La joven y el lobo

22 julio, 2018 por mycoach

Era domingo, y como casi todos los domingos, Mariela se había levantado temprano para dar un paseo por el bosque.  Le encantaba pasear a esas horas, escuchando los primeros cánticos de los pájaros posados en las ramas de los árboles, pisando la hierba todavía húmeda por el rocío caído durante la noche, y viendo cómo los rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos enormes árboles centenarios para chocar sobre la tierra y calentarla, haciendo desaparecer aquella niebla matutina.

Mariela se puso sus zapatillas de correr y se anudó un jersey a la cintura por si acaso hacía fresco dentro del bosque.  Se bebió un café para despejarse un poco y algún complejo vitamínico que sacó del armario de la cocina y que siempre le venía bien antes de hacer ejercicio.  Cogió las llaves de casa y cerró la puerta tras de sí.

Mariela anduvo varios minutos antes de llegar al bosque.  Se paró por unos segundos para tomar una bocanada de aire fresco y escuchar a los pajarillos, que ya estaban dando saltos de rama en rama buscando su desayuno.  Miró a todos lados para tomar una referencia de dónde estaba y comenzó a andar siguiendo la senda que los ciervos, jabalíes y otros animales salvajes de la zona habían ido labrando con el tiempo.

Habían pasado treinta minutos desde que Mariela comenzó a andar por aquella estrecha senda.  Treinta minutos donde su cerebro se había ido relajando gracias al cántico de los pajarillos que revoloteaban a su alrededor.  ¡Qué paz se respiraba en ese momento!

Sí, se respiraba paz, demasiada paz.  Mariela paró en seco.  No se escucha nada.  Todo estaba demasiado tranquilo.  Abrió sus enormes ojos con ánimo de poder observar todo lo que estaba a su alrededor, pero aquella densa niebla que poco a poco iba desapareciendo no le permitía ver más allá de diez metros.

De pronto se escuchó un chasquido de rama delante de ella.  Sus músculos se tensaron y su respiración se entrecortó.  La adrenalina comenzó a correr libre por su torrente sanguíneo haciendo que estuviera más alerta y preparada por si tenía que huir.  De entre la niebla surgió un enorme lobo negro con manchas blancas en la cara y penetrantes ojos azules.  El lobo se paró y se quedó mirándola fijamente.

Mariela no se movió.  Se quedó petrificada ante tan majestuoso animal.  Majestuoso, sí, pero un asesino que en dos bocados podía terminar con su vida.  Miró a su alrededor con el ánimo de encontrar algún palo o piedra con el que poder defenderse de aquel animal en caso de que le atacara.  No había nada a su alrededor, salvo algún que otro helecho que, en caso de utilizarlo contra aquel animal, sólo le provocaría unas ligeras cosquillas.

Aquel animal que salía de entre la niebla se quedó parado por unos segundos, analizando la situación, igual que lo estaba haciendo Mariela.  Levantó ligeramente la nariz para intentar percibir el olor de aquella persona que paseaba sola por sus dominios.  Reconocía aquel olor.  No era la primera vez que aquellas moléculas entraban en su fosa nasal.  Aquel lobo sabía a quien tenía delante, por lo que bajó ligeramente su lomo para tomar impulso.

Mariela vio cómo aquel animal estaba a punto de saltar sobre ella y, justo una fracción de segundo antes de que diera el saltó, se dio la vuelta y comenzó a correr por aquella senda en dirección a su casa.

El lobo se quedó atónito, frenando su salto.  No esperaba que su presa saliera corriendo justo antes de que saliera impulsado por el aire, por lo que se quedó parado durante escasos segundos.  Segundos que Mariela aprovechó para poner tierra de por medio y coger cierta ventaja, con la esperanza de poder salvar su vida.

El lobo se preguntó por qué corría aquella persona, por qué huía de él ¿No sabía que le podía dar caza sin problema?  Aunque era todavía muy temprano para ponerse a correr detrás de una pieza como aquella, su instinto afloró de inmediato, recordando todas las lecciones que años atrás su madre le había enseñado en aquel mismo bosque.  Así que comenzó a perseguir a su presa.

Mariela seguía corriendo a todo lo que le daban sus piernas, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver la distancia que había entre aquella fiera y ella.  Aquel lobo había empezado a correr tras de ella y cada vez estaba más cerca.  Lo que antes eran metros, ahora eran centímetros entre las mandíbulas de aquel animal y su cuerpo.  Y, de pronto, lo sintió.

El lobo había lanzado sus dientes al aire y había cogido el jersey que Mariela llevaba atado a su cintura y que en esos momentos parecía la capa de un superhéroe.  Tiró con todo su cuerpo hacia atrás, intentando parar la huida de aquella mujer, mientras ésta miraba de reojo hacía atrás e intentaba liberarse del depredador que en pocos segundos acabaría con su vida.

Mariela había sido apresada por aquel lobo.  Aunque sólo le había cogido el jersey, Mariela se sentía que había perdido su libertad.  Su ritmo cardíaco se había incrementado notablemente.  La adrenalina estaba en su pico más alto.  Sus músculos estaban preparados para luchar a muerte.  ¿Qué iba a pasar durante los próximos segundos si no lograba soltarse?   ¿Qué opciones tenía?  ¡Tenía que pensar rápido porque el miedo se estaba apoderando de ella!

El lobo sintió que aquella mujer tiraba con fuerza intentando liberarse, por lo que apretó más la mandíbula para que su presa no se escapara mientras con sus cuartos traseros retenía su huida.  Los ojos de aquella mujer mostraban el miedo, el pánico que todas sus presas experimentaban segundos antes de ser asesinadas.  El lobo pareció comprender algo.  Paró en seco y abrió la mandíbula, liberando a su presa.

Mariela no se esperaba que el lobo la liberara tan bruscamente, por lo que perdió el equilibrio y cayó de bruces contra el suelo.  Al tocar el suelo, y como un acto reflejo, se giró para ver dónde estaba el lobo, arrastrándose hacia el árbol más cercano y protegiendo su espalda del ataque.  Se quitó la melena de la cara para ver un poco mejor y observó con pavor cómo aquella fiera se acercaba lentamente hacia ella.  Ahora, desde esa posición en la que se encontraba, estaba totalmente indefensa.  El lobo podía hacer lo que quisiera con ella.  Su respiración se agitó.  Aquellos ojos azules estaban cada vez más cerca.

El lobo paró a pocos centímetros de la cara de Mariela.  La miró de arriba a abajo y comenzó a olerla.  Mariela no se lo podía creer, pero siguió quieta como una estatua.  El lobo volvió a mirar a Mariela.  Se giró.  Y se fue caminando por donde había venido.

Mariela no daba crédito a aquella escena.  Aquel lobo la podía haber destrozado en menos de dos segundos.  Sin embargo, la había soltado y la había olido.  Nada más.  Y ahora se estaba marchando de nuevo ¿Qué había pasado?  ¿Por qué lo estaba haciendo?

