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La joven y el lobo

domingo, 22 julio, 2018

Era domingo, y como casi todos los domingos, Mariela se había levantado temprano para dar un paseo por el bosque.  Le encantaba pasear a esas horas, escuchando los primeros cánticos de los pájaros posados en las ramas de los árboles, pisando la hierba todavía húmeda por el rocío caído durante la noche, y viendo cómo los rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos enormes árboles centenarios para chocar sobre la tierra y calentarla, haciendo desaparecer aquella niebla matutina.

Mariela se puso sus zapatillas de correr y se anudó un jersey a la cintura por si acaso hacía fresco dentro del bosque.  Se bebió un café para despejarse un poco y algún complejo vitamínico que sacó del armario de la cocina y que siempre le venía bien antes de hacer ejercicio.  Cogió las llaves de casa y cerró la puerta tras de sí.

Mariela anduvo varios minutos antes de llegar al bosque.  Se paró por unos segundos para tomar una bocanada de aire fresco y escuchar a los pajarillos, que ya estaban dando saltos de rama en rama buscando su desayuno.  Miró a todos lados para tomar una referencia de dónde estaba y comenzó a andar siguiendo la senda que los ciervos, jabalíes y otros animales salvajes de la zona habían ido labrando con el tiempo.

Habían pasado treinta minutos desde que Mariela comenzó a andar por aquella estrecha senda.  Treinta minutos donde su cerebro se había ido relajando gracias al cántico de los pajarillos que revoloteaban a su alrededor.  ¡Qué paz se respiraba en ese momento!

Sí, se respiraba paz, demasiada paz.  Mariela paró en seco.  No se escucha nada.  Todo estaba demasiado tranquilo.  Abrió sus enormes ojos con ánimo de poder observar todo lo que estaba a su alrededor, pero aquella densa niebla que poco a poco iba desapareciendo no le permitía ver más allá de diez metros.

De pronto se escuchó un chasquido de rama delante de ella.  Sus músculos se tensaron y su respiración se entrecortó.  La adrenalina comenzó a correr libre por su torrente sanguíneo haciendo que estuviera más alerta y preparada por si tenía que huir.  De entre la niebla surgió un enorme lobo negro con manchas blancas en la cara y penetrantes ojos azules.  El lobo se paró y se quedó mirándola fijamente.

Mariela no se movió.  Se quedó petrificada ante tan majestuoso animal.  Majestuoso, sí, pero un asesino que en dos bocados podía terminar con su vida.  Miró a su alrededor con el ánimo de encontrar algún palo o piedra con el que poder defenderse de aquel animal en caso de que le atacara.  No había nada a su alrededor, salvo algún que otro helecho que, en caso de utilizarlo contra aquel animal, sólo le provocaría unas ligeras cosquillas.

Aquel animal que salía de entre la niebla se quedó parado por unos segundos, analizando la situación, igual que lo estaba haciendo Mariela.  Levantó ligeramente la nariz para intentar percibir el olor de aquella persona que paseaba sola por sus dominios.  Reconocía aquel olor.  No era la primera vez que aquellas moléculas entraban en su fosa nasal.  Aquel lobo sabía a quien tenía delante, por lo que bajó ligeramente su lomo para tomar impulso.

Mariela vio cómo aquel animal estaba a punto de saltar sobre ella y, justo una fracción de segundo antes de que diera el saltó, se dio la vuelta y comenzó a correr por aquella senda en dirección a su casa.

El lobo se quedó atónito, frenando su salto.  No esperaba que su presa saliera corriendo justo antes de que saliera impulsado por el aire, por lo que se quedó parado durante escasos segundos.  Segundos que Mariela aprovechó para poner tierra de por medio y coger cierta ventaja, con la esperanza de poder salvar su vida.

El lobo se preguntó por qué corría aquella persona, por qué huía de él ¿No sabía que le podía dar caza sin problema?  Aunque era todavía muy temprano para ponerse a correr detrás de una pieza como aquella, su instinto afloró de inmediato, recordando todas las lecciones que años atrás su madre le había enseñado en aquel mismo bosque.  Así que comenzó a perseguir a su presa.

