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El amigo invisible

sábado, 31 marzo, 2018

Marvin era un científico que se pasaba horas en su laboratorio con la única idea de desarrollar un suero que le permitiera hacer desaparecer los materiales que se pusieran en contacto con él.  Sus amigos llevaban años riéndose de sus experimentos y su novia, María, aunque le apoyaba, estaba frustrada por el poco tiempo que pasaba con él; en especial los fines de semana y en vacaciones, porque para él, nunca había vacaciones.

Tal vez Marvin pasara poco tiempo con ella los fines de semana, y el tiempo que lo hacía estaba abstraído en su mundo de fórmulas y con los proveedores que le llamaban para venderle algún producto nuevo.  Aun así, aunque pareciera que estaba en otro mundo, una cosa estaba clara, que María era lo más importante para él y, sin ella, toda esta investigación que estaba llevando a cabo, no tendría sentido alguno.

Efectivamente, Marvin estaba enamorado hasta las trancas de María.  Quería que ella estuviera orgullosa de él, de lo que hacía, de lo que quería desarrollar, pero ella parecía no llegar a comprenderle del todo, aunque siguiera apoyándolo y dándole todo su cariño.

Un día, Marvin se encontraba en su laboratorio, con su bata blanca, sus gafas de protección, sus guantes, sus tubos de ensayo, y sus ratas de laboratorio, midiendo el volumen de cada uno de los elementos que tenía que mezclar para que aquella sustancia viscosa diera por fin el efecto deseado, cuando llamaron a la puerta.

Marvin dejó la mezcla que estaba preparando sobre un hornillo de gas a fuego lento.  Miró el reloj para comprobar la hora y no dejar que la mezcla estuviese al fuego más de diez minutos. Se quitó las gafas, los guantes y la bata, y se acercó hasta la puerta de entrada que estaba en la habitación de al lado.  Abrió la puerta y se encontró con María, quien le traía la comida en una tartera.  Si no fuera por ella es muy probable que gran parte de los días se quedara sin comer, inmerso en sus ensayos.

Ambos pasaron a una pequeña habitación que había en la planta y que hacía las veces de cafetería o zona de descanso.  María sacó un pequeño mantel que había traído en el bolso, junto con los cubiertos, un par de vasos, un poco de pan y las servilletas.  Mientras tanto, Marvin llevó la comida al laboratorio para calentarla en el microondas que utilizaba en sus experimentos y, como en esta ocasión, utilizaba para calentar la comida que le traía su pareja.

Una vez calentada la comida, la llevó de nuevo a la salita donde le esperaba María, con la mesa preparada, una copa de vino blanco en la mano y una sonrisa en su cara.

Marvin dejó los platos sobre la mesa.  Cogió la copa de vino que le ofrecía su pareja y, con una muesca de duda en su cara, preguntó: ¿por qué brindamos?

María sonrió.  Le guiñó el ojo y respondió: “¡Porque ya tenemos iglesia para casarnos!”

Marvin se quedó boquiabierto.  Dejó la copa sobre la mesa y se acercó para abrazar a su novia y besarla como merecía la ocasión.  Era el día más feliz de su vida.  Por fin podría oficializar su relación con la mujer que más había amado, aunque muchas veces no lo hiciera visible debido a sus constantes despistes de científico loco.  Pero mientras abrazaba a la que iba a ser su mujer y gozaba de ese momento, un olor le llegó a la nariz.  ¡La mezcla! ¡Que se me ha olvidado retirarla del fuego! – grito mientras soltaba bruscamente a María.

Marvin corrió hacia el hornillo donde había dejado la mezcla cuando, justo antes de retirarla del fuego, la mezcla estalló frente a sus narices.

Aquella mezcla pegajosa y caliente le salpicó por completo.  Parecía un chiste de los que aparecen en las caricaturas de los periódicos o en los anuncios de televisión.  ¡Menudo desastre!  Se sentía ridículo, aunque más ridículo se sintió cuando María entro en el laboratorio y comenzó a reírse por la situación.

Sin embargo, las risas de María iban a durar poco.  Mientras se reía de su novio, cubierto en esa gelatina pringosa de color chillón, veía cómo, poco a poco, éste se iba desvaneciendo delante de sus ojos ¿Cómo era posible?  María gritó: “¡Marvin, estas desapareciendo!”

Así era, Marvin estaba desapareciendo.  Donde hacía unos segundos estaba su figura cubierta de esa gelatina, ahora no había nada.  ¿Qué había pasado?  Parecía que la fórmula había funcionado.  ¡Se había convertido en un hombre invisible!  Y gritó: “¡María, lo he conseguido, por fin soy un hombre invisible!”

Esto a María no le hizo mucha gracia.  ¿Un novio invisible?  ¿Cómo se iba a casar si no había nadie a su lado en el altar?  ¿Cómo iba a abrazarlo si no sabía dónde estaba?  ¿Cómo lo iba a amar si no sabía si existía?  No obstante, se propuso salvar la relación a toda costa, por lo que intentó no asustarse demasiado en ese momento.

Las semanas pasaron, y María no estaba cómoda con aquella relación donde sólo se veía a una de las partes.  Sí, era cierto que quería a Marvin, pero ahora ya no lo podía ver ni cuando estaba en casa.  Y cada día lo llevaba peor.  Así que, una mañana, buscó a Marvin y le dijo que la relación se terminaba, que ella no podía seguir así, que no podía soportar no ver a la persona de la que una vez se enamoró.  Por lo que tenía que irse de su vida.

