En sus zapatos

21 abril, 2018 por mycoach

Marcela y Paco llevaban meses saliendo juntos.  Aunque parecían conocerse y entenderse en las cosas básicas de la relación, últimamente les estaba fallando la comunicación; por lo que estaban discutiendo algo más de lo habitual y parecía que les costaba un poco más comprenderse el uno al otro.

Aunque Paco hacía esfuerzos por comprender a su pareja y le preguntaba constantemente qué es lo que quería, qué quería decir con esto o aquello, etc.; seguía un poco confuso con lo que quería Marcela, con lo que buscaba, con lo que quería de él.  Por su parte, a Marcela le pasaba algo similar; no lograba transmitirle a Paco lo que ella quería, por lo que, al final del día, parecía que hablaran idiomas diferentes.

La gran diferencia entre ellos era, entre otras, que Paco decía las cosas tal cual las sentía, siendo en ocasiones algo más tosco e incluso hasta brusco a la hora de decirle las cosas a Marcela.  Paco era una persona que se interesaba por su pareja, haciendo preguntas que pudieran desvelar lo que su pareja sentía, quería o lo que le preocupaba.

Por su parte, Marcela era menos directa.  Los mensajes los enviaba de forma más sutil, más telegráfica, por lo que había que estar un poco más atento para captar el momento en el que enviaba el mensaje.  De igual manera, Marcela hacía menos preguntas, entre otras cosas porque le parecía que, si lo hacía, se estaba entrometiendo en la vida de su pareja; aunque esto se podía malinterpretar como falta de interés por Paco.

Paco era también una persona analítica, por lo que estaba gran parte del día analizando los datos que recibía del exterior para poder dar soluciones que mejoraran la relación.  Obviamente, muchas de esas soluciones tenían como protagonista a Marcela, y un cambio en algunos de sus comportamientos.

A Marcela le sacaba de quicio que la culpa de todos los problemas de la relación fueran suyos, por lo que constantemente le repetía a Paco que hablara de él.  Paco, obviamente, no entendía lo que Marcela quería decir ¿qué quería decir con eso?  ¿No hablaba de él con ella?  ¿No le contaba sus problemas, sus ilusiones y lo que quería hacer con ella?  ¿A qué se refería Marcela?

Un sábado por la mañana, Marcela tuvo que salir corriendo de casa porque llegaba tarde a una cita con un cliente; por lo que dejó tras de sí un reguero de ropa que iba desde su cuarto hasta el salón.  Camisas sobre las sillas.  Chaquetas sobre las butacas.  Pantalones sobre la cama.  Zapatos por el pasillo.  Puesto que esto no era una práctica habitual en ella, Paco decidió recoger las prendas mientras esperaba la vuelta de su pareja para comenzar, por fin, el fin de semana.

Paco recogió las camisas que estaban sobre las sillas, las chaquetas que se encontraban sobre las butacas, y los pantalones que estaban sobre la cama; y los llevó a su armario correspondiente.  Lo mismo hizo con los zapatos, recogiendo uno a uno como si fueran miguitas de pan dejadas por Pulgarcito minutos antes.

Según llevaba los zapatos al armario donde tenía que guardarlos, Paco pensó ¿Y si me pongo un par de estos zapatos?  ¿Y si camino un rato con ellos?  ¿Podría comprender mejor a Marcela?  Dicho y hecho, Paco se quitó las zapatillas de andar por casa, se sentó en la butaca que tenía más cerca y se calzó aquellos zapatos de más de cinco centímetros de tacón.

Al levantarse por primera vez con aquellos tacones en sus pies, Paco perdió un poco el equilibrio; teniendo que apoyarse en la pared para no caerse de bruces al suelo.  Todo él se tambaleaba, como si un terremoto estuviese agitando el suelo bajo sus pies, pero nada se movía, salvo él.  A los pocos segundos su mente se acomodó a aquella nueva situación y se atrevió a dar el primer paso.  Y luego otro.  Y otro más.

Aunque todavía se sentía un poco ridículo con la situación, especialmente porque sus brazos seguían agitándose como las aspas de un molino para evitar caerse y mantener la línea recta, poco a poco comenzaba a entender a Marcela, cómo se sentía, qué es lo que quería cuando le pedía que hablara de él.  Poco a poco comprendió cuáles eran sus necesidades y lo que ella esperaba de su relación.  Todo comenzaba a estar un poco más claro.

De pronto, Paco escuchó que la puerta de entrada se cerraba bruscamente.  Encaró el pasillo y comenzó a andar hacia el salón, con las manos apoyadas sobre las paredes del pasillo para poder ir un poco más deprisa cuando, la imagen de Marcela apareció por la puerta del fondo, quedándose atónica al ver a su novio balanceándose de lado a lado, con las manos en las paredes y sus tacones en sus pies.  ¿Pero se puede saber qué haces, Paco?  Preguntó ella entre enfadada y sorprendida.

Paco respondió: “Creo que ahora lo entiendo todo.  Creo que ya sé dónde me equivoqué. Hablemos de mí.  Hablemos de cómo ha germinado esa semilla que has plantado en mí y que hace que esté desapareciendo esa frialdad que tanto te molesta, de cómo puedo llegar a ser tu hombre perfecto sin haber salido de una tienda de príncipes sino tan sólo siendo un hombre gentil que te te quiere de verdad y quiere mejorar esa comunicación para que no parecer extraterrestres y así poder capitanear nuestro velero juntos hasta el final de nuestros días.

En muchas ocasiones nos resulta más sencillo buscar los defectos de las personas que comparten la vida con nosotros que los nuestros propios.  Buscar las cosas que nos molestan es un ejercicio relativamente sencillo de realizar, sólo tenemos que buscar aquellas cosas que nos molestan del otro y expresarlas de manera eficaz.

Sin embargo, hacer el ejercicio de ponerse en el papel de la otra persona e intentar analizar qué es lo que le molesta de nosotros es un ejercicio algo más complicado que requiere un poco de práctica.  Los resultados obtenidos de este ejercicio pueden ser muy sorprendentes, en especial si luego se comparten con la otra persona.

Este tipo de ejercicios pueden permitir que la relación de pareja mejore, que la comunicación se vaya haciendo más fluida y sencilla con el tiempo.  No obstante, si la pareja no es experta en estos temas, siempre puede acudir a un profesional que los puede ayudar en las primeras fases de estos ejercicios, obteniendo resultados más rápidamente.

 

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Miedo a enamorarse

14 abril, 2018 por mycoach

Martina era una mujer joven y atractiva.  Una mujer que, cuando paseaba por la calle, los hombres se daban la vuelta para mirarla.  Una mujer a la que los hombres se acercaban tanto si estaba en una cafetería con sus amigas como si estaba en una discoteca bailando.  Su extroversión también hacía sencilla esa aproximación por parte de los hombres y que así, estos, no la vieran como un «bicho raro» al que no había quién se acercara, sino como a una mujer accesible, aunque con sus límites, claro.

Sin embargo, Martina sólo se había enamorado una vez; hacía ya muchos años.  Una vez en la que se quedó prendada de aquel galán que luego pasó a ser su marido, por quien siempre sintió gran admiración.  Pero desde que éste murió en un accidente hacía ya una década, Martina no se había vuelto a enamorar de nadie.  Sí, había tenido parejas durante este tiempo, pero ninguna de ellas le había durado demasiado.  Siempre había terminado separándose de ellos y no llegando a completar la relación.

Un día, mientras Martina paseaba por la calle, se encontró con su amiga Piluca, quien iba acompañada de su amigo Fernando, a quien presentó durante la conversación entre ambas mujeres.

Fernando era un chico un poco mayor que Martina, de cara curtida por los años, pero quien retenía ese atractivo que tuvo durante su juventud.  Fernando intervino poco durante la conversación que mantuvieron ambas mujeres, pero los pocos comentarios que hizo mostraron que era un tipo interesante y divertido.

A los pocos días Martina tuvo la ocasión de volver a coincidir con Fernando en un evento, donde tuvieron tiempo para tomarse un par de cafés y quedar para otro día; dando así comienzo a una relación de pareja que parecía prometer un futuro diferente.  Una relación donde Martina volvió a sentir el amor que no había sentido desde hacía muchos años.  Un amor verdadero que le daba alas, que le daba tanta energía que era capaz de comerse el mundo y, aunque no se lo comiera, le daba fuerzas para creer que tenía un futuro con Fernando, un futuro como el que una vez tuvo con su difunto marido.

