistes de científico loco.  Pero mientras abrazaba a la que iba a ser su mujer y gozaba de ese momento, un olor le llegó a la nariz.  ¡La mezcla! ¡Que se me ha olvidado retirarla del fuego! – grito mientras soltaba bruscamente a María.

Marvin corrió hacia el hornillo donde había dejado la mezcla cuando, justo antes de retirarla del fuego, la mezcla estalló frente a sus narices.

Aquella mezcla pegajosa y caliente le salpicó por completo.  Parecía un chiste de los que aparecen en las caricaturas de los periódicos o en los anuncios de televisión.  ¡Menudo desastre!  Se sentía ridículo, aunque más ridículo se sintió cuando María entro en el laboratorio y comenzó a reírse por la situación.

Sin embargo, las risas de María iban a durar poco.  Mientras se reía de su novio, cubierto en esa gelatina pringosa de color chillón, veía cómo, poco a poco, éste se iba desvaneciendo delante de sus ojos ¿Cómo era posible?  María gritó: “¡Marvin, estas desapareciendo!”

Así era, Marvin estaba desapareciendo.  Donde hacía unos segundos estaba su figura cubierta de esa gelatina, ahora no había nada.  ¿Qué había pasado?  Parecía que la fórmula había funcionado.  ¡Se había convertido en un hombre invisible!  Y gritó: “¡María, lo he conseguido, por fin soy un hombre invisible!”

Esto a María no le hizo mucha gracia.  ¿Un novio invisible?  ¿Cómo se iba a casar si no había nadie a su lado en el altar?  ¿Cómo iba a abrazarlo si no sabía dónde estaba?  ¿Cómo lo iba a amar si no sabía si existía?  No obstante, se propuso salvar la relación a toda costa, por lo que intentó no asustarse demasiado en ese momento.

Las semanas pasaron, y María no estaba cómoda con aquella relación donde sólo se veía a una de las partes.  Sí, era cierto que quería a Marvin, pero ahora ya no lo podía ver ni cuando estaba en casa.  Y cada día lo llevaba peor.  Así que, una mañana, buscó a Marvin y le dijo que la relación se terminaba, que ella no podía seguir así, que no podía soportar no ver a la persona de la que una vez se enamoró.  Por lo que tenía que irse de su vida.

Marvin, aunque apenado, comprendió la situación.  A él también le resultaba difícil no poder abrazar a su amada ni besarla.  Sólo podía verla.  Y eso era muy duro para él.  Por lo que hizo lo que mejor podía hacer, volver a su laboratorio para encontrar un antídoto y volver a ser visible.

Las semanas pasaron y Marvin seguía enfrascado en su laboratorio, intentando encontrar la solución para hacerse visible de nuevo y recuperar a su amor.  Sin embargo, ahora ya no trabajaba tanto, ahora intentaba pasar tiempo con ella, a distancia, aunque no le pudiera ver, haciendo lo posible por ayudarla: recogiendo las cosas que se le caían, evitando que se diera un golpe con alguna columna, o con alguien que andaba por la acera e iba tan despistado como ella.  La ayudaba en la sombra mientras él también se ayudaba a sí mismo para volver a ser visible.

En muchas ocasiones los buenos amigos no tienen que estar presentes para ser buenos amigos.  En ocasiones los buenos amigos lo son porque nos ayudan a desarrollarnos, porque nos dicen las cosas tal y como son, y no sólo como nosotros las vemos.  Incluso a veces los buenos amigos nos siguen ayudando en la sombra, sin que nos demos cuenta de que nos ayudan.

En otras ocasiones, cuando ya han hecho todo lo que han podido por ayudarnos y ven que no pueden hacer más y, lo único que les queda es rezar por nosotros para que un día seamos felices, también lo hacen.

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A vida o muerte

sábado, 24 marzo, 2018

Marlon era un joven que trabajaba en una empresa de tamaño medio haciendo labores administrativas.  Su trabajo no era el más estresante del mundo, pero sí lo tenía todo el día subiendo y bajando escaleras, por lo que paraba poco delante de su ordenador.

Además de tener una vida activa dentro de la oficina, Marlon también se ejercitaba diariamente en el gimnasio y salía al campo a pasear a sus perros junto con su pareja, con la que estaba a punto de casarse dentro de unos meses.

