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La joven y el lobo

domingo, 22 julio, 2018

Era domingo, y como casi todos los domingos, Mariela se había levantado temprano para dar un paseo por el bosque.  Le encantaba pasear a esas horas, escuchando los primeros cánticos de los pájaros posados en las ramas de los árboles, pisando la hierba todavía húmeda por el rocío caído durante la noche, y viendo cómo los rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos enormes árboles centenarios para chocar sobre la tierra y calentarla, haciendo desaparecer aquella niebla matutina.

Mariela se puso sus zapatillas de correr y se anudó un jersey a la cintura por si acaso hacía fresco dentro del bosque.  Se bebió un café para despejarse un poco y algún complejo vitamínico que sacó del armario de la cocina y que siempre le venía bien antes de hacer ejercicio.  Cogió las llaves de casa y cerró la puerta tras de sí.

Mariela anduvo varios minutos antes de llegar al bosque.  Se paró por unos segundos para tomar una bocanada de aire fresco y escuchar a los pajarillos, que ya estaban dando saltos de rama en rama buscando su desayuno.  Miró a todos lados para tomar una referencia de dónde estaba y comenzó a andar siguiendo la senda que los ciervos, jabalíes y otros animales salvajes de la zona habían ido labrando con el tiempo.

Habían pasado treinta minutos desde que Mariela comenzó a andar por aquella estrecha senda.  Treinta minutos donde su cerebro se había ido relajando gracias al cántico de los pajarillos que revoloteaban a su alrededor.  ¡Qué paz se respiraba en ese momento!

Sí, se respiraba paz, demasiada paz.  Mariela paró en seco.  No se escucha nada.  Todo estaba demasiado tranquilo.  Abrió sus enormes ojos con ánimo de poder observar todo lo que estaba a su alrededor, pero aquella densa niebla que poco a poco iba desapareciendo no le permitía ver más allá de diez metros.

De pronto se escuchó un chasquido de rama delante de ella.  Sus músculos se tensaron y su respiración se entrecortó.  La adrenalina comenzó a correr libre por su torrente sanguíneo haciendo que estuviera más alerta y preparada por si tenía que huir.  De entre la niebla surgió un enorme lobo negro con manchas blancas en la cara y penetrantes ojos azules.  El lobo se paró y se quedó mirándola fijamente.

Mariela no se movió.  Se quedó petrificada ante tan majestuoso animal.  Majestuoso, sí, pero un asesino que en dos bocados podía terminar con su vida.  Miró a su alrededor con el ánimo de encontrar algún palo o piedra con el que poder defenderse de aquel animal en caso de que le atacara.  No había nada a su alrededor, salvo algún que otro helecho que, en caso de utilizarlo contra aquel animal, sólo le provocaría unas ligeras cosquillas.

Aquel animal que salía de entre la niebla se quedó parado por unos segundos, analizando la situación, igual que lo estaba haciendo Mariela.  Levantó ligeramente la nariz para intentar percibir el olor de aquella persona que paseaba sola por sus dominios.  Reconocía aquel olor.  No era la primera vez que aquellas moléculas entraban en su fosa nasal.  Aquel lobo sabía a quien tenía delante, por lo que bajó ligeramente su lomo para tomar impulso.

Mariela vio cómo aquel animal estaba a punto de saltar sobre ella y, justo una fracción de segundo antes de que diera el saltó, se dio la vuelta y comenzó a correr por aquella senda en dirección a su casa.

El lobo se quedó atónito, frenando su salto.  No esperaba que su presa saliera corriendo justo antes de que saliera impulsado por el aire, por lo que se quedó parado durante escasos segundos.  Segundos que Mariela aprovechó para poner tierra de por medio y coger cierta ventaja, con la esperanza de poder salvar su vida.

El lobo se preguntó por qué corría aquella persona, por qué huía de él ¿No sabía que le podía dar caza sin problema?  Aunque era todavía muy temprano para ponerse a correr detrás de una pieza como aquella, su instinto afloró de inmediato, recordando todas las lecciones que años atrás su madre le había enseñado en aquel mismo bosque.  Así que comenzó a perseguir a su presa.

Mariela seguía corriendo a todo lo que le daban sus piernas, mirando de vez en cuando hacia atrás para ver la distancia que había entre aquella fiera y ella.  Aquel lobo había empezado a correr tras de ella y cada vez estaba más cerca.  Lo que antes eran metros, ahora eran centímetros entre las mandíbulas de aquel animal y su cuerpo.  Y, de pronto, lo sintió.

El lobo había lanzado sus dientes al aire y había cogido el jersey que Mariela llevaba atado a su cintura y que en esos momentos parecía la capa de un superhéroe.  Tiró con todo su cuerpo hacia atrás, intentando parar la huida de aquella mujer, mientras ésta miraba de reojo hacía atrás e intentaba liberarse del depredador que en pocos segundos acabaría con su vida.

Mariela había sido apresada por aquel lobo.  Aunque sólo le había cogido el jersey, Mariela se sentía que había perdido su libertad.  Su ritmo cardíaco se había incrementado notablemente.  La adrenalina estaba en su pico más alto.  Sus músculos estaban preparados para luchar a muerte.  ¿Qué iba a pasar durante los próximos segundos si no lograba soltarse?   ¿Qué opciones tenía?  ¡Tenía que pensar rápido porque el miedo se estaba apoderando de ella!

El lobo sintió que aquella mujer tiraba con fuerza intentando liberarse, por lo que apretó más la mandíbula para que su presa no se escapara mientras con sus cuartos traseros retenía su huida.  Los ojos de aquella mujer mostraban el miedo, el pánico que todas sus presas experimentaban segundos antes de ser asesinadas.  El lobo pareció comprender algo.  Paró en seco y abrió la mandíbula, liberando a su presa.

Mariela no se esperaba que el lobo la liberara tan bruscamente, por lo que perdió el equilibrio y cayó de bruces contra el suelo.  Al tocar el suelo, y como un acto reflejo, se giró para ver dónde estaba el lobo, arrastrándose hacia el árbol más cercano y protegiendo su espalda del ataque.  Se quitó la melena de la cara para ver un poco mejor y observó con pavor cómo aquella fiera se acercaba lentamente hacia ella.  Ahora, desde esa posición en la que se encontraba, estaba totalmente indefensa.  El lobo podía hacer lo que quisiera con ella.  Su respiración se agitó.  Aquellos ojos azules estaban cada vez más cerca.

El lobo paró a pocos centímetros de la cara de Mariela.  La miró de arriba a abajo y comenzó a olerla.  Mariela no se lo podía creer, pero siguió quieta como una estatua.  El lobo volvió a mirar a Mariela.  Se giró.  Y se fue caminando por donde había venido.

