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El centro del universo

sábado, 12 mayo, 2018

Maribel era una joven atractiva, que sabía explotar sus encantos físicos con prendas que resaltaban su figura, al tiempo que su femineidad hacía que los hombres cayeran rendidos a sus pies cuando hablaba con ellos.

Cada vez que Maribel se iba de compras se sacaba fotos con las nuevas prendas que iba a adquirir y las enviaba a sus amigos para que le dieran su opinión, elevando así un poco más su ego.  Tal era su dependencia de estas opiniones que Maribel era como un sismógrafo de la opinión de las personas de las que se rodeaba.

Cuando se juntaba con sus amigas siempre estaba enfatizando el buen cuerpo que tenía, su aspecto, su atractivo y su sexualidad.  Mientras que cuando se juntaba con sus amigos, enfatizaba su intelecto, su estatus social, su poder y su dinero.

Un día, Maribel conoció a Mario, un tipo bueno y generoso que no sólo se quedó prendado de su belleza, sino que ella le inspiró el deseo de ser protegida, mostrándole sus problemas y sus vulnerabilidades.

Así comenzó una relación en la que Maribel era el centro de atención.  Sus necesidades siempre eran más importantes que las de él y sus deseos eran prioritarios.  Mario tenía que estar siempre atento a estos deseos porque, de lo contrario, desataría la ira de aquella mujer.

Las semanas pasaron y Maribel comenzó a sentir que su pareja le estaba en deuda, que se estaba convirtiendo en poco más que un parásito y que no estaba haciendo todo el esfuerzo necesario ahora que las cosas se estaban poniendo difíciles y monótonas.  Por su parte, Mario comenzaba a sentirse como si estuviera en una relación con una diosa del Olimpo, como si Maribel se hubiese distanciado de la realidad.

Mario estuvo analizando aquella situación e hizo lo posible por arreglarla, por solucionar aquellas diferencias que existían entre ambos, pero aquellas críticas constructivas que tenían como finalidad el crear una relación de pareja fructífera, no sólo cayeron en saco roto, sino que además enfurecieron a Maribel ya que, desde su punto de vista, Mario no la amaba.

Maribel se había convertido en una persona hipersensible a las críticas de su amado, y lo peor de todo, no las olvidaba.  Tal era así, que Maribel buscaba devolverle a Mario el mal rato que había pasado de alguna forma que le hiriera, y como ese dolor que sentía era porque Mario se había portado mal, lo castigó sin recibir amor ni sexo, al tiempo que aprovechó para reprocharlo y jugar con la culpa, reclamando que no valía nada y que todo era por su culpa.

Efectivamente, Mario se sentía mal, se sentía castrado, como si estuviera anulado, no deseaba brillar ni ser líder de aquella relación; ya que Maribel parecía necesitar estar en todo momento en el centro de los focos.  ¿Para qué ser el capitán de un velero que no tiene un puerto claro?  ¿Para que ir en un velero con una tripulación amotinada?

Pero Maribel todavía tenía un as en la manga para que Mario no se fuera de su órbita.  Así que, un domingo que estaban relajados en el sofá le preguntó: “¿Por qué no tenemos un hijo?”

¿Un hijo? – replicó Mario

No, no es que Mario no quisiera tener un hijo, lo deseaba con toda su alma, pero aquella mujer parecía estar más enamorada de sí misma que de él.  ¿Cómo una mujer que no pensaba en el “nosotros” sería capaz de concebir un hijo?  ¿Cómo una mujer que era incapaz de sentir afecto sincero podría dárselo a su hijo?  ¿No le estaría manipulando, utilizando en su propio beneficio?

Así que, con aquella mujer que se sentía el centro del universo, el ombligo del mundo, que se consideraba especial, única, grandiosa, como una persona de otra raza, de otra civilización, casi una divinidad encarnada; Mario respondió con un sutil “No es el momento”.

¿Cómo aquel ser inferior, su sirviente, su esclavo, había osado llevarle la contraria?  ¡Inaudito!  Su rabia volvió a salir y como sirviente que era, volvería a ser castigado por sus injurias.

Maribel se lo pensó unos segundos ¿Cómo le podría castigar a aquella persona?  Lo mejor sería quitarle todo su amor y su afecto, renunciar a él para que sufriera tanto como había sufrido ella.  Así que se acercó a él y le dijo “Mario, creo que nuestra relación no tiene solución.  Lo dejamos”.

La mujer narcisista (al igual que el hombre) lleva el concepto de autoestima hasta límites insospechados, no reconociendo sus errores ni limitaciones; destruyendo a su pareja, anulándola, porque es el otro el que está en deuda con ella y es la otra persona la que tiene que hacer el esfuerzo por solucionar las cosas.  La solución es adorarla, venerarla, porque es físicamente espectacular o porque es una hembra alfa.  Al honrarla, ella se emociona, porque desea esa veneración, ese cuidado.

La mujer narcisista está más enamorada de sí misma que de su potencial pareja, siendo incapaz de sentir afecto sincero por otra persona y teniendo comportamientos abusivos basados en el egoísmo y la manipulación.

Las relaciones de pareja de este tipo están destinadas al fracaso a menos que se haga algo al respecto, a menos que se busque la ayuda de un profesional que identifique este problema y pueda hacer una terapia que le permita al cliente salir de ese agujero.

En este sentido, las mujeres suelen estar más abiertas a dar estos pasos que los hombres, ya que en su mente femenina no es negativo el recibir ayuda de otra persona.  Por eso es fundamental que, cuando se detecta alguna de las señales que identifican a la persona como narcisista, es importante acudir a un profesional que nos pueda ayudar a cambiar, a entender por qué tenemos este comportamiento que, al final del día, nos hace destruir nuestras relaciones y evita que tengamos una vida plena con la persona que realmente nos ama.

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Miedo a enamorarse

sábado, 14 abril, 2018

Martina era una mujer joven y atractiva.  Una mujer que, cuando paseaba por la calle, los hombres se daban la vuelta para mirarla.  Una mujer a la que los hombres se acercaban tanto si estaba en una cafetería con sus amigas como si estaba en una discoteca bailando.  Su extroversión también hacía sencilla esa aproximación por parte de los hombres y que así, estos, no la vieran como un «bicho raro» al que no había quién se acercara, sino como a una mujer accesible, aunque con sus límites, claro.

Sin embargo, Martina sólo se había enamorado una vez; hacía ya muchos años.  Una vez en la que se quedó prendada de aquel galán que luego pasó a ser su marido, por quien siempre sintió gran admiración.  Pero desde que éste murió en un accidente hacía ya una década, Martina no se había vuelto a enamorar de nadie.  Sí, había tenido parejas durante este tiempo, pero ninguna de ellas le había durado demasiado.  Siempre había terminado separándose de ellos y no llegando a completar la relación.

Un día, mientras Martina paseaba por la calle, se encontró con su amiga Piluca, quien iba acompañada de su amigo Fernando, a quien presentó durante la conversación entre ambas mujeres.

Fernando era un chico un poco mayor que Martina, de cara curtida por los años, pero quien retenía ese atractivo que tuvo durante su juventud.  Fernando intervino poco durante la conversación que mantuvieron ambas mujeres, pero los pocos comentarios que hizo mostraron que era un tipo interesante y divertido.