Como todos los años por esa época, la empresa ofrecía una revisión médica a todos sus empleados para que estos conocieran de primera mano su estado físico, si les había subido el colesterol, si tenían alto el ácido úrico o si el tipo de actividad que estaban realizando para la empresa estaba dañando su vista, oídos o pulmones.

Marlon, como en otras ocasiones, se presentó a primera hora de la mañana para que le sacaran sangre, le tomaran la tensión, le revisaran la vista, los oídos, los pulmones, y le golpearan aquí y allá en un intento por comprobar que sus órganos internos estaban bien.

Pasaron un par de semanas antes de que Marlon recibiera la carta donde le informaban de los resultados de aquellas pruebas realizadas por la empresa.  Justo en el momento que se disponía a abrir el sobre, sonó el teléfono.  Marlon descolgó y preguntó quién estaba al otro lado del aparato.  Era el médico de la empresa, quien le comentó que debían verse lo antes posible para tratar un asunto que había aparecido en sus resultados médicos.  Quedaron en una hora, el tiempo justo para que se pudiera cambiar de atuendo y llegar a la consulta.

El médico lo había dejado preocupado, por lo que, según colgó el aparato, abrió el sobre para ver si los resultados que tenía en su mano le podían dar algo de luz.  Números, porcentajes y nombres raros era todo lo que era capaz de ver, pero en ningún lugar ponía nada raro, nada que le pudiera preocupar.  Los análisis eran, en principio, similares a los anteriores.  Así que se preparó y salió para la consulta del médico.

Al llegar a la consulta no tuvo que esperar demasiado, ya que el médico que iba a atenderlo estaba despidiendo a su último paciente; por lo que sin perder un segundo invitó a Marlon a pasar dentro de su despacho y, una vez dentro los dos, cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en su silla ergonómica.

Aquel doctor no se anduvo con muchos rodeos.  Según se sentó en su silla le miró fijamente a los ojos, suspiró y le dijo: “Marlon, te mueres”.

¡Menudo jarro de agua fría!  Marlon no daba crédito a lo que acababa de escuchar ¿Qué se moría?  ¿Cómo era eso posible?  ¿No habría algún error?

Ante la cara de incredulidad de Marlon, y antes de que éste hiciera ninguna pregunta, el médico comentó: “Marlon, te mueres, pero podemos hacer algo para evitarlo.  Está en tus manos.”

¿Qué estaba en sus manos?  ¿Cómo algo que no podía ver estaba en sus manos?  ¡Estaría en su hígado, o en sus intestinos, o en cualquier otro sitio menos en sus manos! – pensó Marlon.

El médico insistió: “Marlon, te podemos salvar, pero para ello debes cambiar ciertas cosas en tu vida; debes someterte a un tratamiento y comenzar una terapia que no va a ser sencilla, pero te puede salvar, dándote una segunda oportunidad para tener una vida más plena. ¡Piénsalo!”

Marlon no terció palabra alguna mientras estuvo en la consulta del médico.  No daba crédito a lo que le había dicho.  Era imposible que él estuviera enfermo.  Él, una persona que se cuidaba.  ¡Imposible!

Al llegar a casa Marlon le comentó lo sucedido a su pareja, Beatriz, quien al escucharlo se quedó con los ojos abiertos, tan sorprendida como él, sin apenas dar crédito a lo que escucha de boca de su novio y pensando que aquello era más una broma de mal gusto que una realidad.  Pero no, parecía ser cierto.  Su novio se moría.  ¿Y qué piensas hacer? – le preguntó Beatriz.

Marlon se quedó pensativo durante unos segundos, la miró fijamente y respondió: “¡Nada, no voy a hacer nada!”

¡Cómo que no vas a hacer nada!  Si no haces nada vas a morir – replicó enfurecida Beatriz.

¿Para qué me voy a molestar si estoy bien como estoy?  Tal vez no tenga una vida perfecta, pero ¿para qué me voy a molestar si el tiempo se me acaba? – comentó Marlon.

Pasaron las semanas, tiempo durante el cual Beatriz había avisado a sus amigos y les había contado la situación.  Era imperativo que Marlon se tratara si quería vivir mejor, si quería salvarse.  Los amigos fueron pasando por su casa, hablando con él, intentando convencerlo para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo por salvar su vida.  Pero nada, no importaba quien pasara por allí ni lo que le dijera, que no se inmutaba.  No iba a cambiar.  No quería cambiar.

