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La huida de María

sábado, 19 mayo, 2018

María miró las marcas que había ido haciendo en la pared.  Las contó.  Veinticinco.  Llevaba veinticinco días en aquel cuarto.  Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.

Cien días desde que había visto por última vez a su amado.  Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana.  Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado.  Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él?  ¿Dónde estaría?  ¿La seguiría buscando?  ¿La seguiría queriendo?

María estaba cansada de su hermana.  Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana.  Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno.  Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar.  Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí?  Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería?  ¿Dónde estaba su felicidad?  ¿Dónde estaba el sentirse amada?  ¿O es que se había dado por vencida  y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?

Cien días, sí.  Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar.  Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas.  Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana.  Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal.  ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible!  Así que éste era el día de su huida.

María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas.  Se levantó por la mañana.  Se duchó.  Se vistió.  Desayunó.  Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada.  Nada diferente a otros días.  Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana.  Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.

Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales.  Subió a la habitación donde estaba María.  Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar.  María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.

María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera.  Había llegado el momento de escapar.

María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio.  Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana.  Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir.  Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo.  Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera.  Se puso manos a la obra.  No había que perder un minuto.

Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado.  Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.  ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma!  ¡Era libre!

Rápidamente sacó una pierna por la ventana.  Luego su cuerpo.  Y por último la otra pierna.  Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada.  Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.

Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo.  Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado.  Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.

Miró a su alrededor.  No se situaba del todo.  Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar.  Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando.  María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.

Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares.  En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente.  Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara.  Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo.  Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.

El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle.  Esa era la casa.  Esa era la vivienda donde residía su amado.  Su respiración se agitó.  Su corazón se aceleró.  ¿Estaría él en casa?  ¿La estaría esperando?  ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo?  Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.

María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa.  Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando.  Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.

De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!”  Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda.  María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta.  ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?

Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida.  También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas.  Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo.  Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.

Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas.  A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos.  Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.

Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros.  Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso.  Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.

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El caballo desbocado

sábado, 7 abril, 2018

Margarita era una joven a la que le encantaban los caballos.  Su pasión por estos animales no era algo reciente, sino que se remontaba a su más tierna infancia.  Desde que tenía uso de razón Marina había deseado montar en estos majestuosos animales y galopar por las verdes praderas junto a su manada de perros.

Desde aquella primera vez en la que Marina había subido a lomos de aquel magnífico caballo blanco de larga melena habían pasado unos cuantos meses.  Meses durante los cuales había recibido clases de monta cada fin de semana en el Club que frecuentaba y hoy, por fin, era el día en el que saldría al campo por primera vez.

Margarita se puso su chaqueta y pantalón de montar, se enfundó sus botas granates, cogió la fusta y el casco y se acercó al establo donde estaba su caballo.  Un caballo que, aunque ya tenía su edad, era un corcel elegante y fuerte.  Un animal de toda confianza para personas con su experiencia.

Margarita sacó al animal del establo y le dio cuerda durante unos minutos para calentar la musculación de su amigo y desfogarlo un poco antes de la monta.  Tras diez minutos de trote, Margarita disminuyó el ritmo de actividad, se acercó al bocado y le quitó la cuerda.  Luego pasó las riendas por encima de su cabeza.  Puso el pie en el estribo.  Agarró fuertemente la silla y se impulsó para sentarse en ella.  La amazona y su animal estaban listos para comenzar su aventura.

Los primeros pastos no estaban muy lejos del Club, por lo que en un par de minutos ya se encontraban en campo abierto.  El paisaje era espectacular.  La hierba estaba tan alta después de las lluvias y el buen tiempo que había hecho durante los últimos días que apenas se veía saltar a los conejos de un lado a otro del camino.  Los pájaros cantaban de alegría, saltando de rama en rama mientras hacían las delicias de los que por allí pasaban.  Margarita estaba feliz, sólo le faltaban sus perros para gozar plenamente de aquel paseo.

El tiempo pasó volando mientras galopaba por la campiña y, para cuando se quiso dar cuenta, era la hora de comer.  Tenía que dar la vuelta y volver al Club, donde había quedado para tomar algo con unos amigos.  Al tirar de una de las riendas para hacer girar al caballo, éste dio un tirón con la cabeza y salió a galope tendido.

Aquel brusco movimiento del animal hizo que Margarita soltara las riendas y se le saliera el pie izquierdo de su estribo.  Margarita había perdido el control del animal.  Se encontraba a expensas de aquel animal.  En su cabeza, y por alguna extraña razón, Margarita aceptaba aquella situación no deseada: “Bueno, no es lo que yo quiero, pero tampoco puedo hacer nada para cambiar la situación”.