Los días pasaron, y Martina comenzó a sentir cómo se acercaba más y más a esa persona, cómo su vida comenzaba a cambiar, cómo su vida comenzaba a girar en torno a esa persona.  Y se asustó.  De pronto Martina sintió vértigo.  Se asustó y dio un paso hacia atrás, como queriendo quitarse de aquel precipicio al que se había acercado demasiado.  La cabeza se le comenzó a llenar de preguntas, preguntas que tal vez no tenían sentido alguno y eran irracionales, pero preguntas que la agobiaban y le saboteaban: ¿Me querrá manipular?  ¿Perderé mi libertad?  ¿Perderé mi singularidad? ¿Tendré que hacer lo que me diga?

Poco a poco la ansiedad que le generaban estas preguntas hacía que no pudiera respirar, que se ahogara.  No sabía qué hacer.  No sabía cómo solucionar, o eliminar aquella sensación que le oprimía el pecho.  ¿Qué podía hacer para no tener esa sensación, para erradicarla de una vez por todas?

Martina entró en Internet y buscó algún remedio que pudiera evitar aquella sensación.  Tras muchas búsquedas, encontró una página web donde vendían unas píldoras que parecía que podían quitarle aquella sensación de agobio que tenía; por lo que pidió una caja de cincuenta píldoras para probar.

A los pocos días le llegaron las píldoras por correo postal.  Inmediatamente abrió la caja y leyó las instrucciones de uso.  Recomendaban una píldora cada doce horas.  Corrió a la cocina.  Llenó un vaso con agua.  Se metió una píldora en la boca y bebió un poco de agua para arrastrar aquella píldora hacia su estómago.  La cura había comenzado.

A las pocas horas Martina comenzó a notar que aquella píldora comenzaba a surtir efecto.  La sensación de agobio que le oprimía el pecho comenzaba a desaparecer.  La multitud de preguntas que correteaban por su cabeza parecían asentarse y, algunas de ellas, hasta a desaparecer.  Aquello parecía un milagro.  ¡Se estaba recuperando!

Durante los siguientes días, Martina no dejó de tomar una píldora cada doce horas, para evitar que el efecto se disipase.  Sin embargo, aquellas píldoras que eran buenas para ella no parecían serlo para Fernando, quien había notado un cambio en su pareja desde que comenzó a tomar aquellas pastillas; por lo que se lo hizo saber a su pareja: “Martina, desde que tomas estas pastillas no eres la misma, te noto diferente.  ¿Qué te pasa?”

Martina se sorprendió por este comentario de Fernando, por lo que volvió a coger el prospecto de aquellas píldoras para averiguar si tenían algún efecto secundario en las personas.  Leyó un párrafo, y otro, y otro más, en busca de esos efectos que percibía Fernando; y allí estaban, en el dorso del prospecto.  Efectivamente, ¡aquellas píldoras tenían efectos secundarios!

Las pastillas te hacían sentir mejor cada vez que las tomabas, era cierto; pero también te iban congelando el corazón para que éste no sufriera.  La congelación de este órgano hacía que la persona fuera más racional y, así, la gente que la rodeaba, no pudiera manipularla y, de esta forma, nadie pudiera hacerla daño.

Martina se paró en seco al leer aquellas palabras ¿Tendría miedo de que la hicieran daño?  ¿De que la pudieran manipular y perder así su singularidad?  ¿Fernando era ese tipo de hombre?  Las instrucciones de uso y sus efectos secundarios le estaban generando nuevas dudas, dudas que hasta el momento no se había planteado, dudas que harían que tuviera que tomar una decisión: (1) dejar de tomarlas y confiar en su pareja para comenzar una vida en pareja equilibrada donde ninguno de los dos estuviera por encima del otro, donde ninguno de los dos buscara el estar por encima del otro y donde toda la relación se basase en la confianza; o (2) seguir tomando esas pastillas que le permitían dominar la situación, ser una persona calculadora y dominante donde ningún hombre pudiera decirle qué hacer o cuándo hacerlo, perdiendo así a su pareja actual y, posiblemente, a cualquier otra que pudiera aparecer en el futuro.

Durante unos minutos estuvo cavilando, dando vueltas a estas y otras opciones.  Tras un rato sentada en el sofá de su casa, se levantó.  Llamó a Fernando.  Se acercó a él y le dijo… “Te quiero”.

En muchas ocasiones nos surgen miedos que hacen que nos quedemos parados, miedos que pueden hacer que una relación no siga adelante, miedos, tal vez, infundados; porque quizás, la persona que tenemos a nuestro lado no es el tipo de persona que tiene previsto hacernos daño, sino que lo que pretende es que crezcamos como personas.

Pero también es cierto que, en muchas otras ocasiones, nos podemos encontrar con personas que quieren utilizarnos, que quieren quitarnos esa singularidad.  Puede que estas percepciones sean ciertas o no, pero lo importante es ver que las tenemos y acudir a un profesional que nos pueda ayudar a ver la diferencia y descubrir herramientas que nos permitan evitar que nos ataquen, o que nos permitan tener una vida plena con la persona que amamos.

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El caballo desbocado

7 abril, 2018 por mycoach

Margarita era una joven a la que le encantaban los caballos.  Su pasión por estos animales no era algo reciente, sino que se remontaba a su más tierna infancia.  Desde que tenía uso de razón Marina había deseado montar en estos majestuosos animales y galopar por las verdes praderas junto a su manada de perros.

Desde aquella primera vez en la que Marina había subido a lomos de aquel magnífico caballo blanco de larga melena habían pasado unos cuantos meses.  Meses durante los cuales había recibido clases de monta cada fin de semana en el Club que frecuentaba y hoy, por fin, era el día en el que saldría al campo por primera vez.

Margarita se puso su chaqueta y pantalón de montar, se enfundó sus botas granates, cogió la fusta y el casco y se acercó al establo donde estaba su caballo.  Un caballo que, aunque ya tenía su edad, era un corcel elegante y fuerte.  Un animal de toda confianza para personas con su experiencia.

Margarita sacó al animal del establo y le dio cuerda durante unos minutos para calentar la musculación de su amigo y desfogarlo un poco antes de la monta.  Tras diez minutos de trote, Margarita disminuyó el ritmo de actividad, se acercó al bocado y le quitó la cuerda.  Luego pasó las riendas por encima de su cabeza.  Puso el pie en el estribo.  Agarró fuertemente la silla y se impulsó para sentarse en ella.  La amazona y su animal estaban listos para comenzar su aventura.

Los primeros pastos no estaban muy lejos del Club, por lo que en un par de minutos ya se encontraban en campo abierto.  El paisaje era espectacular.  La hierba estaba tan alta después de las lluvias y el buen tiempo que había hecho durante los últimos días que apenas se veía saltar a los conejos de un lado a otro del camino.  Los pájaros cantaban de alegría, saltando de rama en rama mientras hacían las delicias de los que por allí pasaban.  Margarita estaba feliz, sólo le faltaban sus perros para gozar plenamente de aquel paseo.

El tiempo pasó volando mientras galopaba por la campiña y, para cuando se quiso dar cuenta, era la hora de comer.  Tenía que dar la vuelta y volver al Club, donde había quedado para tomar algo con unos amigos.  Al tirar de una de las riendas para hacer girar al caballo, éste dio un tirón con la cabeza y salió a galope tendido.

Aquel brusco movimiento del animal hizo que Margarita soltara las riendas y se le saliera el pie izquierdo de su estribo.  Margarita había perdido el control del animal.  Se encontraba a expensas de aquel animal.  En su cabeza, y por alguna extraña razón, Margarita aceptaba aquella situación no deseada: “Bueno, no es lo que yo quiero, pero tampoco puedo hacer nada para cambiar la situación”.

Margarita se sentía impotente para emprender cualquier acción que pudiera revertir la situación.  Su cerebro se sentía incapaz de resolver aquello, tal vez con el objetivo de justificarse y mantenerse tranquilo.  ¿Cómo iba a poder influir sobre aquella bestia para que las cosas cambiaran?  Margarita parecía enfrentarse a una situación que escapaba de su control y sobre la que no podía intervenir.  Parecía no tener capacidad de decidir sobre su vida.

Mientras el caballo seguía desbocado y ella no hacía nada por evitarlo pasó junto a un hombre que, al tiempo que se apartaba para no ser arrollado por la amazona y su caballo, gritó: “¡Responde, hazte con las riendas!”