Marvin, aunque apenado, comprendió la situación.  A él también le resultaba difícil no poder abrazar a su amada ni besarla.  Sólo podía verla.  Y eso era muy duro para él.  Por lo que hizo lo que mejor podía hacer, volver a su laboratorio para encontrar un antídoto y volver a ser visible.

Las semanas pasaron y Marvin seguía enfrascado en su laboratorio, intentando encontrar la solución para hacerse visible de nuevo y recuperar a su amor.  Sin embargo, ahora ya no trabajaba tanto, ahora intentaba pasar tiempo con ella, a distancia, aunque no le pudiera ver, haciendo lo posible por ayudarla: recogiendo las cosas que se le caían, evitando que se diera un golpe con alguna columna, o con alguien que andaba por la acera e iba tan despistado como ella.  La ayudaba en la sombra mientras él también se ayudaba a sí mismo para volver a ser visible.

En muchas ocasiones los buenos amigos no tienen que estar presentes para ser buenos amigos.  En ocasiones los buenos amigos lo son porque nos ayudan a desarrollarnos, porque nos dicen las cosas tal y como son, y no sólo como nosotros las vemos.  Incluso a veces los buenos amigos nos siguen ayudando en la sombra, sin que nos demos cuenta de que nos ayudan.

En otras ocasiones, cuando ya han hecho todo lo que han podido por ayudarnos y ven que no pueden hacer más y, lo único que les queda es rezar por nosotros para que un día seamos felices, también lo hacen.

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El robot

sábado, 10 febrero, 2018

Rob era una máquina de última generación creada por unos laboratorios similares a esos que aparecen en las películas de ciencia ficción.  La diferencia que tenía con los prototipos anteriores es que Rob, tenía apariencia humana.  Y no sólo se parecía a los humanos, sino que también imitaba a la perfección sus movimientos, su voz y sus expresiones faciales.  Si Rob no se encontrara en el laboratorio con miles de cables saliendo de su cuerpo, nadie notaría la diferencia entre él y el científico que tenía a su lado.

Los científicos del proyecto habían tardado años en desarrollar esta máquina tan perfecta, este humanoide, una inteligencia artificial que estaba lista para salir del laboratorio y enfrentarse al reto de la vida real.  El equipo de científicos había tomado la decisión de soltar a Rob en la gran ciudad para ver cómo se desenvolvía, para comprobar que todos los programas que habían incluido en su mente eran capaces de hacer que se comportara como un humano.

Las campanas de la catedral marcaban las doce del mediodía cuando aquel coche negro se detenía frente una la cafetería en el centro de la ciudad.  La puerta se abrió y de aquel vehículo salió Rob, con su traje, su corbata y su maletín, como cualquier otro ejecutivo de la zona.  Se dio la vuelta y cerró la puerta para ver cómo el vehículo desapareciera por la primera calle a mano derecha.

Rob miró a su alrededor y, aunque no tenía hambre por tratarse de un autómata, decidió sentarse en la terraza de aquella cafetería y pedir algo para beber y comer, tal y como hacían los humanos.

A los pocos minutos salió del interior de la cafetería una joven de enormes ojos y radiante sonrisa.  Nunca hasta ese momento se había encontrado con un espécimen similar; tal vez porque todas las mujeres del laboratorio estaban siempre con caras largas y lo veían como un experimento, más que como alguien con quien debieran confraternizar.  Rob pidió un zumo y un sándwich, algo que, por la hora, parecía lo más apropiado.  La chica lo apuntó en su libreta electrónica y le comentó que en unos minutos lo tendría en su mesa.

Efectivamente, no habían pasado más de cinco minutos cuando aquella mujer volvió a salir por la puerta de la cafetería con su zumo y su sándwich.  Al dejar el sándwich sobre la mesa, la melena de aquella joven dejó ver la chapa con su nombre, por lo que Rob le dio las gracias con un: “Gracias, Marisa”.  La camarera se sorprendió, pero quedó alagada y respondió con una sonrisa y un: “De nada”.

Al terminar el sándwich y el zumo, Rob pidió la cuenta.  Marisa se la trajo y, al ir a cobrarle, Rob le comentó que era nuevo en la ciudad y si le importaría acompañarle a tomar algo y conocer la ciudad una vez terminara su turno.  Marisa, aunque no era habitual en ella, aceptó la oferta, quedando con aquel joven en la misma cafetería sobre las cinco de la tarde.

Allí estaba, puntual como las señales del gran reloj de la catedral.  A las cinco en punto, con su traje, su corbata y su maletín, frente a la puerta de la cafetería.  Marisa lo vio y se apresuró para cerrar la caja, cambiarse de ropa y salir con el bolso cruzado y las manos ocupadas con su móvil y la bolsa con la ropa sucia a donde se encontraba su acompañante.  Ese sería uno de tantos otros encuentros que a partir de ese día tendrían Marisa y Rob durante los meses venideros.

Las semanas fueron pasando y, aunque Marisa estaba contenta, no lo estaba del todo, ya que su compañero seguía siendo una persona distante, una persona que no parecía inmutarse con lo que ella le contaba y que en ocasiones podía parecer poco empático.  ¿Qué es lo que le pasaba?  ¿Por qué parecía tener horchata en vez de sangre en las venas?  ¿Por qué no se enfadaba como lo habían hecho el resto de sus parejas cuando ella hacía algo mal?

Rob notaba que la relación estaba en un punto en el que tenía que hacer algo.  Sus programas originales no estaban a la altura de las circunstancias.  Debía actualizarse para poder seguir con aquella mujer, pero el proceso era más lento de lo esperado inicialmente.  Tal vez debido a que no tenía una conexión directa a todos los sistemas del laboratorio.  Su inteligencia le hacía modificar comportamientos, ver cómo respondía Marisa y, en función de ello, volver a analizar la situación para cambiar o mantener el nuevo comportamiento.

