Archivos para mayo, 2018

La desaparición de Maria

sábado, 26 mayo, 2018

María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado.  Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.

Pero su hermana la había encontrado, una vez más.  No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella.  Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada.  Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.

Así que la única opción era correr.  Correr hacia aquella puerta entreabierta.  Una puerta por la que salía un poco de luz del interior.  Una luz de esperanza.  Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa.  Alguien que la estaba esperando.  Alguien que la podía seguir amando.  Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.

Mónica estaba muy cerca de su hermana.  Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado.  De aquella persona que quería hundirla, destruirla.  Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional.  Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones.  No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para que “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.

María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.

El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada.  El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.

La puerta se abrió.  La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante.  El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco.  La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.

El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta.  Sus ojos no daban crédito.  ¿María? – preguntó.

La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú, qué alegría!

Sin embargo, al abrazar a aquella mujer, el hombre no sintió lo mismo que la primera vez que la había abrazado.  Aquella mujer era más fría, como si no tuviera corazón, como si se considerase el centro del mundo y le estuviese dando un abrazo de cortesía, sin amor, sin ternura ni cariño.  Aquella mujer que tenía entre sus brazos no era María, era su hermana, Mónica; y de golpe la soltó.

El hombre salió corriendo fuera de la casa, esperando ver a su amada, María.  Pero allí no había nadie.  Se giró y preguntó: “¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica sonrió.  Sabía que aquel hombre no sería capaz de encontrar a su hermana María porque, durante el forcejeo en el porche, Mónica había absorbido a María y, ahora, estaba dentro de ella, en una prisión de la que nunca podría salir.

El hombre insistió: ¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica, sin perder la sonrisa, respondió: “Te dije que no la buscaras, que no la encontrarías.  Y ahora ya nunca la volverás a ver”.

Al hombre se le cambió la cara.  Agarró a Mónica de la camisa y la sacó como si de un saco de patatas se tratase fuera de la casa donde le dijo: “Vete, no quiero verte nunca más.  Aléjate de mí para siempre”.

Mónica bajó los dos peldaños que daban al jardín y se acercó a su coche.  Entró en él.  Lo arrancó y se alejó de aquella casa mientras aquel hombre, con lágrimas en los ojos, cerraba la puerta que había mantenido entreabierta durante los últimos meses.

El cambio en las personas sólo se produce cuando la situación por la que atravesamos en insostenible, cuando vemos que lo único que nos puede salvar es cambiar.  Sin embargo, si la situación por la que pasamos no la consideramos como una situación a vida o muerte, sino que, por el contrario, es una incomodidad y nos puede perjudicar, nos puede dejar en una situación de debilidad frente al otro y es, además, un trance que puede ser doloroso (en todo cambio se experimenta cierto dolor), un trance que nos quitará de ser el centro del universo para ser una constelación más, entonces, no cambiaremos y nos mantendremos en nuestra zona de confort, gozando de la manipulación hacia los otros, culpando a los demás de nuestros problemas y sin hacer nada que nos pueda permitir vivir una vida feliz con la persona que amamos.

Etiquetas: , , ,
Publicado en coaching personal | Comentarios desactivados en La desaparición de Maria

La huida de María

sábado, 19 mayo, 2018

María miró las marcas que había ido haciendo en la pared.  Las contó.  Veinticinco.  Llevaba veinticinco días en aquel cuarto.  Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.

Cien días desde que había visto por última vez a su amado.  Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana.  Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado.  Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él?  ¿Dónde estaría?  ¿La seguiría buscando?  ¿La seguiría queriendo?

María estaba cansada de su hermana.  Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana.  Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno.  Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar.  Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí?  Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería?  ¿Dónde estaba su felicidad?  ¿Dónde estaba el sentirse amada?  ¿O es que se había dado por vencida  y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?

Cien días, sí.  Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar.  Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas.  Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana.  Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal.  ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible!  Así que éste era el día de su huida.

María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas.  Se levantó por la mañana.  Se duchó.  Se vistió.  Desayunó.  Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada.  Nada diferente a otros días.  Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana.  Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.

Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales.  Subió a la habitación donde estaba María.  Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar.  María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.

María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera.  Había llegado el momento de escapar.

María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio.  Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana.  Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir.  Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo.  Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera.  Se puso manos a la obra.  No había que perder un minuto.

Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado.  Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.  ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma!  ¡Era libre!

Rápidamente sacó una pierna por la ventana.  Luego su cuerpo.  Y por último la otra pierna.  Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada.  Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.

Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo.  Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado.  Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.

Miró a su alrededor.  No se situaba del todo.  Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar.  Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando.  María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.

Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares.  En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente.  Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara.  Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo.  Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.

El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle.  Esa era la casa.  Esa era la vivienda donde residía su amado.  Su respiración se agitó.  Su corazón se aceleró.  ¿Estaría él en casa?  ¿La estaría esperando?  ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo?  Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.

María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa.  Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando.  Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.

De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!”  Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda.  María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta.  ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?

Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida.  También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas.  Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo.  Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.

Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas.  A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos.  Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.

Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros.  Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso.  Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.

Etiquetas: , , , , ,
Publicado en coaching personal | Comentarios desactivados en La huida de María

El centro del universo

sábado, 12 mayo, 2018

Maribel era una joven atractiva, que sabía explotar sus encantos físicos con prendas que resaltaban su figura, al tiempo que su femineidad hacía que los hombres cayeran rendidos a sus pies cuando hablaba con ellos.

Cada vez que Maribel se iba de compras se sacaba fotos con las nuevas prendas que iba a adquirir y las enviaba a sus amigos para que le dieran su opinión, elevando así un poco más su ego.  Tal era su dependencia de estas opiniones que Maribel era como un sismógrafo de la opinión de las personas de las que se rodeaba.