Mariela no daba crédito a aquella escena.  Aquel lobo la podía haber destrozado en menos de dos segundos.  Sin embargo, la había soltado y la había olido.  Nada más.  Y ahora se estaba marchando de nuevo ¿Qué había pasado?  ¿Por qué lo estaba haciendo?

Antes de que aquel animal desapareciera entre la niebla, Mariela dio un grito, como intentando llamar la atención del animal, mientras se levantaba del suelo y se sacudía un poco la ropa.  El lobo se dio la vuelta y se quedó mirando a aquella persona, intentando comprender qué es lo que quería decirle con aquellos aspavientos de manos y aquellos gritos: “¡Ven, toma!”.

El lobo se sentó en mitad de la senda, observando la escena.  Mariela se armó de valor y comenzó a acercarse al lobo, despacio, muy poco a poco.  No quería asustarlo y que desapareciera entre la niebla, ni quería que se sintiera amenazado y que la pudiera atacar de nuevo.

Mariela estaba al lado de aquel bello animal.  Se puso de rodillas frente a él y tomó la cara de aquella bestia con sus manos.  El lobo no se movió, tan sólo cerró sus ojos y dejó que aquella persona agitara su cara.  Mariela comenzó a acariciar la piel de aquel animal, mientras este respiraba profundamente, dejando que aquel ser le tocara.  Parecía que le gustaba, que no tenía ánimo de atacarla, que no era esa su intención inicial.

Mariela, más tranquila y relajada ahora, se puso en pie.  Volvió a sacudirse la ropa.  Se giró, y comenzó a andar por la senda camino a su casa.  A los pocos metros se dio la vuelta y miró a aquel lobo, quien se había levantado y se estaba preparando para entrar de nuevo en el bosque y desaparecer.

Mariela pensó “¿Qué debería hacer?  ¿Lo debería llamar y llevárselo con ella?  ¿O debería dejarlos que entrara en el bosque y desapareciera?

Todas las personas tenemos miedos irracionales que pueden interferir en nuestras relaciones personales.  Desde el miedo a la soledad, pasando por el miedo al fracaso o el mismo miedo a enamorarse.

Estos miedos están ahí para protegernos del mundo que nos rodea, para evitar que nos ataquen, para evitar que nos hagan daño.  Sin embargo, hay ocasiones en que esos miedos son miedos infundados, que la persona que tenemos frente a nosotros no tiene el ánimo de atacarnos, sino de estar con nosotros para ayudarnos.

Pero los que nos encontramos frente a estas personas con miedos irracionales (que no tienen por qué serlo), debemos ser más observadores para detectar si esa persona necesita su espacio, su libertad, o si necesita que la soportemos y ayudemos de alguna manera.  Es importante que analicemos qué es lo importante para la otra persona y no para nosotros, cómo podrá encontrar su felicidad.  Tal vez, en ocasiones, y para que la otra persona sea feliz, debemos dar un paso atrás, debamos soltar la presa y dejarla libre para que, desde esa libertad, pueda decidir qué es lo que quiere hacer.  Quizás sea el momento de desaparecer en la niebla.

En cualquier caso, la crítica no es útil.  Nuestro papel en la vida del otro no es la de manipular a esa persona para que haga lo que a nosotros nos puede interesar, sino, en el mejor de los casos, influir sobre ella para que tome la decisión más acertada.  Una decisión que sólo esa persona es capaz de tomar, teniendo en cuenta a las personas en las que confía, a las que escucha y por las que se siente apoyada.  Porque sólo a través de la confianza y el respeto podremos sacar lo mejor de las personas.

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La desaparición de Maria

sábado, 26 mayo, 2018

María estaba por fin a pocos metros de la casa de su amado.  Por fin parecía que podría estar con él después de tantos meses luchando con ella misma para saber qué era lo que quería, para coger fuerzas y hacer lo que debía hacer: ser feliz con él.

Pero su hermana la había encontrado, una vez más.  No sabía cómo lo había hecho, pero allí estaba, corriendo tras ella.  Y si la alcanzaba, se la llevaría de nuevo a aquella casa, a aquella habitación de la que estaba cansada.  Y, tal vez, esta vez, no tuviera posibilidad de escapar nunca más; porque las medidas de seguridad aumentarían para que se quedara allí encerrada de por vida.

Así que la única opción era correr.  Correr hacia aquella puerta entreabierta.  Una puerta por la que salía un poco de luz del interior.  Una luz de esperanza.  Una luz que demostraba que había alguien dentro de casa.  Alguien que la estaba esperando.  Alguien que la podía seguir amando.  Así que utilizó las pocas fuerzas que tenía para correr y llegar antes que su hermana a aquella casa.

Mónica estaba muy cerca de su hermana.  Apenas unos centímetros la separaban de aquella persona que se había escapado.  De aquella persona que quería hundirla, destruirla.  Tenía que alcanzarla antes de que cometiera un suicidio emocional.  Un suicidio que podía hacer que su hermana “la débil” sufriera como ya lo había hecho en otras ocasiones.  No, no lo iba a permitir, debía evitar aquel suicidio, debía esconder a su hermana para que “ambas” pudieran vivir felices de nuevo.

María notaba el roce de los dedos de su hermana en la espalda, pero ya había subido los dos escalones que la separaban de aquella puerta y, mientras estiraba su mano para asir aquel pomo que le daría la libertad, sintió como la mano de Mónica se aferraba a su camisa y tiraba de ella hacia un lado, evitando que llegara a tocar el pomo y tirándola al suelo.

El estruendo causado por el golpe de María sobre la pared de madera hizo que las personas que se encontraban en el salón de aquella casa se dieran la vuelta para ver qué es lo que estaba pasando en la entrada.  El forcejeo siguió en la calle durante unos segundos, hasta que se hizo la calma de nuevo.

La puerta se abrió.  La luz iluminó la cara de aquella mujer, todavía jadeante.  El niño, de unos cinco años, dio un par de pasos hacia atrás para acercarse a su madre mientras con sus enormes ojos castaños no dejaba de mirar a aquella mujer que se sacudía la ropa e intentaba adecentarse un poco.  La señora mayor, quien parecía la abuela de la criatura, se había puesto en pie y miraba hacia la esquina por la que aparecía un hombre.

El hombre se acercó poco a poco hacia aquella mujer que acababa de entrar por la puerta.  Sus ojos no daban crédito.  ¿María? – preguntó.

La mujer sonrió mientras giraba ligeramente la cabeza en busca de la hermana que había dejado atrás, al tiempo que daba unos pasos hacia adelante para acercarse a su amado con los brazos abiertos y él gritaba entusiasmado: ¡María, eres tú, qué alegría!

