Artículos etiquetados ‘inteligencia emocional’

La domadora de leones

sábado, 5 mayo, 2018

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

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Corazón de hielo

domingo, 10 junio, 2012

Julia era una mujer hermosa. Una mujer llena de vida a quien le gustaba disfrutar de las actividades al aire libre junto a sus amigos. Los hombres que la conocían quedaban prendados de su atractivo como mujer y de su energía como persona. Tal vez fuera esta la razón por la que, Roberto, un hombre algo mayor que ella con quien había compartido los dos últimos años de su vida, decidiera abandonarla de la noche a la mañana porque ya no era capaz de soportar los celos.

Ahora Julia se encontraba sola de nuevo, en su apartamento, sin nadie con quien poder comentar la película que en aquel momento ponían en la televisión. Pero la vida tenía que continuar, así que, en el momento del intermedio, Julia se levantó para ir a la cocina a por un vaso de agua. Mientras caminaba por el pasillo notó un dolor en el pecho que la hizo pararse unos segundos y reclinarse sobre la pared. Después de unos segundos prosiguió su camino hacia la cocina.

Al llegar a la cocina cogió un vaso y lo llenó de agua. Dio un sorbo y volvió a dejar el vaso en el fregadero. Al ir a apagar la luz notó de nuevo un pinchazo en su corazón; pero esta vez el dolor hizo que sus piernas no pudieran sostener su cuerpo y cayera de rodillas sobre los baldosines de la cocina.

Retorcida en el suelo Julia notaba cómo su corazón, ahora totalmente arrítmico, intentaba escapar de su caja torácica, haciendo, en el intento, que su dolor se triplicase cada segundo que pasaba. Así que, sin pensárselo dos veces, Julia acercó su mano a su pecho y comenzó a empujarla en un intento por alcanzar su corazón. Tras unos segundos haciendo fuerza su mano comenzó a hacerse paso entre la piel. Al cabo de un minuto sus dedos comenzaban a abrirse paso entre la musculatura y las costillas. El dolor era insoportable; pero sus dedos cada vez estaban más cerca de alcanzar ese músculo que tanto dolor le estaba provocando. Al cabo de unos quince minutos Julia había alcanzado su corazón. Lo rodeó con su mano y, sin pensárselo, se lo arrancó de cuajo de su pecho al tiempo que lanzaba un grito y perdía el conocimiento en el frío suelo de la cocina.

Julia abrió los ojos. Ya no tenía ese dolor en su pecho. Giró su cabeza y miró su ensangrentada mano derecha. Su corazón, aunque pareciera mentira, seguía latiendo. Se miró al pecho, y vio que lo tenía cicatrizado. Se levantó, sin perder de vista su corazón. Buscó un cuenco. Y depositó su corazón en él. Miró a todos lados y se preguntó dónde podría dejarlo para que no le pasara nada. La mejor opción parecía el congelador. Abrió la puerta y metió el recipiente que contenía tan vital órgano. Se duchó y se acostó.

Al día siguiente Julia se despertó pletórica de energía. Se levantó y se acercó al congelador para ver cómo estaba su corazón. El frío había hecho que el número de pulsaciones disminuyera, y algunas partes del mismo parecían haberse congelado ligeramente. Julia cerró la puerta y se fue al gimnasio.

Las personas con las que se fue encontrando la notaban diferente. Si bien tenía la misma energía que hacía un tiempo, la percibían algo más distante, más fría. A Julia le hacían gracia este tipo de comentarios, en especial porque ninguna de aquellas personas sabía que su corazón se encontraba en el congelador de su casa. Pero ella se sentía bien. Ya no le dolía el corazón.

Durante las semanas siguientes Julia mantuvo su corazón en el congelador. Cada noche abría la puerta para ver cómo se encontraba. Y cada noche observaba que estaba algo más congelado y que su ritmo era algo más lento. Sin embargo, ella se sentía cada vez mejor. De hecho había tenido algún encuentro casual con algún hombre y no había sentido nada. Estaba feliz. El tener el corazón en el congelador la permitía no sufrir por nadie, ser independiente y hacer todo aquello que quería en el momento que la apeteciera.

