Artículos etiquetados ‘libertad’

Sin compromiso

miércoles, 21 septiembre, 2011

Actualmente no es raro encontrarse con personas que tienen relaciones donde el compromiso no es el factor más importante que mantiene unida a la pareja. Su relación se basa principalmente en el hecho de no estar solos, en poder pasar un rato agradable y divertido con la otra persona y, por qué no, en tener relaciones sexuales satisfactorias. Sin embargo, ambas partes parecen quedarse a una distancia prudencial la una de la otra, como sin querer entrar en el jardín privado del otro.

Este tipo de relaciones pueden ser conocidas como “follamigos” o “amigos con derecho a roce” y suelen ir de miedo si ninguna de las partes entra más allá de la señal donde pone “¡Cuidado con el perro!”. En algunos casos no existe tal señal, en cuyo caso es posible que el jardín esté plagado de gnomos que se abalanzan sobre cualquier intruso que no tenga la autorización correspondiente.

Efectivamente, una persona puede entrar sin querer en el jardín del otro tan sólo por decir un “te quiero”, “me gustaría tener algo más contigo” o “me gustaría presentarte a mis amigos”. Incluso es posible que con el tiempo una de las partes no diga esto porque si, sino porque realmente lo siente y quiere ir un paso más allá con esa relación. Y es entonces cuando saltan todas las alarmas y aquello parece una discoteca de los años setenta.

Claro está que llegados a una edad las personas nos vamos acostumbrando a vivir solas, que comenzamos a tener nuestras rarezas y que pasamos olímpicamente de tener que dar explicaciones a nadie de lo que hacemos o dejamos de hacer: «Si ya no tengo que dar explicaciones a mis padres ¿por qué te las tengo que dar a ti que no eres nadie en mi vida?«.

No sólo esto, sino que además, el tiempo ha hecho que seamos más exigentes a la hora de buscar una pareja estable y, cualquier cosa que no se amolde a ese esquema predefinido que tenemos en la cabeza durará en nuestras vidas menos que un trozo de carne en una jaula de leones hambrientos.

Está claro que al ser más exigentes nos cuesta más encontrar a esa persona que haga saltar la chispa, por lo que en ocasiones nos juntamos con la opción menos mala, o nos quedamos solos esperando a que llegue ese pirómano que haga explotar toda la casa por los aires.

Las relaciones pasadas también nos dejan nuestras pequeñas heridas, algunas de las cuales pueden estar sin cicatrizar del todo, y por lo tanto, a nada que sentimos que nos la pueden abrir de nuevo nos protegemos para no sentir el mismo dolor que tuvimos que soportar durante semanas, meses o incluso años.

A pocas personas que conozco les gusta sufrir.  Y es posible que si hiciera una encuesta, una gran mayoría de ellas me dirían que prefieren gozar a tener que sufrir, aunque sólo fuera durante un par de segundos. Por lo tanto ¿por qué no gozar de la vida ahora que puedo? ¿Por qué involucrarme con una persona si al final me va a hacer sufrir?

Parece que el tiempo y los estudios de campo nos han permitido dar con la fórmula que nos permite mantener la intimidad suficiente como para mantener una relación sexual al tiempo que nos mantiene a una distancia prudencial de ese agujero negro que son los sentimientos y penurias de la otra persona: “¡Además, yo he salido para divertirme, no para aguantar las penas de este pelmazo!”.

Curiosamente, llegado el momento, una de las partes quiere dar ese paso, ir un poco más allá, pero ¿para qué? ¿Para qué quiero unirme a una persona si estoy feliz tal y como soy, si puedo salir a divertirme cuando quiero, si me invitan aquí y allá y no tengo responsabilidades ni debo dar explicación alguna a nadie?

La solución la tenemos nosotros mismos. Tal vez en este momento de nuestras vidas queramos tener una relación sin compromiso en la que no aparezcan palabras de cariño ni ideas rocambolescas como formar una pareja, casarnos y, mucho menos, tener hijos. Cada uno de nosotros tenemos un tiempo de maduración, no con ello quiero decir que no seamos maduros, sino que todavía no estamos preparados para el compromiso, para dar ese paso.