Margarita se sentía impotente para emprender cualquier acción que pudiera revertir la situación.  Su cerebro se sentía incapaz de resolver aquello, tal vez con el objetivo de justificarse y mantenerse tranquilo.  ¿Cómo iba a poder influir sobre aquella bestia para que las cosas cambiaran?  Margarita parecía enfrentarse a una situación que escapaba de su control y sobre la que no podía intervenir.  Parecía no tener capacidad de decidir sobre su vida.

Mientras el caballo seguía desbocado y ella no hacía nada por evitarlo pasó junto a un hombre que, al tiempo que se apartaba para no ser arrollado por la amazona y su caballo, gritó: “¡Responde, hazte con las riendas!”

Aunque parecía que el mensaje de aquel hombre no había sido escuchado por la amazona, en la mente de Margarita se comenzaron a activar ciertas neuronas que comenzaron a tirar de los recuerdos de las clases previas donde le habían comentado qué hacer en este tipo de situaciones.

Margarita se dio cuenta de la situación, tenía que hacerse responsable de ella si no quería sucumbir o tener un accidente.  Eligió no asustarse y permanecer tranquila.  Eligió hacerse responsable de la situación, por lo que lo primero que hizo fue poner el pie de nuevo en el estribo para recuperar el equilibrio.  Después recuperó las riendas, agarrándose fuertemente y colocando su cuerpo en una posición adecuada para el galope.  Verificó el entorno para comprobar que no había otros caminantes, ciclistas, perros u otros caballos.  Evaluó la gravedad de la situación y, como no había peligros inminentes, jaló las riendas para disminuir la velocidad del caballo apalancando su boca.  Cuando el animal fue lo suficientemente lento, Margarita hizo girar en círculos al caballo acortando la rienda interior y jalándola lo más fuerte posible hasta que el caballo se detuvo por completo.

Mientras Margarita recuperaba la respiración, el caminante que hacía escasos segundos le había alertado, llegó jadeante junto a la bestia y le preguntó: “¿Te encuentras bien?”  Ella, aun con el susto en el cuerpo, le miró, se sonrió y dijo: “¡Sí, gracias, hoy he vuelto a tomar las riendas de mi vida!”.

Cuando una persona acusa de sus problemas a todo aquello que le rodea, decimos que está adoptando el papel de víctima, un lugar desde el cual no es responsable de lo que ocurre porque, la culpa, está en algún lugar ajeno a ella; permitiendo así justificarse y mantenerse tranquila, aunque eso conlleve aceptar una situación no deseada.

Frases como “no tengo tiempo“, “no puedo ir“, “no tiene solución“, “no se puede“, “no es mi culpa“, son ejemplos claros de esta postura cuyo objetivo es la búsqueda de la inocencia.  La responsabilidad de lo que ocurre no es mía, sino de un tercero; esperando que sea este quien se haga cargo de lo que está pasando.

Desde esta postura nuestras conversaciones se llenan de explicaciones, de excusas, y se vuelven reiterativas, formando bucles sin fin de los que es complicado salir.  La persona se siente resentida, ni perdona ni olvida acontecimientos sin importancia del pasado, se queda enganchada en lo que ocurrió, lo que nos dijeron, aquello que no fue y podía haber sido.  Se hace así más difícil visualizar el futuro, generar acciones que puedan dar una solución y asumir la responsabilidad de llevarlas a cabo.  Y esto es garantía de frustración e insatisfacción.

Por el contrario, cuando nos responsabilizamos, cuando cambiamos ese observador y analizamos la situación preguntándonos ¿qué puedo hacer YO para cambiar esto que me preocupa?  ¿Qué responsabilidad tengo YO en lo que ha pasado?; significa que tenemos la capacidad para actuar, para encontrar una respuesta satisfactoria, de influir en aspectos o acciones que se pueden tomar para intentar resolver la situación, permitiendo que surjan ideas para solucionar los problemas.

La responsabilidad supone ser dueño de nuestras propias acciones y actuar en consecuencia, reconociendo los errores cuando se cometen y aprendiendo de ellos.  La responsabilidad supone tomar las riendas de nuestra vida y tener el valor de reconocer qué parte somos del problema y emprendiendo acciones que nos permitan alcanzar nuestros objetivos.

Si vemos que no podemos hacerlo solos, siempre podemos solicitar ayuda a un profesional que nos puede orientar y guiar en este camino hacia la mejora personal.

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