Marisa, esperaba algo más.  Sus expectativas del hombre perfecto eran otras.  Parecía como si aquel hombre no viniera con todos los programas instalados por defecto.  Programas que, de haberlo sabido los científicos, igual se los hubieran podido instalar antes de dejarlo salir de las instalaciones, pero, ante ese fallo, Rob debía utilizar sus recursos  para ir adquiriendo todo aquello que le faltaba lo antes posible.

Sin embargo, el tiempo pasaba y Marisa veía que aquella persona no era como los hombres con los que ella había andado.  Aunque no le faltaba humanidad, si veía que no terminaba de completarla como a ella le gustaría, que no era ese príncipe azul que pensó que era en un primer momento; por lo que, pasado un tiempo, decidieron romper aquella relación.

Rob se quedó apenado, ya no tenía a nadie con el que poder crecer y ser más humano, pero la semilla que plantó Marisa fue germinando, poco a poco, haciéndole ver lo que había hecho bien y lo que podía haber hecho mejor.  Aquella mujer, aun en la distancia, parecía haber sido un impacto positivo en su vida.  Ahora sólo podía esperar que sus vidas se cruzaran de nuevo en un futuro y le pudiera mostrar su versión más actualizada, obra, en parte, de ella.

Algunas personas parecen ser impasibles ante los eventos que ocurren a su alrededor.  En algunas ocasiones esto es debido a una falta de empatía con todo aquello que les rodea, pero en otras ocasiones es sólo una mera protección para evitar que esos eventos les hagan daño, al tratarse de personas sensibles que sufren por los demás.

En cualquier caso, las personas que parecen robots, que parecen imperturbables, que son un encefalograma plano y que no muestran sus sentimientos pase lo que pase, no tiene por qué no sufrir.  También lo pueden llegar a hacer, pero de otra forma, en otro lugar, tal vez de manera más introvertida.

Pero lo importante, tanto si es por falta de empatía como si es por autoprotección, es identificar que esta situación existe.  Una vez somos conscientes del problema, seremos capaces de poner las medidas adecuadas para solucionarlo, bien con la ayuda de un profesional o con nuestra pareja en un entorno de confianza en el que nos sintamos más seguros.

Si nuestra pareja (o persona cercana a nosotros) se abre con nosotros, deberemos ser capaces de mantener esa confianza que nos ha dado y crear ese marco para que se siga abriendo con nosotros porque, esta apertura, puede ser el cambio que estábamos buscando para ver que, en realidad, la persona que tenemos a nuestro lado es un ser humano como nosotros, que siente y padece, pero que necesita su tiempo para mostrar esos sentimientos hasta ahora ocultos en lo más profundo de su ser.

Si por nuestra parte no nos sentimos con fuerzas para ayudar a nuestra pareja, siempre podemos sugerir que se aproxime a un profesional para que le ayude, para que le muestre las herramientas con las que cuenta para ser una persona más.

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El extraterrestre

sábado, 20 enero, 2018

Sandra era una chica a la que le gustaba dar grandes paseos por el campo, observando la naturaleza mientras sus perros corrían de un lado a otro persiguiendo mariposas, ratones o cualquier animalito que se cruzara en su camino.

Un día, mientras el sol se ponía tras las montañas y sus perros seguían la senda uno detrás de otro, uno de ellos se paró en seco, haciendo que el resto hundieran sus hocicos en el trasero de su compañero de delante.  Sandra, que iba la última, también redujo el ritmo al tiempo que miraba en la dirección que lo hacían sus perros.

De pronto, uno de sus perros salió corriendo hacia unos matorrales que se habían movido.  Sandra, y el resto de la manada, salió detrás intentando parar a la bestia en la que se había convertido su mascota peluda de no más de diez kilos.

Al llegar a los matorrales, Sandra apartó a su jauría que no dejaba de ladrar a aquel arbusto.  Una vez los acalló y los separó unos metros, se acercó cuidadosamente para ver qué es lo que se escondía detrás de aquel arbusto.

Con sus manos fue apartando las ramas, poco a poco, mientras con sus ojos no dejaba de mirar a las bestias peludas que ahora estaban sentadas esperando con nerviosismo lo que su ama estaba a punto de sacar de detrás del arbusto. ¡Qué será, qué será! – expresaban con sus caritas alegres y juguetonas.  ¿Nos lo podremos comer? – seguro que pensaba alguno de ellos mientras Sandra hundía su cuerpo entre las ramas y, de repente, desaparecía entre las hojas verdes.

Sandra se quedó atónita al ver a aquel ser de ojos saltones, orejas puntiagudas y piel arrugada.  Aunque tenía dos piernas y dos brazos no parecía ser humano.  Sus ojos mostraban terror, posiblemente debido al alboroto causado por sus perros; y su cuerpo, en posición casi fetal, parecía protegerse de aquella mujer que había aparecido de pronto y de la que no tenía forma de escapar.

Sandra se arrodilló junto a ese pequeño ser.  Se quitó la sudadera que llevaba puesta y se la acercó al pequeño ser mientras lo intentaba tranquilizar son sus palabras y su dulce voz.  Aquel pequeño ser no entendía lo que Sandra le estaba transmitiendo, pero su voz le transmitía tranquilidad y calor, tanto calor como aquel tejido tan suave que comenzaba a rodear su cuerpo.