Mariela seguía corriendo a todo lo que le daban sus piernas, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver la distancia que había entre aquella fiera y ella.  Aquel lobo había empezado a correr tras de ella y cada vez estaba más cerca.  Lo que antes eran metros, ahora eran centímetros entre las mandíbulas de aquel animal y su cuerpo.  Y, de pronto, lo sintió.

El lobo había lanzado sus dientes al aire y había cogido el jersey que Mariela llevaba atado a su cintura y que en esos momentos parecía la capa de un superhéroe.  Tiró con todo su cuerpo hacia atrás, intentando parar la huida de aquella mujer, mientras ésta miraba de reojo hacía atrás e intentaba liberarse del depredador que en pocos segundos acabaría con su vida.

Mariela había sido apresada por aquel lobo.  Aunque sólo le había cogido el jersey, Mariela se sentía que había perdido su libertad.  Su ritmo cardíaco se había incrementado notablemente.  La adrenalina estaba en su pico más alto.  Sus músculos estaban preparados para luchar a muerte.  ¿Qué iba a pasar durante los próximos segundos si no lograba soltarse?   ¿Qué opciones tenía?  ¡Tenía que pensar rápido porque el miedo se estaba apoderando de ella!

El lobo sintió que aquella mujer tiraba con fuerza intentando liberarse, por lo que apretó más la mandíbula para que su presa no se escapara mientras con sus cuartos traseros retenía su huida.  Los ojos de aquella mujer mostraban el miedo, el pánico que todas sus presas experimentaban segundos antes de ser asesinadas.  El lobo pareció comprender algo.  Paró en seco y abrió la mandíbula, liberando a su presa.

Mariela no se esperaba que el lobo la liberara tan bruscamente, por lo que perdió el equilibrio y cayó de bruces contra el suelo.  Al tocar el suelo, y como un acto reflejo, se giró para ver dónde estaba el lobo, arrastrándose hacia el árbol más cercano y protegiendo su espalda del ataque.  Se quitó la melena de la cara para ver un poco mejor y observó con pavor cómo aquella fiera se acercaba lentamente hacia ella.  Ahora, desde esa posición en la que se encontraba, estaba totalmente indefensa.  El lobo podía hacer lo que quisiera con ella.  Su respiración se agitó.  Aquellos ojos azules estaban cada vez más cerca.

El lobo paró a pocos centímetros de la cara de Mariela.  La miró de arriba a abajo y comenzó a olerla.  Mariela no se lo podía creer, pero siguió quieta como una estatua.  El lobo volvió a mirar a Mariela.  Se giró.  Y se fue caminando por donde había venido.

Mariela no daba crédito a aquella escena.  Aquel lobo la podía haber destrozado en menos de dos segundos.  Sin embargo, la había soltado y la había olido.  Nada más.  Y ahora se estaba marchando de nuevo ¿Qué había pasado?  ¿Por qué lo estaba haciendo?

Antes de que aquel animal desapareciera entre la niebla, Mariela dio un grito, como intentando llamar la atención del animal, mientras se levantaba del suelo y se sacudía un poco la ropa.  El lobo se dio la vuelta y se quedó mirando a aquella persona, intentando comprender qué es lo que quería decirle con aquellos aspavientos de manos y aquellos gritos: “¡Ven, toma!”.

El lobo se sentó en mitad de la senda, observando la escena.  Mariela se armó de valor y comenzó a acercarse al lobo, despacio, muy poco a poco.  No quería asustarlo y que desapareciera entre la niebla, ni quería que se sintiera amenazado y que la pudiera atacar de nuevo.

Mariela estaba al lado de aquel bello animal.  Se puso de rodillas frente a él y tomó la cara de aquella bestia con sus manos.  El lobo no se movió, tan sólo cerró sus ojos y dejó que aquella persona agitara su cara.  Mariela comenzó a acariciar la piel de aquel animal, mientras este respiraba profundamente, dejando que aquel ser le tocara.  Parecía que le gustaba, que no tenía ánimo de atacarla, que no era esa su intención inicial.