Sin embargo, al abrazar a aquella mujer, el hombre no sintió lo mismo que la primera vez que la había abrazado.  Aquella mujer era más fría, como si no tuviera corazón, como si se considerase el centro del mundo y le estuviese dando un abrazo de cortesía, sin amor, sin ternura ni cariño.  Aquella mujer que tenía entre sus brazos no era María, era su hermana, Mónica; y de golpe la soltó.

El hombre salió corriendo fuera de la casa, esperando ver a su amada, María.  Pero allí no había nadie.  Se giró y preguntó: “¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica sonrió.  Sabía que aquel hombre no sería capaz de encontrar a su hermana María porque, durante el forcejeo en el porche, Mónica había absorbido a María y, ahora, estaba dentro de ella, en una prisión de la que nunca podría salir.

El hombre insistió: ¿Dónde está María?  ¿Qué has hecho con ella?

Mónica, sin perder la sonrisa, respondió: “Te dije que no la buscaras, que no la encontrarías.  Y ahora ya nunca la volverás a ver”.

Al hombre se le cambió la cara.  Agarró a Mónica de la camisa y la sacó como si de un saco de patatas se tratase fuera de la casa donde le dijo: “Vete, no quiero verte nunca más.  Aléjate de mí para siempre”.

Mónica bajó los dos peldaños que daban al jardín y se acercó a su coche.  Entró en él.  Lo arrancó y se alejó de aquella casa mientras aquel hombre, con lágrimas en los ojos, cerraba la puerta que había mantenido entreabierta durante los últimos meses.

El cambio en las personas sólo se produce cuando la situación por la que atravesamos en insostenible, cuando vemos que lo único que nos puede salvar es cambiar.  Sin embargo, si la situación por la que pasamos no la consideramos como una situación a vida o muerte, sino que, por el contrario, es una incomodidad y nos puede perjudicar, nos puede dejar en una situación de debilidad frente al otro y es, además, un trance que puede ser doloroso (en todo cambio se experimenta cierto dolor), un trance que nos quitará de ser el centro del universo para ser una constelación más, entonces, no cambiaremos y nos mantendremos en nuestra zona de confort, gozando de la manipulación hacia los otros, culpando a los demás de nuestros problemas y sin hacer nada que nos pueda permitir vivir una vida feliz con la persona que amamos.

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La huida de María

sábado, 19 mayo, 2018

María miró las marcas que había ido haciendo en la pared.  Las contó.  Veinticinco.  Llevaba veinticinco días en aquel cuarto.  Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.

Cien días desde que había visto por última vez a su amado.  Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana.  Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado.  Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él?  ¿Dónde estaría?  ¿La seguiría buscando?  ¿La seguiría queriendo?

María estaba cansada de su hermana.  Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana.  Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno.  Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar.  Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí?  Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería?  ¿Dónde estaba su felicidad?  ¿Dónde estaba el sentirse amada?  ¿O es que se había dado por vencida  y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?

Cien días, sí.  Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar.  Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas.  Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana.  Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal.  ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible!  Así que éste era el día de su huida.

María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas.  Se levantó por la mañana.  Se duchó.  Se vistió.  Desayunó.  Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada.  Nada diferente a otros días.  Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana.  Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.

Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales.  Subió a la habitación donde estaba María.  Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar.  María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.

María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera.  Había llegado el momento de escapar.

María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio.  Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana.  Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir.  Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo.  Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera.  Se puso manos a la obra.  No había que perder un minuto.

Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado.  Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.  ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma!  ¡Era libre!

Rápidamente sacó una pierna por la ventana.  Luego su cuerpo.  Y por último la otra pierna.  Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada.  Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.

Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo.  Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado.  Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.

Miró a su alrededor.  No se situaba del todo.  Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar.  Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando.  María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.

Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares.  En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente.  Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara.  Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo.  Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.

El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle.  Esa era la casa.  Esa era la vivienda donde residía su amado.  Su respiración se agitó.  Su corazón se aceleró.  ¿Estaría él en casa?  ¿La estaría esperando?  ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo?  Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.

María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa.  Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando.  Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.

De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!”  Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda.  María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta.  ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?

Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida.  También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas.  Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo.  Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.

Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas.  A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos.  Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.

Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros.  Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso.  Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.

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La domadora de leones

sábado, 5 mayo, 2018

Marina era una joven domadora de leones que trabajaba en un circo ambulante que hacía las delicias de pequeños y mayores cada vez que llegaba a una ciudad.  Marina llevaba años haciendo que los leones del circo hicieran todo aquello que ella les ordenaba; para lo que entrenaba horas y horas antes de cada espectáculo.  Los había entrenado de tal forma que, cada uno de ellos, sabía perfectamente lo que tenía que hacer en cada momento, haciendo que el espectáculo fuera todo un éxito, y su domadora se sintiese orgullosa de ellos.

Para poder manejar a aquellas bestias, Marina utilizaba un látigo en su mano derecha y una silla en la izquierda.  El sólo chasquido del látigo rompiendo el aire ya era suficiente para que los leones subiesen a los cajones que ponían sobre la arena.  No hacía falta que la punta de cuero les tocase su dura piel para que supieran, casi instintivamente, que tenían que obedecer.

Un día, el dueño del circo se acercó a Marina y le comentó que habían comprado un nuevo león.  Un león que vendría en pocas semanas y que ya había estado en otros espectáculos, por lo que no le llevaría mucho tiempo el entrenarlo para que se amoldara a sus trucos y cogiera confianza con los otros leones de la manada.

Las semanas pasaron y, una mañana, llegó al circo un camión con una jaula en su parte trasera.  Una jaula que retenía a una fiera que en breves momentos comenzaría a ser parte de aquella gran familia.  Los operarios del circo comenzaron la descarga del animal con toda la cautela del mundo para que no se asustara y no se golpeara con los barrotes por descuido en el proceso.

Mientras los operarios realizaban su trabajo, la gente del circo se amontonaba a su alrededor para ver lo que hacían y, sobre todo, para ver a la nueva fiera.  Marina, por su parte, también se había acercado para supervisar la maniobra de descarga y revisar el estado de tan bello animal porque, efectivamente, aquel ejemplar era digno de ser observado.  No sólo era majestuoso en su presencia y elegante en sus movimientos, sino que además parecía no alterarse por todo el alboroto que había a su alrededor.

Aunque Marina mantuvo a la fiera sin salir a pista durante un par de días para que se fuera aclimatando a su nuevo entorno, en menos de una semana ya lo tenía junto al resto de la manada, saltando de una caja a otra, saltando entre los aros y zigzagueando con sus compañeros para formar una trenza de leones.

Sin embargo, aquel león no era como el resto.  Marina no conseguía dominarlo como al resto.  Y eso no le gustaba.  Aunque no le había atacado ni había hecho ningún movimiento brusco que hubiera puesto en riesgo su vida, aquel león la miraba con ojos diferentes, como si no necesitara el látigo para que hiciera lo que ella quería.  Aun así, Marina no se sentía del todo cómoda con esa sensación de no dominar por completo a aquella fiera.