A los pocos días Martina tuvo la ocasión de volver a coincidir con Fernando en un evento, donde tuvieron tiempo para tomarse un par de cafés y quedar para otro día; dando así comienzo a una relación de pareja que parecía prometer un futuro diferente.  Una relación donde Martina volvió a sentir el amor que no había sentido desde hacía muchos años.  Un amor verdadero que le daba alas, que le daba tanta energía que era capaz de comerse el mundo y, aunque no se lo comiera, le daba fuerzas para creer que tenía un futuro con Fernando, un futuro como el que una vez tuvo con su difunto marido.

Los días pasaron, y Martina comenzó a sentir cómo se acercaba más y más a esa persona, cómo su vida comenzaba a cambiar, cómo su vida comenzaba a girar en torno a esa persona.  Y se asustó.  De pronto Martina sintió vértigo.  Se asustó y dio un paso hacia atrás, como queriendo quitarse de aquel precipicio al que se había acercado demasiado.  La cabeza se le comenzó a llenar de preguntas, preguntas que tal vez no tenían sentido alguno y eran irracionales, pero preguntas que la agobiaban y le saboteaban: ¿Me querrá manipular?  ¿Perderé mi libertad?  ¿Perderé mi singularidad? ¿Tendré que hacer lo que me diga?

Poco a poco la ansiedad que le generaban estas preguntas hacía que no pudiera respirar, que se ahogara.  No sabía qué hacer.  No sabía cómo solucionar, o eliminar aquella sensación que le oprimía el pecho.  ¿Qué podía hacer para no tener esa sensación, para erradicarla de una vez por todas?

Martina entró en Internet y buscó algún remedio que pudiera evitar aquella sensación.  Tras muchas búsquedas, encontró una página web donde vendían unas píldoras que parecía que podían quitarle aquella sensación de agobio que tenía; por lo que pidió una caja de cincuenta píldoras para probar.

A los pocos días le llegaron las píldoras por correo postal.  Inmediatamente abrió la caja y leyó las instrucciones de uso.  Recomendaban una píldora cada doce horas.  Corrió a la cocina.  Llenó un vaso con agua.  Se metió una píldora en la boca y bebió un poco de agua para arrastrar aquella píldora hacia su estómago.  La cura había comenzado.

A las pocas horas Martina comenzó a notar que aquella píldora comenzaba a surtir efecto.  La sensación de agobio que le oprimía el pecho comenzaba a desaparecer.  La multitud de preguntas que correteaban por su cabeza parecían asentarse y, algunas de ellas, hasta a desaparecer.  Aquello parecía un milagro.  ¡Se estaba recuperando!

Durante los siguientes días, Martina no dejó de tomar una píldora cada doce horas, para evitar que el efecto se disipase.  Sin embargo, aquellas píldoras que eran buenas para ella no parecían serlo para Fernando, quien había notado un cambio en su pareja desde que comenzó a tomar aquellas pastillas; por lo que se lo hizo saber a su pareja: “Martina, desde que tomas estas pastillas no eres la misma, te noto diferente.  ¿Qué te pasa?”

Martina se sorprendió por este comentario de Fernando, por lo que volvió a coger el prospecto de aquellas píldoras para averiguar si tenían algún efecto secundario en las personas.  Leyó un párrafo, y otro, y otro más, en busca de esos efectos que percibía Fernando; y allí estaban, en el dorso del prospecto.  Efectivamente, ¡aquellas píldoras tenían efectos secundarios!

Las pastillas te hacían sentir mejor cada vez que las tomabas, era cierto; pero también te iban congelando el corazón para que éste no sufriera.  La congelación de este órgano hacía que la persona fuera más racional y, así, la gente que la rodeaba, no pudiera manipularla y, de esta forma, nadie pudiera hacerla daño.

Martina se paró en seco al leer aquellas palabras ¿Tendría miedo de que la hicieran daño?  ¿De que la pudieran manipular y perder así su singularidad?  ¿Fernando era ese tipo de hombre?  Las instrucciones de uso y sus efectos secundarios le estaban generando nuevas dudas, dudas que hasta el momento no se había planteado, dudas que harían que tuviera que tomar una decisión: (1) dejar de tomarlas y confiar en su pareja para comenzar una vida en pareja equilibrada donde ninguno de los dos estuviera por encima del otro, donde ninguno de los dos buscara el estar por encima del otro y donde toda la relación se basase en la confianza; o (2) seguir tomando esas pastillas que le permitían dominar la situación, ser una persona calculadora y dominante donde ningún hombre pudiera decirle qué hacer o cuándo hacerlo, perdiendo así a su pareja actual y, posiblemente, a cualquier otra que pudiera aparecer en el futuro.

Durante unos minutos estuvo cavilando, dando vueltas a estas y otras opciones.  Tras un rato sentada en el sofá de su casa, se levantó.  Llamó a Fernando.  Se acercó a él y le dijo… “Te quiero”.

En muchas ocasiones nos surgen miedos que hacen que nos quedemos parados, miedos que pueden hacer que una relación no siga adelante, miedos, tal vez, infundados; porque quizás, la persona que tenemos a nuestro lado no es el tipo de persona que tiene previsto hacernos daño, sino que lo que pretende es que crezcamos como personas.

Pero también es cierto que, en muchas otras ocasiones, nos podemos encontrar con personas que quieren utilizarnos, que quieren quitarnos esa singularidad.  Puede que estas percepciones sean ciertas o no, pero lo importante es ver que las tenemos y acudir a un profesional que nos pueda ayudar a ver la diferencia y descubrir herramientas que nos permitan evitar que nos ataquen, o que nos permitan tener una vida plena con la persona que amamos.

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El amigo invisible

sábado, 31 marzo, 2018

Marvin era un científico que se pasaba horas en su laboratorio con la única idea de desarrollar un suero que le permitiera hacer desaparecer los materiales que se pusieran en contacto con él.  Sus amigos llevaban años riéndose de sus experimentos y su novia, María, aunque le apoyaba, estaba frustrada por el poco tiempo que pasaba con él; en especial los fines de semana y en vacaciones, porque para él, nunca había vacaciones.

Tal vez Marvin pasara poco tiempo con ella los fines de semana, y el tiempo que lo hacía estaba abstraído en su mundo de fórmulas y con los proveedores que le llamaban para venderle algún producto nuevo.  Aun así, aunque pareciera que estaba en otro mundo, una cosa estaba clara, que María era lo más importante para él y, sin ella, toda esta investigación que estaba llevando a cabo, no tendría sentido alguno.

Efectivamente, Marvin estaba enamorado hasta las trancas de María.  Quería que ella estuviera orgullosa de él, de lo que hacía, de lo que quería desarrollar, pero ella parecía no llegar a comprenderle del todo, aunque siguiera apoyándolo y dándole todo su cariño.

Un día, Marvin se encontraba en su laboratorio, con su bata blanca, sus gafas de protección, sus guantes, sus tubos de ensayo, y sus ratas de laboratorio, midiendo el volumen de cada uno de los elementos que tenía que mezclar para que aquella sustancia viscosa diera por fin el efecto deseado, cuando llamaron a la puerta.

Marvin dejó la mezcla que estaba preparando sobre un hornillo de gas a fuego lento.  Miró el reloj para comprobar la hora y no dejar que la mezcla estuviese al fuego más de diez minutos. Se quitó las gafas, los guantes y la bata, y se acercó hasta la puerta de entrada que estaba en la habitación de al lado.  Abrió la puerta y se encontró con María, quien le traía la comida en una tartera.  Si no fuera por ella es muy probable que gran parte de los días se quedara sin comer, inmerso en sus ensayos.