Con el paso del tiempo los amigos se empezaron a cansar.  ¿Para qué iban a perder su tiempo y sus energías intentando salvar la vida de Marlon cuando él mismo no se quería salvar?  Hasta su novia Beatriz había perdido toda esperanza y estaba pensando en cancelar la boda e incluso en alejarse de él.

Marlon no llegaba a comprender que sus amigos estuvieran preocupados por él ¿por qué no se alegraban por él y se quedaban con el recuerdo de cómo era y no de cómo podría ser?  ¿Por qué querían cambiarle, hacerle pasar por aquel trauma que suponía todo el proceso de rehabilitación, aunque eso le hiciera vivir más y más feliz?  No lo entendía.  Además, aquello que le ocurría no era culpa suya, sino de algún ente superior ¿para qué le iba a contrariar?

Las semanas siguieron pasando, y aquella enfermedad seguía avanzando, seguía comiéndose a Marlon por dentro.  Sus amigos habían desaparecido de su lado, ya cansados de decirle las cosas una y otra vez sin que Marlon hiciera nada por resolver aquella situación.  Hasta su novia le había dejado para no ver cómo se suicidaba de aquella manera.

Un día, mientras estaba en su sofá sentado frente al televisor, Marlon se quedó con los ojos fijos en aquel aparato, como si estuviera concentrado, como si le hubiera venido la inspiración divina.

Las personas podemos saber que estamos mal, que debemos cambiar si queremos mejorar nuestra vida y nuestras relaciones, pero en muchas ocasiones no hacemos nada porque estamos dentro de esa falsa zona de confort que nos impide ver más allá de nuestras propias narices.  Una zona en la que tenemos un montón de disculpas que evitan que comencemos a movernos.

Las personas que nos quieren y que desean lo mejor para nosotros nos pueden dar un punto de vista diferente, un punto de vista fuera de esa zona de confort, un punto de vista que no tiene disculpas para hacer las cosas.  Sin embargo, nuestra apatía por acometer nada y nuestro victimismo hacen que esas personas se cansen de decirnos las cosas y se puedan alejar.

Mientras nosotros no tomemos las riendas de nuestra vida, mientras no asumamos que estamos mal y que necesitamos ayuda, no haremos nada por cambiar.

Si nos encontramos así, rodeado de personas que nos dicen que algo va mal, si sentimos que nos enfadamos y tenemos sentimientos de rabia por esas personas; tal vez sea el momento para acudir a un profesional que nos pueda ayudar a identificar qué es lo que nos está bloqueando para hacer de nuestra vida algo mejor.

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El cervatillo

sábado, 17 marzo, 2018

Los primeros rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos árboles centenarios que poblaban el bosque.  La luz de esos rayos hacía de despertador natural al impactar en los ojos todavía cerrados de los animales que todavía permanecían acurrucados bajo alguna rama o escondidos entre los matorrales al resguardo de los depredadores nocturno que merodeaban por esos lares.

Ricardo se había despertado antes de que sonara la alarma de su reloj.  Llevaba una temporada en la que no podía dormir bien debido al estrés del trabajo.  Por lo que al abrir aquella mañana los ojos y ver que estaba amaneciendo, decidió salir a dar un paseo por el bosque, aunque este no estuviera del todo despierto.

Ricardo comenzó a andar entre los helechos que habían recogido el rocío de la madrugada, y saltando entre las ramas derribadas por los vientos de los últimos días, cuando vio un cervatillo que asomaba su cabeza entre dos árboles, curioso por el ruido que lo había despertado.  Ricardo se paró en seco para no asustar a tan bella criatura.

El cervatillo levantó su oscura nariz para oler las moléculas que entraban por sus fosas nasales e intentando identificar si el olor que percibía era de un depredador o era de algún otro animal del que no debía preocuparse.  Ricardo seguía quieto, sin ni siquiera mover una pestaña, mientras observaba aquel acontecimiento que sólo se le presentaría una vez en su vida.