Cuando se juntaba con sus amigas siempre estaba enfatizando el buen cuerpo que tenía, su aspecto, su atractivo y su sexualidad.  Mientras que cuando se juntaba con sus amigos, enfatizaba su intelecto, su estatus social, su poder y su dinero.

Un día, Maribel conoció a Mario, un tipo bueno y generoso que no sólo se quedó prendado de su belleza, sino que ella le inspiró el deseo de ser protegida, mostrándole sus problemas y sus vulnerabilidades.

Así comenzó una relación en la que Maribel era el centro de atención.  Sus necesidades siempre eran más importantes que las de él y sus deseos eran prioritarios.  Mario tenía que estar siempre atento a estos deseos porque, de lo contrario, desataría la ira de aquella mujer.

Las semanas pasaron y Maribel comenzó a sentir que su pareja le estaba en deuda, que se estaba convirtiendo en poco más que un parásito y que no estaba haciendo todo el esfuerzo necesario ahora que las cosas se estaban poniendo difíciles y monótonas.  Por su parte, Mario comenzaba a sentirse como si estuviera en una relación con una diosa del Olimpo, como si Maribel se hubiese distanciado de la realidad.

Mario estuvo analizando aquella situación e hizo lo posible por arreglarla, por solucionar aquellas diferencias que existían entre ambos, pero aquellas críticas constructivas que tenían como finalidad el crear una relación de pareja fructífera, no sólo cayeron en saco roto, sino que además enfurecieron a Maribel ya que, desde su punto de vista, Mario no la amaba.

Maribel se había convertido en una persona hipersensible a las críticas de su amado, y lo peor de todo, no las olvidaba.  Tal era así, que Maribel buscaba devolverle a Mario el mal rato que había pasado de alguna forma que le hiriera, y como ese dolor que sentía era porque Mario se había portado mal, lo castigó sin recibir amor ni sexo, al tiempo que aprovechó para reprocharlo y jugar con la culpa, reclamando que no valía nada y que todo era por su culpa.

Efectivamente, Mario se sentía mal, se sentía castrado, como si estuviera anulado, no deseaba brillar ni ser líder de aquella relación; ya que Maribel parecía necesitar estar en todo momento en el centro de los focos.  ¿Para qué ser el capitán de un velero que no tiene un puerto claro?  ¿Para que ir en un velero con una tripulación amotinada?

Pero Maribel todavía tenía un as en la manga para que Mario no se fuera de su órbita.  Así que, un domingo que estaban relajados en el sofá le preguntó: “¿Por qué no tenemos un hijo?”

¿Un hijo? – replicó Mario

No, no es que Mario no quisiera tener un hijo, lo deseaba con toda su alma, pero aquella mujer parecía estar más enamorada de sí misma que de él.  ¿Cómo una mujer que no pensaba en el “nosotros” sería capaz de concebir un hijo?  ¿Cómo una mujer que era incapaz de sentir afecto sincero podría dárselo a su hijo?  ¿No le estaría manipulando, utilizando en su propio beneficio?

Así que, con aquella mujer que se sentía el centro del universo, el ombligo del mundo, que se consideraba especial, única, grandiosa, como una persona de otra raza, de otra civilización, casi una divinidad encarnada; Mario respondió con un sutil “No es el momento”.

¿Cómo aquel ser inferior, su sirviente, su esclavo, había osado llevarle la contraria?  ¡Inaudito!  Su rabia volvió a salir y como sirviente que era, volvería a ser castigado por sus injurias.

Maribel se lo pensó unos segundos ¿Cómo le podría castigar a aquella persona?  Lo mejor sería quitarle todo su amor y su afecto, renunciar a él para que sufriera tanto como había sufrido ella.  Así que se acercó a él y le dijo “Mario, creo que nuestra relación no tiene solución.  Lo dejamos”.

La mujer narcisista (al igual que el hombre) lleva el concepto de autoestima hasta límites insospechados, no reconociendo sus errores ni limitaciones; destruyendo a su pareja, anulándola, porque es el otro el que está en deuda con ella y es la otra persona la que tiene que hacer el esfuerzo por solucionar las cosas.  La solución es adorarla, venerarla, porque es físicamente espectacular o porque es una hembra alfa.  Al honrarla, ella se emociona, porque desea esa veneración, ese cuidado.

La mujer narcisista está más enamorada de sí misma que de su potencial pareja, siendo incapaz de sentir afecto sincero por otra persona y teniendo comportamientos abusivos basados en el egoísmo y la manipulación.

Las relaciones de pareja de este tipo están destinadas al fracaso a menos que se haga algo al respecto, a menos que se busque la ayuda de un profesional que identifique este problema y pueda hacer una terapia que le permita al cliente salir de ese agujero.

En este sentido, las mujeres suelen estar más abiertas a dar estos pasos que los hombres, ya que en su mente femenina no es negativo el recibir ayuda de otra persona.  Por eso es fundamental que, cuando se detecta alguna de las señales que identifican a la persona como narcisista, es importante acudir a un profesional que nos pueda ayudar a cambiar, a entender por qué tenemos este comportamiento que, al final del día, nos hace destruir nuestras relaciones y evita que tengamos una vida plena con la persona que realmente nos ama.

Etiquetas: , , ,
Publicado en coaching personal | Comentarios desactivados en El centro del universo

La domadora de leones

sábado, 5 mayo, 2018

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

Etiquetas: , , , ,
Publicado en coaching personal | Comentarios desactivados en La domadora de leones