Ambos pasaron a una pequeña habitación que había en la planta y que hacía las veces de cafetería o zona de descanso.  María sacó un pequeño mantel que había traído en el bolso, junto con los cubiertos, un par de vasos, un poco de pan y las servilletas.  Mientras tanto, Marvin llevó la comida al laboratorio para calentarla en el microondas que utilizaba en sus experimentos y, como en esta ocasión, utilizaba para calentar la comida que le traía su pareja.

Una vez calentada la comida, la llevó de nuevo a la salita donde le esperaba María, con la mesa preparada, una copa de vino blanco en la mano y una sonrisa en su cara.

Marvin dejó los platos sobre la mesa.  Cogió la copa de vino que le ofrecía su pareja y, con una muesca de duda en su cara, preguntó: ¿por qué brindamos?

María sonrió.  Le guiñó el ojo y respondió: “¡Porque ya tenemos iglesia para casarnos!”

Marvin se quedó boquiabierto.  Dejó la copa sobre la mesa y se acercó para abrazar a su novia y besarla como merecía la ocasión.  Era el día más feliz de su vida.  Por fin podría oficializar su relación con la mujer que más había amado, aunque muchas veces no lo hiciera visible debido a sus constantes despistes de científico loco.  Pero mientras abrazaba a la que iba a ser su mujer y gozaba de ese momento, un olor le llegó a la nariz.  ¡La mezcla! ¡Que se me ha olvidado retirarla del fuego! – grito mientras soltaba bruscamente a María.

Marvin corrió hacia el hornillo donde había dejado la mezcla cuando, justo antes de retirarla del fuego, la mezcla estalló frente a sus narices.

Aquella mezcla pegajosa y caliente le salpicó por completo.  Parecía un chiste de los que aparecen en las caricaturas de los periódicos o en los anuncios de televisión.  ¡Menudo desastre!  Se sentía ridículo, aunque más ridículo se sintió cuando María entro en el laboratorio y comenzó a reírse por la situación.

Sin embargo, las risas de María iban a durar poco.  Mientras se reía de su novio, cubierto en esa gelatina pringosa de color chillón, veía cómo, poco a poco, éste se iba desvaneciendo delante de sus ojos ¿Cómo era posible?  María gritó: “¡Marvin, estas desapareciendo!”

Así era, Marvin estaba desapareciendo.  Donde hacía unos segundos estaba su figura cubierta de esa gelatina, ahora no había nada.  ¿Qué había pasado?  Parecía que la fórmula había funcionado.  ¡Se había convertido en un hombre invisible!  Y gritó: “¡María, lo he conseguido, por fin soy un hombre invisible!”

Esto a María no le hizo mucha gracia.  ¿Un novio invisible?  ¿Cómo se iba a casar si no había nadie a su lado en el altar?  ¿Cómo iba a abrazarlo si no sabía dónde estaba?  ¿Cómo lo iba a amar si no sabía si existía?  No obstante, se propuso salvar la relación a toda costa, por lo que intentó no asustarse demasiado en ese momento.

Las semanas pasaron, y María no estaba cómoda con aquella relación donde sólo se veía a una de las partes.  Sí, era cierto que quería a Marvin, pero ahora ya no lo podía ver ni cuando estaba en casa.  Y cada día lo llevaba peor.  Así que, una mañana, buscó a Marvin y le dijo que la relación se terminaba, que ella no podía seguir así, que no podía soportar no ver a la persona de la que una vez se enamoró.  Por lo que tenía que irse de su vida.

Marvin, aunque apenado, comprendió la situación.  A él también le resultaba difícil no poder abrazar a su amada ni besarla.  Sólo podía verla.  Y eso era muy duro para él.  Por lo que hizo lo que mejor podía hacer, volver a su laboratorio para encontrar un antídoto y volver a ser visible.

Las semanas pasaron y Marvin seguía enfrascado en su laboratorio, intentando encontrar la solución para hacerse visible de nuevo y recuperar a su amor.  Sin embargo, ahora ya no trabajaba tanto, ahora intentaba pasar tiempo con ella, a distancia, aunque no le pudiera ver, haciendo lo posible por ayudarla: recogiendo las cosas que se le caían, evitando que se diera un golpe con alguna columna, o con alguien que andaba por la acera e iba tan despistado como ella.  La ayudaba en la sombra mientras él también se ayudaba a sí mismo para volver a ser visible.

En muchas ocasiones los buenos amigos no tienen que estar presentes para ser buenos amigos.  En ocasiones los buenos amigos lo son porque nos ayudan a desarrollarnos, porque nos dicen las cosas tal y como son, y no sólo como nosotros las vemos.  Incluso a veces los buenos amigos nos siguen ayudando en la sombra, sin que nos demos cuenta de que nos ayudan.

En otras ocasiones, cuando ya han hecho todo lo que han podido por ayudarnos y ven que no pueden hacer más y, lo único que les queda es rezar por nosotros para que un día seamos felices, también lo hacen.

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El jilguero

sábado, 3 marzo, 2018

Martín era un entusiasta de las aves.  Aunque no era un ornitólogo profesional, le encantaba salir al campo con su cámara para sacar fotos de todos los especímenes que se encontraban por su zona.  Incluso en alguna ocasión se había tomado unas vacaciones para ir a otros países en busca de nuevas aves.

Un día soleado de primavera, Martín salió a dar un paseo por el bosque que rodeaba su casa con su perro Gatillo, como había hecho en tantas otras ocasiones. Sin embargo, esta vez, mientras caminaba escuchando a esas aves que amenizaban su periplo sorteando arbustos, helechos, troncos caídos y alguna que otra zarza que había crecido de manera descomunal después de las últimas lluvias y la entrada del buen tiempo; Gatillo se paró en seco junto a un helecho, mirando fijamente a lo que había bajo su sombra.

Martín se acercó a Gatillo, con cautela, ya que no tenía muy claro lo que su fiel mascota quería mostrarle.  Apartó algunas hierbas y el helecho al que miraba fijamente su animal.  Y allí estaba, un pequeño jilguero que había caído de su nido hacía pocos minutos, ya que, en un lugar como ese, cualquier alimaña hubiera detectado a aquel animalito en menos de quince minutos.

Martín apartó a Gatillo de su lado, ya que su excitación no le dejaba concentrarse en el pequeño descubrimiento, al que cogió y lo puso dentro de uno de sus guantes térmicos para evitar que perdiera más calor del necesario.  Escarbó un poco la tierra, en busca de alguna lombriz que pudiera dar de comer al pequeño pajarito, y dio media vuelta rumbo a su casa, donde cuidaría de aquel plumón de pico amarillento hasta que se recuperara.

Al llegar a su casa buscó una jaula que tenía en el trastero y que no utilizaba desde que murieron unos agapornis que le regaló un viejo amigo cuando se fue a la selva amazónica.  Abrió la puertecilla y llenó su interior con hierbas y hojas para crear una especie de colchón donde aquel jilguerillo se sintiera algo más cómodo.  Metió al pequeño pájaro y dejó junto a él las primeras lombrices que había recogido en el campo.

Las semanas pasaron y el pequeño jilguero ya se había recuperado totalmente de sus heridas.  Tanto era así que hacía pocos días que había comenzado a cantar cada mañana para mostrar su alegría de estar allí.  Mientras cantaba, Gatillo se sentaba frente a él y lo miraba fijamente como en un intento de averiguar qué significaban aquellos cánticos que a él también le alegraban el día.