El cervatillo giro la cabeza siguiendo el rastro del oler que le llegaba y fue entonces cuando detectó la figura de Ricardo entre algunos arbustos.  Sin embargo, en vez de salir despavorido hacia el lado contrario, aquel animal comenzó a acercarse hacia donde estaba Ricardo, quien quedó atónito por aquel acontecimiento.

El cervatillo siguió avanzando hasta llegar a pocos centímetros de Ricardo, quien seguía inmóvil e intentando controlar la respiración, la cual había ido aumentando progresivamente mientras el animalito se acercaba cauteloso.

Ricardo, muy lentamente extendió su mano para que aquel cervatillo no tuviera que romper su distancia de seguridad y, sin sentirse amenazado, pudiera olerle y así conocerle.  El cervatillo no dejaba de mirar a Ricardo fijamente, con algo de desconfianza, pero no se echó para atrás mientras él extendía su mano, sino que, al contrario, se acercó para olerla y quedarse con aquella fragancia que emanaba de aquel ser que se mantenía erguido a dos patas.

De pronto, el bullicio de los pájaros hizo que el cervatillo levantara la cabeza, mirase a todos lados, y pegase dos saltos que lo alejaron del lado de Ricardo en menos de un segundo.  Ricardo, mientras tanto seguía sorprendido de aquella experiencia.  No daba crédito a lo que había pasado hacía escasos minutos.  Se dio la vuelta y volvió a su casa siguiendo el mismo camino que lo había llevado a ser el protagonista de aquella experiencia.

Los días pasaron y Ricardo no podía olvidar a aquel cervatillo que se había acercado para oler su mano.  Un cervatillo sin miedo o sin sentido común.  Pero un cervatillo que había captado su atención.  Tanto era así que Ricardo pensó que lo había visto cerca de su jardín a los pocos días de aquel encuentro, por lo que comenzó a salir al jardín más a menudo para ver si lo que le había parecido que era el cervatillo, era realmente él.

Comenzó así a pasar horas y horas sentado en la hamaca de su porche esperando que aquella cabecita asomara entre los arbustos.

Una tarde, mientras esperaba al cervatillo tomando una cerveza para refrescar su gaznate, apareció de entre los árboles aquel cervatillo valiente quien, con paso cauto, entró en el jardín de Ricardo.

Ricardo paró de mecerse y dejó la cerveza sobre la mesita que tenía al lado.  Se quedó mirando fijamente al cervatillo, mientras este se paseaba por el jardín, agachando la cabeza de vez en cuando para comer algo de hierba fresca y mirando de reojo a Ricardo, quien se mantenía sentado en la hamaca.  Al poco rato, el cervatillo, levantó las orejas y salió corriendo hacia el bosque, donde desapareció entre la maleza.

Aquel no sería el último encuentro que Ricardo tendría con aquel cervatillo.  A medida que los días pasaban, aquel cervatillo venía más a menudo a casa de Ricardo, se quedaba más tiempo y se acercaba más a Ricardo.  Tanto se llegó a acercar que las últimas veces el cervatillo había llegado a subir los escalones que llevaban al porche y había incluso olisqueado la bebida que en aquel momento tenía Ricardo sobre la mesa.

Parecía que aquel cervatillo tenía ya confianza suficiente con Ricardo y sabía que este no le iba a hacer daño alguno.

Algunas personas son como los cervatillos en el bosque, asustadizos, y en cuanto nos intentamos acercar pueden tomarlo como una agresión que pone en riesgo su vida y salen huyendo.  Por eso es importante dar a las personas el tiempo que necesiten para que se sientan cómodas con nosotros, para que sepan que no les vamos a hacer ningún daño y que pueden confiar plenamente en nosotros.

Si somos capaces de dar esa confianza a nuestra pareja o amistades, entonces tenemos ganado mucho terreno frente a otras personas que pueden ser menos pacientes y que se lanzan enseguida a saber más sobre la persona que tienen frente a ellos.

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El cazador y la pantera

sábado, 10 marzo, 2018

Marvin era un cazador consumado.  Le gustaba tanto la caza mayor como la menor, aunque prefería la primera sobre la segunda.   Y se podía pasar horas siguiendo el rastro de unas perdices como el de un jabalí o ciervo.  Aunque el mismo hecho de disparar a un animal indefenso no le convencía del todo, el seguir su rastro por los bosques le hacía sacar su instinto más básico, un instinto que también tuvieron nuestros progenitores hace miles de años cuando cazar era esencial para la subsistencia más que un deporte.