Después de tres meses, en plenas fiestas del barrio, Julia decidió sacar el corazón del congelador para ver cómo estaba. Abrió la puerta. Sacó el cajón. Buscó el recipiente que contenía su órgano. Y lo alcanzó con una de sus manos mientras con la otra iba cerrando el cajón y la puerta del congelador. Mientras caminaba hacia la mesa de la cocina, uno de los petardos que estaban lanzando por el patio de la casa explotó a pocos metros de la ventana de la cocina. El ruido que provocó hizo que Julia se asustara y soltara el cuenco que llevaba entre manos, cayendo al suelo y haciéndose añicos.

Julia miró desconsolada aquel desastre. No solo el cuenco se había roto en mil pedazos, sino también su corazón. La temperatura tan baja que había alcanzado después de tantos meses escondido en la oscuridad habían hecho que el corazón fuera tan frágil como un diamante. Julia había perdido su corazón. A partir de ese momento sería incapaz de volver a amar, de volver a sentir e incluso de volver a sufrir por nadie.

En ocasiones las personas intentamos protegernos del sufrimiento haciéndonos más fríos, eliminando cualquier rastro de emoción; pero muchas veces, cuando queremos recuperar de nuevo esos afectos porque hemos encontrado a una persona que nos interesa de verdad, somos incapaces de recuperar el calor y la flexibilidad de ese órganos tan fundamental en nuestras vidas, bien porque sigue congelado, o bien porque se nos ha caído y lo hemos roto al intentar recuperarlo.

Sufrir en ciertos momentos no es ni bueno ni malo, lo que tenemos que intentar es saber gestionar nuestro dolor y nuestras emociones para que seamos personas más completas y no perdamos ningún momento de esta vida.

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Suicidio profesional

martes, 12 octubre, 2010

No cabe duda de que en algunos entornos laborales podemos toparnos con algún mando que nos puede agredir verbalmente y que nos puede humillar delante de nuestros compañeros haciendo que nuestra vida sea un verdadero infierno.  Este tipo de personajes hacen que nuestro corazón se acelere cada vez que están a menos de cinco metros de nosotros, que nuestra presión arterial suba hasta límites que pueden provocar un infarto de miocardio o un derrame cerebral, e incluso son capaces de desarrollar nuestra imaginación hasta el punto de que somos capaces de fantasear con situaciones que hasta entonces nos parecían propias de una película de terror.

Por mucho que este tipo de personas nos humillen y nos lleven hasta límites insospechados, la mayoría de las veces no hacemos ni decimos nada por miedo a perder nuestro puesto de trabajo. Por lo tanto, nuestro sentimiento de rabia y odio hacia dicha persona sigue aumentando de manera exponencial.  Con el transcurso del tiempo es posible que estallemos, arruinando la carrera profesional que veníamos labrando hasta el momento.

Es posible diferenciar dos tipos de personas que pueden tener este tipo de explosiones emocionales.  Por un lado están los que llamaremos los suicidas, masoquistas que no dudan en lanzar al aire todo tipo de comentarios con el único fin de ser despedidos.  Lo único que desean estas personas es ser castigadas por su superior, porque en el fondo gozan siendo maltratadas por la otra persona.  A estas personas no les importa las consecuencias que sus acciones puedan tener sobre su carrera profesional.

En el lado opuesto están las personas a quienes les importa su carrera profesional pero quienes han ido acumulando una carga emocional de tal magnitud que tiende a explotar en el momento más inoportuno, arruinando de esta forma todo lo creado hasta el momento.  Estas personas no gozan con la humillación, sino que desean el respeto de sus compañeros y superiores, pero es la ausencia de autoestima en ellas lo que las lleva a este punto de no retorno.

Si bien las primeras son kamikazes que arriesgan de forma temeraria su carrera profesional, y poco puede hacerse por ellas, las segundas pueden salvarse de la quema si desarrollan su habilidad para gestionar sus emociones, si desarrollan su autoestima y comienzan a quererse un poco más a sí mismas.  Un coach puede ser una ayuda muy positiva en estos casos, ya que puede ayudar a desarrollar la gestión de sus emociones al tiempo que refuerza y eleva la autoestima de la persona a través de la utilización de herramientas que aceleran el proceso.