Una noche que Marina no conciliaba el sueño, se levantó de la cama, se puso unos pantalones cómodos y una camiseta y salió de su caravana hacia las jaulas de los leones, donde se paró junto a la del nuevo león.  Sacó la llave de su bolsillo y abrió la puerta.  El león se la quedó mirando, sin creerse que le despertaran a esas horas de la madrugada.  Marina dejó la puerta abierta y se puso a andar hacia la pista central del circo mientras el león la seguía con la mirada.

Al llegar a la pista central, Marina se dio la vuelta para ver dónde se encontraba el león.  Ahí estaba, sentado a dos metros de ella, mirándola con aquellos ojos penetrantes y relamiéndose los bigotes antes de bostezar y mostrar aquellos enormes colmillos que podían partir en dos a una persona adulta.

Marina no quería mostrar sus nervios a aquella fiera para evitar un ataque de ésta.  Sí, aunque era una profesional y podía dominar sus emociones frente al público, en esta ocasión su pulso no era tan firme como en otras ocasiones; tal vez porque no tenía su látigo ni su silla con los que podría protegerse y con los que se sentía más segura.

Tras unos segundos tomando aire e intentando calmarse, Marina tomó fuerzas para dar un paso hacia aquella fiera que, después del bostezo, no había dejado de observarla fijamente, como lo hacen por instinto cuando están en la sabana antes de atacar a su presa.  La fiera no se inmutó.  Marina volvió a dar otro paso hacia delante, y aquel león tampoco se inmutó.  Al ir a dar el tercer paso, el león se levantó, asustando a Marina; quien dio un pequeño salto hacia atrás.  Fue entonces cuando el león comenzó a andar lentamente hacia Marina, quien se quedó petrificada.

Inmóvil, como los cervatillos entre las hierbas cuando intentan no ser detectados por su depredador, Marina sólo tenía un pensamiento, no ser devorada por aquella fiera que se acercaba lentamente y comenzaba a dar vueltas a su alrededor, como si estuviera escaneándola, como si estuviera buscando un resquicio, una debilidad por donde atacar y devorarla.

De pronto, notó la lengua de aquel animal en su mano.  Instintivamente la retiró y se quedó mirando a la bestia, no dando crédito a lo que había sucedido.  El león se acercó de nuevo a ella y restregó su enorme melena sobre la pierna de Marina, desplazándola ligeramente hacia un lado.

Marina no comprendía qué estaba pasando, qué es lo que quería aquella bestia, por lo que extendió su mano y acarició su lomo.  El león giró su enorme cabeza y asintió a modo de agradecimiento mientras se tumbaba sobre la arena del circo y se ponía panza arriba.

Aquello era increíble.  Inaudito.  En todos sus años como domadora de leones era la primera vez que un león parecía un gato doméstico.  Entonces lo comprendió.  Aquel león no era como los demás, no le iba a hacer daño, y no debía castigarlo como a los demás.  Parecía que el cariño, el contacto entre ambos, era lo que establecía aquel vínculo, aquella confianza entre ambos.

Las personas solemos protegernos de todas aquellas cosas que pensamos nos pueden atacar y hacer daño, independientemente de que no tengamos datos fiables de que eso pueda ser así.  Estos miedos infundados, pueden hacer que nuestros comportamientos sean los mismos tanto para las personas que nos pueden atacar como para aquellas que no tienen previsto hacerlo, pero quienes, si se sienten atacadas podrían llegar a hacerlo.

De igual manera, hay personas que, para no ser dominadas por otras aparentemente más fuertes, atacan y se protegen, prevén hasta el más mínimo detalle y se adelantan a él, en un intento por tener todo controlado y evitar que les hagan daño.

La detección de estos síntomas, de estos miedos, puede hacernos comprender que no todas las personas nos van a atacar, dando pie a la búsqueda de un profesional que nos ayude a gestionar nuestras emociones y a utilizar herramientas que nos permitan diferenciar entre las personas que nos pueden hacer daño y aquellas quienes sólo desean nuestra felicidad.

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La vía muerta

domingo, 25 marzo, 2012

Mario llevaba años construyendo vías ferroviarias. Su pasión era construir caminos de acero que llevaran de un punto “A” a otro “B” en el menor tiempo posible. No le gustaba pensar que los futuros usuarios de esas vías tendrían que permanecer durante horas sentados en el asiento de su vagón mientras veían pasar el paisaje frente a sus ojos a toda velocidad. Hasta la fecha había conseguido que todos sus trenes llegaran a su destino sin problema, de forma rápida y sin causar muchos trastornos a los viajeros.

Un día, no muy diferente a otro cualquiera, le dieron un nuevo proyecto. Tenía que construir una vía que salía de un punto marcado con una gran equis en su mapa, pero cuyo destino estaba todavía por determinar. Esto era completamente nuevo para él – ¿hacia dónde tengo que dirigirme? – se preguntaba – ¿Norte, Sur, Este u Oeste? Aquello era una gran incógnita. Sus jefes le dijeron que utilizara su intuición y experiencia para esta nueva obra, pero aún así a Mario no le quedaba muy claro cuál era su objetivo final. Aún así se puso manos a la obra y mandó sus excavadoras hacia aquella gran equis marcada en su mapa.

Después de unos días el equipo de trabajo estaba listo para comenzar a quitar la maleza, allanar la tierra con enormes apisonadoras, apuntalar los raíles sobre las traviesas y hacer las pruebas de alineación necesarias para confirmar el paralelismo del carril. Sin embargo, todavía nadie le había comunicado hacia dónde se tenían que dirigir. Puesto que el tiempo apremiaba, Mario decidió comenzar las obras en la dirección que su cuerpo le pedía. Aunque esa misma intuición le decía que ese camino no llevaba a ningún sitio.

Los días pasaron y las enormes máquinas seguían moviendo las tierras, compactando las capas superficiales contra las más profundas para que las lluvias, los vientos y el paso de los pesados vagones no afectaran a ese camino por el que algún día miles de viajeros tendrían que transitar. Sin embargo, la ubicación de ese segundo punto, el punto al que su vía tenía que llegar, seguía sin estar clara.

Tras varios meses de trabajo y esfuerzo Mario y su equipo habían tirado varios cientos de kilómetros de raíles sobre aquellas tierras tan inhóspitas en algunas ocasiones como bellas y agradecidas en otras. El tiempo para que la Dirección de la empresa hubiera tomado una decisión sobre el destino final de aquella vía había sido más que prudente. Tal vez por ese motivo, por priorizar la eficacia de sus obras, o por las continuas interrupciones que su intuición hacia a lo largo del día en su cabeza, Mario decidiese aquella mañana de primavera, tras el habitual desayuno en la caseta junto al resto de su equipo, concluir el proyecto a las 17:00 horas de aquel mismo día.