Aunque parecía que el mensaje de aquel hombre no había sido escuchado por la amazona, en la mente de Margarita se comenzaron a activar ciertas neuronas que comenzaron a tirar de los recuerdos de las clases previas donde le habían comentado qué hacer en este tipo de situaciones.

Margarita se dio cuenta de la situación, tenía que hacerse responsable de ella si no quería sucumbir o tener un accidente.  Eligió no asustarse y permanecer tranquila.  Eligió hacerse responsable de la situación, por lo que lo primero que hizo fue poner el pie de nuevo en el estribo para recuperar el equilibrio.  Después recuperó las riendas, agarrándose fuertemente y colocando su cuerpo en una posición adecuada para el galope.  Verificó el entorno para comprobar que no había otros caminantes, ciclistas, perros u otros caballos.  Evaluó la gravedad de la situación y, como no había peligros inminentes, jaló las riendas para disminuir la velocidad del caballo apalancando su boca.  Cuando el animal fue lo suficientemente lento, Margarita hizo girar en círculos al caballo acortando la rienda interior y jalándola lo más fuerte posible hasta que el caballo se detuvo por completo.

Mientras Margarita recuperaba la respiración, el caminante que hacía escasos segundos le había alertado, llegó jadeante junto a la bestia y le preguntó: “¿Te encuentras bien?”  Ella, aun con el susto en el cuerpo, le miró, se sonrió y dijo: “¡Sí, gracias, hoy he vuelto a tomar las riendas de mi vida!”.

Cuando una persona acusa de sus problemas a todo aquello que le rodea, decimos que está adoptando el papel de víctima, un lugar desde el cual no es responsable de lo que ocurre porque, la culpa, está en algún lugar ajeno a ella; permitiendo así justificarse y mantenerse tranquila, aunque eso conlleve aceptar una situación no deseada.

Frases como “no tengo tiempo“, “no puedo ir“, “no tiene solución“, “no se puede“, “no es mi culpa“, son ejemplos claros de esta postura cuyo objetivo es la búsqueda de la inocencia.  La responsabilidad de lo que ocurre no es mía, sino de un tercero; esperando que sea este quien se haga cargo de lo que está pasando.

Desde esta postura nuestras conversaciones se llenan de explicaciones, de excusas, y se vuelven reiterativas, formando bucles sin fin de los que es complicado salir.  La persona se siente resentida, ni perdona ni olvida acontecimientos sin importancia del pasado, se queda enganchada en lo que ocurrió, lo que nos dijeron, aquello que no fue y podía haber sido.  Se hace así más difícil visualizar el futuro, generar acciones que puedan dar una solución y asumir la responsabilidad de llevarlas a cabo.  Y esto es garantía de frustración e insatisfacción.

Por el contrario, cuando nos responsabilizamos, cuando cambiamos ese observador y analizamos la situación preguntándonos ¿qué puedo hacer YO para cambiar esto que me preocupa?  ¿Qué responsabilidad tengo YO en lo que ha pasado?; significa que tenemos la capacidad para actuar, para encontrar una respuesta satisfactoria, de influir en aspectos o acciones que se pueden tomar para intentar resolver la situación, permitiendo que surjan ideas para solucionar los problemas.

La responsabilidad supone ser dueño de nuestras propias acciones y actuar en consecuencia, reconociendo los errores cuando se cometen y aprendiendo de ellos.  La responsabilidad supone tomar las riendas de nuestra vida y tener el valor de reconocer qué parte somos del problema y emprendiendo acciones que nos permitan alcanzar nuestros objetivos.

Si vemos que no podemos hacerlo solos, siempre podemos solicitar ayuda a un profesional que nos puede orientar y guiar en este camino hacia la mejora personal.

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El amigo invisible

31 marzo, 2018 por mycoach

Marvin era un científico que se pasaba horas en su laboratorio con la única idea de desarrollar un suero que le permitiera hacer desaparecer los materiales que se pusieran en contacto con él.  Sus amigos llevaban años riéndose de sus experimentos y su novia, María, aunque le apoyaba, estaba frustrada por el poco tiempo que pasaba con él; en especial los fines de semana y en vacaciones, porque para él, nunca había vacaciones.

Tal vez Marvin pasara poco tiempo con ella los fines de semana, y el tiempo que lo hacía estaba abstraído en su mundo de fórmulas y con los proveedores que le llamaban para venderle algún producto nuevo.  Aun así, aunque pareciera que estaba en otro mundo, una cosa estaba clara, que María era lo más importante para él y, sin ella, toda esta investigación que estaba llevando a cabo, no tendría sentido alguno.

Efectivamente, Marvin estaba enamorado hasta las trancas de María.  Quería que ella estuviera orgullosa de él, de lo que hacía, de lo que quería desarrollar, pero ella parecía no llegar a comprenderle del todo, aunque siguiera apoyándolo y dándole todo su cariño.

Un día, Marvin se encontraba en su laboratorio, con su bata blanca, sus gafas de protección, sus guantes, sus tubos de ensayo, y sus ratas de laboratorio, midiendo el volumen de cada uno de los elementos que tenía que mezclar para que aquella sustancia viscosa diera por fin el efecto deseado, cuando llamaron a la puerta.

Marvin dejó la mezcla que estaba preparando sobre un hornillo de gas a fuego lento.  Miró el reloj para comprobar la hora y no dejar que la mezcla estuviese al fuego más de diez minutos. Se quitó las gafas, los guantes y la bata, y se acercó hasta la puerta de entrada que estaba en la habitación de al lado.  Abrió la puerta y se encontró con María, quien le traía la comida en una tartera.  Si no fuera por ella es muy probable que gran parte de los días se quedara sin comer, inmerso en sus ensayos.

Ambos pasaron a una pequeña habitación que había en la planta y que hacía las veces de cafetería o zona de descanso.  María sacó un pequeño mantel que había traído en el bolso, junto con los cubiertos, un par de vasos, un poco de pan y las servilletas.  Mientras tanto, Marvin llevó la comida al laboratorio para calentarla en el microondas que utilizaba en sus experimentos y, como en esta ocasión, utilizaba para calentar la comida que le traía su pareja.

Una vez calentada la comida, la llevó de nuevo a la salita donde le esperaba María, con la mesa preparada, una copa de vino blanco en la mano y una sonrisa en su cara.

Marvin dejó los platos sobre la mesa.  Cogió la copa de vino que le ofrecía su pareja y, con una muesca de duda en su cara, preguntó: ¿por qué brindamos?

María sonrió.  Le guiñó el ojo y respondió: “¡Porque ya tenemos iglesia para casarnos!”

Marvin se quedó boquiabierto.  Dejó la copa sobre la mesa y se acercó para abrazar a su novia y besarla como merecía la ocasión.  Era el día más feliz de su vida.  Por fin podría oficializar su relación con la mujer que más había amado, aunque muchas veces no lo hiciera visible debido a sus constantes despistes de científico loco.  Pero mientras abrazaba a la que iba a ser su mujer y gozaba de ese momento, un olor le llegó a la nariz.  ¡La mezcla! ¡Que se me ha olvidado retirarla del fuego! – grito mientras soltaba bruscamente a María.

Marvin corrió hacia el hornillo donde había dejado la mezcla cuando, justo antes de retirarla del fuego, la mezcla estalló frente a sus narices.

Aquella mezcla pegajosa y caliente le salpicó por completo.  Parecía un chiste de los que aparecen en las caricaturas de los periódicos o en los anuncios de televisión.  ¡Menudo desastre!  Se sentía ridículo, aunque más ridículo se sintió cuando María entro en el laboratorio y comenzó a reírse por la situación.

Sin embargo, las risas de María iban a durar poco.  Mientras se reía de su novio, cubierto en esa gelatina pringosa de color chillón, veía cómo, poco a poco, éste se iba desvaneciendo delante de sus ojos ¿Cómo era posible?  María gritó: “¡Marvin, estas desapareciendo!”

Así era, Marvin estaba desapareciendo.  Donde hacía unos segundos estaba su figura cubierta de esa gelatina, ahora no había nada.  ¿Qué había pasado?  Parecía que la fórmula había funcionado.  ¡Se había convertido en un hombre invisible!  Y gritó: “¡María, lo he conseguido, por fin soy un hombre invisible!”