Mariela, más tranquila y relajada ahora, se puso en pie.  Volvió a sacudirse la ropa.  Se giró, y comenzó a andar por la senda camino a su casa.  A los pocos metros se dio la vuelta y miró a aquel lobo, quien se había levantado y se estaba preparando para entrar de nuevo en el bosque y desaparecer.

Mariela pensó “¿Qué debería hacer?  ¿Lo debería llamar y llevárselo con ella?  ¿O debería dejarlos que entrara en el bosque y desapareciera?

Todas las personas tenemos miedos irracionales que pueden interferir en nuestras relaciones personales.  Desde el miedo a la soledad, pasando por el miedo al fracaso o el mismo miedo a enamorarse.

Estos miedos están ahí para protegernos del mundo que nos rodea, para evitar que nos ataquen, para evitar que nos hagan daño.  Sin embargo, hay ocasiones en que esos miedos son miedos infundados, que la persona que tenemos frente a nosotros no tiene el ánimo de atacarnos, sino de estar con nosotros para ayudarnos.

Pero los que nos encontramos frente a estas personas con miedos irracionales (que no tienen por qué serlo), debemos ser más observadores para detectar si esa persona necesita su espacio, su libertad, o si necesita que la soportemos y ayudemos de alguna manera.  Es importante que analicemos qué es lo importante para la otra persona y no para nosotros, cómo podrá encontrar su felicidad.  Tal vez, en ocasiones, y para que la otra persona sea feliz, debemos dar un paso atrás, debamos soltar la presa y dejarla libre para que, desde esa libertad, pueda decidir qué es lo que quiere hacer.  Quizás sea el momento de desaparecer en la niebla.

En cualquier caso, la crítica no es útil.  Nuestro papel en la vida del otro no es la de manipular a esa persona para que haga lo que a nosotros nos puede interesar, sino, en el mejor de los casos, influir sobre ella para que tome la decisión más acertada.  Una decisión que sólo esa persona es capaz de tomar, teniendo en cuenta a las personas en las que confía, a las que escucha y por las que se siente apoyada.  Porque sólo a través de la confianza y el respeto podremos sacar lo mejor de las personas.

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El macho castrado

sábado, 27 enero, 2018

Ted era un travieso cachorro de apenas cinco meses.  Su pasión en esta vida era comer y hacer diabluras aquí y allá.  Un minuto podía estar comiéndose la comida de sus compañeros y al siguiente destruyendo unas zapatillas en la habitación, o se comiéndose una revista sobre el sofá del salón, o sacando los Kleenex de su caja y dejándolos esparcidos en mil pedazos por la habitación.  Igual de travieso era cuando salía a la calle.  En cuanto ponía un pie en la acera comenzaba a correr como si la calle no tuviera fin.  Eso sí, cuando olía un chicle de menta pegado a la acera, paraba en seco y hacía lo imposible por llevárselo a la boca y mascarlo hasta que su dueña se lo sacara de la boca.

Aun siendo un trasto, todo el mundo lo adoraba.  Por la calle lo paraban cada diez metros para acariciarlo, tocarlo o incluso sacarse una foto con él.  Era el típico cachorro de cara simpática que te gustaría estrujar durante horas.  Tan era así que, todas las noches, después de cenar, se subía sobre las piernas de su dueña, a modo de pequeña manta térmica, para ver la serie televisiva que estuviera viendo, aunque no entendiera nada.

Ted era también un pequeño macho alfa en potencia.  No dejaba que nadie jugara con sus juguetes y, cuando alguien lo hacía, se tiraba a por ellos para clavarles el diente; lo cual le hizo ganarse algún que otro manotazo por parte de su dueña y algún que otro gruñido por parte de sus compañeros de piso que estaban jugando o descansando tranquilamente.  De hecho, cuando jugaba con otros perros adultos, les podía hincar el colmillo si no le gustaba lo que estaban haciendo.

Estos hechos hicieron que su dueña viera un potencial riesgo en aquel cachorro.  ¿Qué pasaría si atacara a uno de sus compañeros de casa?  ¿Qué pasaría si atacaba a otro perro en la calle y le causaba heridas?  ¿Qué pasaría si las heridas fueran graves?  ¿Tendría que sacar un seguro adicional para el perro?  Todas estas preguntas generaron ciertos miedos que comenzaron a aferrarse en la mente de su dueña, quien fue a hablar con su veterinario para analizar la posibilidad de operar al cachorro lo antes posible.

