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La joven y el lobo

domingo, 22 julio, 2018

Era domingo, y como casi todos los domingos, Mariela se había levantado temprano para dar un paseo por el bosque.  Le encantaba pasear a esas horas, escuchando los primeros cánticos de los pájaros posados en las ramas de los árboles, pisando la hierba todavía húmeda por el rocío caído durante la noche, y viendo cómo los rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos enormes árboles centenarios para chocar sobre la tierra y calentarla, haciendo desaparecer aquella niebla matutina.

Mariela se puso sus zapatillas de correr y se anudó un jersey a la cintura por si acaso hacía fresco dentro del bosque.  Se bebió un café para despejarse un poco y algún complejo vitamínico que sacó del armario de la cocina y que siempre le venía bien antes de hacer ejercicio.  Cogió las llaves de casa y cerró la puerta tras de sí.

Mariela anduvo varios minutos antes de llegar al bosque.  Se paró por unos segundos para tomar una bocanada de aire fresco y escuchar a los pajarillos, que ya estaban dando saltos de rama en rama buscando su desayuno.  Miró a todos lados para tomar una referencia de dónde estaba y comenzó a andar siguiendo la senda que los ciervos, jabalíes y otros animales salvajes de la zona habían ido labrando con el tiempo.

Habían pasado treinta minutos desde que Mariela comenzó a andar por aquella estrecha senda.  Treinta minutos donde su cerebro se había ido relajando gracias al cántico de los pajarillos que revoloteaban a su alrededor.  ¡Qué paz se respiraba en ese momento!

Sí, se respiraba paz, demasiada paz.  Mariela paró en seco.  No se escucha nada.  Todo estaba demasiado tranquilo.  Abrió sus enormes ojos con ánimo de poder observar todo lo que estaba a su alrededor, pero aquella densa niebla que poco a poco iba desapareciendo no le permitía ver más allá de diez metros.

De pronto se escuchó un chasquido de rama delante de ella.  Sus músculos se tensaron y su respiración se entrecortó.  La adrenalina comenzó a correr libre por su torrente sanguíneo haciendo que estuviera más alerta y preparada por si tenía que huir.  De entre la niebla surgió un enorme lobo negro con manchas blancas en la cara y penetrantes ojos azules.  El lobo se paró y se quedó mirándola fijamente.

Mariela no se movió.  Se quedó petrificada ante tan majestuoso animal.  Majestuoso, sí, pero un asesino que en dos bocados podía terminar con su vida.  Miró a su alrededor con el ánimo de encontrar algún palo o piedra con el que poder defenderse de aquel animal en caso de que le atacara.  No había nada a su alrededor, salvo algún que otro helecho que, en caso de utilizarlo contra aquel animal, sólo le provocaría unas ligeras cosquillas.

Aquel animal que salía de entre la niebla se quedó parado por unos segundos, analizando la situación, igual que lo estaba haciendo Mariela.  Levantó ligeramente la nariz para intentar percibir el olor de aquella persona que paseaba sola por sus dominios.  Reconocía aquel olor.  No era la primera vez que aquellas moléculas entraban en su fosa nasal.  Aquel lobo sabía a quien tenía delante, por lo que bajó ligeramente su lomo para tomar impulso.

Mariela vio cómo aquel animal estaba a punto de saltar sobre ella y, justo una fracción de segundo antes de que diera el saltó, se dio la vuelta y comenzó a correr por aquella senda en dirección a su casa.

El lobo se quedó atónito, frenando su salto.  No esperaba que su presa saliera corriendo justo antes de que saliera impulsado por el aire, por lo que se quedó parado durante escasos segundos.  Segundos que Mariela aprovechó para poner tierra de por medio y coger cierta ventaja, con la esperanza de poder salvar su vida.

El lobo se preguntó por qué corría aquella persona, por qué huía de él ¿No sabía que le podía dar caza sin problema?  Aunque era todavía muy temprano para ponerse a correr detrás de una pieza como aquella, su instinto afloró de inmediato, recordando todas las lecciones que años atrás su madre le había enseñado en aquel mismo bosque.  Así que comenzó a perseguir a su presa.

Mariela seguía corriendo a todo lo que le daban sus piernas, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver la distancia que había entre aquella fiera y ella.  Aquel lobo había empezado a correr tras de ella y cada vez estaba más cerca.  Lo que antes eran metros, ahora eran centímetros entre las mandíbulas de aquel animal y su cuerpo.  Y, de pronto, lo sintió.

El lobo había lanzado sus dientes al aire y había cogido el jersey que Mariela llevaba atado a su cintura y que en esos momentos parecía la capa de un superhéroe.  Tiró con todo su cuerpo hacia atrás, intentando parar la huida de aquella mujer, mientras ésta miraba de reojo hacía atrás e intentaba liberarse del depredador que en pocos segundos acabaría con su vida.

Mariela había sido apresada por aquel lobo.  Aunque sólo le había cogido el jersey, Mariela se sentía que había perdido su libertad.  Su ritmo cardíaco se había incrementado notablemente.  La adrenalina estaba en su pico más alto.  Sus músculos estaban preparados para luchar a muerte.  ¿Qué iba a pasar durante los próximos segundos si no lograba soltarse?   ¿Qué opciones tenía?  ¡Tenía que pensar rápido porque el miedo se estaba apoderando de ella!

El lobo sintió que aquella mujer tiraba con fuerza intentando liberarse, por lo que apretó más la mandíbula para que su presa no se escapara mientras con sus cuartos traseros retenía su huida.  Los ojos de aquella mujer mostraban el miedo, el pánico que todas sus presas experimentaban segundos antes de ser asesinadas.  El lobo pareció comprender algo.  Paró en seco y abrió la mandíbula, liberando a su presa.

Mariela no se esperaba que el lobo la liberara tan bruscamente, por lo que perdió el equilibrio y cayó de bruces contra el suelo.  Al tocar el suelo, y como un acto reflejo, se giró para ver dónde estaba el lobo, arrastrándose hacia el árbol más cercano y protegiendo su espalda del ataque.  Se quitó la melena de la cara para ver un poco mejor y observó con pavor cómo aquella fiera se acercaba lentamente hacia ella.  Ahora, desde esa posición en la que se encontraba, estaba totalmente indefensa.  El lobo podía hacer lo que quisiera con ella.  Su respiración se agitó.  Aquellos ojos azules estaban cada vez más cerca.

El lobo paró a pocos centímetros de la cara de Mariela.  La miró de arriba a abajo y comenzó a olerla.  Mariela no se lo podía creer, pero siguió quieta como una estatua.  El lobo volvió a mirar a Mariela.  Se giró.  Y se fue caminando por donde había venido.

Mariela no daba crédito a aquella escena.  Aquel lobo la podía haber destrozado en menos de dos segundos.  Sin embargo, la había soltado y la había olido.  Nada más.  Y ahora se estaba marchando de nuevo ¿Qué había pasado?  ¿Por qué lo estaba haciendo?

Antes de que aquel animal desapareciera entre la niebla, Mariela dio un grito, como intentando llamar la atención del animal, mientras se levantaba del suelo y se sacudía un poco la ropa.  El lobo se dio la vuelta y se quedó mirando a aquella persona, intentando comprender qué es lo que quería decirle con aquellos aspavientos de manos y aquellos gritos: “¡Ven, toma!”.