Esto a María no le hizo mucha gracia.  ¿Un novio invisible?  ¿Cómo se iba a casar si no había nadie a su lado en el altar?  ¿Cómo iba a abrazarlo si no sabía dónde estaba?  ¿Cómo lo iba a amar si no sabía si existía?  No obstante, se propuso salvar la relación a toda costa, por lo que intentó no asustarse demasiado en ese momento.

Las semanas pasaron, y María no estaba cómoda con aquella relación donde sólo se veía a una de las partes.  Sí, era cierto que quería a Marvin, pero ahora ya no lo podía ver ni cuando estaba en casa.  Y cada día lo llevaba peor.  Así que, una mañana, buscó a Marvin y le dijo que la relación se terminaba, que ella no podía seguir así, que no podía soportar no ver a la persona de la que una vez se enamoró.  Por lo que tenía que irse de su vida.

Marvin, aunque apenado, comprendió la situación.  A él también le resultaba difícil no poder abrazar a su amada ni besarla.  Sólo podía verla.  Y eso era muy duro para él.  Por lo que hizo lo que mejor podía hacer, volver a su laboratorio para encontrar un antídoto y volver a ser visible.

Las semanas pasaron y Marvin seguía enfrascado en su laboratorio, intentando encontrar la solución para hacerse visible de nuevo y recuperar a su amor.  Sin embargo, ahora ya no trabajaba tanto, ahora intentaba pasar tiempo con ella, a distancia, aunque no le pudiera ver, haciendo lo posible por ayudarla: recogiendo las cosas que se le caían, evitando que se diera un golpe con alguna columna, o con alguien que andaba por la acera e iba tan despistado como ella.  La ayudaba en la sombra mientras él también se ayudaba a sí mismo para volver a ser visible.

En muchas ocasiones los buenos amigos no tienen que estar presentes para ser buenos amigos.  En ocasiones los buenos amigos lo son porque nos ayudan a desarrollarnos, porque nos dicen las cosas tal y como son, y no sólo como nosotros las vemos.  Incluso a veces los buenos amigos nos siguen ayudando en la sombra, sin que nos demos cuenta de que nos ayudan.

En otras ocasiones, cuando ya han hecho todo lo que han podido por ayudarnos y ven que no pueden hacer más y, lo único que les queda es rezar por nosotros para que un día seamos felices, también lo hacen.

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A vida o muerte

24 marzo, 2018 por mycoach

Marlon era un joven que trabajaba en una empresa de tamaño medio haciendo labores administrativas.  Su trabajo no era el más estresante del mundo, pero sí lo tenía todo el día subiendo y bajando escaleras, por lo que paraba poco delante de su ordenador.

Además de tener una vida activa dentro de la oficina, Marlon también se ejercitaba diariamente en el gimnasio y salía al campo a pasear a sus perros junto con su pareja, con la que estaba a punto de casarse dentro de unos meses.

Como todos los años por esa época, la empresa ofrecía una revisión médica a todos sus empleados para que estos conocieran de primera mano su estado físico, si les había subido el colesterol, si tenían alto el ácido úrico o si el tipo de actividad que estaban realizando para la empresa estaba dañando su vista, oídos o pulmones.

Marlon, como en otras ocasiones, se presentó a primera hora de la mañana para que le sacaran sangre, le tomaran la tensión, le revisaran la vista, los oídos, los pulmones, y le golpearan aquí y allá en un intento por comprobar que sus órganos internos estaban bien.

Pasaron un par de semanas antes de que Marlon recibiera la carta donde le informaban de los resultados de aquellas pruebas realizadas por la empresa.  Justo en el momento que se disponía a abrir el sobre, sonó el teléfono.  Marlon descolgó y preguntó quién estaba al otro lado del aparato.  Era el médico de la empresa, quien le comentó que debían verse lo antes posible para tratar un asunto que había aparecido en sus resultados médicos.  Quedaron en una hora, el tiempo justo para que se pudiera cambiar de atuendo y llegar a la consulta.

El médico lo había dejado preocupado, por lo que, según colgó el aparato, abrió el sobre para ver si los resultados que tenía en su mano le podían dar algo de luz.  Números, porcentajes y nombres raros era todo lo que era capaz de ver, pero en ningún lugar ponía nada raro, nada que le pudiera preocupar.  Los análisis eran, en principio, similares a los anteriores.  Así que se preparó y salió para la consulta del médico.

Al llegar a la consulta no tuvo que esperar demasiado, ya que el médico que iba a atenderlo estaba despidiendo a su último paciente; por lo que sin perder un segundo invitó a Marlon a pasar dentro de su despacho y, una vez dentro los dos, cerró la puerta tras de sí y tomó asiento en su silla ergonómica.

Aquel doctor no se anduvo con muchos rodeos.  Según se sentó en su silla le miró fijamente a los ojos, suspiró y le dijo: “Marlon, te mueres”.

¡Menudo jarro de agua fría!  Marlon no daba crédito a lo que acababa de escuchar ¿Qué se moría?  ¿Cómo era eso posible?  ¿No habría algún error?

Ante la cara de incredulidad de Marlon, y antes de que éste hiciera ninguna pregunta, el médico comentó: “Marlon, te mueres, pero podemos hacer algo para evitarlo.  Está en tus manos.”

¿Qué estaba en sus manos?  ¿Cómo algo que no podía ver estaba en sus manos?  ¡Estaría en su hígado, o en sus intestinos, o en cualquier otro sitio menos en sus manos! – pensó Marlon.

El médico insistió: “Marlon, te podemos salvar, pero para ello debes cambiar ciertas cosas en tu vida; debes someterte a un tratamiento y comenzar una terapia que no va a ser sencilla, pero te puede salvar, dándote una segunda oportunidad para tener una vida más plena. ¡Piénsalo!”

Marlon no terció palabra alguna mientras estuvo en la consulta del médico.  No daba crédito a lo que le había dicho.  Era imposible que él estuviera enfermo.  Él, una persona que se cuidaba.  ¡Imposible!

Al llegar a casa Marlon le comentó lo sucedido a su pareja, Beatriz, quien al escucharlo se quedó con los ojos abiertos, tan sorprendida como él, sin apenas dar crédito a lo que escucha de boca de su novio y pensando que aquello era más una broma de mal gusto que una realidad.  Pero no, parecía ser cierto.  Su novio se moría.  ¿Y qué piensas hacer? – le preguntó Beatriz.

Marlon se quedó pensativo durante unos segundos, la miró fijamente y respondió: “¡Nada, no voy a hacer nada!”

¡Cómo que no vas a hacer nada!  Si no haces nada vas a morir – replicó enfurecida Beatriz.

¿Para qué me voy a molestar si estoy bien como estoy?  Tal vez no tenga una vida perfecta, pero ¿para qué me voy a molestar si el tiempo se me acaba? – comentó Marlon.

Pasaron las semanas, tiempo durante el cual Beatriz había avisado a sus amigos y les había contado la situación.  Era imperativo que Marlon se tratara si quería vivir mejor, si quería salvarse.  Los amigos fueron pasando por su casa, hablando con él, intentando convencerlo para que tomara cartas en el asunto e hiciera algo por salvar su vida.  Pero nada, no importaba quien pasara por allí ni lo que le dijera, que no se inmutaba.  No iba a cambiar.  No quería cambiar.

Con el paso del tiempo los amigos se empezaron a cansar.  ¿Para qué iban a perder su tiempo y sus energías intentando salvar la vida de Marlon cuando él mismo no se quería salvar?  Hasta su novia Beatriz había perdido toda esperanza y estaba pensando en cancelar la boda e incluso en alejarse de él.

Marlon no llegaba a comprender que sus amigos estuvieran preocupados por él ¿por qué no se alegraban por él y se quedaban con el recuerdo de cómo era y no de cómo podría ser?  ¿Por qué querían cambiarle, hacerle pasar por aquel trauma que suponía todo el proceso de rehabilitación, aunque eso le hiciera vivir más y más feliz?  No lo entendía.  Además, aquello que le ocurría no era culpa suya, sino de algún ente superior ¿para qué le iba a contrariar?

Las semanas siguieron pasando, y aquella enfermedad seguía avanzando, seguía comiéndose a Marlon por dentro.  Sus amigos habían desaparecido de su lado, ya cansados de decirle las cosas una y otra vez sin que Marlon hiciera nada por resolver aquella situación.  Hasta su novia le había dejado para no ver cómo se suicidaba de aquella manera.

