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La domadora de leones

sábado, 5 mayo, 2018

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

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El cazador y la pantera

sábado, 10 marzo, 2018

Marvin era un cazador consumado.  Le gustaba tanto la caza mayor como la menor, aunque prefería la primera sobre la segunda.   Y se podía pasar horas siguiendo el rastro de unas perdices como el de un jabalí o ciervo.  Aunque el mismo hecho de disparar a un animal indefenso no le convencía del todo, el seguir su rastro por los bosques le hacía sacar su instinto más básico, un instinto que también tuvieron nuestros progenitores hace miles de años cuando cazar era esencial para la subsistencia más que un deporte.

Ese día de primavera, Marvin salió de casa con su escopeta al hombro, como tantas otras veces.  Cogió el coche y comenzó a conducir hacia uno de los bosques más frondosos de su localidad.  Un bosque por el que le encantaba pasear en busca de algún animal que le llamara la atención.  Pero aquel día iba a ser diferente, aunque Marvin no lo sabía todavía.

Al llegar al bosque aparcó el coche bajo unos árboles, para que su sombra lo protegiera de aquel sol que ya comenzaba a calentar.  Sacó la escopeta de su funda, comprobó que estuviera descargada y se la echó al hombro partida en dos.

Sus botas de montaña iban rompiendo las pequeñas ramas que habían caído al suelo por los últimos vientos, haciendo que los animales que estaban a su alrededor salieran corriendo en dirección contraria.  A Marvin le encantaba hacer un poco de ruido al principio de sus caminatas, principalmente para comprobar si la zona por la que andaba tenía fauna o no.

Pasaron los minutos y Marvin se iba adentrando más y más en el bosque mientas los pájaros alertaban de su presencia al resto de la comunidad con sus cánticos estridentes.  De pronto, todos los pájaros se callaron.  Durante unos segundos reinó el más absoluto de los silencios.  Tal fue así que Marvin también se paró en seco para intentar escuchar qué era aquello que había hecho enmudecer al bosque entero.

Miró a uno y otro lado, pero no conseguía ver nada.  Activó todos y cada uno de sus sentidos.  Alerta.  Al acecho.  Esperando ver o escuchar algo.  No veía nada.  No olía nada.  No escuchaba nada.  De pronto, escuchó algo detrás de él.

Muy lentamente se giró para ver qué es lo que tenía a sus espaldas.  Si era eso lo que había hecho enmudecer al bosque.  Sus ojos intentaban adelantarse a su cuerpo, que seguía en posición de escapatoria en dirección opuesta al sonido.  Y allí estaba.  Majestuosa.  Radiante.  Mirándole fijamente con aquellos bellos ojos verdes.

¡Una pantera!  ¿Qué hacía allí aquella pantera en mitad del bosque?  ¿De dónde se habría escapado?  ¿Estaría hambrienta y le querría devorar?  Mientras Marvin se hacía todas estas preguntas, la bestia comenzó a acercarse a Marvin, lentamente, sin dejar de mirarle, como si estuviera escaneando a su presa, buscando ese punto débil donde poder cerrar sus mandíbulas.

Marvin intentó, con mucho cuidado, cargar su escopeta, pero para cuando se la quitó del hombro y comenzó a buscar con su mano izquierda los cartuchos en su cinturón con los que abatir aquel animal, aquella bestia ya estaba a su lado.

Estaba totalmente inmovilizado.  Rígido como una estatua.  Apenas podía respirar mientras aquel felino daba vueltas a su alrededor, cuando de pronto, notó un golpe sobre su pierna.  Aquella pantera se estaba frotando contra él.  Aquella pantera no parecía querer comérselo, sino que parecía querer jugar con él.  ¿Cómo era posible aquello?  ¿Una pantera que quería hacerse su amiga?

Marvin dejó lentamente la escopeta a un lado y se agachó ligeramente para acariciar a la bestia.  Su piel era suave como el terciopelo y, en cuanto comenzó a acariciarla, la bestia inició su ronroneo como lo hacen los gatos caseros con sus dueños.