Los meses pasaron y, el que era un cachorro, se fue convirtiendo en un pequeño adolescente cada vez mejor educado, cada vez menos trasto, cada vez más inteligente.  Sin embargo, la dueña del animal había tomado su decisión hacía tiempo, lo iba a operar para evitar cualquier problema en el futuro y así lo pudiera manejar más fácilmente.

Y llegó el día clave.  Aquella mañana su dueña sacó a Ted a dar un paseo, un paseo que lo llevó a la puerta del veterinario.  Ted no tenía muy claro por qué lo llevaban allí, ya que no se encontraba mal y tenía todas las vacunas al día.  Al entrar en la consulta lo subieron en una camilla y le dieron una pastilla, una pastilla que lo empezó a adormecer.

No sabía cuánto tiempo se había quedado dormido, ni dónde estaba, lo único que sabía es que su dueña estaba junto a él, acariciándolo, sonriendo al ver que se había despertado.  También tenía una cierta molestia entre las piernas, pero no tenía muy claro a qué se debía.  Una vez se recuperó un poco más y pudo tenerse sobre sus piernas, su dueña le puso la correa y se lo llevó a casa de nuevo.

Los días pasaron, y aquella molestia que tenía entre las piernas se le fue pasando.  No sólo se le pasó esa molestia, sino que ya no sentía la necesidad de correr por todo el pasillo como si fuera una pista de despegue, ni de quitar los juguetes a sus compañeros, ni de divertirse con ellos saltando y dando brincos de una butaca a la otra.  Algo había cambiado.  No sabía qué, pero no era el mismo.

Por su parte, la dueña de Ted también notaba la diferencia.  De ser un perro travieso difícil de manejar, se había convertido en un perro del montón, un perro muy tranquilo que a todo decía que sí.  Parecía como si le quisiera complacer en todo aquello que le propusiera.  Sin embargo, y aunque estaba contenta por poder manejar al cachorro, tampoco lo estaba del todo, ya que éste había perdido su fuerza, había perdido ese nervio que a ella le gustaba, ese nervio travieso y cabezón que le retaba a ella a hacer las cosas de otra forma.  Ya no se podía divertir con las travesuras del pequeño, ahora era uno más.  Y eso, en el fondo, no le gustaba.

El hombre castrado (simbólicamente) ha perdido su masculinidad, se ha convertido en una persona impotente frente a la mujer con la que comparte su vida porque, entre otras cosas, la considera una persona vengativa o irascible, teniendo que ceder a todas las demandas y caprichos que ésta tenga.  De esta manera la mujer le pierde el respeto, abusa de él y lo somete como quien somete a un perro.

Estas mujeres que someten al hombre tienen las mismas necesidades afectivas ahora que cuando eran pequeñas, y siguen teniendo sus sueños y sus objetivos en esta vida.  Sin embargo, la diferencia está en que se han creado un armazón para evitar los ataques de los hombres y las otras mujeres.

Y es este miedo a ser atacada, a ser manipulada por el otro, lo que hace que estas mujeres se defiendan, castrando al hombre en previsión de lo que podría pasar, castrándolo para poder dominarlo, para que no les haga daño, un daño que, en algunas ocasiones, es del todo irreal.

Si el hombre detecta esta castración, es importante tomar cartas en el asunto, pero no se trata de discutir con nuestra pareja ni de recuperar el pene (el poder) arrebatándoselo al otro, sino de volver a tener nuestra singularidad, una singularidad que nos diferencia de los otros.  Tal vez sea hora de recuperar la libertad para poder decir que NO, y comenzar a hacer aquellas cosas que consideramos que son correctas.

Es posible que al principio no tengamos las fuerzas ni las herramientas para comenzar a recuperar esa virilidad perdida, por lo que siempre podemos acudir a un profesional que nos pueda orientar y ayudar con nuevas herramientas que podamos utilizar para recuperar nuestra vida y compartirla con las personas que amamos de una forma equilibrada y madura.

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