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No preguntes

miércoles, 23 marzo, 2011

La comida había terminado hacía un par de horas y desde entonces había estado retozando con los niños por todo el jardín. El cansancio acumulado de la semana y el hecho de tener que aupar y lanzar a las fierecillas en el aire había terminado por pasar factura, así que mis músculos pedían una tregua. Me acerqué al tresillo más cercano y dejé que mi cuerpo se desplomara sobre él.

Cuando la pequeña Laura me vio sentado con los brazos en cruz debió pensar que la estaba llamando para que viniera a mi. Tras mirar a ambos lados y confirmar que nadie se había adelantado comenzó a correr como alma que lleva el viento para ser la primera en llegar a donde me encontraba. Al ver cómo aquel pequeño proyectil de colores se acercaba a mi sin ánimo alguno de frenar, lancé mis manos hacia el frente para amortiguar su inminente impacto sobre mi cuerpo. Para evitar una deceleración que pudiera dañar su pequeño cuerpo utilicé su momento para voltearla un par de veces en el aire, tras lo cual la senté sobre mi regazo.

Una vez situada levantó la mirada, frunció el ceño y se arregló las coletas muy dignamente mientras se quitaba el flequillo de la cara con un bufido. Su mano derecha terminó de arreglar la coleta y con su dedo índice señalo mi rostro al tiempo que preguntaba: “¿Qué te ha pasado ahí?”. Desde el otro lado de la habitación se escuchó una voz que decía: “¡Niña, eso no se pregunta!”.

La curiosidad y naturalidad de los niños hace que lo pregunten todo. No importa dónde se encuentren o con quién estén, ya sean familiares o reyes, ellos preguntan aquello que les llama la atención, aunque no sea políticamente correcto.

Con el paso del tiempo los niños van perdiendo esa naturalidad debido a las presiones ejercidas por los padres, ya que en más de una ocasión la criatura les ha sacado los colores con sus preguntas un tanto indiscretas, por lo que es mejor que el diablillo se esté calladito en su silla sin abrir la boca.

Según llegamos a la adolescencia el número de preguntas que realizamos es muchísimo menor al de unos años atrás. Aunque ahora nuestros padres confían más en nosotros y en el tipo de preguntas que podemos hacer, el hecho de hacer una pregunta nos resulta incómodo. Esto puede ser debido principalmente a que la gente que está a nuestro alrededor puede pensar algo raro de nosotros, y claro, no queremos que nos tomen por un freaky.

Aunque nuestra identidad se va formando desde que somos pequeños, al llegar a la adolescencia comenzamos a ser conscientes de cosas que antes ni siquiera sabíamos que estaban allí, entre ellas los chicos y las chicas, por lo que nos resulta de suma importancia el qué pensarán los demás de nosotros y, sobre todo, qué pensará la persona que nos llama la atención, aunque todavía no sepamos muy bien por qué nos sentimos atraídos por ella.

Así nos podemos encontrar con que todavía no tenemos pareja para ir al baile de fin de curso y, cuando hablamos con nuestro mejor amigo nos dice: “Yo voy a ir con Ana, ¿y tú?”. “Realmente no me gustaría ir solo” – replicas. “¿Y por qué no se lo preguntas a la chica con la que quieres ir? – te cuestiona. “¡Touché!

Una de las razones por las que no preguntamos es porque nos da miedo recibir una respuesta negativa. Nuestro cerebro no está preparado para recibir un no como respuesta, ya que nuestras ilusiones y nuestras esperanzas están puestas en la respuesta afirmativa, en que ella diga que si, en que me den el puesto de trabajo, en que reciba el aumento de sueldo.

Ante la negación a nuestras esperanzas no sabemos cómo actuar: ponemos cara de poker, o de sorpresa; o salimos del paso con algún chiste o disculpa barata: “¡No, te lo preguntaba en broma!” – mientras soltamos una risa nerviosa y nos alejamos realizando aspavientos con las manos.

El pasar por una situación en la que nuestra dignidad sufre es muy duro, en especial si somos adolescentes. Nuestro amor propio puede verse herido y nuestra autoestima puede llegar a resentirse de manera permanente.

Obviamente no es lo mismo que nos den una negativa en algún sitio apartado, que lo hagan delante de todo un grupo de gente. La humillación por la que pasamos delante del grupo es suficiente para no volver a intentarlo de nuevo con ninguna otra persona… ¡por lo menos en una década!