Un día, mientras estaba en su sofá sentado frente al televisor, Marlon se quedó con los ojos fijos en aquel aparato, como si estuviera concentrado, como si le hubiera venido la inspiración divina.

Las personas podemos saber que estamos mal, que debemos cambiar si queremos mejorar nuestra vida y nuestras relaciones, pero en muchas ocasiones no hacemos nada porque estamos dentro de esa falsa zona de confort que nos impide ver más allá de nuestras propias narices.  Una zona en la que tenemos un montón de disculpas que evitan que comencemos a movernos.

Las personas que nos quieren y que desean lo mejor para nosotros nos pueden dar un punto de vista diferente, un punto de vista fuera de esa zona de confort, un punto de vista que no tiene disculpas para hacer las cosas.  Sin embargo, nuestra apatía por acometer nada y nuestro victimismo hacen que esas personas se cansen de decirnos las cosas y se puedan alejar.

Mientras nosotros no tomemos las riendas de nuestra vida, mientras no asumamos que estamos mal y que necesitamos ayuda, no haremos nada por cambiar.

Si nos encontramos así, rodeado de personas que nos dicen que algo va mal, si sentimos que nos enfadamos y tenemos sentimientos de rabia por esas personas; tal vez sea el momento para acudir a un profesional que nos pueda ayudar a identificar qué es lo que nos está bloqueando para hacer de nuestra vida algo mejor.

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El cervatillo

17 marzo, 2018 por mycoach

Los primeros rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos árboles centenarios que poblaban el bosque.  La luz de esos rayos hacía de despertador natural al impactar en los ojos todavía cerrados de los animales que todavía permanecían acurrucados bajo alguna rama o escondidos entre los matorrales al resguardo de los depredadores nocturno que merodeaban por esos lares.

Ricardo se había despertado antes de que sonara la alarma de su reloj.  Llevaba una temporada en la que no podía dormir bien debido al estrés del trabajo.  Por lo que al abrir aquella mañana los ojos y ver que estaba amaneciendo, decidió salir a dar un paseo por el bosque, aunque este no estuviera del todo despierto.

Ricardo comenzó a andar entre los helechos que habían recogido el rocío de la madrugada, y saltando entre las ramas derribadas por los vientos de los últimos días, cuando vio un cervatillo que asomaba su cabeza entre dos árboles, curioso por el ruido que lo había despertado.  Ricardo se paró en seco para no asustar a tan bella criatura.

El cervatillo levantó su oscura nariz para oler las moléculas que entraban por sus fosas nasales e intentando identificar si el olor que percibía era de un depredador o era de algún otro animal del que no debía preocuparse.  Ricardo seguía quieto, sin ni siquiera mover una pestaña, mientras observaba aquel acontecimiento que sólo se le presentaría una vez en su vida.

El cervatillo giro la cabeza siguiendo el rastro del oler que le llegaba y fue entonces cuando detectó la figura de Ricardo entre algunos arbustos.  Sin embargo, en vez de salir despavorido hacia el lado contrario, aquel animal comenzó a acercarse hacia donde estaba Ricardo, quien quedó atónito por aquel acontecimiento.

El cervatillo siguió avanzando hasta llegar a pocos centímetros de Ricardo, quien seguía inmóvil e intentando controlar la respiración, la cual había ido aumentando progresivamente mientras el animalito se acercaba cauteloso.

Ricardo, muy lentamente extendió su mano para que aquel cervatillo no tuviera que romper su distancia de seguridad y, sin sentirse amenazado, pudiera olerle y así conocerle.  El cervatillo no dejaba de mirar a Ricardo fijamente, con algo de desconfianza, pero no se echó para atrás mientras él extendía su mano, sino que, al contrario, se acercó para olerla y quedarse con aquella fragancia que emanaba de aquel ser que se mantenía erguido a dos patas.

De pronto, el bullicio de los pájaros hizo que el cervatillo levantara la cabeza, mirase a todos lados, y pegase dos saltos que lo alejaron del lado de Ricardo en menos de un segundo.  Ricardo, mientras tanto seguía sorprendido de aquella experiencia.  No daba crédito a lo que había pasado hacía escasos minutos.  Se dio la vuelta y volvió a su casa siguiendo el mismo camino que lo había llevado a ser el protagonista de aquella experiencia.

Los días pasaron y Ricardo no podía olvidar a aquel cervatillo que se había acercado para oler su mano.  Un cervatillo sin miedo o sin sentido común.  Pero un cervatillo que había captado su atención.  Tanto era así que Ricardo pensó que lo había visto cerca de su jardín a los pocos días de aquel encuentro, por lo que comenzó a salir al jardín más a menudo para ver si lo que le había parecido que era el cervatillo, era realmente él.

Comenzó así a pasar horas y horas sentado en la hamaca de su porche esperando que aquella cabecita asomara entre los arbustos.

Una tarde, mientras esperaba al cervatillo tomando una cerveza para refrescar su gaznate, apareció de entre los árboles aquel cervatillo valiente quien, con paso cauto, entró en el jardín de Ricardo.

Ricardo paró de mecerse y dejó la cerveza sobre la mesita que tenía al lado.  Se quedó mirando fijamente al cervatillo, mientras este se paseaba por el jardín, agachando la cabeza de vez en cuando para comer algo de hierba fresca y mirando de reojo a Ricardo, quien se mantenía sentado en la hamaca.  Al poco rato, el cervatillo, levantó las orejas y salió corriendo hacia el bosque, donde desapareció entre la maleza.

Aquel no sería el último encuentro que Ricardo tendría con aquel cervatillo.  A medida que los días pasaban, aquel cervatillo venía más a menudo a casa de Ricardo, se quedaba más tiempo y se acercaba más a Ricardo.  Tanto se llegó a acercar que las últimas veces el cervatillo había llegado a subir los escalones que llevaban al porche y había incluso olisqueado la bebida que en aquel momento tenía Ricardo sobre la mesa.

Parecía que aquel cervatillo tenía ya confianza suficiente con Ricardo y sabía que este no le iba a hacer daño alguno.

Algunas personas son como los cervatillos en el bosque, asustadizos, y en cuanto nos intentamos acercar pueden tomarlo como una agresión que pone en riesgo su vida y salen huyendo.  Por eso es importante dar a las personas el tiempo que necesiten para que se sientan cómodas con nosotros, para que sepan que no les vamos a hacer ningún daño y que pueden confiar plenamente en nosotros.

Si somos capaces de dar esa confianza a nuestra pareja o amistades, entonces tenemos ganado mucho terreno frente a otras personas que pueden ser menos pacientes y que se lanzan enseguida a saber más sobre la persona que tienen frente a ellos.

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El cazador y la pantera

10 marzo, 2018 por mycoach

Marvin era un cazador consumado.  Le gustaba tanto la caza mayor como la menor, aunque prefería la primera sobre la segunda.   Y se podía pasar horas siguiendo el rastro de unas perdices como el de un jabalí o ciervo.  Aunque el mismo hecho de disparar a un animal indefenso no le convencía del todo, el seguir su rastro por los bosques le hacía sacar su instinto más básico, un instinto que también tuvieron nuestros progenitores hace miles de años cuando cazar era esencial para la subsistencia más que un deporte.

Ese día de primavera, Marvin salió de casa con su escopeta al hombro, como tantas otras veces.  Cogió el coche y comenzó a conducir hacia uno de los bosques más frondosos de su localidad.  Un bosque por el que le encantaba pasear en busca de algún animal que le llamara la atención.  Pero aquel día iba a ser diferente, aunque Marvin no lo sabía todavía.

Al llegar al bosque aparcó el coche bajo unos árboles, para que su sombra lo protegiera de aquel sol que ya comenzaba a calentar.  Sacó la escopeta de su funda, comprobó que estuviera descargada y se la echó al hombro partida en dos.

Sus botas de montaña iban rompiendo las pequeñas ramas que habían caído al suelo por los últimos vientos, haciendo que los animales que estaban a su alrededor salieran corriendo en dirección contraria.  A Marvin le encantaba hacer un poco de ruido al principio de sus caminatas, principalmente para comprobar si la zona por la que andaba tenía fauna o no.

Pasaron los minutos y Marvin se iba adentrando más y más en el bosque mientas los pájaros alertaban de su presencia al resto de la comunidad con sus cánticos estridentes.  De pronto, todos los pájaros se callaron.  Durante unos segundos reinó el más absoluto de los silencios.  Tal fue así que Marvin también se paró en seco para intentar escuchar qué era aquello que había hecho enmudecer al bosque entero.