Aunque Martín tenía previsto soltar a la pequeña criatura, no era menos cierto que sus cánticos amenizaban todas las estancias de la casa, dándole pena tener que dejarlo en libertad, por lo que pensó que se lo quedaría un poco más de tiempo hasta que subiera volar y defenderse de las rapaces que pudieran estar acechándole en el bosque.

Así pasaron unos cuantos meses y, ya entrado el verano, Martín comenzó a ver que aquel jilguero que amenizaba sus mañanas, tardes y noches, parecía no estar tan feliz como al principio.  Tal vez aquel jilguero comenzaba a extrañar la libertad que nunca tuvo pero que veía que tenían el resto de sus compañeros que estaban detrás de aquel cristal.

Después de hablarlo con la almohada, Martín se levantó un día, se acercó a la jaula, la levantó con cuidado y se la llevó al balcón de su casa, donde abrió aquella pequeña puerta por donde diariamente cambiaba el agua y el pienso.

El jilguero, al ver aquella puerta abierta, no supo lo que debía hacer y se quedó posado sobre una de las ramas de cerezo que Martín había puesto dentro de su celda.  Martín, al ver que el pajarillo estaba inmóvil sin saber qué hacer, lo incitó a que saliera con gritos de ánimo: “¡Vamos, sal!  ¡Sé libre!  ¡Vete con tus amigos que te están esperando!  ¡Sé feliz en tu entorno!”  Pero nada de lo que dijera parecía hacer comprender a ese pajarillo que tenía que dar un par de saltos para salir de aquella jaula de metal.

Los días pasaron, y aquella puerta se mantuvo abierta, esperando que aquel pájaro saliera de una vez por todas de aquella jaula que parecía estar ahogándole.  Martín, aunque quería mantener a aquella criatura con él, sabía que lo mejor era que volara libre.  Su egoísmo no podía hacer que ese pajarillo sufriera por él.  No, no le deseaba que estuviera mal; por lo que, cada día, le ponía el agua y la comida un poco más lejos de su jaula para ver si salía y perdía el miedo al mundo exterior.

Un día, mientras estaba comiendo el pienso que Martín había dejado en un pequeño cuenco sobre la mesa, el pajarillo miró a su alrededor y vio a sus hermanos revolotear alrededor de aquella casa y de aquellos árboles.  Miró a los que habían sido hasta entonces los seres que le habían dado de comer y beber, y comenzó a cantar mientras desplegaba sus alas y las batía contra el viento para elevarse de aquella mesa y salir en busca de sus hermanos.

Martín miró a Gatillo con una sonrisa, sabiendo que aquella era la última vez que iban a ver a aquel pajarillo.  Gatillo pareció entender el mensaje y comenzó a perseguir al jilguero, ladrando, despidiéndolo, mientras éste revoloteaba por la habitación cogiendo fuerzas para salir por aquella ventana que llevaba abierta desde hacía un buen rato.

Aquella fue la última vez que Martín escuchó el cántico de aquel jilguero dentro de su casa, dentro de su jaula.  Con el corazón en un puño, pero contento porque aquella criatura era libre y posiblemente más feliz que con él, Martín esperaba volver a verlo algún día, aunque no lo tenía muy claro.

Los días pasaron, y Martín escuchaba el cántico del que una vez fuera su huésped entre los árboles del bosque mientras mantenía su ventana abierta en espera de que, un día, quizás, aquel pajarillo se posara de nuevo en su ventana y le despertara con su cántico.

Las personas tenemos que estar atentas a nuestro entorno más cercano si queremos ayudarles.  Si vemos que nuestra pareja está triste deberemos hablar con ella para saber cuáles son los motivos que la hacen estar en ese estado.  Si el motivo somos nosotros, deberemos ser honrados con nosotros mismos y analizar las causas que hacen que esté así.  Si podemos identificar esas causas y cambiar nuestras actitudes para salvar la relación, adelante, hagamos lo que está en nuestras manos para salvarle.  Pero si por el contrario vemos que no vamos a poder cambiar, o que de hecho no queremos cambiar, entonces deberemos abrir esa puerta que permita que la persona a la que queremos sea libre.

Y como decían en una película muy famosa “si vuelve, es que realmente nos pertenecía; y si no lo hace, es que nunca nos perteneció”

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La estrella fugaz

sábado, 25 noviembre, 2017

Andrés era un apasionado del cosmos.  Cada noche se quedaba mirando fijamente al firmamento, intentando percibir los cambios que habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas, buscando esas pequeñas diferencias inapreciables para el ojo poco entrenado.

Una noche de verano, Andrés había subido a una colina cercana a su casa para evitar en la medida de lo posible la contaminación lumínica provocada por las luces de la pequeña ciudad donde residía.  Después de unas cuantas horas sentado pacientemente en la colina observó que un cometa surcaba los cielos, dejando tras de sí una cola que lo hacía visible a sus ojos.  Rápidamente cogió el telescopio y lo alineó en la dirección del cometa.  ¡Qué maravilla!  ¿Qué majestuosidad!  Aquel cometa era lo más bonito que había visto en su vida.

De repente, vio cómo aquel cometa cambiaba su trayectoria y venía hacia él.  Dejó de mirar por el telescopio y miró hacia aquella bola de fuego anaranjado que venía hacia él a toda velocidad.  ¿Sería aquello el fin de su existencia?  Corrió a refugiarse detrás de unas piedras para evitar la explosión que aquel meteorito produciría allá donde impactara.

Escondido detrás de aquellas rocas contaba los segundos hasta el impacto.  Aunque después de varios minutos, aquel meteorito parecía no llegar a impactar.  Con algo de miedo y recelo, levanto la mirada por encima de la roca que protegía su cuerpo.  ¡El meteorito había desaparecido del firmamento!  ¿Cómo era aquello posible?  ¡Si venía directo hacia él!

Una extraña luz proveniente de detrás de un matorral hizo que girara la cabeza.  ¿Qué era aquella luz?  ¿Sería un pequeño resto del meteorito?  Sin pensárselo dos veces saltó por encima de aquella roca y se dirigió hacia aquel arbusto para ver qué se escondía detrás de él.

según se acercaba, la luz se hizo algo más intensa, para luego apagarse gradualmente.  Corríó para llegar antes de que se desvaneciera aquella luz celestial y… ¡allí estaba ella!  Una mujer que irradiaba belleza por todas partes, una mujer que lo miró y le sonrió, como si le conociera de toda la vida.  La luz se apagó y ella se acercó hacia él.  Hola Andrés – dijo ella – ¿me estabas esperando?

Andrés no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo en ese momento.   Miró a diestro y siniestro, en busca de algún equipo de televisión que le estuviera gastando una broma.  Pero nada, estaba solo, junto a aquella mujer que lo miraba fijamente al tiempo que sonreía.  Sin más preámbulos, la mujer comenzó a hablar con Andrés, como si lo conociera de toda la vida.  Andrés, ya pasado el susto inicial, respondía de manera natural y espontánea a las preguntas que aquella mujer hacía.