El lobo se sentó en mitad de la senda, observando la escena.  Mariela se armó de valor y comenzó a acercarse al lobo, despacio, muy poco a poco.  No quería asustarlo y que desapareciera entre la niebla, ni quería que se sintiera amenazado y que la pudiera atacar de nuevo.

Mariela estaba al lado de aquel bello animal.  Se puso de rodillas frente a él y tomó la cara de aquella bestia con sus manos.  El lobo no se movió, tan sólo cerró sus ojos y dejó que aquella persona agitara su cara.  Mariela comenzó a acariciar la piel de aquel animal, mientras este respiraba profundamente, dejando que aquel ser le tocara.  Parecía que le gustaba, que no tenía ánimo de atacarla, que no era esa su intención inicial.

Mariela, más tranquila y relajada ahora, se puso en pie.  Volvió a sacudirse la ropa.  Se giró, y comenzó a andar por la senda camino a su casa.  A los pocos metros se dio la vuelta y miró a aquel lobo, quien se había levantado y se estaba preparando para entrar de nuevo en el bosque y desaparecer.

Mariela pensó “¿Qué debería hacer?  ¿Lo debería llamar y llevárselo con ella?  ¿O debería dejarlos que entrara en el bosque y desapareciera?

Todas las personas tenemos miedos irracionales que pueden interferir en nuestras relaciones personales.  Desde el miedo a la soledad, pasando por el miedo al fracaso o el mismo miedo a enamorarse.

Estos miedos están ahí para protegernos del mundo que nos rodea, para evitar que nos ataquen, para evitar que nos hagan daño.  Sin embargo, hay ocasiones en que esos miedos son miedos infundados, que la persona que tenemos frente a nosotros no tiene el ánimo de atacarnos, sino de estar con nosotros para ayudarnos.

Pero los que nos encontramos frente a estas personas con miedos irracionales (que no tienen por qué serlo), debemos ser más observadores para detectar si esa persona necesita su espacio, su libertad, o si necesita que la soportemos y ayudemos de alguna manera.  Es importante que analicemos qué es lo importante para la otra persona y no para nosotros, cómo podrá encontrar su felicidad.  Tal vez, en ocasiones, y para que la otra persona sea feliz, debemos dar un paso atrás, debamos soltar la presa y dejarla libre para que, desde esa libertad, pueda decidir qué es lo que quiere hacer.  Quizás sea el momento de desaparecer en la niebla.

En cualquier caso, la crítica no es útil.  Nuestro papel en la vida del otro no es la de manipular a esa persona para que haga lo que a nosotros nos puede interesar, sino, en el mejor de los casos, influir sobre ella para que tome la decisión más acertada.  Una decisión que sólo esa persona es capaz de tomar, teniendo en cuenta a las personas en las que confía, a las que escucha y por las que se siente apoyada.  Porque sólo a través de la confianza y el respeto podremos sacar lo mejor de las personas.

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La desaparición de Mónica

sábado, 2 junio, 2018

María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado.  Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.

Pero su hermana la había encontrado, una vez más.  No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella.  Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada.  Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.

Así que la única opción era correr.  Correr hacia aquella puerta entreabierta.  Una puerta por la que salía un poco de luz del interior.  Una luz de esperanza.  Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa.  Alguien que la estaba esperando.  Alguien que la podía seguir amando.  Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.

Mónica estaba muy cerca de su hermana.  Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado.  De aquella persona que quería hundirla, destruirla.  Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional.  Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones.  No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.

María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.

El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada.  El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.

La puerta se abrió.  La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante.  El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco.  La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.

El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta.  Sus ojos no daban crédito.  ¿María? – preguntó.

La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú!

Poco a poco se acercaron el uno al otro.  Se miraron a los ojos y se fundieron en un abrazo mientras él le decía al oído: “Te quiero, siempre te he querido y siempre te querré”.  María se sonrió y respondió: “Yo también te quiero”, mientras veía cómo su hermana Mónica que estaba detrás de aquel ventanal se desvanecía y desaparecía para siempre.

Las personas tenemos diferentes formas de enfrentarnos a nuestros miedos.   Las hay que se plantan delante de sus fantasmas y les hacen frente.  Otras necesitan tiempo para coger fuerzas y enfrentarse a ellos.  Y otras se esconden para que esos fantasmas no les vean.  En función de la opción que se tome, cada persona tendrá una vida diferente.

De igual manera, los tiempos son también diferentes.  Las personas más valientes se enfrentarán a sus miedos lo antes posible, para quitárselos de en medio y vivir una vida plena cuanto antes.  Las menos valientes necesitaran algo más de tiempo para enfrentarse a ellos y, aquellas que temen el enfrentamiento, es posible que nunca se atrevan a quitarse esos fantasmas, por lo que el tiempo que necesiten, será casi infinito.

Pero las personas tienden a enfrentarse a sus miedos cuando realmente están motivadas, bien porque han visto que, si no lo hacen, si no cambian su vida, nunca van a ser felices, o bien porque el amor les da la energía suficiente para cambiar.

En cualquier caso, hasta la persona más valiente que nos podamos encontrar, nunca tiene claro cuál será su destino, es posible que esa persona que esperamos ver al otro lado de la puerta no esté y, si lo está, no sabemos cómo nos recibirá, si nos volverá a querer.

Lo importante de todo esto es arriesgarse porque, aunque fracasemos, aunque nos volvamos a caer y a hacer daño, esta experiencia nos hará más fuertes y, quien sabe, igual tenemos la suerte de que la otra persona, esa a la que realmente queremos, está ahí para apoyarnos, para cogernos de nuevo de la mano y comenzar una vida juntos, una vida que nos hará felices a los dos.  Y si tenemos dudas, siempre podemos utilizar a un profesional de parejas que nos ayude a entendernos.

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La domadora de leones

sábado, 5 mayo, 2018

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

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Miedo a enamorarse

sábado, 14 abril, 2018

Martina era una mujer joven y atractiva.  Una mujer que, cuando paseaba por la calle, los hombres se daban la vuelta para mirarla.  Una mujer a la que los hombres se acercaban tanto si estaba en una cafetería con sus amigas como si estaba en una discoteca bailando.  Su extroversión también hacía sencilla esa aproximación por parte de los hombres y que así, estos, no la vieran como un «bicho raro» al que no había quién se acercara, sino como a una mujer accesible, aunque con sus límites, claro.

Sin embargo, Martina sólo se había enamorado una vez; hacía ya muchos años.  Una vez en la que se quedó prendada de aquel galán que luego pasó a ser su marido, por quien siempre sintió gran admiración.  Pero desde que éste murió en un accidente hacía ya una década, Martina no se había vuelto a enamorar de nadie.  Sí, había tenido parejas durante este tiempo, pero ninguna de ellas le había durado demasiado.  Siempre había terminado separándose de ellos y no llegando a completar la relación.

Un día, mientras Martina paseaba por la calle, se encontró con su amiga Piluca, quien iba acompañada de su amigo Fernando, a quien presentó durante la conversación entre ambas mujeres.