Antes de que aquel animal desapareciera entre la niebla, Mariela dio un grito, como intentando llamar la atención del animal, mientras se levantaba del suelo y se sacudía un poco la ropa.  El lobo se dio la vuelta y se quedó mirando a aquella persona, intentando comprender qué es lo que quería decirle con aquellos aspavientos de manos y aquellos gritos: “¡Ven, toma!”.

El lobo se sentó en mitad de la senda, observando la escena.  Mariela se armó de valor y comenzó a acercarse al lobo, despacio, muy poco a poco.  No quería asustarlo y que desapareciera entre la niebla, ni quería que se sintiera amenazado y que la pudiera atacar de nuevo.

Mariela estaba al lado de aquel bello animal.  Se puso de rodillas frente a él y tomó la cara de aquella bestia con sus manos.  El lobo no se movió, tan sólo cerró sus ojos y dejó que aquella persona agitara su cara.  Mariela comenzó a acariciar la piel de aquel animal, mientras este respiraba profundamente, dejando que aquel ser le tocara.  Parecía que le gustaba, que no tenía ánimo de atacarla, que no era esa su intención inicial.

Mariela, más tranquila y relajada ahora, se puso en pie.  Volvió a sacudirse la ropa.  Se giró, y comenzó a andar por la senda camino a su casa.  A los pocos metros se dio la vuelta y miró a aquel lobo, quien se había levantado y se estaba preparando para entrar de nuevo en el bosque y desaparecer.

Mariela pensó “¿Qué debería hacer?  ¿Lo debería llamar y llevárselo con ella?  ¿O debería dejarlos que entrara en el bosque y desapareciera?

Todas las personas tenemos miedos irracionales que pueden interferir en nuestras relaciones personales.  Desde el miedo a la soledad, pasando por el miedo al fracaso o el mismo miedo a enamorarse.

Estos miedos están ahí para protegernos del mundo que nos rodea, para evitar que nos ataquen, para evitar que nos hagan daño.  Sin embargo, hay ocasiones en que esos miedos son miedos infundados, que la persona que tenemos frente a nosotros no tiene el ánimo de atacarnos, sino de estar con nosotros para ayudarnos.

Pero los que nos encontramos frente a estas personas con miedos irracionales (que no tienen por qué serlo), debemos ser más observadores para detectar si esa persona necesita su espacio, su libertad, o si necesita que la soportemos y ayudemos de alguna manera.  Es importante que analicemos qué es lo importante para la otra persona y no para nosotros, cómo podrá encontrar su felicidad.  Tal vez, en ocasiones, y para que la otra persona sea feliz, debemos dar un paso atrás, debamos soltar la presa y dejarla libre para que, desde esa libertad, pueda decidir qué es lo que quiere hacer.  Quizás sea el momento de desaparecer en la niebla.

En cualquier caso, la crítica no es útil.  Nuestro papel en la vida del otro no es la de manipular a esa persona para que haga lo que a nosotros nos puede interesar, sino, en el mejor de los casos, influir sobre ella para que tome la decisión más acertada.  Una decisión que sólo esa persona es capaz de tomar, teniendo en cuenta a las personas en las que confía, a las que escucha y por las que se siente apoyada.  Porque sólo a través de la confianza y el respeto podremos sacar lo mejor de las personas.

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El aniversario

21 julio, 2018 por mycoach

El teléfono sonó una vez.  Y otra.  Y una tercera.  Jon salió de la ducha empapado y descolgó.

¿Diga? ¿Quién es? – preguntó.

Buenas tardes, Señor.  Soy el chofer que ha solicitado para recoger a la señorita Marina del aeropuerto.  Tan sólo era para decirle que esté tranquilo que ya estoy aquí a la espera de que llegue su vuelo – comentaron desde el otro lado del teléfono.

Muchas gracias.  Se lo agradezco – respondió Jon mientras se secaba con una toalla la cabeza.

Eran las 20:30 horas y apenas quedaba una hora para que Marina apareciese por la puerta de casa.  ¡Cómo se había pasado el día!  Y eso que se había levantado temprano para ser sábado.  Pero no le importaba, ya que este sábado era uno muy especial.  Hoy se cumplían nueve meses desde que Jon besaba a Marina por primera vez, también un sábado, también cuando volvía de viaje, y también en aquella misma casa.

Sí, ya habían pasado nueve meses desde aquel beso.  Nueve meses donde no sólo habían forjado una relación, sino algo más profundo.  Sí, es posible que el comienzo fuese un poco tormentoso hasta que los dos se fueron haciendo el uno al otro, pero gracias a la comprensión, el respeto, la comunicación, el entendimiento y las ganas de mejorar, aquella relación había triunfado.  Pero claro, todo esto no sería posible si no existiera ese amor entre ambos.  Un amor que todas las personas que les rodeaban podían ver a través de las muestras de cariño y la complicidad que había entre ambos.

Jon salió del baño.  Sobre la cama de la habitación tenía el pantalón y la camisa que se iba a poner esa noche, pero como todavía tenía que hacer un par de cosas por la casa, se puso el vaquero y la camiseta que estaban sobre la silla mientras lanzaba un silbido seco y fuerte.  El ruido de las uñas contra la madera del suelo no se hizo esperar.

A los pocos segundos entraban por la puerta de la habitación los dos perros que saltaban sobre el taburete de la cómoda y comenzaban a mover la cola sin saber lo que les esperaba.  Jon, con una sonrisa maléfica, sacaba un par de esmóquines tamaño perruno del armario y los ponía sobre la cama.  Cogió a uno de los perros y lo enfundó en aquel trajecito mientras el otro, todavía sobre el taburete, no tenía muy claro si quedarse quieto o escapar.  Una vez enfundado el primer traje en uno de ellos, pasó a por el segundo, mientras el primero de ellos intentaba quitarse aquella chaqueta, pantalón y pajarita negra sobre camisa blanca.  Una vez estuvieron ambos vestidos, Jon salió de la habitación perseguido por los dos mini-caballeros.

Jon hizo un último recorrido por el salón.  Todo estaba listo.  Pasó a la cocina.  Abrió el horno.  El pescado estaba en su punto, justo para darle un golpe de calor antes de que lo fueran a comer.  Abrió el frigorífico.  Todo estaba en su sitio y listo para ser servido.  Fue a la entrada de la casa.  Abrió la bolsita de pétalos de rosa y los esparció uniformemente por la entrada, a modo de manto rojo.  Ya estaba todo listo.  Ya se podía cambiar de ropa.

Jon se había quitado el vaquero y la camiseta y los había puesto sobre la silla de la habitación mientras los dos mini-caballeros le observaban subidos en el taburete con la esperanza de que les quitara aquellos ridículos trajes.

Jon se había puesto el pantalón y se estaba poniendo la camisa con una sonrisa en la cara – por la escena tan cómica que tenía frente a él sobre el taburete – cuando volvió a sonar el teléfono.