Pasaron las horas, y la conversación se hizo más fluida.  Ya no sólo preguntaba ella, sino que Andrés también se atrevía a hacer alguna que otra pregunta para satisfacer su curiosidad.  Andrés veía en aquella mujer su alma gemela.  La quería llevar a su casa y vivir con ella el resto de sus días, pero las primeras luces del día comenzaron a hacerse paso entre la oscuridad y, como quien no quiere la cosa, aquella mujer dió un salto y se estremeció mientras le agarraba fuertemente del brazo.  ¿Qué le ocurría?  ¿Por qué ese repentino salto?

Aquella radiante mujer palideció mientras comenzó a contarle lo que le iba a ocurrir en unos minutos, cuando el sol saliera por encima de los montes que tenían a su izquierda.  Ella le dijo que los dioses que la habían transformado en humana le dieron de plazo hasta el alba, momento en el que volvería a convertirse en estrella y volvería al firmamento junto con el resto de sus hermanas.

Andrés no podía creer lo que estaba escuchando.  ¿Aquella mujer con la que había compartido toda la noche iba a desaparecer de nuevo?  ¡Con lo que había disfrutado de su compañía!  ¿Cuándo volvería a verla de nuevo?  ¿Se iría para no volver?  Demasiadas preguntas sin respuesta y muy poco tiempo antes de que saliera por completo el sol y ella desapareciese.

Mientras Andrés se afanaba en responder las preguntas que pasaban por su cabeza, aquella mujer, que poco a poco se iba desvaneciendo a medida que los rayos de sol se hacían más intensos, se acercó a él y, suavemente, le besó.  Andrés dejó de pensar y se dio cuenta de que aquel sería el último beso que le daría a aquella mujer, por lo que intentó retener aquel momento en su memoria.

Desde aquel día, Andrés sube todas las noches a aquella colina para ver desde allí el firmamento, con la ilusión de que algún día, aquella estrella que una vez pasó por su vida, vuelva a aparecer.

Durante nuestra vida podemos encontrarnos personas que pueden llegar a ser la pareja que necesitamos en ese momento.  Pero lo que parece que puede ser para siempre, puede ser una mera ilusión pasajera que se desvanecerá entre nuestras manos.  Por ello, porque la vida es pasajera, debemos aprovechar cualquier momento que tengamos de felicidad, de gozar con los eventos grandes y con los pequeños, porque la vida es un lujo y las personas que llegan a nosotros, también; ya que nos aportan nuevas perspectivas y nos pueden hacer salir de nuestra zona de confort para crecer.

De igual manera, si vemos que esa persona se está desvaneciendo de nuestras vidas, puede ser importante hablar con algún profesional que nos pueda ayudar a minimizar esa degradación y recuperar de nuevo a esa persona que queremos.  Aunque no siempre tiene que ser así, y de ahí la importancia de quedarse con esos buenos momentos, pero sin quedarnos enganchados en lo que pudo ser sino con la esperanza de que otra estrella fugaz podrá surcar nuestros cielos en cualquier momento.

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El último tren

viernes, 23 noviembre, 2012

Faltaban pocos minutos para que el tren nocturno partiera de aquella estación.  Mientras el maquinista arrancaba de nuevo los motores, y el guardagujas terminaba de revisar su listado de tareas antes de la partida, una hermosa mujer de cabello oscuro y ojos claros caminaba por el andén hacia su vagón con un libro en una mano y su pequeña maleta de viaje en la otra.

Cuando el reloj marcaba las 11 horas y 59 minutos aquella belleza ibérica puso un pie sobre la escalerilla de su vagón.  Antes de impulsarse hacia arriba echó una mirada atrás, como intentando traer a su mente algún recuerdo melancólico de su estancia en aquella ciudad que apenas duró unas pocas horas.  Esbozó una sonrisa y se impulsó dentro del vagón.

Mientras caminaba por el estrecho pasillo del vagón escuchó de fondo el silbato del guardagujas advirtiendo de la inminente partida de aquel tren de media noche.  Los motores diésel de aquella vieja locomotora rugieron de nuevo a máxima potencia, tirando de toda su carga bruscamente.  Aquel repentino golpe hizo que aquella bella mujer perdiera el equilibrio y el libro que sujetaba con una de sus manos cayera al suelo.

Al recobrar el equilibrio suspiró con cierto malestar y se agachó a por su lectura.  Pero justo antes de poder alcanzar Las Cincuenta Sombras de Grey que yacían sobre el suelo, otra mano se adelantaba a cerrar la cubierta del libro y entregárselo a medio camino.

Ante la sorpresa inicial, aquella mujer no pudo más que levantar su mirada para ver quién era la gentil persona que se había agachado a por su libro.  Un hombre de ojos verdes y melena alborotada la sonreía y miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba la obra con una mano y con la otra se agarraba a la pared para no perder el equilibrio con el traqueteo inicial del tren.

La sangre fluyó a las mejillas de aquella belleza íbera, mostrando inconscientemente todo el rubor que aquel desconocido había provocado en ella.  En un intento por romper aquel incómodo instante, aquella mujer logró sacar de su garganta un suave y tímido: “¡Gracias!”, mientras extendía su mano para alcanzar el libro.

El cambio de vía en aquel preciso instante hizo que toda ella se zarandeara, haciendo que su mano rozara suavemente la de aquel galán.  Un flujo eléctrico recorrió todo su cuerpo.  Su vello se erizó, sus pupilas se dilataron, sus ojos se abrieron denotando sorpresa y su respiración se entrecortó.  De un salto, aquella mujer que apenas rondaba los treinta años, se puso en pie, y con el libro en la mano se giró y prosiguió su camino con la cabeza baja y las mejillas sonrojadas.

Al llegar a la puerta de su compartimiento se giró para despedir con una sutil sonrisa y una pícara mirada a aquel caballero de elegante porte que caminaba pasillo abajo y que parecía no haberse percatado de su existencia.  Una vez dentro de su camarote se sentó en la butaca, la cual se convertiría en cama en breve, y recordó aquellos ojos verdes y aquella melena que graciosamente los tapaba.

Mientras tanto, aquel desconocido había llegado a su butaca con un solo pensamiento en la mente: volver a ver a aquella mujer.  Lo más curioso de todo era que, aquel hombre, que ya peinaba canas, sentía una sensación que hacía años que no sentía.  Su corazón se aceleraba involuntariamente al pensar en aquella mujer con la que se había topado hacía escasos momentos.  De hecho, parecía como si éste músculo quisiera salir de su pecho y correr hacia el camarote de la mujer que había rozado su mano de forma casual.  Sentía cómo todo su ser se alegraba de aquel encuentro fortuito por alguna extraña razón.

Los minutos pasaron, y aquella sensación de júbilo y nerviosismo seguía presente en él.  ¿Cómo podría tranquilizar su corazón y su mente?  Tal vez el darse un paseo por lo vagones lo ayudaría a relajarse.  Así que, dicho y hecho, apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se levantó de aquella butaca.  Miró a uno y otro lado del vagón y comenzó a caminar por el tren con la ilusión de encontrar a aquella mujer de nuevo.

Al llegar al vagón donde ambos se habían encontrado al iniciar su viaje, se paró.  Su mirada comenzó a buscar, inconscientemente, a aquella mujer de larga melena; pero el vagón estaba vacío.  Su corazón se apenó.  Se giró hacia la ventana y se quedó mirando por ella hacia los árboles que pasaban furtivamente delante de sus ojos.

