El sanador de almas

13 enero, 2018 por mycoach

Jonás era un hombre de mediana edad que recorría los caminos del condado en su carro laboratorio donde elaboraba remedios caseros para los dolores de muelas, de estómago, de hígado o cualquier otro mal que pudiera tener el paciente.

Un día Jonás llegó a un pueblecito de no más de doscientos habitantes.  Entró con su carro por la puerta principal y se dirigió al centro de la plaza, donde paró su carro y comenzó a desmontar los tablones que protegían los laterales del carro para hacer con ellos un pequeño escenario que le daba una cierta altura sobre las personas que caminaban a su lado y que, poco a poco, se empezaban a concentrar a su alrededor.

Una vez hubo terminado el escenario, sacó un par de botellas con elixir de diferentes colores y los puso sobre una pequeña banqueta que hacía las veces de expositor para que los curiosos pudieran ver los productos que tenía.

Ya tenía más de veinte personas a su alrededor cuando comenzó a hablar Jonás a su público.  Inició su exposición diciendo quién era y por qué estaba allí.  Una vez dicho eso, les explicó cómo iba a hacer todo lo anterior y qué iba a utilizar para hacerlo: sus elixires.

La gente estaba entusiasmada con la presentación que había hecho.  De hecho, todavía no había terminado su discurso cuando algunos de los asistentes ya estaban levantando la mano para llevarse alguna de esas botellas de colores chillones que tenía sobre la banqueta.  La mercancía se le escapaba de las manos.  Nunca había tenido un público tan receptivo.

Una vez se fue el último cliente, y mientras recogía y ordenaba un poco las cajas que había dejado amontonadas en una esquina, se acercó una mujer a la carreta y saludo.  Jonás levantó la mirada y respondió con otro saludo al tiempo que paraba de hacer lo que estaba haciendo y prestaba atención a aquella mujer.

La mujer comenzó a explicarle que se encontraba allí porque su hijo llevaba en cama varios días y no se encontraba en condiciones de acercarse a la plaza, por lo que le pidió a Jonás si podría coger alguno de sus brebajes y acercarse a su casa para ver qué es lo que tenía su hijo.  Jonás aceptó.

Al entrar por la puerta de aquella cabaña Jonás pudo ver que el joven estaba postrado en un catre al fondo de la estancia, junto a una pequeña ventana por la que entraba la luz.  Sus hermanos pequeños, que correteaban por la habitación, pararon en seco al ver que entraba la madre, corriendo hacia ella para darla un fuerte abrazo de bienvenida.

Jonás se acercó al joven y lo miró durante unos segundos.  Le preguntó qué le pasaba, qué le dolía, dónde le molestaba, etc. Mientras el chico iba respondiendo a sus preguntas, Jonás le cogía de un brazo, del otro, lo ponía erguido en la cama y le daba pequeños golpecitos en la espalda intentando ver cuál podía ser la causa de sus males.

Después de varios minutos analizando a aquella persona, Jonás concluyó diciendo que tendría que tomar una de sus pócimas durante algo más de una semana, por lo que sacó dos botellas de su bolsa y las puso sobre la mesita que se encontraba a un lado.

La madre puso cara de preocupación, y le dijo a Jonás que no tenían dinero para pagar aquella medicación, ante lo cual Jonás sólo pudo responder que no importaba, que le pagaría con cualquier otra cosa si su hijo mejoraba.  Él se volvería a pasar por el pueblo en una semana para ver el cambio.

Pasó una semana, y Jonás volvió a aparecer en la puerta de aquel pueblo.  Sin embargo, esta vez no montó el escenario como la última vez, sino que fue directamente a la casa donde había dejado a aquel joven enfermo hacía una semana.  Llamó a la puerta.

La puerta se abrió, pero tras ella no había nadie.  A los dos segundos apareció una cabecita de detrás de la puerta que le sonrió mientras desde el fondo de la estancia se oía la voz de la madre que decía que pasara.  Entró y cruzó la habitación hasta el catre donde todavía seguía postrado aquel joven.  La madre, sentada en la cama, levantó la mirada y dijo: “No hay mejoría”.