¿Dígame? – dijo Jon

Señor, soy el chofer que había venido al aeropuerto – respondió la otra voz.

Sí, dígame ¿hay algún problema? – replicó Jon

Señor, me temo que tengo malas noticias.  Nos acaban de informar de que el vuelo en el que venía su mujer se ha estrellado en el mar.  Parece que no hay supervivientes. Voy a intentar averiguar algo más y le mantengo informado.  Lo siento – contestó el chofer.

Las piernas de Jon se aflojaron y le hicieron sentarse sobre la cama.  No se lo podía creer.  No daba crédito a las palabras del chofer.  Marina había muerto.  Ya no volvería a verla de nuevo.  Ya no volvería a estar en su vida.  Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras los dos mini-caballeros bajaban del taburete y saltaban sobre la cama para ponerse a su lado intuyendo que algo había pasado y que su amo necesitaba ser reconfortado de alguna manera.

Pasados unos minutos Jon se armó de valor, cogió fuerzas de flaqueza y se levantó.  Salió del cuarto seguido de sus mini-caballeros y fue al salón, donde comenzó a retirar los platos de la mesa para llevarlos de nuevo a sus correspondientes armarios en la cocina.

Una vez guardados los platos y la cubertería, Jon abrió el horno.  ¿Qué iba a hacer con aquel pescado?  Lo de menos era el pescado ahora ¿Qué iba a hacer con su vida ahora que Marina ya no estaba en ella?  El mundo se le volvió a caer encima.  El corazón se le apenó y una sensación de malestar y odio le invadió todo su ser cuando, de repente, se oyeron unas llaves abriendo la puerta y los perros salieron escopetados hacia la entrada ladrando.  Jon los siguió.

Jon se quedó de piedra al llegar a la puerta y ver a los perros saltando y ladrando a Marina mientras ésta dejaba las maletas sobre el suelo y los acariciaba como cada vez que llegaba a casa.

¿Y esa cara?  Parece que hayas visto a un fantasma – comentó Marina mientras se acercaba con una sonrisa para besar a su pareja.

¿Qué haces aquí? – preguntó Jon

¿Cómo que qué hago aquí?  ¿Acabo de llegar de viaje y me recibes así? – replicó Marina.

¿Pero no estabas en el avión? – dijo Jon

No, no he venido en el avión que tenía previsto porque me quitaron la última reunión y cogí el anterior – respondió ella.

Jon no se lo podía creer.  Se acercó a Marina y la abrazó como nunca lo había hecho hasta entonces.  La miró a los ojos y la besó mientras decía: “Te quiero y nunca dejarás de sorprenderme”.

Las personas solemos tener ciertas expectativas sobre las personas que nos rodean o sobre nuestra vida y lo que queremos hacer con ella.  Son estas expectativas las que hacen que, cuando esa persona (o esa situación) no es como nosotros la imaginábamos, nos sintamos decepcionados.  Esta decepción hace que nos alejemos de la persona que tenemos a nuestro lado, que nuestro corazón se enfríe.

Sin embargo, si somos capaces de ver cómo es esa persona realmente, con sus limitaciones y sus fortalezas, entonces, desde la realidad de lo que nos puede ofrecer, seremos capaces de hablar con ella para mostrarle cómo nos sentimos y cómo podemos mejorar la relación.  Desde esta posición, será más complicado que nos decepcione esa persona, porque sabemos hasta dónde puede llegar; y lo único que puede hacer a partir de ese momento, es sorprendernos gratamente, porque cuando se da cuenta de las cosas y quiere salir de su zona de confort, cuando quiere ampliarla, es entonces cuando nos sorprende.

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Un nuevo comienzo

15 julio, 2018 por mycoach

María había tenido un comienzo de año un poco tormentoso.  Por el mes de marzo rompía con su pareja, una persona de la que se había enamorado cinco meses antes pero que no le correspondió como ella quería.  Una persona muy diferente a ella con la que parecía chocar hasta en las cosas más pequeñas.  Pero su siguiente pareja, con la que había roto hacía un par de semanas, no sólo le duró la mitad de tiempo que la anterior, sino que la ruptura había sido mucho más traumática que la anterior.

Por suerte para María, hoy comenzaba sus vacaciones de verano, y le quedaban escasos metros para poner el intermitente derecho e indicar a los coches vecinos que iba a entrar en aquel hotel junto a la playa donde se recogería en su bungalow durante los próximos quince días.  Quince días de los que tenía que salir con las pilas cargadas y con una decisión importante ¿Qué hacer con su vida?

María apagó el motor del coche.  Quitó las llaves del contacto.  Abrió la puerta.  Salió del coche y, sin cerrar la puerta, tomó una gran bocanada de aire fresco con olor a salitre.  Todo su ser se relajó por primera vez después de doce meses de lo más estresantes y caóticos.  Doce meses que concluían hoy mismo y que daban paso a las deseadas vacaciones donde iba a poder descansar como nunca.

El recepcionista del hotel le dio las llaves de su bungalow y le indicó cómo llegar hasta él por aquel caminito de piedras a la derecha del edificio principal.  Mientras María cogía las llaves de su bungalow, el botones de turno ya había sacado las maletas de su coche y las había puesto en un carrito que comenzaba a empujar en dirección a la cabaña donde pasaría los próximos quince días.

Al entrar en la habitación, María observó que el hotel le había dejado una botella de vino sobre la mesa del salón con una nota de bienvenida.  Mientras se sonreía por el detalle que el hotel había tenido con ella, se giró para agradecer al botones su ayuda con las maletas con una generosa propina.  Después de cerrar la puerta tras el botones, cogió la botella de vino y el vaso de cristal que estaba junto a ella con una mano y se acercó al gran ventanal de la terraza que daba al mar para girar el pomo con su mano libre.

El sol se estaba poniendo por el horizonte y el sonido de las olas hacía aquella vista aún más espectacular.  María dejó la botella y el vaso sobre la mesa.  Abrió la botella de vino y se sirvió un poco en el vaso.  Mientras el vino se oxigenaba un poco, Maria se sentó en una de las sillas mirando al mar y respiró profundamente llenando de aquel oxígeno marino sus pulmones.  Mientras exhalaba, extendió su mano para coger la copa de vino y llevársela hacia la nariz, donde llegó justo en el momento que volvía a inhalar, pudiendo así oler los vapores que ya comenzaban a salir por la boca del vaso.

Aquella copa de vino unida a las vistas tan maravillosas le hicieron pensar sobre su futuro inmediato.  Sí, durante los próximos días tenía que hacer deporte, responder algunos correos del trabajo – el cual, desafortunadamente, le seguía a todas partes – y poner un poco de orden en su vida.

Sí, debía poner en orden su vida o, por lo menos, tener claro qué quería hacer con ella a nivel emocional.  No era normal que en menos de seis meses hubiera roto con dos hombres.  ¿Por qué tenía tan mala suerte con ellos?  ¿Por qué escogía siempre a los más ineptos?  ¿Qué estaba haciendo mal para tener tan mala suerte en sus relaciones?