De vuelta en su casa encerró a sus perros en una habitación antes de liberar a aquel extraño ser de entre sus brazos.  Al sentirse liberado de aquella segunda piel, el pequeño ser corrió a refugiarse entre los dos sofás del salón.  Sandra se acercó a él lentamente, para no asustarlo y que volviera a huir, y comenzó a hablar.

Aquel ser no entendía lo que Sandra le estaba intentando transmitir, pero durante horas se quedó escuchando aquellos sonidos que salían por su boca.  El pequeño ser, cuando veía que Sandra no decía nada, comenzaba a lanzar unos sonidos que, aunque ininteligibles para Sandra, parecían intentar comunicar algo.

Los días fueron pasando, y aquel pequeño ser comenzó a sentirse parte de la familia.  Los perros, que en su día lo habían estado acosando contra un arbusto, parecían haberlo aceptado como parte de su manada.  Sí, era cierto que aquel ser hablaba un idioma diferente al del resto de los habitantes de la casa, pero era capaz de, en cierta medida, haberse adaptado a aquel entorno que podría haber sido hostil para cualquier otro ser.

Sin embargo, Sandra no se sentía del todo cómoda con aquel pequeño ser.  No sólo no parecía adaptarse porque creía que era su responsabilidad hacerse cargo de él, sino porque después de varias semanas, la comunicación entre ambos parecía no mejorar.  Ella esperaba que las palabras que salían de su boca fueran comprendidas por aquel «bicho» y, aunque ahora era capaz de entender y reproducir algunas de ellas, todavía no era capaz de mantener una conversación con ella.  De hecho, en alguna ocasión, el pequeño ser había entendido algo completamente diferente a lo que ella había indicado, haciendo que se cayeran algunos platos, se rompieran algunos vasos, se escaparan los perros o saltaran los plomos de la casa para evitar males mayores.

Sandra estaba desesperada.  Había hecho todo lo que estaba en sus manos para mostrarle a aquel ser su lengua.  Sólo quería comunicarse con él para que por lo menos alguien que parecía tener más inteligencia que los perros, pudiera conversar con ella y comprenderla.  Sin embargo, aquel ser, parecía no entender nada de lo que ella decía.  Y no sólo eso, sino que, además, parecía que nunca iba a aprender a hablar su idioma.

Un día, Sandra salió a pasear a los perros y se dejó la puerta abierta.  Aquel pequeño ser se acercó a la puerta y salió en busca de la persona que lo había acogido en su casa.  Corrió y corrió por aquel camino de tierra que salía de la casa, con intención de alcanzar a esa mujer con la que había compartido sus últimas semanas.  De vez en cuando se paraba para intentar escuchar a la manada de perros que lo habían acompañado durante todo este tiempo, pero no era capaz de escuchar nada, ni siquiera con esas orejas puntiagudas que parecían permitirle escuchar a kilómetros de distancia.  Pasaron los minutos y las horas, y aquel pequeño ser no encontró a nadie ¿Estaría perdido otra vez?

Al llegar a casa, Sandra vio que la puerta estaba abierta.  Entró corriendo en busca de su pequeño ser que la había acompañado durante estas semanas.  Corrió de habitación en habitación, buscando debajo de las camas y dentro de los armarios.  ¡De un lado a otro de la casa gritaba “¡Bicho, bicho!  ¿Dónde estás?».  No había respuesta.  Parecía que, su bicho, se había escapado de la casa, que no había entendido todo lo que le dijo antes de salir por aquella puerta esa misma mañana: «Dejo la puerta abierta para que puedan volver los perros, pero tú no salgas, y mucho menos te adentres en el bosque porque es como un laberinto donde te puedes perder fácilmente».  No le había escuchado y, ahora, estaba perdido.

La comunicación es fundamental en todos los aspectos de nuestras vidas.  Poder emitir un mensaje claro y que la otra persona lo entienda es fundamental para evitar malentendidos.  Pero si hablamos de la pareja, entonces la comunicación es esencial para la subsistencia de la misma.  Es un arte que hay que desarrollar cuanto antes.

Inicialmente es posible que hablemos idiomas distintos, pero si queremos que la relación siga adelante debemos buscar esa convergencia en el lenguaje.  Debemos ser capaces de saber qué quiere decir el otro cuando dice una cosa o cuando dice otra.  Lo que para una persona tiene un significado puede tener otro totalmente diferente para la otra parte.  Pero esto sólo lo sabremos si hablamos e intentamos comprendernos el uno al otro.

Si hablamos idiomas diferentes, pero una de las partes no tiene interés en hablar el otro idioma o averiguar qué significan ciertas palabras, entonces no existirá nunca la comunicación entre ambas partes y, por ende, la relación fracasará.

Si nos damos cuenta de que no hablamos el mismo idioma, es decir, que nos cuesta entender a nuestra pareja, es posible que sea el momento de hablar con un profesional que nos ayude a interpretar lo que la otra persona quiere decirnos, lo que nos quiere transmitir, y todo desde un entorno de confianza y seguridad que nos permitirá comenzar a entender a nuestra pareja y desarrollar nuestra relación.

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La orquídea

sábado, 23 diciembre, 2017

Juan era una persona a la que le encantaban las plantas.  Aunque era más un hobbie que una profesión, Juan había ido desarrollando un cariño y una pasión por todo el mundo vegetal.  Ya no sólo las compraba en las tiendas, sino que, además, a cada ocasión que tenía, recogía semillas del campo y las plantaba en tiestos para ver cómo crecían.  Esto, además de permitirle tener un jardín dentro de su casa, le había permitido desarrollar la paciencia, ya que cada planta tiene su ritmo de crecimiento y, por mucho que uno quiera que la planta crezca y muestre sus flores de un día para otro, la naturaleza tiene su momento para mostrar todo su esplendor.