Las horas pasaron y aquellos seres tan diferentes entre sí, que se habían encontrado fortuitamente en el bosque aquella mañana, seguían retozando entre las hierbas y los arbustos como si de dos buenos amigos se tratara.   Pero Marvin se tenía que ir.  Tenía que volver a su vida cotidiana por lo que, en un momento dado, se levantó, agarró la escopeta e inició su camino hacia el coche dejando tras de sí a aquella mancha que sentada sobre una piedra veía cómo el humano se alejaba sin mirar atrás.

Los días pasaron antes de que Marvin tuviera ocasión de volver de nuevo a aquel bosque.  Un tiempo durante el cual Marvin había echado de menos a aquel animal, un animal que todavía a fecha de hoy no se explicaba cómo se encontraba allí y cómo no le había atacado y descuartizado con aquellas potentes garras y fuertes mandíbulas.

Marvin siguió el mismo camino que había tomado la última vez, en busca de aquel animal.  Sin embargo, en esta ocasión no encontró a tan magnífica bestia.  La buscó y buscó durante horas, queriendo encontrar de nuevo aquello que tan feliz le había hecho durante unas horas.  Pero no encontró nada.

Durante semanas siguió recorriendo aquel bosque en busca de aquella pantera, pero nada, no conseguía encontrarla.  Tanto se adentró en el bosque que un día terminó perdiéndose y a punto de despeñarse por un acantilado.

La pena le comía por dentro ¿qué le habría pasado a aquella bestia?  ¿Habría desaparecido para siempre?  ¿Fue todo un sueño o una ilusión fruto del calor?  ¿La volvería a ver?  ¿Se acordaría de él?  Ya no podía hacer nada más.  Sólo le quedaba rezar, rezar por que aquella bestia se encontrara bien, rezar para que volviera a verla.

En ocasiones las personas nos ofuscamos por volver a encontrar algo que una vez nos pareció haber visto en una persona, algo fugaz que nos hizo ser felices, que nos gustó de ella, pero que, desde hace tiempo, no hemos vuelto a sentir.  Sin embargo, aunque la realidad nos muestre que ese algo ya no está (o tal vez nunca estuvo), nuestro corazón nos incita a seguir buscando y, en ocasiones, nos puede hacer que nos perdamos en la inmensidad del bosque.

Si es cierto que una vez ese algo existió en una relación, es posible que vuelva a aparecer, que nos busque de nuevo.   Si por el contrario ese algo nunca existió, entonces es mejor dejar de buscar y comenzar a cuidarnos.

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Víctimas emocionales

viernes, 10 agosto, 2012

En alguna ocasión es posible que nos hayamos sentido atraídos por una persona a los pocos minutos de conocerla. Tal vez fuera su aspecto físico lo que nos atrajo inicialmente; o su conversación, la cual era nula si tenemos en cuenta que sólo hablaba yo; o tal vez su mirada seductora, la cual era tan electrizante que nos erizaba el pelo de todo el cuerpo; pero en cualquier caso, y sin tener muy claros los motivos, nos sentimos atraídos hacia esa persona de manera irremediable.

A partir de ese momento nuestra capacidad creativa aumenta de forma exponencial con el objeto de ayudarnos a encontrar alguna actividad en la que podamos coincidir de nuevo. Volver a quedar con los amigos para tomar una cerveza, salir a bailar a alguna discoteca de moda, una salida al campo… ¡cualquier cosa vale con tal de volver a verla!

Al llegar el siguiente encuentro nuestros corazones laten a un ritmo poco habitual. Desde el momento en el que se cruzan nuestras miradas comenzamos a buscar esa chispa, una chispa que, si salta, puede hacer que nuestros labios se encuentren al final de la velada.

Sin embargo, también es posible que la otra persona no esté del todo “emocionada” con nosotros. Es posible que la otra persona no esté disponible en ese momento porque, tal vez, tenga a otra persona en la cabeza; o quizás porque no quiera meterse en una nueva relación después de lo mal que acabó la última. Por tanto, el encuentro es frío, distante. En ese entorno difícilmente saltará ninguna chispa. Nos sentimos rechazados por la otra persona.