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La gota que colma el vaso

miércoles, 23 diciembre, 2009

Las razones por las que una persona puede tener una explosión emocional a lo largo del día pueden ser muy variadas, desde un comentario, un roce, una mirada, hasta el dejar un vaso en cualquier lugar que no sea el propio lavaplatos. En ocasiones, las personas a las que manifestamos violentamente nuestras emociones no suelen ser aquellas con las que realmente estamos enfadados, sino gente cercana como nuestros hijos, pareja e incluso subordinados que poco o nada tienen que ver con el asunto real de nuestro malestar.

Una de las alternativas para evitar este tipo de estallidos es desarrollar aquellas características que nos permitan aumentar nuestra paciencia, como puede ser la comprensión, la empatía o la flexibilidad. El desarrollo de estos comportamientos puede permitirnos minimizar la presión interna de rabia y frustración, o mejorar la flexibilidad y resistencia de las paredes que contienen esa furia o dolor. Eso si, en el momento en el que esos muros de contención alcancen su punto máximo de elasticidad, o aparezcan rastros de fatiga en ellos, la detonación que se producirá puede ser similar a la de una supernova.

Otra de las alternativas para evitar esta explosión incontrolada puede ser la técnica utilizada por los artificieros, es decir, una detonación controlada. Estas detonaciones controladas tienen como ventaja que no son tan destructivas como las anteriores ya que tienen lugar bajo estricta supervisión de especialistas que intentarán por todos los medios minimizar las bajas humanas y materiales.

En el ser humano esto se podría asemejar a pequeños fugas que ayudan a disminuir la presión, la rabia o la frustración.  Tal vez una de las formas más conocidas de este tipo de fugas de presión sean los vómitos psicológico.  Estos vómitos nos ayudan a rebajar la tensión y los solemos tener puntualmente con amigos de confianza sobre temas concretos: como los ñoños, la mujer, el trabajo o incluso otro amigo que tenemos en común. El inconveniente puede venir cuando en un momento de estrés no encontramos a esa persona de apoyo, o ni siquiera tenemos una persona a la que confiar nuestras intimidades.  Entonces debemos recurrir a alguna otra alternativa que minimice la presión que se acumula en nuestro interior.

Por último, la alternativa que requiere de un mayor desarrollo personal es: la gestión emocional.  Cuando sabemos gestionar nuestras emociones somos capaces de hacer partícipe a la otra persona de nuestros sentimientos en el grado y momento apropiados.  Esto evita que aparezcan sentimientos de rabia, o frustración, que posteriormente podemos utilizar contra alguien inocente, al tiempo que aumentamos nuestra paz interior, comunicación y confianza con la otra persona.

Para saber gestionar nuestras emociones es conveniente comenzar por tener en cuenta cuáles son nuestros límites.  Para ello puede servirnos de ayuda conocer quienes son las personas que nos pueden sacar de quicio, cuándo nos pueden poner de los nervios, dónde ocurre más a menudo y cómo me siento cuando esto ocurre, para de esta forma crear una serie de alarmas que me avisen de que voy por el mal camino en la gestión de mis emociones.

Por tanto, y aunque se podría decir que hay una manera óptima de proceder en estos casos, cada persona podrá gestionar sus emociones en el mismo grado que tenga desarrollada la gestión de sus propias emociones.  Por eso es de vital importancia recordar que el expresar nuestros sentimientos de forma explosiva no siempre tiene como resultado el efecto esperado. En el mejor de los casos el efecto puede ser puntual y cortoplazista, mientras que en el largo plazo nos puede suponer una carga para nuestro desarrollo personal o profesional y, por tanto, en la consecución de nuestros objetivos.  Además hay que tener en cuenta que el conocernos más nos permitirá gestionar nuestros sentimientos mejor y de esta forma seremos capaces de vivir más calmados y felices.

En definitiva, la buena noticia es que podemos decir las cosas, para lo cual debemos aprender a gestionar nuestras emociones, bien solos o con la ayuda de alguien. Con el tiempo podremos llegar a ser verdaderos maestros de este arte, lo cual nos permitirá salir fortalecidos en nuestras relaciones y progresar como personas y profesionales.

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Hipocondríacos

jueves, 9 octubre, 2008

El otro día coincidí con una persona que sobrepasa ligeramente los 180 cm de estatura, no supera los 80 kg de peso y su complexión atlética demuestra que pasa varias horas al día ejercitando sus músculos en el gimnasio.  Todo iba muy bien hasta que durante nuestra breve conversación tocamos algún tema médico o más relacionado con la salud.  En este momento su cara cambió por completo.