Durante toda la mañana sus hombres estuvieron trabajando sin descanso, como lo venían haciendo hasta ahora. Tras el almuerzo ninguno de ellos bajó el ritmo por ver que se acercaba la hora del fin de la obra, sino que lo aumentaron un poco más con el objeto de arañar unos metros más a aquella obra, tal y como lo hacen los grandes campeones cuando ven la línea de meta a su alcance y quieren robar unos segundos al cronómetro. Al dar las 17:00 horas todo el equipo paró su actividad. Los que tenían un pico o una pala, dejaron la herramienta en el suelo. Aquellos que estaban subidos en sus monstruosas máquinas apagaron sus motores para que el silencio recuperase su autoridad entre aquellas colinas. Los integrantes del equipo se miraron los unos a los otros, miraron a su alrededor y sus miradas terminaron posándose sobre la persona de Mario, quien los miró, observó su alrededor, y se preguntó para sí mismo – ¿a dónde hemos llegado? -.

En algunas ocasiones las personas nos embarcamos en iniciativas que desde el principio sabemos que son una vía muerta que no nos lleva a ningún sitio en concreto. No importa si estos proyectos son personales, profesionales o de cualquier otro tipo, lo único que sabemos es que nuestra intuición nos dice que no tiene muy claro el objetivo final de esa empresa. Aún así comenzamos a hacer tareas que nos roban tiempo y esfuerzo, cuando no también dinero, tal vez con el único objetivo de pasar el tiempo sin estar mirando a las musarañas.

Al final del día, cuando nos damos cuenta del fracaso de esa misión, nos damos de cabezazos contra la pared por haber sido tan estúpidos, por no haber hecho caso a aquellos detalles imperceptibles que nuestro cerebro captaba pero que nuestra razón intentaba dejar a un lado.

Las vías muertas existen y seguirán existiendo siempre y cuando nosotros queramos construirlas. Las razones para ello pueden ser muy diversas, y varían en función de cada persona y sus circunstancias. Lo importante de todo esto no es sólo darse cuenta de que hemos entrado en una empresa que es una vía muerta y no nos lleva a ningún sitio, sino también ser conscientes de lo que nos ha empujado a embarcarnos en esa empresa sin futuro, de nuevo.

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El cofre del tesoro

viernes, 24 febrero, 2012

Jack era un pirata algo fuera de lo común. De entrada no tenía barco, ni una tripulación a la que dirigir. Es más, era tan raro que hasta se llevaba bien con las autoridades de la isla. Si bien, claro está, siempre estaba saliendo de las casas y los bares por una ventana que curiosamente daba a un callejón por el que desaparecía como alma que lleva el viento antes de que algún marido, jugador de póquer o antiguo compañero de fatigas ofuscado lo agarrase por el pescuezo para darle una tunda por haberse acostado con su mujer, haberse bebido una botella de güisqui y no pagarla, o haberle robado algunas monedas hacía algún tiempo.

Pues bien, un día que salía por una de estas ventanas de un salto, dejando atrás a quién sabe quien, se topó con un pergamino en el suelo de aquel oscuro callejón. Obviamente las prisas no le permitieron más que guardárselo en el bolsillo interior de la chaqueta y seguir corriendo antes de que algún objeto de los que salía volando por la ventana le diese en su cabeza.

Al llegar a casa, por llamar de alguna forma al garito donde María dejaba que reposara sus huesos, en ocasiones molidos por el cansancio o por alguna paliza; Jack sacó de su bolsillo aquel rollo de papel amarillento y lo desplegó sobre la mesa. Para que se mantuviera abierto puso uno moneda en cada una de las esquinas y acercó la vela para poder ver aquellos dibujos desteñidos por la humedad y el paso del tiempo.

Tras unos minutos intentando averiguar el significado de aquel jeroglífico, al final podía afirmar que se trataba de un mapa de la isla. Y claro, la gran equis en el centro del papel denotaba la ubicación de algún tipo de tesoro. Su curiosidad lo mantuvo desvelado durante unas horas, intentando averiguar qué podría contener aquel tesoro escondido en medio de la isla, qué podría ofrecerle ¿riqueza, lujo, autoridad? Ante tantas preguntas sin respuesta decidió preparar una expedición en busca de ese tesoro.

A primera hora de la mañana, cuando todavía no había cantado el primer gallo y los borrachos que todavía se mantenían en pie seguían cantando a pleno pulmón, Jack salió de su habitación con las botas en una mano y una bolsa con una cantimplora y algo de comer en la otra. Se deslizó por la barandilla de la escalera para no hacer ruido al bajar y salió del edificio cerrando la puerta tras de sí.

A los pocos minutos Jack se encontraba andando por la jungla, donde sólo se podía escuchar el ruido de aquellos animales que le acechaban como posible desayuno y los que salían huyendo por considerarse el desayuno de alguno de los depredadores más madrugadores de aquel entorno salvaje. Los ojos de Jack se iban fijando en todos los detalles de su alrededor, intentando no perder detalle alguno, ya que la pérdida de información le podría llevar por el camino equivocado. Cada cierto tiempo Jack se paraba, miraba el entorno en el que se encontraba, intentaba localizar alguna referencia y se ubicaba en el mapa. Una vez conocida su situación se ponía de nuevo en marcha. Así estuvo durante varias horas, torciendo aquí, girándose allá, cruzando un río o pasando por debajo de una cascada, hasta que por fin llegó a lo que parecía ser el lugar con la gran equis en su mapa.

Aquella cueva, horadada en la ladera de la montaña y cubierta por vegetación de todo tipo, parecía un clásico de los relatos que durante tantos años había escuchado a sus compañeros de fatigas en los bares mientras se tomaban alguna jarra de cerveza. Pero en este caso parecía como si en aquel lugar pudiera haber algo que le estaba esperando. Buscó un palo seco, y con un trozo de tela y un poco de güisqui que casualmente quedaba en la petaca de su bolsillo trasero, se hizo una antorcha. Antes de entrar miró a su alrededor, para confirmar que nadie le había seguido, o tal vez para ver por última vez la luz del día y aquel paisaje tan maravilloso.

Después de unos cientos de metros buscando algún indicio de que en aquel agujero húmedo y oscuro había algo más que telas de araña y algún otro murciélago intentando no ser molestado, Jack vio un cofre. Se acercó a él. Dejó la antorcha entre dos piedras para que iluminara la zona y abrió aquel cofre.