Ese día de primavera, Marvin salió de casa con su escopeta al hombro, como tantas otras veces.  Cogió el coche y comenzó a conducir hacia uno de los bosques más frondosos de su localidad.  Un bosque por el que le encantaba pasear en busca de algún animal que le llamara la atención.  Pero aquel día iba a ser diferente, aunque Marvin no lo sabía todavía.

Al llegar al bosque aparcó el coche bajo unos árboles, para que su sombra lo protegiera de aquel sol que ya comenzaba a calentar.  Sacó la escopeta de su funda, comprobó que estuviera descargada y se la echó al hombro partida en dos.

Sus botas de montaña iban rompiendo las pequeñas ramas que habían caído al suelo por los últimos vientos, haciendo que los animales que estaban a su alrededor salieran corriendo en dirección contraria.  A Marvin le encantaba hacer un poco de ruido al principio de sus caminatas, principalmente para comprobar si la zona por la que andaba tenía fauna o no.

Pasaron los minutos y Marvin se iba adentrando más y más en el bosque mientas los pájaros alertaban de su presencia al resto de la comunidad con sus cánticos estridentes.  De pronto, todos los pájaros se callaron.  Durante unos segundos reinó el más absoluto de los silencios.  Tal fue así que Marvin también se paró en seco para intentar escuchar qué era aquello que había hecho enmudecer al bosque entero.

Miró a uno y otro lado, pero no conseguía ver nada.  Activó todos y cada uno de sus sentidos.  Alerta.  Al acecho.  Esperando ver o escuchar algo.  No veía nada.  No olía nada.  No escuchaba nada.  De pronto, escuchó algo detrás de él.

Muy lentamente se giró para ver qué es lo que tenía a sus espaldas.  Si era eso lo que había hecho enmudecer al bosque.  Sus ojos intentaban adelantarse a su cuerpo, que seguía en posición de escapatoria en dirección opuesta al sonido.  Y allí estaba.  Majestuosa.  Radiante.  Mirándole fijamente con aquellos bellos ojos verdes.

¡Una pantera!  ¿Qué hacía allí aquella pantera en mitad del bosque?  ¿De dónde se habría escapado?  ¿Estaría hambrienta y le querría devorar?  Mientras Marvin se hacía todas estas preguntas, la bestia comenzó a acercarse a Marvin, lentamente, sin dejar de mirarle, como si estuviera escaneando a su presa, buscando ese punto débil donde poder cerrar sus mandíbulas.

Marvin intentó, con mucho cuidado, cargar su escopeta, pero para cuando se la quitó del hombro y comenzó a buscar con su mano izquierda los cartuchos en su cinturón con los que abatir aquel animal, aquella bestia ya estaba a su lado.

Estaba totalmente inmovilizado.  Rígido como una estatua.  Apenas podía respirar mientras aquel felino daba vueltas a su alrededor, cuando de pronto, notó un golpe sobre su pierna.  Aquella pantera se estaba frotando contra él.  Aquella pantera no parecía querer comérselo, sino que parecía querer jugar con él.  ¿Cómo era posible aquello?  ¿Una pantera que quería hacerse su amiga?

Marvin dejó lentamente la escopeta a un lado y se agachó ligeramente para acariciar a la bestia.  Su piel era suave como el terciopelo y, en cuanto comenzó a acariciarla, la bestia inició su ronroneo como lo hacen los gatos caseros con sus dueños.

Las horas pasaron y aquellos seres tan diferentes entre sí, que se habían encontrado fortuitamente en el bosque aquella mañana, seguían retozando entre las hierbas y los arbustos como si de dos buenos amigos se tratara.   Pero Marvin se tenía que ir.  Tenía que volver a su vida cotidiana por lo que, en un momento dado, se levantó, agarró la escopeta e inició su camino hacia el coche dejando tras de sí a aquella mancha que sentada sobre una piedra veía cómo el humano se alejaba sin mirar atrás.

Los días pasaron antes de que Marvin tuviera ocasión de volver de nuevo a aquel bosque.  Un tiempo durante el cual Marvin había echado de menos a aquel animal, un animal que todavía a fecha de hoy no se explicaba cómo se encontraba allí y cómo no le había atacado y descuartizado con aquellas potentes garras y fuertes mandíbulas.