Miró a uno y otro lado, pero no conseguía ver nada.  Activó todos y cada uno de sus sentidos.  Alerta.  Al acecho.  Esperando ver o escuchar algo.  No veía nada.  No olía nada.  No escuchaba nada.  De pronto, escuchó algo detrás de él.

Muy lentamente se giró para ver qué es lo que tenía a sus espaldas.  Si era eso lo que había hecho enmudecer al bosque.  Sus ojos intentaban adelantarse a su cuerpo, que seguía en posición de escapatoria en dirección opuesta al sonido.  Y allí estaba.  Majestuosa.  Radiante.  Mirándole fijamente con aquellos bellos ojos verdes.

¡Una pantera!  ¿Qué hacía allí aquella pantera en mitad del bosque?  ¿De dónde se habría escapado?  ¿Estaría hambrienta y le querría devorar?  Mientras Marvin se hacía todas estas preguntas, la bestia comenzó a acercarse a Marvin, lentamente, sin dejar de mirarle, como si estuviera escaneando a su presa, buscando ese punto débil donde poder cerrar sus mandíbulas.

Marvin intentó, con mucho cuidado, cargar su escopeta, pero para cuando se la quitó del hombro y comenzó a buscar con su mano izquierda los cartuchos en su cinturón con los que abatir aquel animal, aquella bestia ya estaba a su lado.

Estaba totalmente inmovilizado.  Rígido como una estatua.  Apenas podía respirar mientras aquel felino daba vueltas a su alrededor, cuando de pronto, notó un golpe sobre su pierna.  Aquella pantera se estaba frotando contra él.  Aquella pantera no parecía querer comérselo, sino que parecía querer jugar con él.  ¿Cómo era posible aquello?  ¿Una pantera que quería hacerse su amiga?

Marvin dejó lentamente la escopeta a un lado y se agachó ligeramente para acariciar a la bestia.  Su piel era suave como el terciopelo y, en cuanto comenzó a acariciarla, la bestia inició su ronroneo como lo hacen los gatos caseros con sus dueños.

Las horas pasaron y aquellos seres tan diferentes entre sí, que se habían encontrado fortuitamente en el bosque aquella mañana, seguían retozando entre las hierbas y los arbustos como si de dos buenos amigos se tratara.   Pero Marvin se tenía que ir.  Tenía que volver a su vida cotidiana por lo que, en un momento dado, se levantó, agarró la escopeta e inició su camino hacia el coche dejando tras de sí a aquella mancha que sentada sobre una piedra veía cómo el humano se alejaba sin mirar atrás.

Los días pasaron antes de que Marvin tuviera ocasión de volver de nuevo a aquel bosque.  Un tiempo durante el cual Marvin había echado de menos a aquel animal, un animal que todavía a fecha de hoy no se explicaba cómo se encontraba allí y cómo no le había atacado y descuartizado con aquellas potentes garras y fuertes mandíbulas.

Marvin siguió el mismo camino que había tomado la última vez, en busca de aquel animal.  Sin embargo, en esta ocasión no encontró a tan magnífica bestia.  La buscó y buscó durante horas, queriendo encontrar de nuevo aquello que tan feliz le había hecho durante unas horas.  Pero no encontró nada.

Durante semanas siguió recorriendo aquel bosque en busca de aquella pantera, pero nada, no conseguía encontrarla.  Tanto se adentró en el bosque que un día terminó perdiéndose y a punto de despeñarse por un acantilado.

La pena le comía por dentro ¿qué le habría pasado a aquella bestia?  ¿Habría desaparecido para siempre?  ¿Fue todo un sueño o una ilusión fruto del calor?  ¿La volvería a ver?  ¿Se acordaría de él?  Ya no podía hacer nada más.  Sólo le quedaba rezar, rezar por que aquella bestia se encontrara bien, rezar para que volviera a verla.

En ocasiones las personas nos ofuscamos por volver a encontrar algo que una vez nos pareció haber visto en una persona, algo fugaz que nos hizo ser felices, que nos gustó de ella, pero que, desde hace tiempo, no hemos vuelto a sentir.  Sin embargo, aunque la realidad nos muestre que ese algo ya no está (o tal vez nunca estuvo), nuestro corazón nos incita a seguir buscando y, en ocasiones, nos puede hacer que nos perdamos en la inmensidad del bosque.

Si es cierto que una vez ese algo existió en una relación, es posible que vuelva a aparecer, que nos busque de nuevo.   Si por el contrario ese algo nunca existió, entonces es mejor dejar de buscar y comenzar a cuidarnos.

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El jilguero

3 marzo, 2018 por mycoach

Martín era un entusiasta de las aves.  Aunque no era un ornitólogo profesional, le encantaba salir al campo con su cámara para sacar fotos de todos los especímenes que se encontraban por su zona.  Incluso en alguna ocasión se había tomado unas vacaciones para ir a otros países en busca de nuevas aves.

Un día soleado de primavera, Martín salió a dar un paseo por el bosque que rodeaba su casa con su perro Gatillo, como había hecho en tantas otras ocasiones. Sin embargo, esta vez, mientras caminaba escuchando a esas aves que amenizaban su periplo sorteando arbustos, helechos, troncos caídos y alguna que otra zarza que había crecido de manera descomunal después de las últimas lluvias y la entrada del buen tiempo; Gatillo se paró en seco junto a un helecho, mirando fijamente a lo que había bajo su sombra.

Martín se acercó a Gatillo, con cautela, ya que no tenía muy claro lo que su fiel mascota quería mostrarle.  Apartó algunas hierbas y el helecho al que miraba fijamente su animal.  Y allí estaba, un pequeño jilguero que había caído de su nido hacía pocos minutos, ya que, en un lugar como ese, cualquier alimaña hubiera detectado a aquel animalito en menos de quince minutos.

Martín apartó a Gatillo de su lado, ya que su excitación no le dejaba concentrarse en el pequeño descubrimiento, al que cogió y lo puso dentro de uno de sus guantes térmicos para evitar que perdiera más calor del necesario.  Escarbó un poco la tierra, en busca de alguna lombriz que pudiera dar de comer al pequeño pajarito, y dio media vuelta rumbo a su casa, donde cuidaría de aquel plumón de pico amarillento hasta que se recuperara.

Al llegar a su casa buscó una jaula que tenía en el trastero y que no utilizaba desde que murieron unos agapornis que le regaló un viejo amigo cuando se fue a la selva amazónica.  Abrió la puertecilla y llenó su interior con hierbas y hojas para crear una especie de colchón donde aquel jilguerillo se sintiera algo más cómodo.  Metió al pequeño pájaro y dejó junto a él las primeras lombrices que había recogido en el campo.

Las semanas pasaron y el pequeño jilguero ya se había recuperado totalmente de sus heridas.  Tanto era así que hacía pocos días que había comenzado a cantar cada mañana para mostrar su alegría de estar allí.  Mientras cantaba, Gatillo se sentaba frente a él y lo miraba fijamente como en un intento de averiguar qué significaban aquellos cánticos que a él también le alegraban el día.

Aunque Martín tenía previsto soltar a la pequeña criatura, no era menos cierto que sus cánticos amenizaban todas las estancias de la casa, dándole pena tener que dejarlo en libertad, por lo que pensó que se lo quedaría un poco más de tiempo hasta que subiera volar y defenderse de las rapaces que pudieran estar acechándole en el bosque.

Así pasaron unos cuantos meses y, ya entrado el verano, Martín comenzó a ver que aquel jilguero que amenizaba sus mañanas, tardes y noches, parecía no estar tan feliz como al principio.  Tal vez aquel jilguero comenzaba a extrañar la libertad que nunca tuvo pero que veía que tenían el resto de sus compañeros que estaban detrás de aquel cristal.

Después de hablarlo con la almohada, Martín se levantó un día, se acercó a la jaula, la levantó con cuidado y se la llevó al balcón de su casa, donde abrió aquella pequeña puerta por donde diariamente cambiaba el agua y el pienso.