De pronto, al fondo del vagón, se escuchó el ruido de una puerta que se abría.  Su corazón se aceleró.  Giró la cabeza.  Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron en un intento por captar toda la luz y no perder detalle alguno de la acción que transcurría unos metros más allá.  Su cara esbozó una sutil sonrisa y dio un paso hacia delante, como si una energía invisible le atrajese hacia aquel ruido.  Pero de aquella cabina donde se produjo el ruido no salió la mujer que él deseaba, sino el revisor del tren con unas mantas en su mano.  ¡Su gozo en un pozo!  Suspiró y se giró de nuevo hacia la ventana mientras el revisor llamaba a la siguiente puerta.

¿Dónde estaría aquella mujer?  ¿Volvería a verla de nuevo algún día?  ¿Podría intercambiar unas palabras con ella?  Mientras se hacía estas preguntas las luces del pasillo bajaron de intensidad y del compartimiento donde hacía escasos segundos había entrado el revisor, salía una persona que, al igual que él, se puso frente a aquella ventana para ver la campiña, las estrellas y la luna que todo lo iluminaba en aquel instante.  Él giró su vista hacia el lugar donde el taconeo se había silenciado y la vio.  Allí estaba ella, aún más bella si cabe por el reflejo de los rayos de la luna sobre su larga melena.  Enderezó su cuerpo, mientras ella, con cara de sorpresa, intentaba no ruborizarse de nuevo.  Sus cuerpos se alinearon el uno frente al otro y, tal y como dicta la teoría newtoniana, se atrajeron el uno hacia el otro.  Paso a paso aquellas dos sombras comenzaron a acercarse.  Poco a poco, sin prisas, hasta llegar a una distancia de poco más de medio metro entre sus cuerpos.

A partir de ese momento pareció haber una conexión entre aquellas dos almas.  Durante las siguientes horas estuvieron hablando de esto, de aquello, y de lo de más allá.  Parecía como si se conocieran de toda la vida, ya que podían hablar de casi cualquier tema.  Las conversaciones se entrelazaban aunque no tuvieran relación la una con la otra en un primer instante.  Por la ventana del vagón cafetería comenzaron a entrar los primeros rayos de sol.  El tiempo había pasado tan deprisa que ninguno de aquellos locuaces seres de la noche se había dado cuenta de que estaba amaneciendo.  Ambos se levantaron de aquellos asientos y, dejando tras de sí varias tazas de café sobre la mesa, cambiaron de vagón.

Al llegar al camarote de donde ella había salido horas antes, ésta agarró el pomo de la puerta y lo giró suavemente.  Antes de abrir completamente la puerta se dio la vuelta y se quedó mirando a su acompañante.  Aquel galán nocturno miró aquellos ojos azules durante apenas un segundo y su corazón no pudo más que revolucionarse de nuevo.  Respiró profundamente y miró aquellos tersos labios rojos y, sin explicación aparente, surgió un deseo incontrolable de besarlos. Lentamente acercó su rostro al de ella y, de pronto, sintió cómo todo su cuerpo era agitado.  ¡Señor, señor, ya hemos llegado a su destino!  Abrió los ojos y vio al revisor zarandeándolo.  Le dio las gracias y se incorporó en su butaca.  Mientras se acicalaba y peinaba la melena se abrió la puerta de su vagón, por donde entró aquella mujer a la que había recogido el libro y con la que había soñado.

Las oportunidades se nos suelen presentar una vez en la vida.  El saber aprovechar esa oportunidad depende exclusivamente de nosotros, de saber gestionar nuestros miedos.  Por tanto, si consideramos que nos debemos arriesgar y dar el paso, seamos valientes, demos los pasos necesarios para alcanzar ese objetivo y, aunque el desenlace no depende sólo de nosotros, la experiencia nos podrá aportar alegrías o conocimiento adicional para mejorar y desarrollarnos para cuando se presente una oportunidad similar en el futuro.

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Corazón de hielo

domingo, 10 junio, 2012

Julia era una mujer hermosa. Una mujer llena de vida a quien le gustaba disfrutar de las actividades al aire libre junto a sus amigos. Los hombres que la conocían quedaban prendados de su atractivo como mujer y de su energía como persona. Tal vez fuera esta la razón por la que, Roberto, un hombre algo mayor que ella con quien había compartido los dos últimos años de su vida, decidiera abandonarla de la noche a la mañana porque ya no era capaz de soportar los celos.

Ahora Julia se encontraba sola de nuevo, en su apartamento, sin nadie con quien poder comentar la película que en aquel momento ponían en la televisión. Pero la vida tenía que continuar, así que, en el momento del intermedio, Julia se levantó para ir a la cocina a por un vaso de agua. Mientras caminaba por el pasillo notó un dolor en el pecho que la hizo pararse unos segundos y reclinarse sobre la pared. Después de unos segundos prosiguió su camino hacia la cocina.

Al llegar a la cocina cogió un vaso y lo llenó de agua. Dio un sorbo y volvió a dejar el vaso en el fregadero. Al ir a apagar la luz notó de nuevo un pinchazo en su corazón; pero esta vez el dolor hizo que sus piernas no pudieran sostener su cuerpo y cayera de rodillas sobre los baldosines de la cocina.

Retorcida en el suelo Julia notaba cómo su corazón, ahora totalmente arrítmico, intentaba escapar de su caja torácica, haciendo, en el intento, que su dolor se triplicase cada segundo que pasaba. Así que, sin pensárselo dos veces, Julia acercó su mano a su pecho y comenzó a empujarla en un intento por alcanzar su corazón. Tras unos segundos haciendo fuerza su mano comenzó a hacerse paso entre la piel. Al cabo de un minuto sus dedos comenzaban a abrirse paso entre la musculatura y las costillas. El dolor era insoportable; pero sus dedos cada vez estaban más cerca de alcanzar ese músculo que tanto dolor le estaba provocando. Al cabo de unos quince minutos Julia había alcanzado su corazón. Lo rodeó con su mano y, sin pensárselo, se lo arrancó de cuajo de su pecho al tiempo que lanzaba un grito y perdía el conocimiento en el frío suelo de la cocina.

Julia abrió los ojos. Ya no tenía ese dolor en su pecho. Giró su cabeza y miró su ensangrentada mano derecha. Su corazón, aunque pareciera mentira, seguía latiendo. Se miró al pecho, y vio que lo tenía cicatrizado. Se levantó, sin perder de vista su corazón. Buscó un cuenco. Y depositó su corazón en él. Miró a todos lados y se preguntó dónde podría dejarlo para que no le pasara nada. La mejor opción parecía el congelador. Abrió la puerta y metió el recipiente que contenía tan vital órgano. Se duchó y se acostó.

Al día siguiente Julia se despertó pletórica de energía. Se levantó y se acercó al congelador para ver cómo estaba su corazón. El frío había hecho que el número de pulsaciones disminuyera, y algunas partes del mismo parecían haberse congelado ligeramente. Julia cerró la puerta y se fue al gimnasio.

Las personas con las que se fue encontrando la notaban diferente. Si bien tenía la misma energía que hacía un tiempo, la percibían algo más distante, más fría. A Julia le hacían gracia este tipo de comentarios, en especial porque ninguna de aquellas personas sabía que su corazón se encontraba en el congelador de su casa. Pero ella se sentía bien. Ya no le dolía el corazón.

Durante las semanas siguientes Julia mantuvo su corazón en el congelador. Cada noche abría la puerta para ver cómo se encontraba. Y cada noche observaba que estaba algo más congelado y que su ritmo era algo más lento. Sin embargo, ella se sentía cada vez mejor. De hecho había tenido algún encuentro casual con algún hombre y no había sentido nada. Estaba feliz. El tener el corazón en el congelador la permitía no sufrir por nadie, ser independiente y hacer todo aquello que quería en el momento que la apeteciera.