Un día, mientras paseaba por la calle, vio en el escaparate de una floristería una planta de gran belleza.  Sus colores, sus formas, eran asombrosas.  Juan quedó enamorado de esa planta y no pudo más que entrar a la tienda para comprarla.  Al preguntar por ella, el dueño de la tienda le comentó que era una planta de la familia de las orquídeas, si bien ésta en concreto era un ejemplar único y muy raro de encontrar.  De hecho, era tan raro, que todavía no había mucha información sobre los cuidados que había que proporcionarle para que mostrara todo su esplendor.  Juan no se acobardó ante la falta de información y compró aquella planta.

Al poco de llegar a su casa Juan buscó el lugar más privilegiado de todo su hogar donde poner a aquella orquídea.  En un principio parecía que el salón podría ser ese sitio, una habitación con buena iluminación y cuya temperatura no variaba mucho de un día para otro.  No se lo pensó más, allí, sobre la mesa del salón pondría aquella bella flor que iluminaba toda la estancia.

Durante los siguientes días Juan aprovechó para recorrerse las diferentes librerías especializadas en plantas de la ciudad, incluso entró en Internet para buscar información sobre esta planta.  Desafortunadamente Juan no encontró información sobre esta planta, lo único que pudo obtener fue información relativa a la familia de las orquídeas, pero nada en concreto sobre esta especie.  Así que Juan comenzó a cuidarla como si se tratara de una orquídea más.

Los días fueron pasando, y Juan observó que aquella orquídea comenzaba a marchitarse ligeramente.  Juan comenzó a tomar los datos de temperatura, humedad y luminosidad de la habitación durante las diferentes horas del día.  Aunque las condiciones parecían buenas para otras plantas, e incluso para otras orquídeas que él tenía en esa misma habitación, no lo eran tanto para esta orquídea en concreto.  Juan se asustó y comenzó a llamar a todos los expertos que conocía en la ciudad.  Necesitaba información sobre cómo cuidar a aquella planta de la que se había enamorado.

Los expertos con los que contactó poco le pudieron decir al respecto, ya que muchos de ellos tampoco habían tenido experiencia con ninguna planta similar.  De hecho, los únicos que pudieron aportar algo de luz sobre el tema, fueron aquellos que habían tratado con especímenes de la misma familia, indicándole los mejores cuidados que se podían dar a esas plantas.

Juan, en su desesperación, comenzó a hablar con aquella orquídea, a preguntarle qué le pasaba, cómo la podía cuidar para que floreciese y mostrase de nuevo todo su esplendor.  Obviamente la planta no podía responder y no le podía decir, por mucho que ella quisiera, qué es lo que la estaba marchitando, cuáles eran las condiciones óptimas que necesitaba para recuperarse, para mostrar toda su belleza.

Los días seguían pasando y aquella planta seguía marchitándose.  Juan no sabía qué hacer, y sus conversaciones con la orquídea le estaban llevando a un estado de enajenación mental transitoria porque ¿quién habla con las plantas si estas no responden a las preguntas?  De pronto, sonó el timbre de la puerta.  Juan se levantó del sofá donde se había sentado a primera hora de la mañana para hablar con su planta.  Al abrir la puerta se encontró con un hombre mayor, de piel curtida por el sol y arrugas que indicaban que tenía cierta edad.  Juan hizo un reconocimiento facial rápido, pero no encontraba coincidencia alguna con ninguno de sus conocidos, por lo que le dio los buenos días y le preguntó qué deseaba.

¿Es usted el que busca información sobre una orquídea? – preguntó aquella persona que muy sería estaba a un paso de su felpudo.

Si – respondió Juan.

Soy experto en orquídeas, y en concreto, en esta que al parecer tiene usted – respondió aquel hombre.

Juan, con cara de sorpresa e incredulidad le invitó a entrar en su casa.  Le pasó al salón y le mostró aquella orquídea que a fecha de hoy no más que una sombra de lo que un día fue, sin apenas fuerza para erguirse cada mañana cuando el sol entraba por el ventanal del salón.

El extraño miró la habitación, observó aquella planta y le hizo una serie de preguntas a Juan quien, además de responder a sus preguntas, le mostró todos los registros que había realizado durante las últimas semanas.

Después de unos minutos sin hablar, aquel hombre puso su mano sobre el pecho de Juan, junto al corazón, y le dijo: «Si quieres que esta planta se salve, la tienes que dejar libre».

Juan se estremeció.  ¿Cómo podía dejar libre a una planta?  Es más ¿cómo podía desprenderse de aquella flor que había iluminado su vida durante tantos días?

¿Es la única forma de que no muera? – preguntó Juan

Sí – respondió aquel hombre.

Juan, con lágrimas en los ojos, asintió con la cabeza en un gesto de que se podía llevar aquella planta de su casa.

El hombre se acercó a la mesa donde se encontraba la planta y la cogió entre sus manos.  Se giró y se fue sin mediar palabra hacia la puerta por la que había entrado hacía unos minutos.

Juan vio cómo se cerraba la puerta de entrada, al tiempo que sentía un pinchazo en su corazón.  Sí, era una planta, pero era la planta que había iluminado su vida durante un corto periodo de tiempo.  Una planta que le había hecho feliz.  Una planta que, aunque aparentemente no tuviera sentimientos, parecía reaccionar cuando hablaba con ella.

Las personas somos como las plantas, cada uno de nosotros requiere de unos cuidados que nada tienen que ver con la persona de al lado; ni siquiera con nuestra relación anterior.  Sin embargo, a diferencia de las plantas, las personas podemos hablar, podemos indicar qué es lo que buscamos, qué es lo que necesitamos para sentirnos cuidados, para sentirnos amados.  La comunicación entre ambas partes es fundamental para que la relación sea un éxito, para que la flor que llevamos dentro florezca.