Fernando era un chico un poco mayor que Martina, de cara curtida por los años, pero quien retenía ese atractivo que tuvo durante su juventud.  Fernando intervino poco durante la conversación que mantuvieron ambas mujeres, pero los pocos comentarios que hizo mostraron que era un tipo interesante y divertido.

A los pocos días Martina tuvo la ocasión de volver a coincidir con Fernando en un evento, donde tuvieron tiempo para tomarse un par de cafés y quedar para otro día; dando así comienzo a una relación de pareja que parecía prometer un futuro diferente.  Una relación donde Martina volvió a sentir el amor que no había sentido desde hacía muchos años.  Un amor verdadero que le daba alas, que le daba tanta energía que era capaz de comerse el mundo y, aunque no se lo comiera, le daba fuerzas para creer que tenía un futuro con Fernando, un futuro como el que una vez tuvo con su difunto marido.

Los días pasaron, y Martina comenzó a sentir cómo se acercaba más y más a esa persona, cómo su vida comenzaba a cambiar, cómo su vida comenzaba a girar en torno a esa persona.  Y se asustó.  De pronto Martina sintió vértigo.  Se asustó y dio un paso hacia atrás, como queriendo quitarse de aquel precipicio al que se había acercado demasiado.  La cabeza se le comenzó a llenar de preguntas, preguntas que tal vez no tenían sentido alguno y eran irracionales, pero preguntas que la agobiaban y le saboteaban: ¿Me querrá manipular?  ¿Perderé mi libertad?  ¿Perderé mi singularidad? ¿Tendré que hacer lo que me diga?

Poco a poco la ansiedad que le generaban estas preguntas hacía que no pudiera respirar, que se ahogara.  No sabía qué hacer.  No sabía cómo solucionar, o eliminar aquella sensación que le oprimía el pecho.  ¿Qué podía hacer para no tener esa sensación, para erradicarla de una vez por todas?

Martina entró en Internet y buscó algún remedio que pudiera evitar aquella sensación.  Tras muchas búsquedas, encontró una página web donde vendían unas píldoras que parecía que podían quitarle aquella sensación de agobio que tenía; por lo que pidió una caja de cincuenta píldoras para probar.

A los pocos días le llegaron las píldoras por correo postal.  Inmediatamente abrió la caja y leyó las instrucciones de uso.  Recomendaban una píldora cada doce horas.  Corrió a la cocina.  Llenó un vaso con agua.  Se metió una píldora en la boca y bebió un poco de agua para arrastrar aquella píldora hacia su estómago.  La cura había comenzado.

A las pocas horas Martina comenzó a notar que aquella píldora comenzaba a surtir efecto.  La sensación de agobio que le oprimía el pecho comenzaba a desaparecer.  La multitud de preguntas que correteaban por su cabeza parecían asentarse y, algunas de ellas, hasta a desaparecer.  Aquello parecía un milagro.  ¡Se estaba recuperando!

Durante los siguientes días, Martina no dejó de tomar una píldora cada doce horas, para evitar que el efecto se disipase.  Sin embargo, aquellas píldoras que eran buenas para ella no parecían serlo para Fernando, quien había notado un cambio en su pareja desde que comenzó a tomar aquellas pastillas; por lo que se lo hizo saber a su pareja: “Martina, desde que tomas estas pastillas no eres la misma, te noto diferente.  ¿Qué te pasa?”

Martina se sorprendió por este comentario de Fernando, por lo que volvió a coger el prospecto de aquellas píldoras para averiguar si tenían algún efecto secundario en las personas.  Leyó un párrafo, y otro, y otro más, en busca de esos efectos que percibía Fernando; y allí estaban, en el dorso del prospecto.  Efectivamente, ¡aquellas píldoras tenían efectos secundarios!

Las pastillas te hacían sentir mejor cada vez que las tomabas, era cierto; pero también te iban congelando el corazón para que éste no sufriera.  La congelación de este órgano hacía que la persona fuera más racional y, así, la gente que la rodeaba, no pudiera manipularla y, de esta forma, nadie pudiera hacerla daño.

Martina se paró en seco al leer aquellas palabras ¿Tendría miedo de que la hicieran daño?  ¿De que la pudieran manipular y perder así su singularidad?  ¿Fernando era ese tipo de hombre?  Las instrucciones de uso y sus efectos secundarios le estaban generando nuevas dudas, dudas que hasta el momento no se había planteado, dudas que harían que tuviera que tomar una decisión: (1) dejar de tomarlas y confiar en su pareja para comenzar una vida en pareja equilibrada donde ninguno de los dos estuviera por encima del otro, donde ninguno de los dos buscara el estar por encima del otro y donde toda la relación se basase en la confianza; o (2) seguir tomando esas pastillas que le permitían dominar la situación, ser una persona calculadora y dominante donde ningún hombre pudiera decirle qué hacer o cuándo hacerlo, perdiendo así a su pareja actual y, posiblemente, a cualquier otra que pudiera aparecer en el futuro.

Durante unos minutos estuvo cavilando, dando vueltas a estas y otras opciones.  Tras un rato sentada en el sofá de su casa, se levantó.  Llamó a Fernando.  Se acercó a él y le dijo… “Te quiero”.

En muchas ocasiones nos surgen miedos que hacen que nos quedemos parados, miedos que pueden hacer que una relación no siga adelante, miedos, tal vez, infundados; porque quizás, la persona que tenemos a nuestro lado no es el tipo de persona que tiene previsto hacernos daño, sino que lo que pretende es que crezcamos como personas.

Pero también es cierto que, en muchas otras ocasiones, nos podemos encontrar con personas que quieren utilizarnos, que quieren quitarnos esa singularidad.  Puede que estas percepciones sean ciertas o no, pero lo importante es ver que las tenemos y acudir a un profesional que nos pueda ayudar a ver la diferencia y descubrir herramientas que nos permitan evitar que nos ataquen, o que nos permitan tener una vida plena con la persona que amamos.

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El cervatillo

sábado, 17 marzo, 2018

Los primeros rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos árboles centenarios que poblaban el bosque.  La luz de esos rayos hacía de despertador natural al impactar en los ojos todavía cerrados de los animales que todavía permanecían acurrucados bajo alguna rama o escondidos entre los matorrales al resguardo de los depredadores nocturno que merodeaban por esos lares.

Ricardo se había despertado antes de que sonara la alarma de su reloj.  Llevaba una temporada en la que no podía dormir bien debido al estrés del trabajo.  Por lo que al abrir aquella mañana los ojos y ver que estaba amaneciendo, decidió salir a dar un paseo por el bosque, aunque este no estuviera del todo despierto.

Ricardo comenzó a andar entre los helechos que habían recogido el rocío de la madrugada, y saltando entre las ramas derribadas por los vientos de los últimos días, cuando vio un cervatillo que asomaba su cabeza entre dos árboles, curioso por el ruido que lo había despertado.  Ricardo se paró en seco para no asustar a tan bella criatura.