En muchas ocasiones el comienzo de una relación es como un viaje en busca de un tesoro. No sabemos muy bien cuáles son los peligros con los que nos podemos encontrar por el camino, ni el tiempo que nos llevará llegar hasta el preciado tesoro, ni lo que nos encontraremos una vez alcanzado el objetivo, ni siquiera lo que nos podrá ofrecer ese cofre lleno de monedas, pero aún así, en la mayoría de los casos, nuestro afán por saciar nuestra sed de curiosidad, nuestra ansia por conocer a la otra persona un poco más, hace que nos embarquemos en una nueva aventura.

Y sólo nosotros podemos decir si lo que nos hemos encontrado al abrir el cofre es valioso o no, si nos aporta algo o no. En cualquier caso, es posible que la aventura por la que acabamos de pasar nos sirva como experiencia para mejorar aquellas habilidades necesarias para descubrir a otra persona.

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La niña y el elefante

miércoles, 20 julio, 2011

Paula había esperado todo un año para volver a escuchar aquellos rugidos que la ponían los pelos de punta, para oler aquella pestilencia que manaba de aquellas jaulas sobre ruedas y que la impedían degustar aquella bola de algodón rosa que llevaba en su mano izquierda mientras con la derecha se agarraba fuertemente a la de su padre. El circo había llegado de nuevo a la ciudad y ella estaba allí, entre todos aquellos animales salvajes, con los ojos como platos.

Mientras paseaban entre las jaulas de los tigres y los leones pudo observar que al fondo se encontraban los elefantes, por lo que tiró de la mano de su padre para acercarse un poco más al lugar donde se encontraban aquellos enormes animales.

Al llegar al lugar vio que aquellos mamíferos, algunos de los cuales llegaban a los tres metros de alto y cinco de largo, estaban atados por una cadena que unía una de sus patas a una barra de acero clavada en el suelo, por lo que preguntó a su padre: “Papá, ¿cómo es que un animal tan grande y fuerte como este no es capaz de arrancar esa barra del suelo y huir?”.

Su padre la sonrió y respondió: “Cuando el elefante es pequeño el dueño le pone una cadena y lo ata a una estaca. Durante los primeros días el elefantito intenta escapar, tirando de aquella cadena con todas sus fuerzas, pero con el paso del tiempo ve que es imposible romper aquellas ataduras, por lo que ceja en su empeño y se resigna a su destino. Con el paso del tiempo el elefante se hace más grande y fuerte, pero en su foro interno cree que no puede escapar porque esas ataduras que lo unen al suelo son imposibles de romper, entonces ¿para qué intentarlo de nuevo? Así que es por eso que el elefante no se escapa aunque en teoría podría romper fácilmente esa cadena que coarta su libertad”.

Paula se quedó pensativa durante unos segundos, soltó la mano de su padre y dijo: “¡Yo puedo ayudarles!”.

¿Y cómo piensas hacerlo? – inquirió su padre.

Muy sencillo – dijo Paula – Yo tengo la fuerza suficiente para arrancar esas estacas del suelo. Una vez lo haya hecho los espantaré para que huyan y se alejen de aquí lo más posible y así sean libres.

La idea es buena – respondió su padre – pero ¿qué pasará si los vuelven a capturar de nuevo?

Paula se rascó la cabeza mientras fruncía el ceño y maquinaba una respuesta. Al cabo de unos segundos respondió: “¡Los volveré a soltar de nuevo!”.

Tu solución es buena – comentó el padre – sin embargo ¿vas a estar ahí siempre para soltarlos cada vez que se encuentren atados? ¿Y si hacemos otra cosa? ¿Y si les hacemos conscientes de lo fuertes que son? ¿Y si les enseñamos a soltarse de sus ataduras? Tal vez de esta forma no tengamos que estar todo el tiempo pendientes de ellos y así podrán ser libres independientemente de las ataduras que les intenten poner en cada momento de su vida.

¿Y cómo podemos hacer eso papá? – preguntó Paula.

Comencemos hablando con ellos, averiguando qué les impide moverse de ese lugar, descubriendo si están disponibles para el cambio, haciéndoles ver que ya han roto cadenas igual de gruesas. Una vez lo interioricen no habrá nada ni nadie que los pare. Y será entonces cuando puedan ser libres – dijo el padre.

Paula se giró y se acercó a uno de los elefantitos que se encontraban en el recinto. Le acarició la trompa y comenzó a susurrarle algo al oído durante unos minutos. Durante la semana que estuvo el circo en la ciudad Paula se pasó por el recinto de los elefantes todos los días y habló con aquel pequeño elefante.

Algunos meses después de que el circo abandonara la ciudad el padre de Paula entró por la puerta con un periódico en la mano y se lo mostró a su hija. En una de las columnas de la página principal se podía leer una cabecera que decía: “Pequeño elefante rompe sus cadenas y se escapa del redil”. Paula miró a su padre y sonrió mientras pegaba su carita a los cristales de la ventana del salón y decía: “Ahora si que nadie te podrá parar».

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La mina de diamantes

martes, 29 marzo, 2011

Hacía siete años que había salido de aquella mina que tantas satisfacciones y quebraderos de cabeza me había dado durante casi tres años. Desde entonces había vagado por aquellos montes en busca de otra mina con la que poder enriquecer mi vida de nuevo. Si, durante ese tiempo había encontrado alguna excavación de donde extraje el mineral que allí se encontraba escondido, pero rápidamente se acababan aquellas vetas tan codiciadas por todos y debía volver a la superficie en busca de nuevos lugares que pudieran aportarme algo de riqueza.

Con el paso del tiempo me fui haciendo más receloso de entrar en aquellos agujeros cuya única claridad provenía de unas pequeñas bombillas clavadas en las paredes.  Bombillas que servían para marcar el camino de salida en caso de accidente más que para alumbrar la galería y poder extraer el mineral de forma más sencilla.  Mi linterna frontal era la única herramienta que evitaba que tropezara con las piedras que se acumulaban en los corredores, aunque cada día que pasaba perdía algo de potencia de alumbrado, haciendo que mi vista se cansara un poco más rápido de lo normal.

Aquella mañana el cielo estaba totalmente despejado y el sol calentaba la tierra con sus débiles rayos otoñales. Los pájaros habían comenzado temprano su actividad diaria y algunos de ellos revoloteaban sobre mi cabeza, como si quisieran darme los buenos días o lanzarse en picado a por las migajas del desayuno que comenzaba a preparar.

El fuego se había avivado lo suficiente como para poner sobre él la sartén con las lonchas de beicon y la cazuela con las alubias dulces. Me dí la vuelta para cortar unas rebanadas de pan y preparar el café.