Si en alguna ocasión vemos que la comunicación falla, que no somos capaces de hablar con la otra persona, tal vez sea ese un buen momento para buscar la ayuda de un profesional, un profesional que nos haga de traductor, un profesional que evite la disputa entre las partes y que permita solucionar la situación para que esa relación tenga éxito.

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Detectores de fallos

lunes, 9 julio, 2012

Juan era uno de esos arquitectos que, después de quince años diseñando edificios, revisando edificios en plena construcción, y paseando por habitaciones mientras estaban siendo remodeladas, era capaz de detectar fallos estructurales con una facilidad asombrosa.

Una mañana, mientras estaba en su estudio, Juan recibió la llamada de Cristóbal, un viejo amigo de la infancia. Cristóbal llamaba a su amigo para informarle de que, con motivo de su reciente cambio de trabajo, iba a celebrar una pequeña reunión con todos los amigos ese fin de semana. El lugar de la reunión sería su casa, un chalecito a las afueras de la ciudad. Juan aceptó gustoso la invitación.

La semana se pasó volando y, para cuando Juan quiso darse cuenta, ya estaba conduciendo hacia la casa de su amigo. Apenas cuarenta y cinco minutos después de salir del garaje, Juan estaba tocando el claxon junto a la puerta de la casa de su amigo para hacer ver que ya estaba allí. Cristóbal salió a la puerta a recibirlo junto a su mujer y sus dos hijos pequeños. Tras los besos y abrazos pertinentes, lo invitaron a pasar dentro.

Debido al poco tráfico que se había encontrado por el camino, Juan había sido el primer invitado en llegar a la casa, por lo que María, la mujer de Cristóbal, invitó a los dos amigos a visitar la casa mientras ella sacaba al perro a pasear.

Ya que estaban en el salón, Cristóbal comenzó el tour por aquella misma habitación. Acto seguido pasaron a la cocina, una estancia que había sido reformada hacía poco más de cinco años para aumentar la luz y la amplitud de la misma después de tener al último de sus retoños.

Con una botella de cerveza recién sacada del frigorífico en la mano, los dos amigos comenzaron a subir las escaleras hacia la primera planta, donde se encontraban las habitaciones principales. Seguidos en todo momento por el mayor de los hijos de Cristóbal, Eduardo, de seis años, el dueño de la casa seguía mostrando a su invitado las diferentes estancias, al tiempo que indicaba aquellas reformas que habían sido realizadas con objeto de mejorar la calidad de vida según la familia iba creciendo.

Juan no perdía detalle de lo que su amigo le contaba mientras daba pequeños sorbos a su cerveza. Pero si él no perdía detalle, el pequeño clon de su amigo que los seguía a escasos metros, tampoco. Aquellas avellanas redondas se habían clavado en Juan desde el mismo momento en el que comenzaron a subir las escaleras. De vez en cuando Juan daba un sorbo a su botella y aprovechaba para mirar de reojo a aquel pequeño malandrín que, rápidamente, apartaba su mirada hacia el suelo, en busca de algún objeto imaginario.

Después de varios minutos entrando y saliendo de las diferentes habitaciones de la casa aquel trío de varones bajó de nuevo al salón. En ese preciso momento María entraba por la puerta con Jup, el perro de la familia, quien había encontrado una pequeña charca de barro donde, según el miembro más pequeño de la familia, había patinado y había caído panza arriba. Desafortunadamente para él, y para Cristóbal, ahora iba a tener que ser bañado si quería volver a ser un perro respetado en el barrio.

Mientras su amigo enchufaba al chucho con la manguera, y su mujer cambiaba de ropa al alevín de la familia quien, por algún motivo se había sentido emocionalmente atado al cánido después de su percance en el barro; Juan se sentó en el sofá del salón, no sin antes observar que Eduardo se había sentado sobre el apoyabrazos del otro extremo del sofá.

Aquel niño no dejaba de observarle. Y lo peor de todo es que no decía nada. Juan ya no sabía que hacer. En un intento de disimular y hacer aquella situación algo más llevadera había mirado al techo, al suelo, a las ventanas, incluso se había dado la vuelta y había aireado los cojines del sofá, pero aquello era insostenible. De pronto Eduardo dio un pequeño salto y posó sus dos pies en el suelo. Se acercó a Juan y se le puso enfrente. Le puso sus dos pequeñas manos en la cara y le preguntó -¿No has visto las goteras del pasillo? ¿Ni la grieta del techo en mi cuarto?

Juan, sorprendido, y todavía con las manos del pequeño presionando sobre sus mofletes respondió -¡Si!

El pequeño replicó -¿Y por qué no has dicho nada, si eres arquitecto?

Juan esbozó una sonrisa y, mientras quitaba dulcemente aquellas pequeñas garras de su cara contestó -Porque tu papá ya lo sabe.

La mayoría de nosotros sabemos perfectamente cuáles son nuestras debilidades, tal vez porque aquellos grandes observadores que nos rodean diariamente no dejan de repetirnos una y otra vez que somos unos holgazanes, unos desordenados, unos descuidados…, en un vano intento por encumbrarse como como “detectores humanos de fallos ajenos”.

El decir continuamente los fallos a los demás no aporta nada, salvo una posible queja en el otro y un ligero sentido de grandeza en nosotros. Pero si realmente queremos que nuestras palabras surtan un efecto positivo en la otra persona, si realmente queremos influir sobre los demás, tal vez debamos fomentar primero ciertas habilidades en nosotros mismos.