El cervatillo levantó su oscura nariz para oler las moléculas que entraban por sus fosas nasales e intentando identificar si el olor que percibía era de un depredador o era de algún otro animal del que no debía preocuparse.  Ricardo seguía quieto, sin ni siquiera mover una pestaña, mientras observaba aquel acontecimiento que sólo se le presentaría una vez en su vida.

El cervatillo giro la cabeza siguiendo el rastro del oler que le llegaba y fue entonces cuando detectó la figura de Ricardo entre algunos arbustos.  Sin embargo, en vez de salir despavorido hacia el lado contrario, aquel animal comenzó a acercarse hacia donde estaba Ricardo, quien quedó atónito por aquel acontecimiento.

El cervatillo siguió avanzando hasta llegar a pocos centímetros de Ricardo, quien seguía inmóvil e intentando controlar la respiración, la cual había ido aumentando progresivamente mientras el animalito se acercaba cauteloso.

Ricardo, muy lentamente extendió su mano para que aquel cervatillo no tuviera que romper su distancia de seguridad y, sin sentirse amenazado, pudiera olerle y así conocerle.  El cervatillo no dejaba de mirar a Ricardo fijamente, con algo de desconfianza, pero no se echó para atrás mientras él extendía su mano, sino que, al contrario, se acercó para olerla y quedarse con aquella fragancia que emanaba de aquel ser que se mantenía erguido a dos patas.

De pronto, el bullicio de los pájaros hizo que el cervatillo levantara la cabeza, mirase a todos lados, y pegase dos saltos que lo alejaron del lado de Ricardo en menos de un segundo.  Ricardo, mientras tanto seguía sorprendido de aquella experiencia.  No daba crédito a lo que había pasado hacía escasos minutos.  Se dio la vuelta y volvió a su casa siguiendo el mismo camino que lo había llevado a ser el protagonista de aquella experiencia.

Los días pasaron y Ricardo no podía olvidar a aquel cervatillo que se había acercado para oler su mano.  Un cervatillo sin miedo o sin sentido común.  Pero un cervatillo que había captado su atención.  Tanto era así que Ricardo pensó que lo había visto cerca de su jardín a los pocos días de aquel encuentro, por lo que comenzó a salir al jardín más a menudo para ver si lo que le había parecido que era el cervatillo, era realmente él.

Comenzó así a pasar horas y horas sentado en la hamaca de su porche esperando que aquella cabecita asomara entre los arbustos.

Una tarde, mientras esperaba al cervatillo tomando una cerveza para refrescar su gaznate, apareció de entre los árboles aquel cervatillo valiente quien, con paso cauto, entró en el jardín de Ricardo.

Ricardo paró de mecerse y dejó la cerveza sobre la mesita que tenía al lado.  Se quedó mirando fijamente al cervatillo, mientras este se paseaba por el jardín, agachando la cabeza de vez en cuando para comer algo de hierba fresca y mirando de reojo a Ricardo, quien se mantenía sentado en la hamaca.  Al poco rato, el cervatillo, levantó las orejas y salió corriendo hacia el bosque, donde desapareció entre la maleza.

Aquel no sería el último encuentro que Ricardo tendría con aquel cervatillo.  A medida que los días pasaban, aquel cervatillo venía más a menudo a casa de Ricardo, se quedaba más tiempo y se acercaba más a Ricardo.  Tanto se llegó a acercar que las últimas veces el cervatillo había llegado a subir los escalones que llevaban al porche y había incluso olisqueado la bebida que en aquel momento tenía Ricardo sobre la mesa.

Parecía que aquel cervatillo tenía ya confianza suficiente con Ricardo y sabía que este no le iba a hacer daño alguno.

Algunas personas son como los cervatillos en el bosque, asustadizos, y en cuanto nos intentamos acercar pueden tomarlo como una agresión que pone en riesgo su vida y salen huyendo.  Por eso es importante dar a las personas el tiempo que necesiten para que se sientan cómodas con nosotros, para que sepan que no les vamos a hacer ningún daño y que pueden confiar plenamente en nosotros.

Si somos capaces de dar esa confianza a nuestra pareja o amistades, entonces tenemos ganado mucho terreno frente a otras personas que pueden ser menos pacientes y que se lanzan enseguida a saber más sobre la persona que tienen frente a ellos.

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El macho castrado

sábado, 27 enero, 2018

Ted era un travieso cachorro de apenas cinco meses.  Su pasión en esta vida era comer y hacer diabluras aquí y allá.  Un minuto podía estar comiéndose la comida de sus compañeros y al siguiente destruyendo unas zapatillas en la habitación, o se comiéndose una revista sobre el sofá del salón, o sacando los Kleenex de su caja y dejándolos esparcidos en mil pedazos por la habitación.  Igual de travieso era cuando salía a la calle.  En cuanto ponía un pie en la acera comenzaba a correr como si la calle no tuviera fin.  Eso sí, cuando olía un chicle de menta pegado a la acera, paraba en seco y hacía lo imposible por llevárselo a la boca y mascarlo hasta que su dueña se lo sacara de la boca.

Aun siendo un trasto, todo el mundo lo adoraba.  Por la calle lo paraban cada diez metros para acariciarlo, tocarlo o incluso sacarse una foto con él.  Era el típico cachorro de cara simpática que te gustaría estrujar durante horas.  Tan era así que, todas las noches, después de cenar, se subía sobre las piernas de su dueña, a modo de pequeña manta térmica, para ver la serie televisiva que estuviera viendo, aunque no entendiera nada.

Ted era también un pequeño macho alfa en potencia.  No dejaba que nadie jugara con sus juguetes y, cuando alguien lo hacía, se tiraba a por ellos para clavarles el diente; lo cual le hizo ganarse algún que otro manotazo por parte de su dueña y algún que otro gruñido por parte de sus compañeros de piso que estaban jugando o descansando tranquilamente.  De hecho, cuando jugaba con otros perros adultos, les podía hincar el colmillo si no le gustaba lo que estaban haciendo.

Estos hechos hicieron que su dueña viera un potencial riesgo en aquel cachorro.  ¿Qué pasaría si atacara a uno de sus compañeros de casa?  ¿Qué pasaría si atacaba a otro perro en la calle y le causaba heridas?  ¿Qué pasaría si las heridas fueran graves?  ¿Tendría que sacar un seguro adicional para el perro?  Todas estas preguntas generaron ciertos miedos que comenzaron a aferrarse en la mente de su dueña, quien fue a hablar con su veterinario para analizar la posibilidad de operar al cachorro lo antes posible.

Los meses pasaron y, el que era un cachorro, se fue convirtiendo en un pequeño adolescente cada vez mejor educado, cada vez menos trasto, cada vez más inteligente.  Sin embargo, la dueña del animal había tomado su decisión hacía tiempo, lo iba a operar para evitar cualquier problema en el futuro y así lo pudiera manejar más fácilmente.

Y llegó el día clave.  Aquella mañana su dueña sacó a Ted a dar un paseo, un paseo que lo llevó a la puerta del veterinario.  Ted no tenía muy claro por qué lo llevaban allí, ya que no se encontraba mal y tenía todas las vacunas al día.  Al entrar en la consulta lo subieron en una camilla y le dieron una pastilla, una pastilla que lo empezó a adormecer.