El jilguero, al ver aquella puerta abierta, no supo lo que debía hacer y se quedó posado sobre una de las ramas de cerezo que Martín había puesto dentro de su celda.  Martín, al ver que el pajarillo estaba inmóvil sin saber qué hacer, lo incitó a que saliera con gritos de ánimo: “¡Vamos, sal!  ¡Sé libre!  ¡Vete con tus amigos que te están esperando!  ¡Sé feliz en tu entorno!”  Pero nada de lo que dijera parecía hacer comprender a ese pajarillo que tenía que dar un par de saltos para salir de aquella jaula de metal.

Los días pasaron, y aquella puerta se mantuvo abierta, esperando que aquel pájaro saliera de una vez por todas de aquella jaula que parecía estar ahogándole.  Martín, aunque quería mantener a aquella criatura con él, sabía que lo mejor era que volara libre.  Su egoísmo no podía hacer que ese pajarillo sufriera por él.  No, no le deseaba que estuviera mal; por lo que, cada día, le ponía el agua y la comida un poco más lejos de su jaula para ver si salía y perdía el miedo al mundo exterior.

Un día, mientras estaba comiendo el pienso que Martín había dejado en un pequeño cuenco sobre la mesa, el pajarillo miró a su alrededor y vio a sus hermanos revolotear alrededor de aquella casa y de aquellos árboles.  Miró a los que habían sido hasta entonces los seres que le habían dado de comer y beber, y comenzó a cantar mientras desplegaba sus alas y las batía contra el viento para elevarse de aquella mesa y salir en busca de sus hermanos.

Martín miró a Gatillo con una sonrisa, sabiendo que aquella era la última vez que iban a ver a aquel pajarillo.  Gatillo pareció entender el mensaje y comenzó a perseguir al jilguero, ladrando, despidiéndolo, mientras éste revoloteaba por la habitación cogiendo fuerzas para salir por aquella ventana que llevaba abierta desde hacía un buen rato.

Aquella fue la última vez que Martín escuchó el cántico de aquel jilguero dentro de su casa, dentro de su jaula.  Con el corazón en un puño, pero contento porque aquella criatura era libre y posiblemente más feliz que con él, Martín esperaba volver a verlo algún día, aunque no lo tenía muy claro.

Los días pasaron, y Martín escuchaba el cántico del que una vez fuera su huésped entre los árboles del bosque mientras mantenía su ventana abierta en espera de que, un día, quizás, aquel pajarillo se posara de nuevo en su ventana y le despertara con su cántico.

Las personas tenemos que estar atentas a nuestro entorno más cercano si queremos ayudarles.  Si vemos que nuestra pareja está triste deberemos hablar con ella para saber cuáles son los motivos que la hacen estar en ese estado.  Si el motivo somos nosotros, deberemos ser honrados con nosotros mismos y analizar las causas que hacen que esté así.  Si podemos identificar esas causas y cambiar nuestras actitudes para salvar la relación, adelante, hagamos lo que está en nuestras manos para salvarle.  Pero si por el contrario vemos que no vamos a poder cambiar, o que de hecho no queremos cambiar, entonces deberemos abrir esa puerta que permita que la persona a la que queremos sea libre.

Y como decían en una película muy famosa “si vuelve, es que realmente nos pertenecía; y si no lo hace, es que nunca nos perteneció”

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La semilla

24 febrero, 2018 por mycoach

Margot era una mujer a quien le gustaba su trabajo en el despacho que regentaba.  Una mujer que se tomaba las cosas muy en serio.  Una mujer responsable.  Pero también era una mujer a quien le gustaba descansar, tomarse sus ratos libres para desconectar del día a día y disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrece la vida.

Y dentro de esas pequeñas cosas estaban las semillas que iba recogiendo en sus largos paseos por el campo, por la playa o por cualquier sitio donde se encontrara.  Semillas que luego plantaba en los tiestos de su casa para ver cómo crecían, para ver en qué se convertía aquella semilla no más grande que su uña.

Un día, caminando por la playa, Margot vio una botella de cristal flotando en el agua.  Su instinto ecologista hizo que sus pasos se desviaran ligeramente de su recorrido y entrara en el agua para coger aquella botella y llevarla al punto de reciclaje más cercano.

El agua le llegaba un poco por encima de sus rodillas cuando llegó a alcanzar la botella, la cual se hacía un poco difícil de coger debido al oleaje de aquel día.  Al sacarla del agua, lo primero que le llamó la atención fue que la botella estaba cerrada con un corcho y en su interior había una especie de pergamino y una bolita que, al golpear las paredes de cristal, hacía que la botella pareciese un sonajero.

A Margot le quemaba la curiosidad ¿Qué pondría en aquel papel?  ¿Qué sería aquella bolita que se movía en el interior de aquella botella?  No podía esperar más, tenía que abrir la botella como fuera.  Miró a uno y otro lado para ver si había algún bañista que tuviera una nevera de playa, o que estuviera bebiendo.  A unos cuantos metros parecía haber una familia que estaba tomando algún refresco.  Corrió hacia ellos para pedirles un sacacorchos con el que poder abrir la botella.

Aunque aquella familia se sorprendió de que una mujer se paseara con una botella vacía por la playa, le dejaron el sacacorchos que tenían y con el que habían abierto las botellas de vino rosado que se estaban bebiendo.  Una vez abierta la botella, Margot les dio las gracias y salió hacia una zona de la playa algo más tranquila donde poder leer aquella nota.

Margot se sentó en una pequeña duna que había en la playa.  Puso la botella boca abajo para sacar aquella bolita y agitó la botella para hacer que saliera aquel pergamino, el cual venía atado con un bonito lazo.

Quitó el lazo al pergamino y comenzó a leer.  La persona que había escrito aquel pergamino decía que la semilla que iba dentro de la botella era una semilla especial.  Una semilla que crecía con el amor, que crecía con las cosas que se le decía.  Si aquella semilla se enterraba y se le daba agua, calor y amor, crecería y se convertiría en algo digno de ver.

Margot se quedó mirando aquella semilla.  No parecía nada del otro mundo, pero le había entrado la curiosidad.  Tenía que volver a su casa y plantarla lo antes posible para ver si realmente germinaba, para ver en qué planta se convertiría aquella semilla.

Al llegar a su casa Margot cogió un tiesto con tierra y metió aquella semilla a unos dos centímetros de la superficie.  Regó ligeramente la tierra para que estuviera húmeda y puso el tiesto en la zona más soleada de la casa para que recibiera el calor del sol.

Los días pasaron y, aunque Margot no veía que nada saliera de la tierra salvo alguna que otra mala hierba, siguió cuidando de aquel tiesto, regándolo ligeramente todos los días y poniéndolo al sol para que tuviera calor y pudiera germinar aquella planta.  De vez en cuando Margot se ponía frente a él y le comenzaba a narrar su día, qué le había pasado, qué había hecho o quién la había molestado y hecho perder el tiempo en la oficina, como en un intento por empatizar con aquella planta.

Aunque Margot comenzara a frustrarse porque no veía qué es lo que estaba pasando a unos centímetros de la superficie de aquella tierra, la semilla había comenzado a germinar; aunque todavía era muy pronto para ver los resultados.

Sí, aquella pequeña planta se había dado cuenta que era el momento para mostrarse, que las condiciones eran las idóneas, que podía florecer porque la estaban cuidando, porque la estaban amando.

Sin embargo, Margot, no podía ver este cambio que se estaba produciendo en aquella semilla, por lo que a las pocas semanas dejó de cuidarla.  Apartó aquel tiesto a una esquina, donde no molestara, donde no hiciera feo, donde no se viera.

Pasaron las semanas y Margot ya se había olvidado de aquella semilla cuando, una mañana, al levantarse y salir a tomar el café a la terraza, miró a su izquierda y, allí estaba, la planta más bonita que jamás había visto ¿Cómo era posible?  ¿De dónde había salido?  ¿Era aquella la planta de la semilla que plantó en su día?  ¿Dónde estaba el pergamino con el que venía aquella semilla?

Corrió a su mesita de noche y abrió el cajón donde había guardado aquel pergamino.  Lo desenrolló y comenzó a leer.  Los últimos párrafos de aquella carta decían que la semilla era de germinación lenta, que parecía que su entorno no le afectaba, que podía dar la sensación de haber muerto, de no florecer; sin embargo, con un poco de tiempo y paciencia, aquella planta absorbía todos los nutrientes que se le daban para convertirse en una planta única.  Y era única porque, en función de la persona que la cuidara, se convertiría en una cosa o en otra.