Este sentimiento de rechazo, el sentir que la persona por la que nos sentimos atraídos no tiene un sentimiento recíproco hacia nosotros, hace que nos convirtamos, de forma inconsciente, en víctimas de esa relación que nunca llegó a germinar. Nuestra sociedad, alentada tal vez por sus creencias católicas, fomenta que estas personas que no han llegado a ser amadas, se consideren víctimas de esta injusticia emocional. Pero ¿cuál es realmente la injusticia que hemos sufrido en nuestras carnes?

Tal vez la injusticia haya sido la propia realidad. Una realidad que en muchas ocasiones es cruel si no estamos preparados para ello. Una crueldad que debe ser endulzada de alguna forma por las personas que nos rodean para evitar que nos sintamos mal. Pero la realidad, nos guste o no, es que no podemos atraer a todas las personas que nos rodean. No podemos tener afinidad con todas ellas, aunque en ocasiones tengamos muchas cosas en común.

Por tanto, cuanto antes comencemos a asumir este hecho, que no podemos gustar a todas las personas por las que nos sentimos atraídos o interesados, antes dejaremos de sufrir. Un hecho que, además, puede darse en ambos sentidos, es decir, en ocasiones podemos estar nosotros en el otro lado, en el lado de la persona que no está interesada por la propuesta que le hacen.

Lo mejor para evitar ser víctimas emocionales es asumir la realidad. Y la realidad es que no todas las personas con las que nos topemos en esta vida, y por las que nos sintamos atraídos, van a estar interesadas en nosotros. También es importante dejar a un lado la fantasía en la que idiotizamos a la otra persona, en la que le decimos que no sabe lo que se va a perder por no estar con nosotros, en la que nos encumbramos a lo más alto y nos creemos el no va más; tan sólo como respuesta a nuestra rabia por haber sido relegados a un segundo lugar en su vida.

El aprender a gestionar nuestros sentimientos, nuestra rabia, nos puede ayudar a seguir con nuestra vida en un corto periodo de tiempo. Nos puede ayudar a ser el protagonista de nuestra vida, y no un actor secundario a expensas del guión que nos vaya escribiendo la otra persona.

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Corazón de hielo

domingo, 10 junio, 2012

Julia era una mujer hermosa. Una mujer llena de vida a quien le gustaba disfrutar de las actividades al aire libre junto a sus amigos. Los hombres que la conocían quedaban prendados de su atractivo como mujer y de su energía como persona. Tal vez fuera esta la razón por la que, Roberto, un hombre algo mayor que ella con quien había compartido los dos últimos años de su vida, decidiera abandonarla de la noche a la mañana porque ya no era capaz de soportar los celos.

Ahora Julia se encontraba sola de nuevo, en su apartamento, sin nadie con quien poder comentar la película que en aquel momento ponían en la televisión. Pero la vida tenía que continuar, así que, en el momento del intermedio, Julia se levantó para ir a la cocina a por un vaso de agua. Mientras caminaba por el pasillo notó un dolor en el pecho que la hizo pararse unos segundos y reclinarse sobre la pared. Después de unos segundos prosiguió su camino hacia la cocina.

Al llegar a la cocina cogió un vaso y lo llenó de agua. Dio un sorbo y volvió a dejar el vaso en el fregadero. Al ir a apagar la luz notó de nuevo un pinchazo en su corazón; pero esta vez el dolor hizo que sus piernas no pudieran sostener su cuerpo y cayera de rodillas sobre los baldosines de la cocina.

Retorcida en el suelo Julia notaba cómo su corazón, ahora totalmente arrítmico, intentaba escapar de su caja torácica, haciendo, en el intento, que su dolor se triplicase cada segundo que pasaba. Así que, sin pensárselo dos veces, Julia acercó su mano a su pecho y comenzó a empujarla en un intento por alcanzar su corazón. Tras unos segundos haciendo fuerza su mano comenzó a hacerse paso entre la piel. Al cabo de un minuto sus dedos comenzaban a abrirse paso entre la musculatura y las costillas. El dolor era insoportable; pero sus dedos cada vez estaban más cerca de alcanzar ese músculo que tanto dolor le estaba provocando. Al cabo de unos quince minutos Julia había alcanzado su corazón. Lo rodeó con su mano y, sin pensárselo, se lo arrancó de cuajo de su pecho al tiempo que lanzaba un grito y perdía el conocimiento en el frío suelo de la cocina.