María dio un sorbo a la copa de vino y la volvió a dejar sobre la mesa.  Mientras los taninos entraban en el torrente sanguíneo, Maria se preguntó por las opciones que tenía.  A fecha de hoy se le ocurrían tres opciones para su vida sentimental.

La primera de ellas era la de no cambiar nada y seguir cogiendo novios de aquí y allá.  María era una mujer lo suficientemente atractiva y abierta como para no tener problemas en este sentido.  No importaba dónde entrara, los hombres se giraban para observarla, e incluso algunos se atrevían a acercarse y abordarla.  De hecho, un novio que tuvo hace poco menos de un año, se lo encontró estando de vacaciones en este mismo lugar en el que estaba ahora mismo.

Sin embargo, el escoger a un hombre por impulso, en un bar, en una fiesta o una discoteca, no le había traído nada bueno.  Sus últimas conquistas provenían de esos entornos… ¡y fracasaron!  Pero fueron fracasos en el sentido de que las relaciones no duraron más de tres meses, no parecían tener futuro y, su terminación, solía ser de manera bastante brusca.  Vaya, que terminaba mal y no quería volver a saber nada más de aquellos personajes con los que había compartido su vida.

La segunda opción tampoco implicaba cambiar nada en su vida.  Lo único que tenía que hacer era sustituir al “novio”, por un “amante”.  Un amante a quien vería cuando ella quisiera.  Un amante que la trataría como a una princesa.  Y un amante quien, hoy podía ser uno, y mañana otro; sin tener que quedarse con uno en concreto por mucho tiempo.

María sabía que tenía hombres que no querían ningún tipo de compromiso con ella.  Hombres que la iban a tratar como a una princesa mientras estuvieran con ella.  Que la iban a mimar.  Pero, al mismo tiempo, eran hombres que no iban a estar en su vida por mucho tiempo, lo cual era bueno porque le daría esa libertad que ella buscaba, y no sólo libertad, sino que tampoco tendría que estar dando explicaciones de sus actuaciones a nadie.

La tercera y última opción era, posiblemente, la más dura.  Tener una relación Hombre-Mujer de verdad.  Una relación donde ambas partes se respetasen, se apoyasen el uno al otro, y donde quisieran pasar tiempo juntos; pero permitiendo que cada uno de ellos tuviese su libertad para sus aficiones y amistades.  Una relación de pareja de las de toda la vida.

Esta opción implicaría un cambio en su vida.  Un cambio que tendría que venir precedido de un análisis profundo de su persona.  Un análisis que podría sacar mucha porquería fuera.  Y un análisis que tendría como consecuencia, un cambio en algunos de sus comportamientos.  Pero no sólo esto, sino que además habría que encontrar un hombre con quien se pudiese llevar todo esto a cabo.  Un hombre con quien se pudiera hablar, analizar, reflexionar y poner los cambios de uno y otro en práctica para crear una pareja equilibrada.  Un hombre que pudiera hacer su rol de Hombre mientras ella hacía su rol de Mujer.

Pero claro, para llegar a ese equilibrio, María tendría que trabajar en su persona, analizar el por qué no había podido seguir adelante con sus relaciones.  Y no sólo eso, sino que el Hombre que estuviera con ella, debería tener también las ganas de analizarse a sí mismo para no meter basura de su pasado en esta nueva relación.

Y ahora, con las cartas sobre la mesa, María debía analizar cuál era la opción que más le convenía para su futuro ¿Debería buscarse un novio surfero la próxima vez que bajase a la playa y comenzar una nueva relación sin cambiar nada en su vida?  ¿Debería llamar a sus “amantes” para mostrarles su disponibilidad y seguir obteniendo favores de ellos sin cambiar nada en su vida?  ¿O debería hacer un esfuerzo y comenzar a cambiar algunas cosas de su vida para tener una vida mejor con una persona que realmente la amara y que estuviera dispuesto a cambiar y evolucionar junto a ella?  ¿Qué opción debería tomar?

Todas las personas somos diferentes, y la opción que cada una tome puede variar mucho de la que tome la persona que tiene al lado.  De esta forma, María optará por la primera opción, aquella en la que no tiene que cambiar nada en su vida y donde ese caballero enfundado en su neopreno la intentará salvar de esa vida actual de estrés y tormento.  Sin embargo, Elena, puede optar por la segunda opción, aquella en la que sus amantes la cuiden y la mimen dejándola toda la libertad del mundo para hacer lo que ella quiere.  Y, Cristina, puede optar por la tercera, aquella en la que habla con un profesional que la ayuda a identificar sus problemas para resolverlos y tener una vida como ella quiere con quien ella quiere.

Las personas podemos ser capaces de identificar las opciones que tenemos frente a un problema que se nos presenta en la vida.  En muchas ocasiones solemos preguntar a las personas de nuestro entorno para ampliar las opciones, para ver si tenemos alguna alternativa.  Incluso, en los casos más complicados, la persona puede recurrir a un profesional que le permite, no sólo ampliar sus opciones, sino también tener una visión desde un punto de vista totalmente diferente al suyo.

Sin embargo, la decisión final de lo que vamos a hacer tiene que ser nuestra única y exclusivamente.  No podemos sentirnos acosados por presiones exteriores como “el qué dirán” – ¿qué dirán mis padres y amigos si vuelvo con esta persona?  ¿Qué dirán si rompo con mi pareja después de haber conocido a sus padres? ¿Qué dirán si tengo un amante?

Tampoco podemos basar nuestra decisión en lo que nos ha dicho Fulanito o Menganito, ya que, entonces, no asumimos nuestra responsabilidad sobre el asunto en cuestión y lo dejamos en manos del otro, a quien echaremos la culpa de nuestro nuevo fracaso si todo sale mal.

Las decisiones que tomemos las debemos tomar cada uno de nosotros, teniendo en cuenta qué es lo que queremos, cuál es el futuro que deseamos.  Decisiones desde la libertad que nos permitirán decir a los demás: “Esta decisión la he tomado yo de manera libre y creo que es la mejor para lo que yo quiero que sea mi vida de hoy en adelante”.

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El ángel de la guarda

8 julio, 2018 por mycoach

Elena se puso la bata blanca y se acercó a la pared donde estaba la planificación del día.  Buscó su nombre.  Hoy le tocaba hacerse cargo de la planta 21 junto a otras compañeras.  Miró el reloj que colgaba de la misma pared que la hoja de planificación.  Ya eran las 8:00 horas.

Elena se acercó a enfermería para recoger el carrito con las medicinas que tendría que repartir durante las próximas horas.  Al entrar en aquel pequeño cuarto repleto de estanterías, Andrea, la responsable, le saludó y preguntó por la planta que le tocaba hoy.  La 21 – respondió Elena.