Las personas evolucionamos lentamente.  Algunas personas lo pueden hacer tan despacio que parece que ni siquiera evolucionan, que han muerto.  De hecho, algunas lo hacen, mueren.  Pero aquellas que tienen la suerte de tener a una persona que las quiere a su lado, siguen ese proceso de evolución para convertirse, un día, en algo de lo que todos los que están a su alrededor estarán orgullosos.  Y no porque se ha convertido en algo que los otros quieren que sea, sino porque su singularidad es el fruto de su belleza.  Y el amor, la razón de ese cambio.

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La tienda de príncipes

17 febrero, 2018 por mycoach

Mario había estado ahorrando durante los últimos años para montar su propio negocio.  Un negocio que él pensaba que podía tener mercado en su ciudad.  Una ciudad donde las mujeres buscaban a un hombre perfecto, a su príncipe azul, pero no lograban encontrarlo.  Entonces ¿por qué no fabricar príncipes para este sector de la población?

A las pocas semanas de abrir la tienda, Mario ya había terminado su primer príncipe.  Un príncipe que parecía sacado de un cuento de hadas.  Mario estaba orgulloso de su obra, y no tardó mucho en exponerla en su escaparate para que las mujeres que por allí pasaran pudieran verlo y, si querían, comprarlo y llevárselo con ellas a su casa.

No pasaron más de un par de horas desde que Mario había puesto aquel príncipe en el escaparate cuando entró por la puerta la que podría ser su primera clienta.

Aquella mujer elegante y sofisticada, y cuya belleza iluminaba toda la estancia llegó hasta el mostrador donde estaba Mario esperando con una sonrisa y con suave voz preguntón: ¿Está en venta el príncipe del escaparate?

Mientras Mario asentía con la cabeza y respondía que sí, que su obra estaba en venta, se preguntaba por qué aquella mujer tan atractiva necesitaría comprar un príncipe ¿no tendría suficientes caballeros de donde escoger?  Pero el negocio era el negocio, y necesitaba el dinero para poder comprar los materiales para su siguiente obra.  Así que fijó el precio, el cual aquella mujer aceptó sin reparo, y activó su creación para que se pudiera ir con ella andando por la puerta.

Mario estaba feliz.  Había vendido su primera obra y tenía dinero para seguir adelante con el siguiente príncipe que ya estaba en marcha.  Así que, después de ingresar el dinero en el banco, y comprar las piezas que le faltaban para completar su segunda, se puso de inmediato manos a la obra para terminar su segundo príncipe lo antes posible.

Pasaron los días, y Mario tenía su obra terminada cuando se volvió a abrir la puerta de su establecimiento.  Por ella entraba ahora una mujer acompañada de un hombre.  Aunque la luz que entraba por aquella puerta no le dejaba distinguir bien los rostros de sus nuevos clientes, su mente parecía reconocerlos.  Al cerrarse la puerta tras de ellos, la luz de fondo disminuyó y los ojos de Mario pudieron distinguir la cara de ambos clientes.  ¡Era aquella mujer y su príncipe!  ¿Qué hacían de nuevo en su tienda?

La mujer, tal y como hizo la primera vez que entró en aquel establecimiento, se acercó con gracia y soltura hasta donde se encontraba Mario y, mientras esbozaba una sonrisa, le dijo que aquel príncipe que se había llevado hacía unos días era defectuoso, no funcionaba como debía.

Mario se sorprendió, ya que había puesto todo su empeño en hacer un príncipe actualizado a la época, un príncipe que mostrara las emociones y sentimientos que tuviera por su compañera, un príncipe que cuidara de ella en el sentido de que pudieran crecer ambos juntos, un príncipe al que había dado el don de la comunicación para que se expresara con ella y no sólo pudiera tener conversaciones de todo tipo, sino también capacidad para comunicar los problemas con los que se pudiera encontrar en la relación.

Mario, aunque sorprendido, le propuso cambiar su viejo príncipe, por el que acababa de terminar el día anterior.  Un príncipe que, aunque similar al anterior, tenía alguna pequeña mejora que igual le gustase.  Ella aceptó el cambió y salió por la puerta con su nuevo príncipe.

Mario no podía dar crédito a sus ojos.  ¿Qué le habría pasado a aquel príncipe que lo tuvieron que devolver?  Tenía que averiguar el problema, así que lo desarmó, revisó todos sus engranajes y sistema operativo para confirmar que no había sido puesto en riesgo, y lo volvió a montar de nuevo.  Salvo algún engranaje que estaba suelto, no parecía tener nada estropeado ni fuera de lugar, por lo que lo volvió a poner en el escaparate.

A las pocas horas de tener su primera obra expuesta de nuevo, una mujer entró a su establecimiento.  Esta vez, la mujer era algo mayor que la primera, pero tampoco le faltaba belleza y elegancia.  Se acercó a Mario y, con voz suave, le preguntó si aquel príncipe estaba en venta.  Él dijo que sí, que estaba a la venta y que se lo podía llevar en ese mismo momento.  Ella aceptó y a los pocos minutos salía con aquel príncipe otra vez activado.

Con el dinero que había ganado de esta venta, y al igual que en el caso anterior, Mario se dedicó a comprar elementos para su nuevo príncipe.  El tercero de la serie.  Un príncipe que tendría alguna mejora para que todos los sistemas funcionaran mejor, pero que estaría basado en los anteriores.

Pasaron los días y el tercer príncipe ya estaba listo para ser expuesto en el escaparate cuando la puerta de su establecimiento se volvió a abrir.  Por ella volvieron a entrar dos figuras que parecía reconocer.  Era su primera clienta, aquella mujer tan atractiva con su segundo príncipe ¿Lo querría devolver de nuevo?  ¿Qué problema tendría esta nueva obra suya?

Efectivamente, aquella mujer volvía a tener quejas del príncipe que se había llevado.  No cumplía con sus expectativas y estaba decepcionada con él.  ¿Cómo un príncipe no se podía comportar como un verdadero caballero?  ¿Cómo un príncipe no la podía agasajar en todo momento?  ¡Quería devolver aquella obra que tanto le había decepcionado!

Mario, apenado porque ninguna de sus dos obras cumpliera las expectativas de aquella mujer, le propuso de nuevo un cambio.  Esta vez se podría llevar el príncipe que acababa de fabricar y exponer en el escaparate.  Aquella mujer aceptó de nuevo el trueque; y a los pocos minutos estaba saliendo de la tienda con su nuevo príncipe activado.

Mario siguió el mismo proceso que en el caso anterior, revisando los parámetros que había recopilado su segundo príncipe, revisando si todos los circuitos estaban bien integrados en las diferentes placas y si todos sus mecanismos estaban engrasados y funcionando correctamente.  Todo parecía estar en orden.

Al igual que le ocurrió la vez anterior, al poco de poner a su príncipe revisado en el escaparate, una mujer volvía a entrar por la puerta para comprarlo.  A lo que gustoso accedió.

Las personas comenzamos una relación para ser más felices que cuando vivimos solos.  Queremos tener una relación con una persona que nos complemente, que nos haga sentir bien, que nos haga ser mejores, crecer como personas.  Sin embargo, no es menos cierto que algunas personas podemos tener unas expectativas muy altas de lo que nos llevamos a casa.  Expectativas que, cuando no se cumplen, porque el nivel de exigencia es tan alto que nunca se va a cumplir todo, nos sentimos decepcionados, nos sentimos engañados y queremos devolver a la tienda ese “príncipe” que no es otra cosa que una estafa.

Cuando se comienza una relación es bueno comenzarla desde los cimientos, creando las bases que van a permitirnos crear algo más grande.  Tenemos que asumir la singularidad de cada uno de las partes y analizar qué nos aporta en nuestra vida, y si nos permite crecer y ser más felices que hasta el momento.  Ser demasiado exigente con tu pareja, no perdonar, no olvidar, y estar siempre buscando la perfección y la excelencia puede hacer que la relación fracase porque, entre otras cosas, la relación de pareja debe relajarnos, ayudarnos a pensar y a solventar los problemas que la vida nos trae sin nosotros pedirlo.

Si estamos buscando esa excelencia, es posible que nunca llegue y que debamos estar saltando de relación en relación porque ninguna de las personas que estará con nosotros cumple con nuestras expectativas y, por ende, nos sentiremos decepcionados una y otra vez.  Por eso es importante encontrar a esa persona que nos completa, porque siempre hay algún príncipe o princesa que nos aportará todo aquello que necesitamos y nos hará felices.

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