Al volverme de nuevo hacia el fuego vi cómo un pequeño zorro se llevaba a la boca el paquete de beicon que había dejado junto al fuego. Al verme, se quedó inmóvil durante una fracción de segundo, miró por el rabillo de su ojo y, sin pensárselo mucho más, huyó como alma que lleva el diablo hacia el bosque. ¡El paquete! ¡Se lleva todo el paquete el pequeño rufián! No iba a permitir que aquel diminuto cánido pelirrojo se llevara todo el beicon, por lo que salí en su persecución.

Después de unos minutos siguiendo su rastro lo encontré esperándome frente a la entrada de una cueva con el paquete de beicon entre sus patas delanteras. Me miró y ladeó su cabeza como preguntándose ¿por qué habrá tardado tanto en llegar? Enderezó de nuevo su cabeza y la giró hacia la entrada de aquella cavidad en la montaña. Me miró de nuevo, giró su cuerpo y se alejó de aquel lugar dejando tras de sí el paquete de beicon.  Me acerqué hasta donde había dejado mi desayuno y lo cogí con una mano.

Aunque mi estómago comenzaba a rechistar, mi curiosidad hizo que me acercara hasta la entrada de aquella cueva. Antes de entrar me agaché, cogí una piedra y la lancé a su interior para asegurarme de que no había ningún animal salvaje durmiendo dentro. Nada salió despavorido de aquel agujero en la roca caliza, por lo que me interné unos metros, tanto como la claridad de la luz matinal me lo permitió. Mi aversión a todo lo que estuviera horadado en la tierra hizo su aparición en aquel preciso instante, así que me dí media vuelta y volví al campamento para saciar mi apetito y hacer callar a mi estómago de una vez por todas.

Una vez terminé de desayunar recogí el campamento y emprendí de nuevo mi viaje en busca de una mina.  A los pocos metros me paré en seco.  Giré mi cabeza en dirección al lugar donde había visto por última vez al zorro y me pregunté: ¿Y si me paso por la cueva? ¿Y si es esta la mina que estoy buscando? Realmente no pierdo nada por pasar por allí e indagar un poco ¿no? Así que encaminé mis pasos hacia aquel oscuro hueco en la montaña.

Al llegar al lugar me quité la mochila de la espalda, la abrí y saqué el frontal. Comprobé que las pilas tuviesen carga y me lo puse en la cabeza. Encendí aquel farolillo y comencé a caminar hacia la oscuridad. En pocos segundos las tinieblas me habían engullido totalmente.

En otras ocasiones la falta de luz me producía un nerviosismo tan difícil de controlar que tenía que salir corriendo de cualquier excavación en la que me encontrara. Sin embargo, esta vez era diferente. Aquella falta de claridad no me producía nerviosismo, sino paz. Una paz que me hacía posible que siguiera indagando lo que aquella cueva me podía ofrecer.

Después de varias horas caminando por las diferentes galerías que fui descubriendo, llegué a una en la que sus paredes brillaban de forma especial. Me acerqué y comprobé que aquello que brillaba eran pequeños cristales. Tomé una roca del suelo y golpeé fuertemente la pared hasta que se desprendió de ella un trozo.  Tomé la muestra en mi mano y salí de aquel entorno sin luz natural.

La vuelta a la superficie no fue muy complicada, tan sólo tenía que buscar la claridad del sol que penetraba en aquella cueva.  Según me acercaba a la salida mis ojos se iban acostumbrando progresivamente a la claridad del día.

Una vez fuera tomé una bocanada de aire fresco.  Miré a la luz del sol la piedra que había traído conmigo.  La limpié de aquel barro que tenía por todas partes.  La observé con calma de nuevo durante unos minutos mientras la daba vueltas, como quien intenta hacer el cubo de Rubick por primera vez.

Cuál sería mi sorpresa cuando después de varios minutos de observación me dí cuenta de que aquellos cristalitos que brillaban sutilmente no eran otra cosa que diamantes en bruto. Después de tantos años buscando una mina por aquellos parajes desolados, hoy era el día en el que encontraba la mina que llevaba buscando durante tanto tiempo. Por fin era un hombre feliz.

Muchas veces las personas tenemos miedo de comenzar una relación porque nuestras experiencias pasadas no han sido del todo satisfactorias.  Esas relaciones hacen que tengamos cierta aversión a las personas del otro sexo.  Aunque inicialmente nos parezcan interesantes, nuestros miedos hacen que no profundicemos demasiado, que la nueva relación sea algo más superficial, pudiendo perder cualidades que están escondidas en lugares más profundos y recónditos que sólo aquellos exploradores con coraje podrán encontrar si se arriesgan a entrar en esas tinieblas.

Es importante ser conscientes de cuáles son nuestros miedos para poder dominarlos y poder de esta forma adentrarnos en la otra persona siendo nosotros mismos.

¿Qué relación te ha dejado marcada de tal forma que ahora no te permite adentrarte en ninguna otra relación?

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Monstruos en el sótano

viernes, 25 marzo, 2011

Encendí la luz de la cocina. Me acerqué al frigorífico y abrí su puerta. Las cuatro rebanadas de pan integral, las dos sardinas que seguían en su lata original después de un par de días, las tres lonchas de pavo cocido, los dos huevos de gallina y el medio litro de leche semidesnatada que encontré en su interior hicieron que me quedara inmóvil frente al aparato durante unos segundos mientras mi cerebro optimizaba el menú de la cena con los ingredientes encontrados. Realmente debía pasarme por el supermercado urgentemente si no quería morir de inanición.

Mientras sacaba el pan, el pavo y los huevos escuché un ruido que parecía proceder del sótano de la casa. Como tantos otros ruidos que se escuchan en una casa a lo largo del día, a este tampoco le dí mayor importancia, y seguí con la preparación de mi última comida del día. Saqué la sartén del cajón de debajo del horno y la posé sobre la vitrocerámica. De nuevo se escuchó aquel ruido que provenía del mismo lugar.

Dejé lo que tenía entre manos y salí de la cocina para satisfacer mi curiosidad. Y allí estaba yo, en mitad del pasillo, sin mover ni una pestaña, intentando averiguar la procedencia real de aquel ruido que había llamado mi atención. De pronto, se volvió a escuchar. Efectivamente, venía del sótano, por lo que me acerqué a la puerta sigilosamente para evitar ahuyentar a aquello que lo estuviera provocando.

Abrí la puerta. Extendí mi mano hacia el interruptor y lo giré para encender la luz de la escalera. Bajé por aquellas escaleras de madera cuyos escalones se quejaban cada vez que tenían que soportar mi peso. Al llegar abajo miré a derecha e izquierda, buscando aquello que producía el ruido. Nada, todo estaba en silencio. Me giré para volver a subir las escaleras cuando escuché un ruido a mis espaldas. Me dí la vuelta y vi unas cajas de cartón apiladas unas sobre las otras.