Jonás se sorprendió.  Era raro que una persona joven que tomara sus pócimas no mejorara en ese tiempo.  Miró a la mesita que estaba al lado de la cama, donde había dejado las dos botellas de elixir, y vio que éstas no habían sido abiertas siquiera.  Jonás preguntó a la madre qué es lo que había pasado, por qué no habían abierto las botellas, por qué no se había tomado la pócima.

La madre agachó la cabeza y, con cara de tristeza, respondió que su hijo no había querido seguir el tratamiento, que decía que no estaba tan mal, que se encontraba bien, que en un par de días se le pasarían aquellos males.  Sin embargo, allí estaba, postrado en la cama, sin poder moverse.

Jonás retiró las botellas antiguas de la mesita y puso otras nuevas indicando que se tomara ese jarabe y que volvería en una semana para ver la mejoría.  La madre asintió con la cabeza y le dio las gracias.  Jonás volvió a salir por la puerta, se montó en su carro y desapareció de nuevo.

Transcurridos siete días Jonás volvió a llamar a la puerta.  La puerta se volvió a abrir.  Esta vez era la madre la que le daba la bienvenida.  La cara de tristeza de la madre lo decía todo.  El chico no había sanado.  Jonás se acercó a la cama y lo miró.  Su estado no había empeorado, pero el joven seguía mal.  Miró a la madre y preguntó qué habían hecho, si habían tomado la medicación.  La madre respondió que sí, que la tomó una vez al poco de irse, pero que le dolió mucho y dejó de tomarla.  Además, la madre había estado insistiendo en la tomara, que sería bueno para él, pero nada, no hizo nada.

Jonás miró a la madre y, con un suspiro, dijo: “No hay nada más que nosotros podamos hacer.  Ya hemos hecho todo lo que está en nuestras manos.  Ahora sólo nos cabe rezar”.

Cuando vemos que una persona de nuestro entorno cercano está haciendo algo que le aleja de su felicidad, es posible que levantemos la mano y se lo digamos: “Esto que estás haciendo no es bueno para ti ni los que te rodean”.   También es posible que, después del comentario, nos llevemos un jarro de agua fría por “meternos donde no nos llaman”.

Las personas solemos pensar que estamos bien como estamos, que no necesitamos cambiar, que somos lo que somos porque la vida nos ha hecho así; y que la gente nos tiene que aceptar por lo que somos, porque esa singularidad nos hace especiales.  Si eso es así, si nos aceptan como somos, pensamos que esa persona nos ama.  En caso contrario, si nos dice algo, es muy probable que lo odiemos porque, en el fondo, no nos quiere en bruto, sino como ellos desean.

Sin embargo, no siempre esto es así.  Las personas que nos quieren nos ven desde fuera, y pueden darnos un punto de vista diferente al nuestro.  Esto no quiere decir que tengan razón cuando nos dicen algo, sino que hacen una observación que tal vez no hayamos tenido en cuenta y que nos puede ayudar a mejorar.

De igual manera, las personas que quieren ayudar tienen que darse cuenta de que no todo el mundo quiere ser ayudado, no todo el mundo considera que debe cambiar, no todo el mundo tiene la fuerza para cambiar, y no todo el mundo puede cambiar ahora, sino que tiene que buscar su momento.  Encontrar este equilibrio no es sencillo.

Si en algún momento nos vemos con esos ánimos para cambiar, con esa fuerza, es bueno que nos acerquemos a un profesional que nos pueda ayudar, porque con su ayuda dirigiremos nuestros esfuerzos en la línea más adeacuada.

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Esta entrada fue publicada el sábado, 13 enero, 2018 a las 16:29 por mycoach y está en la categoría coaching personal. Puedes seguir cualquier respuesta a esta entrada a través del feed RSS 2.0. Tanto comentarios como pings están actualmente cerrados.

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