No sabía cuánto tiempo se había quedado dormido, ni dónde estaba, lo único que sabía es que su dueña estaba junto a él, acariciándolo, sonriendo al ver que se había despertado.  También tenía una cierta molestia entre las piernas, pero no tenía muy claro a qué se debía.  Una vez se recuperó un poco más y pudo tenerse sobre sus piernas, su dueña le puso la correa y se lo llevó a casa de nuevo.

Los días pasaron, y aquella molestia que tenía entre las piernas se le fue pasando.  No sólo se le pasó esa molestia, sino que ya no sentía la necesidad de correr por todo el pasillo como si fuera una pista de despegue, ni de quitar los juguetes a sus compañeros, ni de divertirse con ellos saltando y dando brincos de una butaca a la otra.  Algo había cambiado.  No sabía qué, pero no era el mismo.

Por su parte, la dueña de Ted también notaba la diferencia.  De ser un perro travieso difícil de manejar, se había convertido en un perro del montón, un perro muy tranquilo que a todo decía que sí.  Parecía como si le quisiera complacer en todo aquello que le propusiera.  Sin embargo, y aunque estaba contenta por poder manejar al cachorro, tampoco lo estaba del todo, ya que éste había perdido su fuerza, había perdido ese nervio que a ella le gustaba, ese nervio travieso y cabezón que le retaba a ella a hacer las cosas de otra forma.  Ya no se podía divertir con las travesuras del pequeño, ahora era uno más.  Y eso, en el fondo, no le gustaba.

El hombre castrado (simbólicamente) ha perdido su masculinidad, se ha convertido en una persona impotente frente a la mujer con la que comparte su vida porque, entre otras cosas, la considera una persona vengativa o irascible, teniendo que ceder a todas las demandas y caprichos que ésta tenga.  De esta manera la mujer le pierde el respeto, abusa de él y lo somete como quien somete a un perro.

Estas mujeres que someten al hombre tienen las mismas necesidades afectivas ahora que cuando eran pequeñas, y siguen teniendo sus sueños y sus objetivos en esta vida.  Sin embargo, la diferencia está en que se han creado un armazón para evitar los ataques de los hombres y las otras mujeres.

Y es este miedo a ser atacada, a ser manipulada por el otro, lo que hace que estas mujeres se defiendan, castrando al hombre en previsión de lo que podría pasar, castrándolo para poder dominarlo, para que no les haga daño, un daño que, en algunas ocasiones, es del todo irreal.

Si el hombre detecta esta castración, es importante tomar cartas en el asunto, pero no se trata de discutir con nuestra pareja ni de recuperar el pene (el poder) arrebatándoselo al otro, sino de volver a tener nuestra singularidad, una singularidad que nos diferencia de los otros.  Tal vez sea hora de recuperar la libertad para poder decir que NO, y comenzar a hacer aquellas cosas que consideramos que son correctas.

Es posible que al principio no tengamos las fuerzas ni las herramientas para comenzar a recuperar esa virilidad perdida, por lo que siempre podemos acudir a un profesional que nos pueda orientar y ayudar con nuevas herramientas que podamos utilizar para recuperar nuestra vida y compartirla con las personas que amamos de una forma equilibrada y madura.

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El último tren

viernes, 23 noviembre, 2012

Faltaban pocos minutos para que el tren nocturno partiera de aquella estación.  Mientras el maquinista arrancaba de nuevo los motores, y el guardagujas terminaba de revisar su listado de tareas antes de la partida, una hermosa mujer de cabello oscuro y ojos claros caminaba por el andén hacia su vagón con un libro en una mano y su pequeña maleta de viaje en la otra.

Cuando el reloj marcaba las 11 horas y 59 minutos aquella belleza ibérica puso un pie sobre la escalerilla de su vagón.  Antes de impulsarse hacia arriba echó una mirada atrás, como intentando traer a su mente algún recuerdo melancólico de su estancia en aquella ciudad que apenas duró unas pocas horas.  Esbozó una sonrisa y se impulsó dentro del vagón.

Mientras caminaba por el estrecho pasillo del vagón escuchó de fondo el silbato del guardagujas advirtiendo de la inminente partida de aquel tren de media noche.  Los motores diésel de aquella vieja locomotora rugieron de nuevo a máxima potencia, tirando de toda su carga bruscamente.  Aquel repentino golpe hizo que aquella bella mujer perdiera el equilibrio y el libro que sujetaba con una de sus manos cayera al suelo.

Al recobrar el equilibrio suspiró con cierto malestar y se agachó a por su lectura.  Pero justo antes de poder alcanzar Las Cincuenta Sombras de Grey que yacían sobre el suelo, otra mano se adelantaba a cerrar la cubierta del libro y entregárselo a medio camino.

Ante la sorpresa inicial, aquella mujer no pudo más que levantar su mirada para ver quién era la gentil persona que se había agachado a por su libro.  Un hombre de ojos verdes y melena alborotada la sonreía y miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba la obra con una mano y con la otra se agarraba a la pared para no perder el equilibrio con el traqueteo inicial del tren.

La sangre fluyó a las mejillas de aquella belleza íbera, mostrando inconscientemente todo el rubor que aquel desconocido había provocado en ella.  En un intento por romper aquel incómodo instante, aquella mujer logró sacar de su garganta un suave y tímido: “¡Gracias!”, mientras extendía su mano para alcanzar el libro.

El cambio de vía en aquel preciso instante hizo que toda ella se zarandeara, haciendo que su mano rozara suavemente la de aquel galán.  Un flujo eléctrico recorrió todo su cuerpo.  Su vello se erizó, sus pupilas se dilataron, sus ojos se abrieron denotando sorpresa y su respiración se entrecortó.  De un salto, aquella mujer que apenas rondaba los treinta años, se puso en pie, y con el libro en la mano se giró y prosiguió su camino con la cabeza baja y las mejillas sonrojadas.

Al llegar a la puerta de su compartimiento se giró para despedir con una sutil sonrisa y una pícara mirada a aquel caballero de elegante porte que caminaba pasillo abajo y que parecía no haberse percatado de su existencia.  Una vez dentro de su camarote se sentó en la butaca, la cual se convertiría en cama en breve, y recordó aquellos ojos verdes y aquella melena que graciosamente los tapaba.

Mientras tanto, aquel desconocido había llegado a su butaca con un solo pensamiento en la mente: volver a ver a aquella mujer.  Lo más curioso de todo era que, aquel hombre, que ya peinaba canas, sentía una sensación que hacía años que no sentía.  Su corazón se aceleraba involuntariamente al pensar en aquella mujer con la que se había topado hacía escasos momentos.  De hecho, parecía como si éste músculo quisiera salir de su pecho y correr hacia el camarote de la mujer que había rozado su mano de forma casual.  Sentía cómo todo su ser se alegraba de aquel encuentro fortuito por alguna extraña razón.

Los minutos pasaron, y aquella sensación de júbilo y nerviosismo seguía presente en él.  ¿Cómo podría tranquilizar su corazón y su mente?  Tal vez el darse un paseo por lo vagones lo ayudaría a relajarse.  Así que, dicho y hecho, apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se levantó de aquella butaca.  Miró a uno y otro lado del vagón y comenzó a caminar por el tren con la ilusión de encontrar a aquella mujer de nuevo.