Cada caja tenía un rótulo en su frontal: libros de texto, novelas, revistas… De pronto vinieron a mi mente una serie de recuerdos de tiempos pasados. ¡Qué días tan entrañables aquellos! Una de las cajas se movió un poco. Era en la que ponía: monstruos.

Aunque los rótulos de las cajas me daban una idea de lo que cada una contenía en su interior, hacía tanto tiempo que las había bajado al sótano que apenas recordaba lo que almacenaban. Aparté la caja que se había movido del resto de cajas y la acerqué a la luz para examinarla. Estaba cerrada con su cinta americana y no parecía tener agujeros en ninguno de sus lados, por lo que parecía improbable que algún roedor hubiera entrado en su interior. Aún así me pareció curioso que saliera algún ruido de allí, por lo que decidí abrirla para comprobar lo que encerraba.

Me puse debajo de la luz. Cogí uno de los extremos de la cinta americana que cerraban las solapas superiores y la arranqué del cartón. Levanté las solapas para ver el interior de la caja. Fue en ese momento cuando me llevé mi mayor sorpresa… ¡estaba vacía! ¿Y de dónde procedía el maldito ruido? ¿Y cómo se había movido? ¿Habría sido todo obra de mi imaginación? Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo que me diera una pista, pero nada.

Mientras mi cerebro seguía haciéndose preguntas e intentaba razonar aquel evento, mis ojos buscaban cualquier cosa en el interior de la caja que pudiera indicarme lo que había ocurrido. Pegado a un lateral encontré un post-it. Lo arranqué bruscamente y lo acerqué a la luz. Era mi letra. Leí la nota: “Aquí guardo todos mis monstruos, aquellos que me hacen ser peor persona, los que no deseo que salgan a la luz: la codicia, la rabia, la ira, los celos… Recuerda que si vas a meter otro en la caja, antes debes cerrar todas las puertas y ventanas de la casa para que no se escapen”. ¡Ahora lo recuerdo todo! El crujir de uno de los escalones me sacó de mi trance temporal.

Miré hacia las escaleras. Una sombra se quedo quieta. Parecía que me miraba, esperando alguna reacción por mi parte. Levanté la mirada y vi que la puerta que daba al piso de arriba estaba abierta. Dirigí mi mirada a la nota: “…antes debes cerrar todas las puertas…”. Apunté mi vista hacia la sombra de nuevo. Al tiempo que saltaba hacia las escaleras cerré la caja de un manotazo, pero aquella sombra parecía haber intuido mis intenciones, consiguiendo llegar al piso superior antes de que la atrapara.

Cerré la puerta tras de mi y miré a ambos lados, buscando aquella sombra tan escurridiza que había conseguido entrar de nuevo en mi hogar. Al no verla por ninguna parte mi primera preocupación era que no saliera de la casa, por lo que corrí hacia las puertas y ventanas para confirmar que estaban todas cerradas y que aquel fantasma del pasado no podría salir fuera, donde todos pudieran verlo.

Me llevó horas encontrarlo de nuevo, pero al final dí con él. Allí estaba, en la cocina, comiendo el pan, el pavo y los huevos que había dejado sobre la encimera. ¡Mi cena! Mi rabia creció, y con ella lo hizo aquella sombra que seguía engullendo mis alimentos. ¡Mi rabia, eso era! Lo que se había escapado de aquella caja escondida en el fondo del sótano era mi rabia ¿y por qué?

Me senté en la silla de la cocina y comencé a observar a aquel engendro. Mientras lo observaba me dí cuenta de que los últimos días habían sido un poco tensos en el trabajo; mi relación de pareja se había visto afectada por el enorme número de horas que me pasaba en la oficina; y los amigos también tenían sus quejas porque ya no jugaba con ellos al fútbol el fin de semana. Parecía que el mundo me tratara mal, que no me quisiera, y por ello es cierto que la rabia había comenzado a acumularse en mi interior.

Según me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, aquella criatura informe comenzaba a desvanecerse. Cada vez era más consciente de lo que pasaba dentro de mi y cómo eso estaba afectando a la gente de mi entorno. El monstruo que hace unas horas se paseaba por toda la casa libremente, ahora se había solidificado y no era mayor que una bola de golf. Me agaché y la cogí en mi mano. La miré detenidamente. Sonreí y bajé de nuevo al sótano.

Los seres humanos tenemos la capacidad de guardar nuestros monstruos en lugares de difícil acceso para que no puedan salir a la luz del día y así las personas de nuestro entorno crean que somos personas normales. Sin embargo, en ocasiones, estos monstruos consiguen escapar de sus celdas, y revolotear por el interior de nuestro ser, haciendo que nos sintamos mal. Si consiguen salir al exterior podrán destrozar a aquellas personas inocentes con las que se topen, y seremos nosotros en última instancia los responsables de tales atrocidades.

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Miedos irracionales

lunes, 21 diciembre, 2009

La mayoría de las personas tienen algún tipo de miedo: a la soledad, a la oscuridad, al fracaso e incluso a la propia muerte.  Por simples que algunos de estos miedos puedan parecer para el resto de personas, los llevamos con nosotros allá donde vamos, y a veces pueden interferir en nuestras relaciones personales e impedirnos que consigamos nuestros objetivos.

Los miedos son totalmente lógicos para las personas que los sufren.  Una persona puede tener miedo a que su pareja la abandone después de una semana viviendo en la misma casa; o puede tener miedo a dar el primer paso después de recibir ciertas señales por parte de la otra persona, o puede abrigar un miedo a tener un accidente de tráfico.  Es lógico ¿verdad?

Por mucho que a unas personas les parezcan racionales sus miedos y a otras totalmente irracionales, lo que parece cierto es que el miedo es un método de supervivencia que evolutivamente arrastramos con nosotros y que nos paraliza.

Esta inmovilidad que en el mundo animal puede suponer vivir o morir, en nuestro mundo supone conseguir nuestros objetivos o fracasar en el intento.  Muchas personas no hacen nada por miedo al qué dirán, a que me digan que no, o a hacer el ridículo delante de los otros.  En conclusión, nos impiden conseguir aquello que queremos.

La buena noticia es que los miedos se pueden superar.  El primer paso para quitar el miedo es enfrentarse a ese miedo, y una buena recomendación es prepararse para ello.  Así una persona puede tener miedo a presentarse a un examen.  El primer paso será apuntarse al examen y después prepararlo concienzudamente.

Otra forma de superar ciertos miedos suele ser utilizar la paradoja de la vida, es decir, a la muerte, como revulsivo.  Cuando pensamos que nuestras horas en este mundo están contadas es cuando comenzamos a priorizar aquello que tenemos que hacer, es cuando nos lanzamos a por nuestros objetivos sin más miedos que el mero hecho de conseguirlos porque ¿qué te da más miedo, la muerte o no conseguir tu objetivo?

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