Andrea miró el listado que tenía entre las manos, se sonrió y dijo: “Hoy te toca la habitación 2110.  La habitación del ángel de la guarda”

Al oír aquellas palabras, a Elena se le llenaron los ojos de lágrimas.  Lágrimas que pudo contener y disimular delante de Andrea.  Lágrimas de emoción por la historia que había detrás de aquella persona a la que, después de tanto tiempo allí, nadie le conocía por su nombre, sino por ese apodo que, cariñosamente, alguna persona del equipo médico le había puesto.

Con todas las medicinas preparadas en el carrito, Elena se dirigió al ascensor que le llevaría a la planta 21.  Se montó en él y pulsó el correspondiente botón.  Fueron pocos los segundos que tardó en escuchar la voz digitalizada de aquella mujer diciendo: “Planta 21”.  Las puertas se abrieron.

Elena empujó el carrito fuera del ascensor y comenzó a andar por aquel pasillo que, a esas horas, todavía no tenía mucha actividad.  Según se acercaba a la habitación 2110 comenzó a escuchar suavemente la canción de Alicia Keys, New York: “Concrete jungle where dreams are made of.  There’s nothing you can’t do, now you’re in New York!”  Al llegar a la puerta de la 2110 se quedó parada, no quiso entrar para no molestar, observando aquella imagen mientras la canción seguía sonando: “These streets will make you feel brand new.  Big lights will inspire you.  Hear it for New York, New York, New Yooork!

Al parecer aquella pareja se había casado hacía escasos nueve meses.  Durante su luna de miel se fueron a Nueva York donde disfrutaron de todo su amor.  Desafortunadamente, al poco tiempo de regresar de su luna de miel, ella fue atropellada por un coche que se saltó un paso de cebra y, desde entonces, ella se encontraba en coma.

Aquel hombre llevaba todo este tiempo junto a ella, sin que ella se diese cuenta, sin que ella lo percibiese.  Tal vez por eso le apodaron como “el ángel de la guarda”, porque ella no sabía que él estaba allí, a su lado, preocupándose por ella, día y noche.

Este ángel despertaba a su amada todas las mañanas con la misma canción: New York.  Una canción que representaba el momento de mayor felicidad en sus vidas.  Una canción que él esperaba que ella pudiera escuchar allá donde estuviera.  Una canción de esperanza, donde no hay nada que no puedas conseguir si estás en esa ciudad.  Una canción que esperaba la sacara de su letargo de una vez por todas.

Pero no era sólo aquella canción lo que le hacía tener aquel apodo.  Aquel hombre se pasaba horas leyendo historias a su amada.  Historias que él mismo se inventaba.  Historias de aquella vida que estarían viviendo si ella no estuviera en aquel estado.  Historias, en el fondo, de amor, de aquel amor que una vez sintieron el uno por el otro y que nunca pudieron llegar a desarrollar.

Elena cogió la bandeja con los medicamentos de la 2110 y entró en la habitación cuando la canción estaba terminando: “Big lights will inspire you.  Hear it for New Yooork” y mientras aquel hombre besaba a su mujer en la mejilla y le decía: “Te quiero”.

Cuando aquel hombre se percató de la presencia de Elena en la habitación, se volvió hacia ella, esbozó una sonrisa y le dio los buenos días mientras se acercaba al sofá que tenía junto a la cama y se sentaba para dejar paso a que Elena pudiera hacer sus labores.

Elena comenzó revisando la sonda, luego los drenajes, después la máquina de respiración artificial, y terminó inyectando los medicamentos dentro de aquellas bolsas de suero que estaban conectadas a aquella mujer.

Mientras limpiaba suavemente el cutis de la mujer, el hombre murmuró: “¿Sabe que hoy es el día?”  Elena se quedó perpleja.  ¿El día de qué? – se preguntó.  El hombre respondió a aquella pregunta silenciosa: “Hoy es el día en que tengo que decidir si la desconecto o no.  El día en el que tengo que decidir si dejo que esta mujer se vaya de mi vida de una vez por todas o la mantengo un poco más… y no sé qué hacer”.  Elena no sabía qué decir.

Mientras recogía los guantes, los algodones y los botes de los medicamentos, entró el doctor en la habitación.   Elena no esperaba que el médico hiciera la ronda tan temprano y, por la cara de sorpresa, el ángel de la guarda, tampoco.

El doctor se acercó a aquel hombre y le dijo: “Carlos, hoy es el día.  Ya ha pasado el tiempo que podemos mantener a su mujer Marie con respiración asistida ¿Ha tomado alguna decisión?”

A Carlos se le cayó el alma al suelo.  Había llegado la hora de tomar la decisión.  Una decisión que había intentado posponer durante todos estos meses.  Una decisión que esperaba no haber tenido que tomar si ella hubiera despertado de aquel letargo.  Pero la vida era así, unas veces las personas se despertaban de aquel letargo y otras no.  Él no podía hacer más de lo que había hecho durante todos estos meses.

Carlos miró al médico y, con lágrimas en sus ojos dijo: “Desconéctela”.

El doctor miró a Elena, quien todavía no se había ido de la habitación y dijo: “Por favor, enfermera, no se vaya todavía.”  Se acercó a la máquina de respiración asistida y pulsó el botón de apagado.  Todos los sistemas se pararon de inmediato y aquella máquina dejó de insuflar aire a la mujer que yacía inmóvil en aquella cama.

Carlos, al otro lado de la cama, cogía la mano a la que había sido su mujer, su bella durmiente durante estos últimos meses, y se la llevaba al pecho mientras se agachaba y le daba un último beso de despedida con lágrimas en los ojos.  Lágrimas que cayeron sobre el cutis de Marie.

Marie sintió aquella lágrima sobre su piel.  Una lágrima que hizo que su cerebro se activara por unos instantes y, aunque todavía estaba como metida en un sueño y no sabía dónde estaba ni qué día era; sí parecía tener claro que la querían desconectar de aquella máquina, la querían desconectar de una vida que quería vivir con su pareja.  Las historias narradas por su marido comenzaban a fluir por su mente, al tiempo que sonaba la canción de Alicia Keys.  ¿Dónde estaba?  ¿Qué estaba ocurriendo?  Si era un sueño… ¡quería salir de él!  ¡Quería despertar!

Marie comenzó a notar que el aire no le llegaba a sus pulmones como hacía unos minutos.  Se comenzaba a ahogar.  Intentó apretar la mano de su marido para hacerle ver que estaba ahí, que estaba viva y que se estaba ahogando; para decirle que no quería morir.  Pero sus músculos estaban inmóviles y no ejercían presión alguna sobre la mano de Carlos.  ¿Cómo podía hacerle ver que todavía estaba ahí y que no la dejará escapar?  Se seguía ahogando.  Ya no podía más…

¡Noooooooooo! – gritó Marie mientras de un salto se erguía en la cama mirando a diestro y siniestro para ver quién estaba a su lado.  No había nadie.  Miró alrededor y vio que allí estaban sus butacas, su tocador con su espejo, su armario, sus peluches de la infancia.  Y por la puerta de la habitación entraba Carlos, con Sofía en brazos, ambos con una sonrisa al verla.