Julia abrió los ojos. Ya no tenía ese dolor en su pecho. Giró su cabeza y miró su ensangrentada mano derecha. Su corazón, aunque pareciera mentira, seguía latiendo. Se miró al pecho, y vio que lo tenía cicatrizado. Se levantó, sin perder de vista su corazón. Buscó un cuenco. Y depositó su corazón en él. Miró a todos lados y se preguntó dónde podría dejarlo para que no le pasara nada. La mejor opción parecía el congelador. Abrió la puerta y metió el recipiente que contenía tan vital órgano. Se duchó y se acostó.

Al día siguiente Julia se despertó pletórica de energía. Se levantó y se acercó al congelador para ver cómo estaba su corazón. El frío había hecho que el número de pulsaciones disminuyera, y algunas partes del mismo parecían haberse congelado ligeramente. Julia cerró la puerta y se fue al gimnasio.

Las personas con las que se fue encontrando la notaban diferente. Si bien tenía la misma energía que hacía un tiempo, la percibían algo más distante, más fría. A Julia le hacían gracia este tipo de comentarios, en especial porque ninguna de aquellas personas sabía que su corazón se encontraba en el congelador de su casa. Pero ella se sentía bien. Ya no le dolía el corazón.

Durante las semanas siguientes Julia mantuvo su corazón en el congelador. Cada noche abría la puerta para ver cómo se encontraba. Y cada noche observaba que estaba algo más congelado y que su ritmo era algo más lento. Sin embargo, ella se sentía cada vez mejor. De hecho había tenido algún encuentro casual con algún hombre y no había sentido nada. Estaba feliz. El tener el corazón en el congelador la permitía no sufrir por nadie, ser independiente y hacer todo aquello que quería en el momento que la apeteciera.

Después de tres meses, en plenas fiestas del barrio, Julia decidió sacar el corazón del congelador para ver cómo estaba. Abrió la puerta. Sacó el cajón. Buscó el recipiente que contenía su órgano. Y lo alcanzó con una de sus manos mientras con la otra iba cerrando el cajón y la puerta del congelador. Mientras caminaba hacia la mesa de la cocina, uno de los petardos que estaban lanzando por el patio de la casa explotó a pocos metros de la ventana de la cocina. El ruido que provocó hizo que Julia se asustara y soltara el cuenco que llevaba entre manos, cayendo al suelo y haciéndose añicos.

Julia miró desconsolada aquel desastre. No solo el cuenco se había roto en mil pedazos, sino también su corazón. La temperatura tan baja que había alcanzado después de tantos meses escondido en la oscuridad habían hecho que el corazón fuera tan frágil como un diamante. Julia había perdido su corazón. A partir de ese momento sería incapaz de volver a amar, de volver a sentir e incluso de volver a sufrir por nadie.

En ocasiones las personas intentamos protegernos del sufrimiento haciéndonos más fríos, eliminando cualquier rastro de emoción; pero muchas veces, cuando queremos recuperar de nuevo esos afectos porque hemos encontrado a una persona que nos interesa de verdad, somos incapaces de recuperar el calor y la flexibilidad de ese órganos tan fundamental en nuestras vidas, bien porque sigue congelado, o bien porque se nos ha caído y lo hemos roto al intentar recuperarlo.

Sufrir en ciertos momentos no es ni bueno ni malo, lo que tenemos que intentar es saber gestionar nuestro dolor y nuestras emociones para que seamos personas más completas y no perdamos ningún momento de esta vida.

