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La semilla

sábado, 24 febrero, 2018

Margot era una mujer a quien le gustaba su trabajo en el despacho que regentaba.  Una mujer que se tomaba las cosas muy en serio.  Una mujer responsable.  Pero también era una mujer a quien le gustaba descansar, tomarse sus ratos libres para desconectar del día a día y disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrece la vida.

Y dentro de esas pequeñas cosas estaban las semillas que iba recogiendo en sus largos paseos por el campo, por la playa o por cualquier sitio donde se encontrara.  Semillas que luego plantaba en los tiestos de su casa para ver cómo crecían, para ver en qué se convertía aquella semilla no más grande que su uña.

Un día, caminando por la playa, Margot vio una botella de cristal flotando en el agua.  Su instinto ecologista hizo que sus pasos se desviaran ligeramente de su recorrido y entrara en el agua para coger aquella botella y llevarla al punto de reciclaje más cercano.

El agua le llegaba un poco por encima de sus rodillas cuando llegó a alcanzar la botella, la cual se hacía un poco difícil de coger debido al oleaje de aquel día.  Al sacarla del agua, lo primero que le llamó la atención fue que la botella estaba cerrada con un corcho y en su interior había una especie de pergamino y una bolita que, al golpear las paredes de cristal, hacía que la botella pareciese un sonajero.

A Margot le quemaba la curiosidad ¿Qué pondría en aquel papel?  ¿Qué sería aquella bolita que se movía en el interior de aquella botella?  No podía esperar más, tenía que abrir la botella como fuera.  Miró a uno y otro lado para ver si había algún bañista que tuviera una nevera de playa, o que estuviera bebiendo.  A unos cuantos metros parecía haber una familia que estaba tomando algún refresco.  Corrió hacia ellos para pedirles un sacacorchos con el que poder abrir la botella.

Aunque aquella familia se sorprendió de que una mujer se paseara con una botella vacía por la playa, le dejaron el sacacorchos que tenían y con el que habían abierto las botellas de vino rosado que se estaban bebiendo.  Una vez abierta la botella, Margot les dio las gracias y salió hacia una zona de la playa algo más tranquila donde poder leer aquella nota.

Margot se sentó en una pequeña duna que había en la playa.  Puso la botella boca abajo para sacar aquella bolita y agitó la botella para hacer que saliera aquel pergamino, el cual venía atado con un bonito lazo.

Quitó el lazo al pergamino y comenzó a leer.  La persona que había escrito aquel pergamino decía que la semilla que iba dentro de la botella era una semilla especial.  Una semilla que crecía con el amor, que crecía con las cosas que se le decía.  Si aquella semilla se enterraba y se le daba agua, calor y amor, crecería y se convertiría en algo digno de ver.

Margot se quedó mirando aquella semilla.  No parecía nada del otro mundo, pero le había entrado la curiosidad.  Tenía que volver a su casa y plantarla lo antes posible para ver si realmente germinaba, para ver en qué planta se convertiría aquella semilla.

Al llegar a su casa Margot cogió un tiesto con tierra y metió aquella semilla a unos dos centímetros de la superficie.  Regó ligeramente la tierra para que estuviera húmeda y puso el tiesto en la zona más soleada de la casa para que recibiera el calor del sol.

Los días pasaron y, aunque Margot no veía que nada saliera de la tierra salvo alguna que otra mala hierba, siguió cuidando de aquel tiesto, regándolo ligeramente todos los días y poniéndolo al sol para que tuviera calor y pudiera germinar aquella planta.  De vez en cuando Margot se ponía frente a él y le comenzaba a narrar su día, qué le había pasado, qué había hecho o quién la había molestado y hecho perder el tiempo en la oficina, como en un intento por empatizar con aquella planta.

Aunque Margot comenzara a frustrarse porque no veía qué es lo que estaba pasando a unos centímetros de la superficie de aquella tierra, la semilla había comenzado a germinar; aunque todavía era muy pronto para ver los resultados.

Sí, aquella pequeña planta se había dado cuenta que era el momento para mostrarse, que las condiciones eran las idóneas, que podía florecer porque la estaban cuidando, porque la estaban amando.