Al llegar al vagón donde ambos se habían encontrado al iniciar su viaje, se paró.  Su mirada comenzó a buscar, inconscientemente, a aquella mujer de larga melena; pero el vagón estaba vacío.  Su corazón se apenó.  Se giró hacia la ventana y se quedó mirando por ella hacia los árboles que pasaban furtivamente delante de sus ojos.

De pronto, al fondo del vagón, se escuchó el ruido de una puerta que se abría.  Su corazón se aceleró.  Giró la cabeza.  Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron en un intento por captar toda la luz y no perder detalle alguno de la acción que transcurría unos metros más allá.  Su cara esbozó una sutil sonrisa y dio un paso hacia delante, como si una energía invisible le atrajese hacia aquel ruido.  Pero de aquella cabina donde se produjo el ruido no salió la mujer que él deseaba, sino el revisor del tren con unas mantas en su mano.  ¡Su gozo en un pozo!  Suspiró y se giró de nuevo hacia la ventana mientras el revisor llamaba a la siguiente puerta.

¿Dónde estaría aquella mujer?  ¿Volvería a verla de nuevo algún día?  ¿Podría intercambiar unas palabras con ella?  Mientras se hacía estas preguntas las luces del pasillo bajaron de intensidad y del compartimiento donde hacía escasos segundos había entrado el revisor, salía una persona que, al igual que él, se puso frente a aquella ventana para ver la campiña, las estrellas y la luna que todo lo iluminaba en aquel instante.  Él giró su vista hacia el lugar donde el taconeo se había silenciado y la vio.  Allí estaba ella, aún más bella si cabe por el reflejo de los rayos de la luna sobre su larga melena.  Enderezó su cuerpo, mientras ella, con cara de sorpresa, intentaba no ruborizarse de nuevo.  Sus cuerpos se alinearon el uno frente al otro y, tal y como dicta la teoría newtoniana, se atrajeron el uno hacia el otro.  Paso a paso aquellas dos sombras comenzaron a acercarse.  Poco a poco, sin prisas, hasta llegar a una distancia de poco más de medio metro entre sus cuerpos.

A partir de ese momento pareció haber una conexión entre aquellas dos almas.  Durante las siguientes horas estuvieron hablando de esto, de aquello, y de lo de más allá.  Parecía como si se conocieran de toda la vida, ya que podían hablar de casi cualquier tema.  Las conversaciones se entrelazaban aunque no tuvieran relación la una con la otra en un primer instante.  Por la ventana del vagón cafetería comenzaron a entrar los primeros rayos de sol.  El tiempo había pasado tan deprisa que ninguno de aquellos locuaces seres de la noche se había dado cuenta de que estaba amaneciendo.  Ambos se levantaron de aquellos asientos y, dejando tras de sí varias tazas de café sobre la mesa, cambiaron de vagón.

Al llegar al camarote de donde ella había salido horas antes, ésta agarró el pomo de la puerta y lo giró suavemente.  Antes de abrir completamente la puerta se dio la vuelta y se quedó mirando a su acompañante.  Aquel galán nocturno miró aquellos ojos azules durante apenas un segundo y su corazón no pudo más que revolucionarse de nuevo.  Respiró profundamente y miró aquellos tersos labios rojos y, sin explicación aparente, surgió un deseo incontrolable de besarlos. Lentamente acercó su rostro al de ella y, de pronto, sintió cómo todo su cuerpo era agitado.  ¡Señor, señor, ya hemos llegado a su destino!  Abrió los ojos y vio al revisor zarandeándolo.  Le dio las gracias y se incorporó en su butaca.  Mientras se acicalaba y peinaba la melena se abrió la puerta de su vagón, por donde entró aquella mujer a la que había recogido el libro y con la que había soñado.

Las oportunidades se nos suelen presentar una vez en la vida.  El saber aprovechar esa oportunidad depende exclusivamente de nosotros, de saber gestionar nuestros miedos.  Por tanto, si consideramos que nos debemos arriesgar y dar el paso, seamos valientes, demos los pasos necesarios para alcanzar ese objetivo y, aunque el desenlace no depende sólo de nosotros, la experiencia nos podrá aportar alegrías o conocimiento adicional para mejorar y desarrollarnos para cuando se presente una oportunidad similar en el futuro.

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El señor escondido

lunes, 3 septiembre, 2012

Serafín era para la mayoría de sus amigos una persona afable con la que se podía tomar una cerveza después del trabajo, echar unas risas, y hablar de un sinfín de temas. De igual manera, las mujeres que habían tenido la oportunidad de compartir una cena, o un baile, le describían como una persona simpática, con un ápice de timidez, combinación ésta que aumentaba su atractivo, a pesar de la falta de encantos físicos del susodicho.

Como cada tarde después del trabajo, Serafín volvió caminando a casa. Durante el trayecto se topó con varios conocidos, a quienes lanzó un escueto “hasta luego” sin perder la velocidad de crucero que había alcanzado y sin apenas desviarse de su ruta. Esta actitud sorprendió a más de uno, quien supuso que algo le pasaba para que no se parara a charlar con él aunque fuese un par de minutos, como ya había hecho en ocasiones anteriores.

Efectivamente, el día de Serafín había sido un completo desastre. Si en alguna ocasión los astros se debían alinear para generar una serie de situaciones catastróficas que le afectaran directamente a él, había sido aquel día. La ruptura de la impresora evitó que pudiera imprimir su presentación minutos antes de la llegada de su cliente más importante; el sistema de filtrado de la máquina de café también falló en el momento de ir a preparar las bebidas; no sólo eso, sino que la ineptitud de la persona que trajo los cafés de la cafetería de la esquina hizo que tropezara al entrar en la sala y derramara el oscuro líquido por toda la mesa donde se encontraban los documentos que acababa de subir de la imprenta. Así que lo mejor parecía ser llegar lo antes posible a casa y dar por terminado el día.

Al llegar frente a la puerta de su casa Serafín sacó las llaves de su bolsillo. Abrió la puerta. Entró en su casa. Cerró la puerta tras de si y dejó las llaves sobre la mesita de la entrada. Se dirigió a su cuarto, donde dejó la chaqueta, el maletín y la corbata. Mientras se desabotonaba la camisa se dirigió al salón. Encendió la luz. Bajo las persianas que daban a la calle y se acercó a la biblioteca. Extendió su mano derecha y tiró de un libro como si quisiera sacarlo de la estantería para leerlo. En ese momento se escuchó un clic y el mueble comenzó a separarse de la pared.

Aquella biblioteca escondía tras de sí una entrada protegida por una puerta de acero. Serafín se acercó a ella y marcó una serie de números en el panel situado a la derecha de la puerta. Se escuchó un pitido de confirmación y el aire que bloqueaba los engranajes de sujeción fue expulsado por las aberturas que se encontraban alrededor del marco metálico. Aquella mole de acero comenzó a moverse lentamente, mientras Serafín ponía una silla delante de aquella entrada y se sentaba a esperar.