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La gota que colma el vaso

miércoles, 23 diciembre, 2009

Las razones por las que una persona puede tener una explosión emocional a lo largo del día pueden ser muy variadas, desde un comentario, un roce, una mirada, hasta el dejar un vaso en cualquier lugar que no sea el propio lavaplatos. En ocasiones, las personas a las que manifestamos violentamente nuestras emociones no suelen ser aquellas con las que realmente estamos enfadados, sino gente cercana como nuestros hijos, pareja e incluso subordinados que poco o nada tienen que ver con el asunto real de nuestro malestar.

Una de las alternativas para evitar este tipo de estallidos es desarrollar aquellas características que nos permitan aumentar nuestra paciencia, como puede ser la comprensión, la empatía o la flexibilidad. El desarrollo de estos comportamientos puede permitirnos minimizar la presión interna de rabia y frustración, o mejorar la flexibilidad y resistencia de las paredes que contienen esa furia o dolor. Eso si, en el momento en el que esos muros de contención alcancen su punto máximo de elasticidad, o aparezcan rastros de fatiga en ellos, la detonación que se producirá puede ser similar a la de una supernova.

Otra de las alternativas para evitar esta explosión incontrolada puede ser la técnica utilizada por los artificieros, es decir, una detonación controlada. Estas detonaciones controladas tienen como ventaja que no son tan destructivas como las anteriores ya que tienen lugar bajo estricta supervisión de especialistas que intentarán por todos los medios minimizar las bajas humanas y materiales.

En el ser humano esto se podría asemejar a pequeños fugas que ayudan a disminuir la presión, la rabia o la frustración.  Tal vez una de las formas más conocidas de este tipo de fugas de presión sean los vómitos psicológico.  Estos vómitos nos ayudan a rebajar la tensión y los solemos tener puntualmente con amigos de confianza sobre temas concretos: como los ñoños, la mujer, el trabajo o incluso otro amigo que tenemos en común. El inconveniente puede venir cuando en un momento de estrés no encontramos a esa persona de apoyo, o ni siquiera tenemos una persona a la que confiar nuestras intimidades.  Entonces debemos recurrir a alguna otra alternativa que minimice la presión que se acumula en nuestro interior.

Por último, la alternativa que requiere de un mayor desarrollo personal es: la gestión emocional.  Cuando sabemos gestionar nuestras emociones somos capaces de hacer partícipe a la otra persona de nuestros sentimientos en el grado y momento apropiados.  Esto evita que aparezcan sentimientos de rabia, o frustración, que posteriormente podemos utilizar contra alguien inocente, al tiempo que aumentamos nuestra paz interior, comunicación y confianza con la otra persona.

Para saber gestionar nuestras emociones es conveniente comenzar por tener en cuenta cuáles son nuestros límites.  Para ello puede servirnos de ayuda conocer quienes son las personas que nos pueden sacar de quicio, cuándo nos pueden poner de los nervios, dónde ocurre más a menudo y cómo me siento cuando esto ocurre, para de esta forma crear una serie de alarmas que me avisen de que voy por el mal camino en la gestión de mis emociones.

Por tanto, y aunque se podría decir que hay una manera óptima de proceder en estos casos, cada persona podrá gestionar sus emociones en el mismo grado que tenga desarrollada la gestión de sus propias emociones.  Por eso es de vital importancia recordar que el expresar nuestros sentimientos de forma explosiva no siempre tiene como resultado el efecto esperado. En el mejor de los casos el efecto puede ser puntual y cortoplazista, mientras que en el largo plazo nos puede suponer una carga para nuestro desarrollo personal o profesional y, por tanto, en la consecución de nuestros objetivos.  Además hay que tener en cuenta que el conocernos más nos permitirá gestionar nuestros sentimientos mejor y de esta forma seremos capaces de vivir más calmados y felices.

En definitiva, la buena noticia es que podemos decir las cosas, para lo cual debemos aprender a gestionar nuestras emociones, bien solos o con la ayuda de alguien. Con el tiempo podremos llegar a ser verdaderos maestros de este arte, lo cual nos permitirá salir fortalecidos en nuestras relaciones y progresar como personas y profesionales.

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