Después de tres meses, en plenas fiestas del barrio, Julia decidió sacar el corazón del congelador para ver cómo estaba. Abrió la puerta. Sacó el cajón. Buscó el recipiente que contenía su órgano. Y lo alcanzó con una de sus manos mientras con la otra iba cerrando el cajón y la puerta del congelador. Mientras caminaba hacia la mesa de la cocina, uno de los petardos que estaban lanzando por el patio de la casa explotó a pocos metros de la ventana de la cocina. El ruido que provocó hizo que Julia se asustara y soltara el cuenco que llevaba entre manos, cayendo al suelo y haciéndose añicos.

Julia miró desconsolada aquel desastre. No solo el cuenco se había roto en mil pedazos, sino también su corazón. La temperatura tan baja que había alcanzado después de tantos meses escondido en la oscuridad habían hecho que el corazón fuera tan frágil como un diamante. Julia había perdido su corazón. A partir de ese momento sería incapaz de volver a amar, de volver a sentir e incluso de volver a sufrir por nadie.

En ocasiones las personas intentamos protegernos del sufrimiento haciéndonos más fríos, eliminando cualquier rastro de emoción; pero muchas veces, cuando queremos recuperar de nuevo esos afectos porque hemos encontrado a una persona que nos interesa de verdad, somos incapaces de recuperar el calor y la flexibilidad de ese órganos tan fundamental en nuestras vidas, bien porque sigue congelado, o bien porque se nos ha caído y lo hemos roto al intentar recuperarlo.

Sufrir en ciertos momentos no es ni bueno ni malo, lo que tenemos que intentar es saber gestionar nuestro dolor y nuestras emociones para que seamos personas más completas y no perdamos ningún momento de esta vida.

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El cofre del tesoro

viernes, 24 febrero, 2012

Jack era un pirata algo fuera de lo común. De entrada no tenía barco, ni una tripulación a la que dirigir. Es más, era tan raro que hasta se llevaba bien con las autoridades de la isla. Si bien, claro está, siempre estaba saliendo de las casas y los bares por una ventana que curiosamente daba a un callejón por el que desaparecía como alma que lleva el viento antes de que algún marido, jugador de póquer o antiguo compañero de fatigas ofuscado lo agarrase por el pescuezo para darle una tunda por haberse acostado con su mujer, haberse bebido una botella de güisqui y no pagarla, o haberle robado algunas monedas hacía algún tiempo.

Pues bien, un día que salía por una de estas ventanas de un salto, dejando atrás a quién sabe quien, se topó con un pergamino en el suelo de aquel oscuro callejón. Obviamente las prisas no le permitieron más que guardárselo en el bolsillo interior de la chaqueta y seguir corriendo antes de que algún objeto de los que salía volando por la ventana le diese en su cabeza.

Al llegar a casa, por llamar de alguna forma al garito donde María dejaba que reposara sus huesos, en ocasiones molidos por el cansancio o por alguna paliza; Jack sacó de su bolsillo aquel rollo de papel amarillento y lo desplegó sobre la mesa. Para que se mantuviera abierto puso uno moneda en cada una de las esquinas y acercó la vela para poder ver aquellos dibujos desteñidos por la humedad y el paso del tiempo.

Tras unos minutos intentando averiguar el significado de aquel jeroglífico, al final podía afirmar que se trataba de un mapa de la isla. Y claro, la gran equis en el centro del papel denotaba la ubicación de algún tipo de tesoro. Su curiosidad lo mantuvo desvelado durante unas horas, intentando averiguar qué podría contener aquel tesoro escondido en medio de la isla, qué podría ofrecerle ¿riqueza, lujo, autoridad? Ante tantas preguntas sin respuesta decidió preparar una expedición en busca de ese tesoro.

A primera hora de la mañana, cuando todavía no había cantado el primer gallo y los borrachos que todavía se mantenían en pie seguían cantando a pleno pulmón, Jack salió de su habitación con las botas en una mano y una bolsa con una cantimplora y algo de comer en la otra. Se deslizó por la barandilla de la escalera para no hacer ruido al bajar y salió del edificio cerrando la puerta tras de sí.

A los pocos minutos Jack se encontraba andando por la jungla, donde sólo se podía escuchar el ruido de aquellos animales que le acechaban como posible desayuno y los que salían huyendo por considerarse el desayuno de alguno de los depredadores más madrugadores de aquel entorno salvaje. Los ojos de Jack se iban fijando en todos los detalles de su alrededor, intentando no perder detalle alguno, ya que la pérdida de información le podría llevar por el camino equivocado. Cada cierto tiempo Jack se paraba, miraba el entorno en el que se encontraba, intentaba localizar alguna referencia y se ubicaba en el mapa. Una vez conocida su situación se ponía de nuevo en marcha. Así estuvo durante varias horas, torciendo aquí, girándose allá, cruzando un río o pasando por debajo de una cascada, hasta que por fin llegó a lo que parecía ser el lugar con la gran equis en su mapa.

Aquella cueva, horadada en la ladera de la montaña y cubierta por vegetación de todo tipo, parecía un clásico de los relatos que durante tantos años había escuchado a sus compañeros de fatigas en los bares mientras se tomaban alguna jarra de cerveza. Pero en este caso parecía como si en aquel lugar pudiera haber algo que le estaba esperando. Buscó un palo seco, y con un trozo de tela y un poco de güisqui que casualmente quedaba en la petaca de su bolsillo trasero, se hizo una antorcha. Antes de entrar miró a su alrededor, para confirmar que nadie le había seguido, o tal vez para ver por última vez la luz del día y aquel paisaje tan maravilloso.

Después de unos cientos de metros buscando algún indicio de que en aquel agujero húmedo y oscuro había algo más que telas de araña y algún otro murciélago intentando no ser molestado, Jack vio un cofre. Se acercó a él. Dejó la antorcha entre dos piedras para que iluminara la zona y abrió aquel cofre.

En muchas ocasiones el comienzo de una relación es como un viaje en busca de un tesoro. No sabemos muy bien cuáles son los peligros con los que nos podemos encontrar por el camino, ni el tiempo que nos llevará llegar hasta el preciado tesoro, ni lo que nos encontraremos una vez alcanzado el objetivo, ni siquiera lo que nos podrá ofrecer ese cofre lleno de monedas, pero aún así, en la mayoría de los casos, nuestro afán por saciar nuestra sed de curiosidad, nuestra ansia por conocer a la otra persona un poco más, hace que nos embarquemos en una nueva aventura.

Y sólo nosotros podemos decir si lo que nos hemos encontrado al abrir el cofre es valioso o no, si nos aporta algo o no. En cualquier caso, es posible que la aventura por la que acabamos de pasar nos sirva como experiencia para mejorar aquellas habilidades necesarias para descubrir a otra persona.

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El teléfono del pánico

lunes, 13 junio, 2011

El anfitrión me abrió la puerta. Me saludó e invitó a entrar. Por el pasillo que llevaba al salón me indicó que algunos de los invitados ya habían llegado. Según nos acercábamos a la puerta del salón pude observar que se habían creado varios grupos de personas, la mayoría de las cuales sujetaban una copa con una mano mientras con la otra gesticulaban para dar mayor énfasis a sus conversaciones.