Al cabo de unos segundos Serafín escuchó el sonido de unas cadenas y observó como una silueta se acercaba hacía donde él se encontraba. Serafín tomó aire y apretó la espalda contra el respaldo de la silla, como en un intento de alejarse un poco más de aquel ser que salía de entre la oscuridad. Todavía con las manos cerca de los ojos, en un intento de protegerlos de la luz, aquel ser pudo oler a Serafín, momento éste en el que aquella bestia se lanzó hacia la salida con toda su energía. Serafín se levantó bruscamente de la silla y dio un paso atrás; pero las cadenas que sujetaban a aquella cosa impidieron que pasara más allá del marco de la puerta de acero.

Fue entonces cuando Serafín se acercó a una distancia prudencial de aquel ser y comenzó a contarle su día: lo mal que lo había pasado, la frustración que había sentido, la impotencia, la rabia. A cada minuto que pasaba la respiración de aquella cosa era más agitada y un dolor enorme comenzaba a recorrer todo su cuerpo. Estaba creciendo. Sus rodillas se doblegaron ante el dolor y cayó al suelo, mientras Serafín continuaba con su relato, cada vez más acalorado. La bestia no dejaba de gruñir con cada palabra que lanzaba Serafín, y su cuerpo aumentaba de volumen como un globo cuando se infla.

Después de quince minutos Serafín estaba totalmente relajado. Se sentía bien. Miró a aquel ser que yacía sobre el suelo y marcó de nuevo el código en el panel para cerrar aquella sala secreta. Mientras se cerraba aquella enorme puerta de nuevo Serafín echó una última mirada a aquel ser que volvía la cara para mirarle por última vez. Serafín le miró y vio su reflejo en aquella cosa que se quedaba encerrada en aquel hueco de la pared bajo cuatro llaves, escondido, para que nadie sepa de su existencia.

Algunas personas podemos esconder dentro de nosotros a un ser al que pocas veces dejamos ver la luz del día. Un ser al que damos de comer con nuestra rabia, odio, envidia y resentimiento. Una bestia que, si en algún momento se escapa a nuestro control, podría causar destrozos en nuestro entorno, pudiendo agredir a nuestros seres más queridos y, provocando en ellos, un rechazo absoluto hacia nuestra persona.

Lo más importante en estos casos suele ser identificar si esa persona existe en nuestro interior para, de la manera menos traumática, removerla de una vez por todas de nuestra vida. En el peor de los casos es posible que no consigamos removerla completamente de nuestra vida; pero sí podremos conocer cuáles son las cosas que la alimentan y evitarlas. De esta forma nuestra vida, y la de aquellas personas que nos rodean, será más completa.

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Érase una vez…

jueves, 26 abril, 2012

…una bella joven que respondía al nombre de Ana. Ana vivía en un pequeño pueblo junto a las montañas. Un pueblo que nació cuando, hace un par de siglos, unos colonos vieron que la madera de aquellas tierras podía tener otros usos más eficientes que como mera leña para calentar los hogares. Después de poco más de doscientos años, aquel asentamiento tenía más de mil habitantes, de los cuales más de la mitad trabajaban o estaban relacionados con el sector maderero. De hecho, el noventa por ciento de las casas de no más de una altura y tejados extremadamente inclinados para evitar que el peso de la nieve del invierno dañase la estructura de la casa, estaban fabricadas con madera talada de los bosques colindantes.

Pues bien, un día de primavera, cuando la nieve ya se había fundido de los tejados y las laderas de las montañas, Ana decidió darse un paseo por uno de aquellos bosques. Después del desayuno, y cuando los rayos del sol comenzaban a evaporar las gotas de rocío de las flores más prematuras, salió caminando del pueblo por el camino que llevaba al bosque más cercano. Poco a poco fue cambiando el bullicio de la gente que paseaba por las calles del pueblo por el de los insectos, pájaros y pequeños animales que correteaban libremente en ausencia de depredadores que los pudieran engullir.

Tras unas horas paseando por el bosque el sol había subido en el cielo, y sus rayos penetraban de forma casi paralela a las copas semidesnudas de aquellos árboles centenarios. Fue uno de estos haces de luz el que, al incidir sobre un bosque de helechos, captó la atención de Ana. No fue el rayo en sí lo que llamó la atención de nuestra protagonista, sino el objeto brillante que se escondía entre aquellos helechos y que había sido descubierto por aquel torrente de luz.

Ana se desvió del camino marcado y se adentró en aquel bosque de elfos sin perder de vista aquel objeto brillante que el sol seguía iluminando. Después de varios metros separando helechos con las manos, Ana llegó al lugar donde nacía aquel tímido resplandor. Echó a un lado las plantas que la impedían ver con claridad aquel objeto y se arrodilló frente a él para verlo más de cerca.

Aquel objeto estaba cubierto casi en su totalidad por musgo y semienterrado en la tierra. Ana lo sacó con cuidado y comenzó a limpiarlo. Lo que en un principio parecía una hogaza de musgo y tierra comenzó a definirse como un cerco de metal dorado. Una vez quitó toda la tierra y musgo con las manos, Ana procedió a limpiarlo un poco más con un trozo de la falda que llevaba puesta. Era una corona dorada. Ana estaba impresionada por su hallazgo. Se levantó y se puso la corona sobre su cabeza a modo de complemento al vestido que llevaba. Puesto que no tenía un espejo donde ver si aquello le quedaba bien o no, partió hacia su casa.

Al llegar al pueblo Ana sintió como sus vecinos la miraban de forma diferente a la habitual. Algunos hombres, que hasta entonces ni siquiera la habían visto, la saludaban por primera vez. Y algunas mujeres hacían exactamente todo lo contrario, la quitaban la mirada e incluso el saludo. Ana no sabía por qué, pero se sentía diferente, especial. Al llegar a su casa subió corriendo las escaleras y se metió en su cuarto. Se puso delante del espejo y observó cómo le quedaba aquella corona que se había encontrado en el bosque y que había causado ciertos cambios en el comportamiento habitual de sus conciudadanos. A los pocos minutos su madre llamó a la puerta de su habitación y ésta se abrió. Ana miró a su madre con una sonrisa y ésta se acercó a ella para abrazarla entre sus brazos.

Desde aquel día en que Ana se puso la corona sobre su cabeza la gente de su pueblo, e incluso su propia familia, la comenzaron a tratar de forma diferente. Durante los años de su adolescencia la trataron como a una princesa. Y durante su madurez la pasaron a tratar como una reina. Ana estaba encantada con este trata que recibía de los demás. Un trato que no tenía que ser recíproco, ya que ella no se veía en la obligación de tratarlos de igual forma, si bien a todos y cada uno de ellos los había tratado siempre con respeto y dignidad. Pero todo esto cambió un fatídico día de otoño.