Carlos dejó a Sofía sobre la cama y dijo: “Corre Sofía, ve con mamá”.

Sofía, tambaleándose, se acercó a su madre y la abrazo fuertemente.  Marie la sujetó entre sus brazos como nunca hasta ahora la había abrazado.

Carlos se sentó sobre la cama, junto a Marie y preguntó: “¿Todo bien, cariño?”

Marie sonrió y respondió: “Ahora sí, mi amor”

A las personas nos cuesta desprendernos de las cosas, y mucho más cuando estas cosas son personas a las que hemos amado.  No importa si la persona está muy enferma o no, siempre tenemos la esperanza de que esa persona se va a recuperar, se va a poner bien.  Pero en muchas ocasiones la otra persona no es consciente de su enfermedad, de su estado, por lo que no hace nada por cambiar su situación.

Es por ello que, para no sufrir más y poder tener una vida plena, en algunas ocasiones, debemos desconectar la máquina que nos une a la otra persona y dejar que esta muera.  Una decisión que se nos plantea muy difícil, pero que debemos hacer cuando la cosa no tiene otra solución.

Por su parte, las personas no suelen tener la iniciativa de cambiar de motu proprio, sino que tiene que darse una situación extrema para que despierten de ese letargo en el que estaban y del que no podían salir.

En ambos casos, tanto a la hora de desprendernos de una persona como a la hora de despertarnos para cambiar nuestra vida, suele ser oportuno trabajar todos nuestros sentimientos con un profesional que nos ayudará durante este proceso de duelo o cambio de vida.

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La desaparición de Mónica

2 junio, 2018 por mycoach

María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado.  Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.

Pero su hermana la había encontrado, una vez más.  No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella.  Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada.  Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.

Así que la única opción era correr.  Correr hacia aquella puerta entreabierta.  Una puerta por la que salía un poco de luz del interior.  Una luz de esperanza.  Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa.  Alguien que la estaba esperando.  Alguien que la podía seguir amando.  Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.

Mónica estaba muy cerca de su hermana.  Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado.  De aquella persona que quería hundirla, destruirla.  Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional.  Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones.  No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.

María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.

El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada.  El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.

La puerta se abrió.  La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante.  El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco.  La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.

El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta.  Sus ojos no daban crédito.  ¿María? – preguntó.

La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú!

Poco a poco se acercaron el uno al otro.  Se miraron a los ojos y se fundieron en un abrazo mientras él le decía al oído: “Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré”.  María se sonrió y respondió: “Yo también te quiero”, mientras veía cómo su hermana Mónica que estaba detrás de aquel ventanal se desvanecía y desaparecía para siempre.

Las personas tenemos diferentes formas de enfrentarnos a nuestros miedos.   Las hay que se plantan delante de sus fantasmas y les hacen frente.  Otras necesitan tiempo para coger fuerzas y enfrentarse a ellos.  Y otras se esconden para que esos fantasmas no les vean.  En función de la opción que se tome, cada persona tendrá una vida diferente.

De igual manera, los tiempos son también diferentes.  Las personas más valientes se enfrentarán a sus miedos lo antes posible, para quitárselos de en medio y vivir una vida plena cuanto antes.  Las menos valientes necesitaran algo más de tiempo para enfrentarse a ellos y, aquellas que temen el enfrentamiento, es posible que nunca se atrevan a quitarse esos fantasmas, por lo que el tiempo que necesiten, será casi infinito.

Pero las personas tienden a enfrentarse a sus miedos cuando realmente están motivadas, bien porque han visto que, si no lo hacen, si no cambian su vida, nunca van a ser felices, o bien porque el amor les da la energía suficiente para cambiar.

En cualquier caso, hasta la persona más valiente que nos podamos encontrar, nunca tiene claro cuál será su destino, es posible que esa persona que esperamos ver al otro lado de la puerta no esté y, si lo está, no sabemos cómo nos recibirá, si nos volverá a querer.

Lo importante de todo esto es arriesgarse porque, aunque fracasemos, aunque nos volvamos a caer y a hacer daño, esta experiencia nos hará más fuertes y, quien sabe, igual tenemos la suerte de que la otra persona, esa a la que realmente queremos, está ahí para apoyarnos, para cogernos de nuevo de la mano y comenzar una vida juntos, una vida que nos hará felices a los dos.  Y si tenemos dudas, siempre podemos utilizar a un profesional de parejas que nos ayude a entendernos.

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La desaparición de Maria

26 mayo, 2018 por mycoach

María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado.  Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.

Pero su hermana la había encontrado, una vez más.  No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella.  Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada.  Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.

Así que la única opción era correr.  Correr hacia aquella puerta entreabierta.  Una puerta por la que salía un poco de luz del interior.  Una luz de esperanza.  Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa.  Alguien que la estaba esperando.  Alguien que la podía seguir amando.  Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.

Mónica estaba muy cerca de su hermana.  Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado.  De aquella persona que quería hundirla, destruirla.  Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional.  Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones.  No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para que “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.

María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.

El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada.  El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.

La puerta se abrió.  La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante.  El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco.  La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.

El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta.  Sus ojos no daban crédito.  ¿María? – preguntó.

La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú, qué alegría!

Sin embargo, al abrazar a aquella mujer, el hombre no sintió lo mismo que la primera vez que la había abrazado.  Aquella mujer era más fría, como si no tuviera corazón, como si se considerase el centro del mundo y le estuviese dando un abrazo de cortesía, sin amor, sin ternura ni cariño.  Aquella mujer que tenía entre sus brazos no era María, era su hermana, Mónica; y de golpe la soltó.

El hombre salió corriendo fuera de la casa, esperando ver a su amada, María.  Pero allí no había nadie.  Se giró y preguntó: “¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica sonrió.  Sabía que aquel hombre no sería capaz de encontrar a su hermana María porque, durante el forcejeo en el porche, Mónica había absorbido a María y, ahora, estaba dentro de ella, en una prisión de la que nunca podría salir.

El hombre insistió: ¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica, sin perder la sonrisa, respondió: “Te dije que no la buscaras, que no la encontrarías.  Y ahora ya nunca la volverás a ver”.

Al hombre se le cambió la cara.  Agarró a Mónica de la camisa y la sacó como si de un saco de patatas se tratase fuera de la casa donde le dijo: “Vete, no quiero verte nunca más.  Aléjate de mí para siempre”.

Mónica bajó los dos peldaños que daban al jardín y se acercó a su coche.  Entró en él.  Lo arrancó y se alejó de aquella casa mientras aquel hombre, con lágrimas en los ojos, cerraba la puerta que había mantenido entreabierta durante los últimos meses.