Marvin siguió el mismo camino que había tomado la última vez, en busca de aquel animal.  Sin embargo, en esta ocasión no encontró a tan magnífica bestia.  La buscó y buscó durante horas, queriendo encontrar de nuevo aquello que tan feliz le había hecho durante unas horas.  Pero no encontró nada.

Durante semanas siguió recorriendo aquel bosque en busca de aquella pantera, pero nada, no conseguía encontrarla.  Tanto se adentró en el bosque que un día terminó perdiéndose y a punto de despeñarse por un acantilado.

La pena le comía por dentro ¿qué le habría pasado a aquella bestia?  ¿Habría desaparecido para siempre?  ¿Fue todo un sueño o una ilusión fruto del calor?  ¿La volvería a ver?  ¿Se acordaría de él?  Ya no podía hacer nada más.  Sólo le quedaba rezar, rezar por que aquella bestia se encontrara bien, rezar para que volviera a verla.

En ocasiones las personas nos ofuscamos por volver a encontrar algo que una vez nos pareció haber visto en una persona, algo fugaz que nos hizo ser felices, que nos gustó de ella, pero que, desde hace tiempo, no hemos vuelto a sentir.  Sin embargo, aunque la realidad nos muestre que ese algo ya no está (o tal vez nunca estuvo), nuestro corazón nos incita a seguir buscando y, en ocasiones, nos puede hacer que nos perdamos en la inmensidad del bosque.

Si es cierto que una vez ese algo existió en una relación, es posible que vuelva a aparecer, que nos busque de nuevo.   Si por el contrario ese algo nunca existió, entonces es mejor dejar de buscar y comenzar a cuidarnos.

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El jilguero

sábado, 3 marzo, 2018

Martín era un entusiasta de las aves.  Aunque no era un ornitólogo profesional, le encantaba salir al campo con su cámara para sacar fotos de todos los especímenes que se encontraban por su zona.  Incluso en alguna ocasión se había tomado unas vacaciones para ir a otros países en busca de nuevas aves.

Un día soleado de primavera, Martín salió a dar un paseo por el bosque que rodeaba su casa con su perro Gatillo, como había hecho en tantas otras ocasiones. Sin embargo, esta vez, mientras caminaba escuchando a esas aves que amenizaban su periplo sorteando arbustos, helechos, troncos caídos y alguna que otra zarza que había crecido de manera descomunal después de las últimas lluvias y la entrada del buen tiempo; Gatillo se paró en seco junto a un helecho, mirando fijamente a lo que había bajo su sombra.

Martín se acercó a Gatillo, con cautela, ya que no tenía muy claro lo que su fiel mascota quería mostrarle.  Apartó algunas hierbas y el helecho al que miraba fijamente su animal.  Y allí estaba, un pequeño jilguero que había caído de su nido hacía pocos minutos, ya que, en un lugar como ese, cualquier alimaña hubiera detectado a aquel animalito en menos de quince minutos.

Martín apartó a Gatillo de su lado, ya que su excitación no le dejaba concentrarse en el pequeño descubrimiento, al que cogió y lo puso dentro de uno de sus guantes térmicos para evitar que perdiera más calor del necesario.  Escarbó un poco la tierra, en busca de alguna lombriz que pudiera dar de comer al pequeño pajarito, y dio media vuelta rumbo a su casa, donde cuidaría de aquel plumón de pico amarillento hasta que se recuperara.

Al llegar a su casa buscó una jaula que tenía en el trastero y que no utilizaba desde que murieron unos agapornis que le regaló un viejo amigo cuando se fue a la selva amazónica.  Abrió la puertecilla y llenó su interior con hierbas y hojas para crear una especie de colchón donde aquel jilguerillo se sintiera algo más cómodo.  Metió al pequeño pájaro y dejó junto a él las primeras lombrices que había recogido en el campo.

Las semanas pasaron y el pequeño jilguero ya se había recuperado totalmente de sus heridas.  Tanto era así que hacía pocos días que había comenzado a cantar cada mañana para mostrar su alegría de estar allí.  Mientras cantaba, Gatillo se sentaba frente a él y lo miraba fijamente como en un intento de averiguar qué significaban aquellos cánticos que a él también le alegraban el día.