Al igual que hacía unos años atrás, Ana salió a dar un paseo por el bosque aquella mañana de otoño con su corona sobre su cabeza. Durante horas estuvo paseando por el bosque hasta que encontró una roca donde el sol otoñal todavía parecía calentar un poco. Ana se sentó sobre la roca mirando al sol y aquel maravilloso paisaje cuando de pronto, un ave cayó del cielo y cogió la corona entre sus garras. Ana y el animal forcejearon durante unos segundos, pero al final el ave levantó el vuelo con la corona en sus garras. Ana, furiosa, miró a su alrededor en busca de algún elemento arrojadizo. Cogió con sus manos unas piedras que había bajo sus pies y comenzó a arrojarlas contra el ave, intentando derribarla de alguna forma, pero no lo consiguió. Así que Ana se tuvo que conformar con ver cómo aquella ave se llevaba su corona a la cual tanto aprecio había cogido después de tantos años sobre su cabeza. Ana se bajó de aquel montículo y volvió al pueblo.

Al llegar al pueblo observó cómo las personas que hasta el momento la habían mirado cuando ella se acercaba, y quienes la habían saludado cuando llevaba puesta su corona, ahora bajaban la mirada y no la saludaban. Los más osados se acercaban y preguntaban por su corona ¿qué había sido de ella? Ante la explicación de Ana, los examinadores se daban media vuelta y se iban por el mismo camino por el que habían venido. Ana parecía no ser especial. Ana había dejado de ser reina.

En algunas ocasiones las personas nos sentimos bien cuando somos tratados como príncipes o reinas, aunque no lo seamos realmente, pero el sentirse querido, alagado, mimado es algo que nos puede hacer sentir bien, en especial cuando no tiene que ser recíproco y nadie nos va a pedir cuentas si no hacemos lo mismo por ellos. Sin embargo, cuando perdemos nuestro trono, o cuando lo vemos amenazado por otra persona, podemos sentir envidia por ella, e incluso llegar a tener comportamientos agresivos hacia ella con el único objeto de preservar un poco más nuestro reinado. No importa que el presunto usurpador del trono tenga derecho a él, esté en su derecho de solicitarlo, o incluso que sea totalmente legítimo subir a ese trono.

Al final del día las personas queremos ser especiales, ya sea con corona o sin ella. No nos importa si nos tratan de manera especial porque tenemos alguna cualidad que nos permite ser especiales, siempre y cuando la otra persona nos muestre su afecto y amor hacia nosotros. Pero en cualquier caso, lo que verdaderamente nos puede costar, es perder nuestro reinado de años frente a una tercera persona que acaba de llegar.

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La vía muerta

domingo, 25 marzo, 2012

Mario llevaba años construyendo vías ferroviarias. Su pasión era construir caminos de acero que llevaran de un punto “A” a otro “B” en el menor tiempo posible. No le gustaba pensar que los futuros usuarios de esas vías tendrían que permanecer durante horas sentados en el asiento de su vagón mientras veían pasar el paisaje frente a sus ojos a toda velocidad. Hasta la fecha había conseguido que todos sus trenes llegaran a su destino sin problema, de forma rápida y sin causar muchos trastornos a los viajeros.

Un día, no muy diferente a otro cualquiera, le dieron un nuevo proyecto. Tenía que construir una vía que salía de un punto marcado con una gran equis en su mapa, pero cuyo destino estaba todavía por determinar. Esto era completamente nuevo para él – ¿hacia dónde tengo que dirigirme? – se preguntaba – ¿Norte, Sur, Este u Oeste? Aquello era una gran incógnita. Sus jefes le dijeron que utilizara su intuición y experiencia para esta nueva obra, pero aún así a Mario no le quedaba muy claro cuál era su objetivo final. Aún así se puso manos a la obra y mandó sus excavadoras hacia aquella gran equis marcada en su mapa.

Después de unos días el equipo de trabajo estaba listo para comenzar a quitar la maleza, allanar la tierra con enormes apisonadoras, apuntalar los raíles sobre las traviesas y hacer las pruebas de alineación necesarias para confirmar el paralelismo del carril. Sin embargo, todavía nadie le había comunicado hacia dónde se tenían que dirigir. Puesto que el tiempo apremiaba, Mario decidió comenzar las obras en la dirección que su cuerpo le pedía. Aunque esa misma intuición le decía que ese camino no llevaba a ningún sitio.

Los días pasaron y las enormes máquinas seguían moviendo las tierras, compactando las capas superficiales contra las más profundas para que las lluvias, los vientos y el paso de los pesados vagones no afectaran a ese camino por el que algún día miles de viajeros tendrían que transitar. Sin embargo, la ubicación de ese segundo punto, el punto al que su vía tenía que llegar, seguía sin estar clara.

Tras varios meses de trabajo y esfuerzo Mario y su equipo habían tirado varios cientos de kilómetros de raíles sobre aquellas tierras tan inhóspitas en algunas ocasiones como bellas y agradecidas en otras. El tiempo para que la Dirección de la empresa hubiera tomado una decisión sobre el destino final de aquella vía había sido más que prudente. Tal vez por ese motivo, por priorizar la eficacia de sus obras, o por las continuas interrupciones que su intuición hacia a lo largo del día en su cabeza, Mario decidiese aquella mañana de primavera, tras el habitual desayuno en la caseta junto al resto de su equipo, concluir el proyecto a las 17:00 horas de aquel mismo día.

Durante toda la mañana sus hombres estuvieron trabajando sin descanso, como lo venían haciendo hasta ahora. Tras el almuerzo ninguno de ellos bajó el ritmo por ver que se acercaba la hora del fin de la obra, sino que lo aumentaron un poco más con el objeto de arañar unos metros más a aquella obra, tal y como lo hacen los grandes campeones cuando ven la línea de meta a su alcance y quieren robar unos segundos al cronómetro. Al dar las 17:00 horas todo el equipo paró su actividad. Los que tenían un pico o una pala, dejaron la herramienta en el suelo. Aquellos que estaban subidos en sus monstruosas máquinas apagaron sus motores para que el silencio recuperase su autoridad entre aquellas colinas. Los integrantes del equipo se miraron los unos a los otros, miraron a su alrededor y sus miradas terminaron posándose sobre la persona de Mario, quien los miró, observó su alrededor, y se preguntó para sí mismo – ¿a dónde hemos llegado? -.

En algunas ocasiones las personas nos embarcamos en iniciativas que desde el principio sabemos que son una vía muerta que no nos lleva a ningún sitio en concreto. No importa si estos proyectos son personales, profesionales o de cualquier otro tipo, lo único que sabemos es que nuestra intuición nos dice que no tiene muy claro el objetivo final de esa empresa. Aún así comenzamos a hacer tareas que nos roban tiempo y esfuerzo, cuando no también dinero, tal vez con el único objetivo de pasar el tiempo sin estar mirando a las musarañas.

Al final del día, cuando nos damos cuenta del fracaso de esa misión, nos damos de cabezazos contra la pared por haber sido tan estúpidos, por no haber hecho caso a aquellos detalles imperceptibles que nuestro cerebro captaba pero que nuestra razón intentaba dejar a un lado.

Las vías muertas existen y seguirán existiendo siempre y cuando nosotros queramos construirlas. Las razones para ello pueden ser muy diversas, y varían en función de cada persona y sus circunstancias. Lo importante de todo esto no es sólo darse cuenta de que hemos entrado en una empresa que es una vía muerta y no nos lleva a ningún sitio, sino también ser conscientes de lo que nos ha empujado a embarcarnos en esa empresa sin futuro, de nuevo.

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