Lo que para cualquier otra persona hubiera sido un comentario sin mayor importancia, o a lo sumo le hubiera hecho recapacitar, a esta persona lo hizo palidecer.  Cualquier enfermedad de la que hablábamos, la podría tener él.  De hecho, entre broma y no broma, me confirmó que era hipocondríaco y que mejor cambiáramos de tema.

¿Qué es un hipocondríaco?  Los hipocondríacos son personas cuya característica esencial es la preocupación y el miedo a padecer, o la convicción de tener, una enfermedad grave, a partir de la interpretación personal de alguna sensación corporal u otro signo que aparezca en el cuerpo.

¿Qué hace que una persona sea hipocondríaco?  Según el Dr. José Antonio García Higuera, este trastorno afecta a menudo a ambientes familiares, es decir, que muchos miembros de una familia tienden a estar afectados.  Esto nos puede indicar que hay familias que son especialmente sensibles y están muy inclinadas hacia la interpretación de los signos de enfermedad en todos los ámbitos de la vida.  De esta forma los miembros de la familia aprenden a interpretar de esa forma cualquier signo corporal y lo asocian con angustia, miedo o ansiedad.

¿Cómo es el hipocondríaco?  Este tipo de personas presentan un miedo desmedido a la muerte, al dolor, al sufrimiento, a la debilidad o dependencia de otros.  En su libro «Inteligencia Emocional«, Daniel Goleman comenta que «el reino de la enfermedad está dominado por la emoción y por el miedo.  Nuestra fragilidad emocional ante la enfermedad se asienta en la creencia de que somos invulnerables, una creencia que la enfermedad -especialmente la enfermedad grave- hace añicos, destruyendo así la seguridad e invulnerabilidad de nuestro universo privado y volviéndonos súbitamente débiles, desamparados e indefensos«.

¿Cómo puede ayudar el coaching a un hipocondríaco?  Identificando esas creencias que nos impiden vivir una vida plena, analizando qué nos aporta vivir en ese mundo de angustia, identificando nuestros miedos y aquellos objetivos que nos permitan disfrutar de una vida plena.

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El arte de criticar

miércoles, 17 septiembre, 2008

Aristóteles, en «Ética para Nicómaco«, dice: «Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo.  Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo.«

La crítica, por norma general, tiende a ser destructiva y es la peor forma de motivar a alguien.  Se suele expresar como queja personal, más que como queja sobre la que se puede actuar, y para ello se utilizan acusaciones personales cargadas de desprecio, sarcasmo e incluso disgusto.

La actitud más habitual de quienes reciben la crítica es ponerse a la defensiva al sentirse atacados, enojarse e incluso no volver a colaborar en futuros proyectos con la persona que les ha criticado.  El ataque personal tiene un efecto devastador sobre el estado del ánimo.

A principios del siglo pasado Dale Carnegie decía: «Sea caluroso en su aprobación y abundante en el elogio«.  Sin embargo, más de medio siglo después, nuestros ejecutivos siguen cayendo en esta misma trampa, siendo muy proclives a la crítica y muy comedidos con las alabanzas, dejando así que sus empleados sólo reciban retroalimentación cuando han cometido un error.

El no expresar una crítica también es negativo para los jefes.  Al no expresar sus sentimientos, su frustración va en aumento hasta que, el día menos pensado, en el lugar más inoportuno, estallan de golpe.  Si por el contrario hubiera manifestado sus críticas, no sólo hubiera evitado su frustración, sino que el empleado, al menos, hubiera tenido la posibilidad de corregir el problema.  Desafortunadamente, la gente espera demasiado para expresar sus críticas y, cuando lo hacen, su enfado es tal que es difícil poder controlar lo que dicen, vertiendo las críticas de la peor manera posible.

¿Cómo podemos aprender el arte de la crítica?  Es sencillo.  La crítica apropiada no se ocupa tanto de atribuir los errores a un rasgo de carácter como de centrarse en lo que la persona ha hecho y puede hacer.

Adicionalmente es recomendable tener en mente las sugerencias que Harry Levinson, antiguo psicoanalista, indica en el libro «Inteligencia Emocional» de Daniel Goleman para hacernos verdaderos maestros en el arte de la crítica:

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