Sin embargo, Margot, no podía ver este cambio que se estaba produciendo en aquella semilla, por lo que a las pocas semanas dejó de cuidarla.  Apartó aquel tiesto a una esquina, donde no molestara, donde no hiciera feo, donde no se viera.

Pasaron las semanas y Margot ya se había olvidado de aquella semilla cuando, una mañana, al levantarse y salir a tomar el café a la terraza, miró a su izquierda y, allí estaba, la planta más bonita que jamás había visto ¿Cómo era posible?  ¿De dónde había salido?  ¿Era aquella la planta de la semilla que plantó en su día?  ¿Dónde estaba el pergamino con el que venía aquella semilla?

Corrió a su mesita de noche y abrió el cajón donde había guardado aquel pergamino.  Lo desenrolló y comenzó a leer.  Los últimos párrafos de aquella carta decían que la semilla era de germinación lenta, que parecía que su entorno no le afectaba, que podía dar la sensación de haber muerto, de no florecer; sin embargo, con un poco de tiempo y paciencia, aquella planta absorbía todos los nutrientes que se le daban para convertirse en una planta única.  Y era única porque, en función de la persona que la cuidara, se convertiría en una cosa o en otra.

Las personas evolucionamos lentamente.  Algunas personas lo pueden hacer tan despacio que parece que ni siquiera evolucionan, que han muerto.  De hecho, algunas lo hacen, mueren.  Pero aquellas que tienen la suerte de tener a una persona que las quiere a su lado, siguen ese proceso de evolución para convertirse, un día, en algo de lo que todos los que están a su alrededor estarán orgullosos.  Y no porque se ha convertido en algo que los otros quieren que sea, sino porque su singularidad es el fruto de su belleza.  Y el amor, la razón de ese cambio.

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El relojero

lunes, 15 octubre, 2012

Oscar debía de tener alrededor de cinco años cuando entró por primera vez al taller de relojería de su padre. Los engranajes de aquellas máquinas colgados por todas las paredes; los instrumentos utilizados para las reparaciones por encima de la mesa de trabajo; las lupas de diferentes aumentos para ver hasta el componente más pequeño; y el continuo tic-tac que se escuchaba por toda la habitación fueron algunas de las cosas que marcarían el destino de aquel diablillo que pasaba las horas sentado en una banqueta junto a su progenitor.

Ahora, cincuenta años más tarde, Oscar se sentaba en la misma silla que utilizaba su padre. Mientras desmontaba un reloj de bolsillo que le había traído hacía unos días un anciano, Oscar se detuvo un momento para coger aire. Durante un instante su mente voló y comenzó a recordar cómo había llegado a ser el maestro relojero que era; la satisfacción que le daba ser reconocido a nivel local e internacional como uno de los mejores profesionales de su gremio; y cómo, hace menos de treinta años, tuvo que hacerse cargo del negocio cuando su padre falleció repentinamente de un ataque al corazón. La vida parecía sonreirle, pero sabía que este momento tan dulce no sería eterno ¿Podría hacer algo para mantener su vida en ese mismo estado? ¡Qué fantástico sería poder detener el tiempo para que nada cambiara! ¡Detener el tiempo, qué gran idea! Siendo relojero ¿no sería capaz de crear un reloj con el que parar el tiempo? Dejó el trabajo que tenía entre manos y sacó papel y lápiz. Miró durante unos segundos aquel folio en blanco y se puso a dibujar lo que sería su obra maestra.

Durante las siguientes semanas Oscar estuvo encerrado en su taller sin apenas salir. Para no ser molestado le pidió a su ama de llaves, María, que le dejara la comida al otro lado de la puerta; pero que no llamara, ya saldría él a por su almuerzo cuando tuviera hambre. Tanto era el interés que había puesto en sacar adelante su obra que pidió a sus amigos que no le visitaran para no perder tiempo; hasta cerró las ventanas para que no entrase la luz del día y de esta forma la claridad del amanecer no le desconcentrara. Tan concentrado estaba en el desarrollo de aquel reloj que perdió la noción del tiempo por completo.