Aprender a decir las cosas es una cualidad que nos permitirá tener conversaciones sin que la otra persona se sienta ofendida, sin que ésta se esconda detrás de enormes escudos de energía que evitan que mis palabras penetren y surtan efecto. Si la otra persona no nos considera como un enemigo, si nuestras palabras no la ofenden sino que la animan a iniciar un nuevo camino, entonces comenzaremos a dominar el arte de la palabra.

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Qué quiere ella

jueves, 25 marzo, 2010

La miras.  La sonríes.  Te acercas a ella.  Hablas con ella.  Quedas para otro día.  Y otro.  Y otro.  Y de pronto, un día, como por arte de magia, te das cuenta de que has comenzado una nueva relación de pareja.  Sin embargo, después de varios meses con esa persona aparecen en tu cabeza frases como «no hay quién la entienda«, «nunca los comprenderé«, «no podemos vivir sin ellas, ni con ellas«, «pueden pasar más de mil años y aún así no sé lo que quieres«.

Si una persona no tiene interés por saber lo que quiere su pareja, una de las alternativas es vivir sola.  Ser soltero es una opción de vida que nos permite la sociedad actual sin ser tachado de bicho raro, de solterona o de amargado.  La persona soltera opta por no compartir su vida con nadie o, cuando lo hace, es para realizar actividades de ocio con otras personas con los mismos intereses, o incluso para satisfacer sus necesidades fisiológicas con personas que tampoco quieren ningún compromiso a corto plazo.  De esta forma el soltero se convierte en una persona sin responsabilidades ni ataduras.  Un ser libre.  Una forma de vida que puede ser muy apetecible para algunos, pero que al mismo tiempo tiene sus desventajas emocionales, como puede ser el llegar a una casa vacía donde lo único que te espera es el silencio.

Otra de las alternativas que puede permitirnos comprender mejor a nuestra pareja es tener una del mismo sexo.  Hoy en día pocas personas se asustan cuando escuchan la palabra «gay» u «homosexual«, y no es raro encontrarse con personas que tienen más de un amigo o conocido «gay» en alguno de sus grupos de contacto más habituales.  El tener una pareja del mismo sexo es una opción que puede ser percibida por algunas personas como de mayor sintonía, ya que al ser del mismo sexo nos pueden gustar las mismas cosas y tener un pensamiento más similar y acorde con el nuestro, evitando así malentendidos entre ambas partes.

En cualquier caso, tanto si estamos solteros como si tenemos una pareja heterosexual u homosexual, hay que tener en cuenta que no todas las personas tienen la misma facilidad para comunicarse con sus semejantes.  Incluso cuando se comunican, pueden emitir mensajes contradictorios, dificultando y confundiendo al receptor.

También hay que tener en cuenta que si a una persona le puede costar responder a la pregunta ¿qué es lo que quiero? no es raro que le cueste aún más responder a la pregunta ¿qué es lo que quiere mi pareja?

El objeto de realizar esta pregunta no es ser una persona sumisa que hace todo lo que quiere su cónyuge, sino que nos permite identificar los intereses de la otra persona y alinearlos con los míos para conseguir un objetivo común: ser felices.   Inconscientemente esto nos facilita el poder realizar preguntas abiertas y desarrollar la escucha activa poniendo de relevancia la comunicación basada en intereses y no en las posiciones de cada parte.

La lección que podemos aprender de todo esto es que mientras en el último cuarto del siglo XX se asentaron en nuestro país las bases para la igualdad entre hombres y mujeres; se aceptaron los mismos derechos para ambos sexos ante la ley; se allanó el acceso de la mujer a los puestos de trabajo garantizando así su independencia económica; y se derrumbaron algunas creencias que consideraban a las mujeres solteras o divorciadas como bichos raros, madres malvadas o indignas esposas; la comunicación entre ambos sexos no ha sufrió la misma evolución.

Está ahora en nosotros el cambiar y mejorar la comunicación de pareja para evitar que dentro de unos meses surjan en nuestra mente frases como «¡cariño, no te entiendo!«.

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Incertidumbre laboral

sábado, 30 enero, 2010

A finales de 2009 la tasa de paro en nuestro país superaba el 19%, duplicando así a la media europea. Las previsiones de los expertos para este año 2010 no son nada halagüeñas, ya que estiman que el paro se situará en valores cercanos al 21%, manteniendo de esta forma el liderato con respecto a nuestros socios europeos. Esta situación económica tan inquietante nos genera incertidumbres al no poder vislumbrar nuestro futuro a medio plazo.

Una de las opciones que se nos presenta en estos tiempos tan revueltos es la de mantener nuestro puesto de trabajo. Para ello parece conveniente no rechistar por nada; no liderar ninguna revuelta interna contra los superiores; acoger de buena gana el trabajo adicional de las personas a las que han despedido; no criticar la mala gestión de los superiores a mis compañeros y, sobre todo, no pedir un aumento de sueldo.

Si nos consideremos una víctima de la situación actual y de la empresa, el tiempo que mantendremos nuestro puesto de trabajo será inversamente proporcional a nuestro victimismo. Esto suele deberse a la mala gestión de nuestras emociones, las cuales nos pasan factura con el tiempo.  Aunque nuestro victimismo puede ser un aliado para negociar un despido improcedente y así mantener la sensación de víctima delante de mis compañeros y amistades al poder decir: «¡me han despedido!».

Por el contrario, si nos identificamos como dueños de nuestras vidas y somos personas responsables, entonces podemos identificar esta situación como una oportunidad para nuestra carrera profesional. La buena gestión de nuestras emociones, combinado con la habilidad para comunicarnos pueden ser herramientas muy útiles para evitar el desgaste personal.