El cambio en las personas sólo se produce cuando la situación por la que atravesamos en insostenible, cuando vemos que lo único que nos puede salvar es cambiar.  Sin embargo, si la situación por la que pasamos no la consideramos como una situación a vida o muerte, sino que, por el contrario, es una incomodidad y nos puede perjudicar, nos puede dejar en una situación de debilidad frente al otro y es, además, un trance que puede ser doloroso (en todo cambio se experimenta cierto dolor), un trance que nos quitará de ser el centro del universo para ser una constelación más, entonces, no cambiaremos y nos mantendremos en nuestra zona de confort, gozando de la manipulación hacia los otros, culpando a los demás de nuestros problemas y sin hacer nada que nos pueda permitir vivir una vida feliz con la persona que amamos.

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La huida de María

19 mayo, 2018 por mycoach

María miró las marcas que había ido haciendo en la pared.  Las contó.  Veinticinco.  Llevaba veinticinco días en aquel cuarto.  Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.

Cien días desde que había visto por última vez a su amado.  Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana.  Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado.  Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él?  ¿Dónde estaría?  ¿La seguiría buscando?  ¿La seguiría queriendo?

María estaba cansada de su hermana.  Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana.  Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno.  Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar.  Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí?  Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería?  ¿Dónde estaba su felicidad?  ¿Dónde estaba el sentirse amada?  ¿O es que se había dado por vencida  y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?

Cien días, sí.  Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar.  Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas.  Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana.  Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal.  ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible!  Así que éste era el día de su huida.

María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas.  Se levantó por la mañana.  Se duchó.  Se vistió.  Desayunó.  Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada.  Nada diferente a otros días.  Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana.  Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.

Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales.  Subió a la habitación donde estaba María.  Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar.  María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.

María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera.  Había llegado el momento de escapar.

María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio.  Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana.  Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir.  Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo.  Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera.  Se puso manos a la obra.  No había que perder un minuto.

Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado.  Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.  ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma!  ¡Era libre!

Rápidamente sacó una pierna por la ventana.  Luego su cuerpo.  Y por último la otra pierna.  Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada.  Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.

Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo.  Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado.  Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.

Miró a su alrededor.  No se situaba del todo.  Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar.  Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando.  María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.

Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares.  En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente.  Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara.  Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo.  Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.

El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle.  Esa era la casa.  Esa era la vivienda donde residía su amado.  Su respiración se agitó.  Su corazón se aceleró.  ¿Estaría él en casa?  ¿La estaría esperando?  ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo?  Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.

María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa.  Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando.  Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.

De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!”  Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda.  María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta.  ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?

Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida.  También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas.  Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo.  Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.

Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas.  A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos.  Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.

Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros.  Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso.  Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.

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El centro del universo

12 mayo, 2018 por mycoach

Maribel era una joven atractiva, que sabía explotar sus encantos físicos con prendas que resaltaban su figura, al tiempo que su femineidad hacía que los hombres cayeran rendidos a sus pies cuando hablaba con ellos.

Cada vez que Maribel se iba de compras se sacaba fotos con las nuevas prendas que iba a adquirir y las enviaba a sus amigos para que le dieran su opinión, elevando así un poco más su ego.  Tal era su dependencia de estas opiniones que Maribel era como un sismógrafo de la opinión de las personas de las que se rodeaba.

Cuando se juntaba con sus amigas siempre estaba enfatizando el buen cuerpo que tenía, su aspecto, su atractivo y su sexualidad.  Mientras que cuando se juntaba con sus amigos, enfatizaba su intelecto, su estatus social, su poder y su dinero.

Un día, Maribel conoció a Mario, un tipo bueno y generoso que no sólo se quedó prendado de su belleza, sino que ella le inspiró el deseo de ser protegida, mostrándole sus problemas y sus vulnerabilidades.

Así comenzó una relación en la que Maribel era el centro de atención.  Sus necesidades siempre eran más importantes que las de él y sus deseos eran prioritarios.  Mario tenía que estar siempre atento a estos deseos porque, de lo contrario, desataría la ira de aquella mujer.

Las semanas pasaron y Maribel comenzó a sentir que su pareja le estaba en deuda, que se estaba convirtiendo en poco más que un parásito y que no estaba haciendo todo el esfuerzo necesario ahora que las cosas se estaban poniendo difíciles y monótonas.  Por su parte, Mario comenzaba a sentirse como si estuviera en una relación con una diosa del Olimpo, como si Maribel se hubiese distanciado de la realidad.

Mario estuvo analizando aquella situación e hizo lo posible por arreglarla, por solucionar aquellas diferencias que existían entre ambos, pero aquellas críticas constructivas que tenían como finalidad el crear una relación de pareja fructífera, no sólo cayeron en saco roto, sino que además enfurecieron a Maribel ya que, desde su punto de vista, Mario no la amaba.

Maribel se había convertido en una persona hipersensible a las críticas de su amado, y lo peor de todo, no las olvidaba.  Tal era así, que Maribel buscaba devolverle a Mario el mal rato que había pasado de alguna forma que le hiriera, y como ese dolor que sentía era porque Mario se había portado mal, lo castigó sin recibir amor ni sexo, al tiempo que aprovechó para reprocharlo y jugar con la culpa, reclamando que no valía nada y que todo era por su culpa.

Efectivamente, Mario se sentía mal, se sentía castrado, como si estuviera anulado, no deseaba brillar ni ser líder de aquella relación; ya que Maribel parecía necesitar estar en todo momento en el centro de los focos.  ¿Para qué ser el capitán de un velero que no tiene un puerto claro?  ¿Para que ir en un velero con una tripulación amotinada?

Pero Maribel todavía tenía un as en la manga para que Mario no se fuera de su órbita.  Así que, un domingo que estaban relajados en el sofá le preguntó: “¿Por qué no tenemos un hijo?”

¿Un hijo? – replicó Mario

No, no es que Mario no quisiera tener un hijo, lo deseaba con toda su alma, pero aquella mujer parecía estar más enamorada de sí misma que de él.  ¿Cómo una mujer que no pensaba en el “nosotros” sería capaz de concebir un hijo?  ¿Cómo una mujer que era incapaz de sentir afecto sincero podría dárselo a su hijo?  ¿No le estaría manipulando, utilizando en su propio beneficio?

Así que, con aquella mujer que se sentía el centro del universo, el ombligo del mundo, que se consideraba especial, única, grandiosa, como una persona de otra raza, de otra civilización, casi una divinidad encarnada; Mario respondió con un sutil “No es el momento”.

¿Cómo aquel ser inferior, su sirviente, su esclavo, había osado llevarle la contraria?  ¡Inaudito!  Su rabia volvió a salir y como sirviente que era, volvería a ser castigado por sus injurias.

Maribel se lo pensó unos segundos ¿Cómo le podría castigar a aquella persona?  Lo mejor sería quitarle todo su amor y su afecto, renunciar a él para que sufriera tanto como había sufrido ella.  Así que se acercó a él y le dijo “Mario, creo que nuestra relación no tiene solución.  Lo dejamos”.