Al pasar a la habitación, el invitador llamó la atención de los presentes e hizo que se percataran de mi presencia. Aquellos a quienes ya conocía de antes levantaron la mano, me lanzaron una sonrisa y un guiño de complicidad para que supiera que habían percibido mi presencia y que luego hablaríamos. Al resto me los fueron presentando uno a uno, como establecen los cánones de buena conducta en sociedad, aunque curiosamente, a ella, me la presentó en último lugar.

La calidez de su mirada y su sonrisa me llamaron la atención nada más girar mi cabeza hacia donde ella se encontraba. Los dos besos de rigor dieron paso a una breve conversación sobre la comida que habían comenzado a picar mientras esperaban al resto de los asistentes. “Los nachos están fantásticos, pruébalos ahora que el queso fundido todavía está caliente” – comentó mientras sus dedos pinzaban un par de triángulos y los intentaba alejar del plato sin que aquel hilo de queso cayera sobre la mesa o el suelo.

Aunque me hubiera gustado seguir con esa charla unos minutos más, una mano agarró mi brazo y me llevó tambaleándome a otro grupo mientras decía: “Hace mucho tiempo que no te vemos ¿qué es de tu vida? ¡Actualízanos!”. Las reglas de cortesía evitaron que dijera algo así como “Pues mira, me acabas de fastidiar una velada increíble con una persona que ha llamado mi atención”, así que les puse al día de lo que había hecho durante los últimos meses.

El resto de la velada fue un ir y venir de personas y conversaciones. Aunque todo aquello parecía un verdadero desbarajuste, en un par de ocasiones tuve la oportunidad de coincidir con aquella mujer en alguno de los grupos que se creaban y destruían en cuestión de minutos. Su conversación afable también llamó mi atención, tanto que no me hubiera importado seguir hablando con ella durante horas. Sin embargo, la velada pareció llegar a su fin cuando ella tuvo que despedirse de manera precipitada porque se tenía que ir con la persona que la había traído en coche. Mi falta de reflejos, o mis miedos, evitaron que le pidiera el teléfono antes de que saliera por la puerta de la casa. ¡Mierda! ¿Cómo me pongo en contacto con ella ahora?

Obviamente una persona tiene recursos para, una vez perdida la primera oportunidad, hacerse con la información necesaria para ponerse en contacto con esa persona de una u otra forma. Claro está que para ello deberá involucrar a terceras personas que pueden, o no, cederle esa información.

Aún así, lo importante en este caso sería saber cuántas veces nos hemos quedado sin saber un teléfono o un correo electrónico por no haberlo pedido en el momento adecuado. O, en el caso de que nos lo hayan pedido, no haberlo dado para que nos pueda llamar la otra persona.

Los miedos existen tanto en el lado del hombre como en el de la mujer. En el lado del que pide la información porque se está descubriendo. Está mostrando a la otra persona su interés por ella. Es un momento de vulnerabilidad, en especial si realmente existe una atracción por la otra persona. El recibir un “No” por respuesta puede suponer un jarro de agua fría, aunque si no hay un interés real por la otra persona nos da un poco igual lo que pueda decir, lo tomamos más como un juego de coqueteo.

De igual manera, el dar el número de teléfono puede suponer para la mujer algo similar. Al dar ese dato con el que la otra persona se podrá poner de nuevo en contacto conmigo muestro mi interés por él, indico en cierta medida que quiero que me llame. Esto puede generar la fantasía de que el hombre piense que quiero “algo más” y dejarme con ese complejo de fulana, aunque realmente no lo sea.

De esta forma, nuestros miedos irracionales y nuestras fantasías nos pueden bloquear e impedir que lo que puede ser algo natural, como lo es el conocer a personas nuevas y el buscar un mayor conocimiento de las mismas para iniciar una relación, bien de pareja o de amistad, se convierta en algo casi imposible de conseguir.

La mejor manera de proceder en estos casos es hacerlo con naturalidad. Cada uno debe saber cómo es, cuáles son sus fortalezas y sus debilidades, para apoyarse en las primeras y evitar en la medida de lo posible las segundas, dejando que los tiempos se establezcan de forma natural, sin un plan predeterminado, sin unas palabras sacadas de un guión. Nuestra calidez personal permitirá romper el hielo y hacer que este se funda, haciendo que la conversación y la relación fluya como los ríos durante el deshielo de la primavera.

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Travestidos

domingo, 13 febrero, 2011

En ocasiones nos encontramos con parejas donde cada una de las partes no realiza la función que le corresponde por naturaleza, sino que hace la de la otra persona. Así nos encontramos con hombres que representan el papel de la mujer y viceversa.

Si bien este cambio de personaje no tiene efecto alguno sobre la psique de la persona, es decir, el hombre mantiene su virilidad y la mujer su feminidad, si tiene un efecto sobre la pareja en sí, ya que los roles que cada uno interpreta no son los propios, sino los adquiridos de forma relacional.

Cuando el hombre interpreta el papel de la mujer se siente raro en su foro interno. Siente que está haciendo algo que no le corresponde, aunque no sepa qué. Tal vez tampoco comprenda por qué lo está haciendo, pero se siente incómodo. Y no sólo lo percibe él, sino que su pareja, algo más diestra en percatarse de las sensaciones externas, también encuentra algo extraño en el comportamiento de su amante.

Pero esto que ocurre con los varones también puede ocurrir con sus compañeras, quienes pueden adoptar el papel de su amante y darse a conocer como una persona fría y distante, sin apenas sentimientos de cariño, bondad o generosidad. El hombre se encuentra entonces con un compañero con quien ir al fútbol, más que con una persona con quien compartir sus inquietudes y su amor.

Tanto los hombres como las mujeres pueden travestirse durante una relación debido a factores muy diversos que pueden tener que ver con su pasado. Es posible que algunas personas añoren el amor de una madre y, por ende, consideren que deben tener un papel de niño para ser amados. O puede que una mujer despechada considere que lo más oportuno después de su último fracaso matrimonial sea dejar los sentimientos a un lado y comportarse como los hombres, ya que “¡este es un mundo de hombres y hay que actuar como ellos!”.

En cualquier caso el cambio de papeles no suele ser positivo en una relación que pretende tener una duración en el tiempo, a menos que ambas partes comprendan que esos son los papeles que quieran desempeñar y, por tanto, asuman su rol travestido para hacer que la relación funcione. Pero por norma general las mujeres quieren un “hombre de verdad” a su lado y los hombres, a esa “mujer perfecta” que los comprenda.

Es posible que sea complicado definir lo que estas palabras significan para cada uno de los implicados, y que cada pareja tenga su propia definición de lo que busca, pero lo que es casi seguro es que ellas no quieren compartir su vida con un niño que llora por el amor de su madre; y que ellos, aunque tengan más tendencia que la mujer a mantener relaciones donde existe una diferencia de edad digna de mención, tampoco quieren a una persona con un comportamiento de una niña de diez años.

Cada pareja debe encontrar su propio equilibrio sin necesidad de travestirse, de modificar sus roles naturales, aunque esto pueda ocurrir en ocasiones. Tal vez lo importante aquí, y la reflexión que nos debamos llevar al terminar de leer este artículo sea ¿qué me impide ser yo mismo? ¿Qué es lo que estoy buscando para comportarme de forma diferente a lo habitual? ¿Realmente este cambio me aporta valor o me frustra?

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