Pero esto que parece algo de adolescentes, también ocurre cuando somos adultos. En ocasiones no preguntamos algo para que no parezca que nos metemos en la vida de la otra persona, o porque podemos recibir una respuesta negativa o indiscreta, o tal vez porque tenemos miedo de que al preguntar estalle esa bomba de relojería que llevaba adormecida durante tanto tiempo.

El problema de todo esto no es sólo el hecho de quedarme con la duda de lo que habría podido pasar, sino que en ocasiones nos podemos quedar con una idea equivocada de lo que alguien quiso decir realmente con sus palabras,

Quizá pensemos que es mejor dejar las cosas como están y no mover nada. Tal vez sea mejor no preguntar y así no saber. La duda nos puede corroer internamente, pero nuestras fantasías pueden ser más fuertes y nos pueden hacer sentir bien, ya que nos apoyamos en ellas para seguir con nuestra vida.

El preguntar y el conocer la verdad no es malo. El clarificar las palabras evita situaciones comprometidas o malinterpretaciones que pueden llevarnos a dejar de hablar con una persona. Lo importante en estos casos es saber preguntar y estar preparados para asumir la respuesta, independientemente de cuál sea.

¿Qué pregunta te ronda por la cabeza pero todavía no has sido capaz de expresarla? ¿Qué palabras no has comprendido realmente de tu última conversación?

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La pregunta

domingo, 6 diciembre, 2009

Las personas utilizamos la pregunta como herramienta para obtener respuestas y saciar así nuestra incansable curiosidad.  ¿Qué hubiera sido del ser humano si no se hubiera preguntado las cosas?  ¿Hubiéramos podido evolucionar como lo hemos hecho o nos hubiéramos quedado anclados junto a nuestros primos los primates?

La pregunta forma parte de nuestra vida.  Es raro que no preguntemos algo a alguna persona en algún momento del día.  Preguntas como ¿cuánto cuesta la entrada? ¿qué hora es? o ¿qué hay de menú? son algo cotidiano.  Incluso en el hipotético caso de que no nos topemos con alguien en 24 horas, siempre nos tendremos a nosotros mismos para satisfacer nuestra propia curiosidad ¿qué me pongo para salir? ¿qué tiempo hará mañana? ¿le llamo o no le llamo?

Es posible que la curiosidad matara al gato.  Y también es posible que una persona que pregunta mucho pueda llegar a parecer pedante o incluso un poco entrometida.  Si el hacer demasiadas preguntas puede darnos una imagen diferente a lo que somos ¿cómo podemos satisfacer nuestra curiosidad sin parecer entrometidos?

Tal vez podamos modelar ciertos comportamientos del coach en sus sesiones con sus clientes.  En estas sesiones, el coach busca lo que llamamos la pregunta poderosa, esa pregunta que hace pensar al cliente, permitiéndole tomar conciencia de alguna situación, comportamiento, creencia o cualquier tema relevante que tengan entre manos.

Quizás sea esta una fórmula para no aparentar ser un entrometido y saciar nuestra sana curiosidad por la gente y las cosas que ocurren en nuestro entorno: el aprender a elaborar preguntas que también diesen en el clavo.  Y ¿cómo puedo aprender a preguntar?

Un comienzo es sustituyendo las preguntas cerradas por preguntas abiertas.  Las preguntas cerradas son aquellas que tienen como respuesta un o un no, mientras que las preguntas abiertas suelen comenzar con un qué, cómo, dónde, cuándo y su respuesta es algo más elaborada.

Obviamente esto no quita para que al realizar una pregunta abierta nuestro interlocutor nos responda con una respuesta automática que tiene almacenada en sus neuronas.  Una respuesta automática es esa respuesta que apenas hemos pensado porque conocemos su respuesta de memoria, como cuando me preguntan ¿cuál es tu color favorito? Apenas tardo una milésima de segundo en responder el rojo, el verde, el azul, el violeta o cualquier otro color.

Según vayamos aprendiendo a hacer preguntas, veremos que tenemos que hacer menos preguntas para recibir la misma información que antes.  Si a esto le sumamos nuestra capacidad para escuchar de forma activa y nuestro interés por las personas, es probable que la percepción de las otras personas hacia nosotros cambie drásticamente.

Y sólo por curiosidad… ¿cuántas preguntas has hecho en lo que va de día?

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