La mujer narcisista (al igual que el hombre) lleva el concepto de autoestima hasta límites insospechados, no reconociendo sus errores ni limitaciones; destruyendo a su pareja, anulándola, porque es el otro el que está en deuda con ella y es la otra persona la que tiene que hacer el esfuerzo por solucionar las cosas.  La solución es adorarla, venerarla, porque es físicamente espectacular o porque es una hembra alfa.  Al honrarla, ella se emociona, porque desea esa veneración, ese cuidado.

La mujer narcisista está más enamorada de sí misma que de su potencial pareja, siendo incapaz de sentir afecto sincero por otra persona y teniendo comportamientos abusivos basados en el egoísmo y la manipulación.

Las relaciones de pareja de este tipo están destinadas al fracaso a menos que se haga algo al respecto, a menos que se busque la ayuda de un profesional que identifique este problema y pueda hacer una terapia que le permita al cliente salir de ese agujero.

En este sentido, las mujeres suelen estar más abiertas a dar estos pasos que los hombres, ya que en su mente femenina no es negativo el recibir ayuda de otra persona.  Por eso es fundamental que, cuando se detecta alguna de las señales que identifican a la persona como narcisista, es importante acudir a un profesional que nos pueda ayudar a cambiar, a entender por qué tenemos este comportamiento que, al final del día, nos hace destruir nuestras relaciones y evita que tengamos una vida plena con la persona que realmente nos ama.

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La domadora de leones

5 mayo, 2018 por mycoach

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

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Hundir la flota

28 abril, 2018 por mycoach

El capitán Maraver llevaba años comandando una pequeña flota de navíos que surcaban las aguas caribeñas en busca de tesoros.  Era un capitán bien conocido por sus colegas y hasta por sus enemigos, quienes le amaban tanto como le odiaban por ser un estratega que, en ocasiones, hacía cosas del todo inusuales.

Entre las cosas inusuales que hacía estaba la de destruir de vez en cuando sus propios navíos, bien porque los enviaba contra la flota enemiga a modo suicida, tal vez esperando asustar a sus enemigos o quizás para ganar la batalla por la sorpresa y estupor que aquello causaba en los otros ejércitos.  En cualquier caso, el capitán Maraver era conocido por destruir y diezmar su flota sin sentido alguno.

Lo que inicialmente comenzó siendo una flota de cincuenta navíos, había pasado a convertirse en una flota de escasas diez naves en los últimos cinco años.  Por algún motivo inexplicable el capitán Maraver seguía destruyendo navíos, incluso algunos que habían sido los buques insignia de la flota y que le habían ayudado a ganar batallas en tiempos pasados; estos también los había llevado al fondo del mar.

Una de las razones que achacaba para la destrucción de esos navíos era que él era el comandante en jefe de aquella flota y, todas sus decisiones eran las correctas.  No tenía por qué escuchar a las personas que le rodeaban.  Él hacía lo que quería cuando quería, sin consultar a nadie.  Esto hizo que los capitanes de los otros barcos se cuestionaran ciertas decisiones tomadas durante los últimos años, en especial aquellas que hacían que sus propios navíos fuesen expuestos a riesgos innecesarios frente a las tropas enemigas, poniendo la vida de sus tripulaciones en la cuerda floja.

Este tipo de actuaciones fue diezmando la moral de la flota.  De hecho, algunos navíos comenzaban a darse a la fuga en la oscuridad de la noche.  Los que se quedaban junto a él, quizás porque les resultaba interesante mantenerse junto a aquel capitán quien, aunque estrafalario de vez en cuando, era bien recibido en los puertos amigos, no le hacían mucho caso y lo utilizaban más que lo que le ayudaban.

El capitán Maraver no parecía ser consciente de este tema, de que se estaba quedando sin aliados en los que pudiera confiar, en los que pudiera apoyarse para seguir ganando batallas contra sus enemigos.  Algún capitán más allegado sí había intentado hacerle ver que la forma de actuar que estaba teniendo lo estaba llevando hacia su derrota final, pero incluso a estos, el capitán Maraver había tenido palabras y gestos ofensivos; haciendo que, al final, hasta los buques más cercanos al suyo, se alejaran de su lado.

Un día, cuando nadie parecía esperárselo, aparecieron por el horizonte veinte barcos de gran calado.  Barco de guerra con cañones a ambos lados de su eslora.  Barcos que venían surcando las aguas con un único objetivo, derrotar al Capitán Maraver.

Al ver aquello, el capitán Maraver llamó de urgencia a lo que quedaba de su flota, una flota una vez invencible que ahora apenas contaba con una decena de naves.  El capitán instruyó a sus jefes en la estrategia a seguir para no ser derrotados.  Unos navíos atacarían por el flanco derecho mientras otros los harían por el izquierdo.  Otros atacarían de frente, modo suicida, mientras el resto se quedaría detrás, esperando la orden de ataque.

Cada capitán se puso al mando de su nave, esperando la orden de ataque, esperando ver ondear aquella bandera negra que daría comienzo a la batalla.  Los minutos pasaban, la tensión se podía mascar en el aire.  Nadie se movía de sus puestos de combate cuando el vigía gritó: “¡Bandera negra, bandera negra!

Fue en ese momento, en el momento de izar aquella bandera negra cuando el capitán Maraver esperaba ver a sus navíos moverse según el plan acordado, sincronizados, con un movimiento casi harmónico hacia las naves enemigas.  Pero cuál sería la sorpresa del capitán cuando observó que aquellas naves que tenían que estar sincronizadas para el ataque, lo estaban ¡pero para la huida!

Todas las naves desaparecieron con la misma rapidez que cambiaba el tiempo en aquella zona del Caribe.  De estar rodeado de sus barcos, el capitán Maraver se encontraba totalmente solo, frente a todos aquellos barcos que venían a por él, rodeando su navío y sin darle opción a huida.  Aquel fue el final del capitán Maraver y su dominio de los mares.

En nuestro círculo de amistades podemos tener personas que nos pueden ayudar a conseguir nuestros objetivos en la vida y a mejorar como personas.  Personas que sólo están ahí por interés, para ver qué pueden sacar de nosotros, sin dar nada a cambio y sin mostrarnos su verdadera cara para evitar que las quitemos de nuestro lado.  E incluso nos podemos rodear de personas que no son buenas para nosotros, personas que nos absorben la energía, vampiros de los que tenemos que huir para no perecer.

Si no tenemos las herramientas necesarias para reconocer a cada tipo de personas que nos rodea, debemos acudir a un profesional que nos pueda asesorar y hacer ver qué es lo que queremos y cómo hacer para no perder a esos amigos de verdad quienes, aunque nos pueden llegar a herir cuando nos dicen las verdades a la cara, no es menos cierto que sólo buscan lo mejor para nosotros y, perderlos, puede suponer nuestra muerte social.

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