Nuestros superiores necesitan personas en quien poder confiar y a quienes poder delegar aquellas tareas de responsabilidad que les permitirán crecer profesionalmente. Al mismo tiempo ellos podrán dedicar más horas a esas tareas de mayor valor añadido que repercutirán de forma positiva en los ingresos de la empresa.

La alternativa a todo esto está clara: irnos de la empresa. Aunque la economía está mal, existen empresas que siguen buscando personal para sus plantillas. Puede que la búsqueda se alargue un poco más en comparación con años anteriores, que el puesto que nos ofrezcan esté por debajo de nuestras capacidades, o incluso que el salario sea más bajo que lo que veníamos percibiendo hasta el momento. Estas variables son importantes y hay que tenerlas en cuenta a la hora de tomar una decisión como esta.

De todo esto podemos aprender que los tiempos de crisis son momentos donde surgen nuevas oportunidades, y donde tenemos que tener la mente abierta para poder exprimir al máximo nuestra creatividad. Es el momento para realizar un análisis DAFO y descubrir nuestras fortalezas y debilidades que nos permitirán generar una estrategia para saber cómo afrontar la crisis.

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Mejorar la comunicación

martes, 18 agosto, 2009

La comunicación está presente en nuestras vidas desde el momento en que nacemos y damos nuestro primer llanto para comunicar a las personas que se encuentran en la sala de partos que nuestros pulmones funcionan correctamente y que estamos bien.

Durante los siguientes meses los bebes se comunican con el resto del mundo a través de sus llantos, siendo los padres quienes tienen que interpretar si tienen hambre, frío, calor o algún problema que requiera llevar al pequeño infante al pediatra.

Con el paso del tiempo los retoños comienzan a balbucear sus primeras palabras, aunque sigue siendo la comunicación no verbal y los gestos del niño los que dominan la comunicación con el resto del mundo.  Hasta pasados un par de años estos diablillos no comienzan a dominar la lengua materna.

Sin embargo, ya pueden haber pasado diez, veinte, o más de treinta años, que los mensajes que transmitimos a nuestros receptores pueden encontrarse con interferencias que provocan en el mejor de los casos anécdotas jocosas, mientras que en otras ocasiones dan pie a malentendidos con final desastroso.

Por ejemplo, hace unos días mientras hacíamos una excursión por un camino polvoriento nos cruzamos con dos personas que venían en sentido contrario equipados con sus botas de montaña, pantalones de senderismo, y uno de ellos cargado con una mochila a sus espaldas.

Uno de nuestros acompañantes pregunto al verlos «¿Venís de escalada?».  La respuesta del porteador fue un perplejo pero rotundo «No«.

El atuendo que llevaba la pareja de deportistas no era, efectivamente, de escalada; sin embargo, el camino por el que llegaban pasaba por Escalada, por lo que me atreví a añadir a la frase de nuestro acompañante… «de Escalada, el pueblo«.

Entre alguna que otra sonrisa por lo anecdótico de la situación, ambas partes sintonizaron sus canales en la misma frecuencia y la comunicación fluyó a partir de ese momento con información que nos permitió replanificar el resto de la ruta evitando algunos contratiempos por el camino.

Si bien la presente anécdota no tiene mayor importancia ni reviste gravedad alguna para ninguna de las partes involucradas, si nos permite mostrar la importancia que tiene sintonizar el canal con la otra persona para tener una comunicación eficaz.

Si la comunicación es importante en nuestra vida personal para evitar malentendidos con nuestros familiares, amigos y gente con la que nos encontramos diariamente, no lo es menos en nuestra vida profesional, ya que en ella los malentendidos pueden dar como consecuencia pérdidas económicas para la empresa en la que trabajamos.

Por ello, antes de asumir que el otro ha dicho algo, es importante refrasear lo interpretados con un «si no te he entendido mal…«.  Esto implica que estamos escuchando de forma activa a nuestro interlocutor y que realmente queremos entender a la otra persona y no dar nada por asumido para evitar cualquier tipo de malentendido que nos muestre un mapa erróneo de la otra persona.

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Enfermedades crónicas

martes, 7 octubre, 2008

Este verano me informaban de que un amigo psicólogo estaba tratando a grupos de enfermos que padecían fibromialgia.  La fibromialgia es una dolencia en los músculos, ligamentos y tendones cuya causa todavía se desconoce a fecha de hoy.  Su diagnóstico no se basa en los resultados de radiografías, análisis de sangre ni biopsias musculares, todas ellas con resultados normales, sino en un examen clínico de los síntomas.

Debido a la cercanía con la que me toca el tema, después del verano me puse en contacto con este amigo para averiguar qué tipo de terapia estaban siguiendo en estos grupos de apoyo, cuál era el nível de recuperación de los pacientes, cuáles eran las ventajas de la terapia en grupo frente a la terapia individual, cuál era el procedimiento, etc.

La reunión que mantuvimos fue muy provechosa, y la información que me facilitó me ha servido como semilla para lanzar una iniciativa de coaching relacionada con las enfermedades crónicas.

Curiosamente la semana pasada leía un artículo titulado «Coaching, cáncer y enfermedades crónicas» que venía a corroborar algunas de las ideas que surgieron durante la reunión en relación al coaching, la terapia y las enfermedades crónicas, como:

En la terapia se ha visto que el grupo ayuda bastante en la recuperación del paciente, y los grupos de trabajo en coaching pueden proponerse para:

Así que ahora ¿qué te impide tener una vida mejor?

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