Aunque Martín tenía previsto soltar a la pequeña criatura, no era menos cierto que sus cánticos amenizaban todas las estancias de la casa, dándole pena tener que dejarlo en libertad, por lo que pensó que se lo quedaría un poco más de tiempo hasta que subiera volar y defenderse de las rapaces que pudieran estar acechándole en el bosque.

Así pasaron unos cuantos meses y, ya entrado el verano, Martín comenzó a ver que aquel jilguero que amenizaba sus mañanas, tardes y noches, parecía no estar tan feliz como al principio.  Tal vez aquel jilguero comenzaba a extrañar la libertad que nunca tuvo pero que veía que tenían el resto de sus compañeros que estaban detrás de aquel cristal.

Después de hablarlo con la almohada, Martín se levantó un día, se acercó a la jaula, la levantó con cuidado y se la llevó al balcón de su casa, donde abrió aquella pequeña puerta por donde diariamente cambiaba el agua y el pienso.

El jilguero, al ver aquella puerta abierta, no supo lo que debía hacer y se quedó posado sobre una de las ramas de cerezo que Martín había puesto dentro de su celda.  Martín, al ver que el pajarillo estaba inmóvil sin saber qué hacer, lo incitó a que saliera con gritos de ánimo: “¡Vamos, sal!  ¡Sé libre!  ¡Vete con tus amigos que te están esperando!  ¡Sé feliz en tu entorno!”  Pero nada de lo que dijera parecía hacer comprender a ese pajarillo que tenía que dar un par de saltos para salir de aquella jaula de metal.

Los días pasaron, y aquella puerta se mantuvo abierta, esperando que aquel pájaro saliera de una vez por todas de aquella jaula que parecía estar ahogándole.  Martín, aunque quería mantener a aquella criatura con él, sabía que lo mejor era que volara libre.  Su egoísmo no podía hacer que ese pajarillo sufriera por él.  No, no le deseaba que estuviera mal; por lo que, cada día, le ponía el agua y la comida un poco más lejos de su jaula para ver si salía y perdía el miedo al mundo exterior.

Un día, mientras estaba comiendo el pienso que Martín había dejado en un pequeño cuenco sobre la mesa, el pajarillo miró a su alrededor y vio a sus hermanos revolotear alrededor de aquella casa y de aquellos árboles.  Miró a los que habían sido hasta entonces los seres que le habían dado de comer y beber, y comenzó a cantar mientras desplegaba sus alas y las batía contra el viento para elevarse de aquella mesa y salir en busca de sus hermanos.

Martín miró a Gatillo con una sonrisa, sabiendo que aquella era la última vez que iban a ver a aquel pajarillo.  Gatillo pareció entender el mensaje y comenzó a perseguir al jilguero, ladrando, despidiéndolo, mientras éste revoloteaba por la habitación cogiendo fuerzas para salir por aquella ventana que llevaba abierta desde hacía un buen rato.

Aquella fue la última vez que Martín escuchó el cántico de aquel jilguero dentro de su casa, dentro de su jaula.  Con el corazón en un puño, pero contento porque aquella criatura era libre y posiblemente más feliz que con él, Martín esperaba volver a verlo algún día, aunque no lo tenía muy claro.

Los días pasaron, y Martín escuchaba el cántico del que una vez fuera su huésped entre los árboles del bosque mientras mantenía su ventana abierta en espera de que, un día, quizás, aquel pajarillo se posara de nuevo en su ventana y le despertara con su cántico.

Las personas tenemos que estar atentas a nuestro entorno más cercano si queremos ayudarles.  Si vemos que nuestra pareja está triste deberemos hablar con ella para saber cuáles son los motivos que la hacen estar en ese estado.  Si el motivo somos nosotros, deberemos ser honrados con nosotros mismos y analizar las causas que hacen que esté así.  Si podemos identificar esas causas y cambiar nuestras actitudes para salvar la relación, adelante, hagamos lo que está en nuestras manos para salvarle.  Pero si por el contrario vemos que no vamos a poder cambiar, o que de hecho no queremos cambiar, entonces deberemos abrir esa puerta que permita que la persona a la que queremos sea libre.

Y como decían en una película muy famosa “si vuelve, es que realmente nos pertenecía; y si no lo hace, es que nunca nos perteneció”

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