Un día, después de infinidad de bocetos tirados a la papelera; de multitud de pruebas; y de más de una rabieta porque aquello no iba en la dirección que quería, Oscar se levantó de su silla y gritó “¡Ya está, lo tengo! Con suma delicadeza cogió entre sus manos lo que parecía un simple reloj de bolsillo y lo acercó a la lámpara. Aquel reloj relucía como ningún otro lo había hecho hasta entonces. Sus manecillas, aún inmóviles, eran tan esbeltas como el cuerpo de una mujer, y en la proporción adecuada para que el reloj fuese bonito a la vista. Ahora sólo faltaba comprobar que aquella genialidad funcionaba como estaba previsto.

Oscar tomó el reloj con una mano y, con la otra, cargó el muelle motriz, el cual, una vez enrollado completamente, comenzó a liberar la fuerza de torsión necesaria para mover el mecanismo a través de su tren de engranajes, la rueda de escape y el Ancora. El segundero comenzó a girar de izquierda a derecha, y la habitación se llenó con los famosos tic-tac que hace años le hicieron convertirse en relojero. Oscar corrió a la ventana y abrió de golpe la contraventana. El rayos de sol entraron de golpe en aquella habitación después de mucho tiempo en tinieblas. Oscar se llevó la mano a los ojos para protegerlos, se giró y corrió a la puerta, la abrió de golpe y gritó: ¡María, María, ya lo tengo!

Por las escaleras que llevaban a la primera planta apareció una joven asustada por el escándalo. Oscar no daba crédito a sus ojos. Aquella joven, que apenas tendría veinte años ¡era María! ¡Lo había conseguido! ¡No sólo había conseguido detener el tiempo, sino que lo había hecho retroceder!

Mientras la joven bajaba las escaleras gritando “¡Señor, señor!”; Oscar se apresuró a la puerta de entrada. Agarró el pomo de la puerta y lo giró. Cuando comenzó a abrir aquel armazón de madera notó cómo una mano le agarraba el hombro mientras una brusca fuerza cerraba de nuevo la puerta. Se giró con cara de sorpresa y con cierto enfado replicó “María ¿qué hace?”.

Señor, no soy María” – respondió ella.

¿Cómo que no?” – replicó Oscar con cara de sorpresa.

Señor, míreme bien” – contestó aquella jóven.

Oscar enfocó su vista a la cara de la joven. La miró de arriba a abajo detenidamente. El parecido era asombroso; pero efectivamente, no era su ama de llaves, María. “¿Quién eres?” – preguntó Oscar.

La joven lo llevó al salón, lo sentó en el sofá y le dio una copa de coñac. Se sentó a su lado y comenzó a explicarle quién era y que había pasado durante el tiempo que había estado encerrado en su taller preparando su obra maestra. Oscar no podía creérselo. Lo que él pensaba que habían sido unas pocas semanas de trabajo habían sido treinta años de intenso trabajo. María, su ama de llaves, había fallecido hacía diez años y, aquella joven era su sustituta, quien había seguido haciendo lo mismo que su antecesora, tal y como ella le había enseñado. Gran parte de sus amigos, a los cuales despidió al iniciar su proyecto para que no le molestaran, habían muerto. Y el mundo, tal y como él lo conocía, había desaparecido.

Oscar miró el reloj que tenía entre sus manos y comenzó a llorar. Todo el tiempo que había invertido en crear una máquina que detuviese el tiempo no funcionaba. Todo a su alrededor había seguido moviéndose, cambiando, evolucionando. Sólo había un sitio donde todo se había parado y donde nada había cambiado en treinta años. Alzó la copa. Dio un sorbo al aguardiente y se levantó del sofá. Con paso lento y renqueante se alejó de su recién conocida ama de llaves. Al llegar a la puerta de su taller se giró y dijo: “Ya no necesito de tus servicios, te puedes ir”. Entró y cerró la puerta tras de si.

A todos nos gustaría parar el tiempo en determinados momentos de nuestra vida, para disfrutar de ellos un poco más. Al igual que nos gustaría acelerar otros para que pasen más deprisa y así sufrir menos. Pero son esos momentos, los buenos y los malos los que nos permiten tener una vida plena. El intentar detener el tiempo puede hacer que nos quedemos en el pasado, en un tiempo irreal que impide nuestra evolución, haciendo que nos perdamos todos los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor y que hacen que nuestra vida sea plena y tenga sentido.

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