Está en nosotros el decidir cuándo y a quién dejo entrar más allá de esa puerta tan bien protegida hasta hace unos días. Puede darse el caso que la primera persona a la que permita el acceso pise las gardenias que acababa de plantar, o golpee con el coche el gnomo junto al estanque, o incluso que a los pocos pasos de la entrada se gire y vuelva sobre sus propios pasos, pero esto no debería desmotivarnos para dejar la puerta abierta.

Con el tiempo nos haremos expertos en identificar a aquellas personas que pueden entrar a formar parte de nuestro mundo interior. Incluso es posible que alguna de ellas vaya con una cerilla en la mano. Como dice la canción “el amor está en el aire” y puede llegar en cualquier momento, sólo hay que estar dispuesto a dejarlo entrar.  Entonces nuestra perspectiva de la vida cambiará.

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La niña y el elefante

miércoles, 20 julio, 2011

Paula había esperado todo un año para volver a escuchar aquellos rugidos que la ponían los pelos de punta, para oler aquella pestilencia que manaba de aquellas jaulas sobre ruedas y que la impedían degustar aquella bola de algodón rosa que llevaba en su mano izquierda mientras con la derecha se agarraba fuertemente a la de su padre. El circo había llegado de nuevo a la ciudad y ella estaba allí, entre todos aquellos animales salvajes, con los ojos como platos.

Mientras paseaban entre las jaulas de los tigres y los leones pudo observar que al fondo se encontraban los elefantes, por lo que tiró de la mano de su padre para acercarse un poco más al lugar donde se encontraban aquellos enormes animales.

Al llegar al lugar vio que aquellos mamíferos, algunos de los cuales llegaban a los tres metros de alto y cinco de largo, estaban atados por una cadena que unía una de sus patas a una barra de acero clavada en el suelo, por lo que preguntó a su padre: “Papá, ¿cómo es que un animal tan grande y fuerte como este no es capaz de arrancar esa barra del suelo y huir?”.

Su padre la sonrió y respondió: “Cuando el elefante es pequeño el dueño le pone una cadena y lo ata a una estaca. Durante los primeros días el elefantito intenta escapar, tirando de aquella cadena con todas sus fuerzas, pero con el paso del tiempo ve que es imposible romper aquellas ataduras, por lo que ceja en su empeño y se resigna a su destino. Con el paso del tiempo el elefante se hace más grande y fuerte, pero en su foro interno cree que no puede escapar porque esas ataduras que lo unen al suelo son imposibles de romper, entonces ¿para qué intentarlo de nuevo? Así que es por eso que el elefante no se escapa aunque en teoría podría romper fácilmente esa cadena que coarta su libertad”.

Paula se quedó pensativa durante unos segundos, soltó la mano de su padre y dijo: “¡Yo puedo ayudarles!”.

¿Y cómo piensas hacerlo? – inquirió su padre.

Muy sencillo – dijo Paula – Yo tengo la fuerza suficiente para arrancar esas estacas del suelo. Una vez lo haya hecho los espantaré para que huyan y se alejen de aquí lo más posible y así sean libres.

La idea es buena – respondió su padre – pero ¿qué pasará si los vuelven a capturar de nuevo?

Paula se rascó la cabeza mientras fruncía el ceño y maquinaba una respuesta. Al cabo de unos segundos respondió: “¡Los volveré a soltar de nuevo!”.

Tu solución es buena – comentó el padre – sin embargo ¿vas a estar ahí siempre para soltarlos cada vez que se encuentren atados? ¿Y si hacemos otra cosa? ¿Y si les hacemos conscientes de lo fuertes que son? ¿Y si les enseñamos a soltarse de sus ataduras? Tal vez de esta forma no tengamos que estar todo el tiempo pendientes de ellos y así podrán ser libres independientemente de las ataduras que les intenten poner en cada momento de su vida.

¿Y cómo podemos hacer eso papá? – preguntó Paula.

Comencemos hablando con ellos, averiguando qué les impide moverse de ese lugar, descubriendo si están disponibles para el cambio, haciéndoles ver que ya han roto cadenas igual de gruesas. Una vez lo interioricen no habrá nada ni nadie que los pare. Y será entonces cuando puedan ser libres – dijo el padre.

Paula se giró y se acercó a uno de los elefantitos que se encontraban en el recinto. Le acarició la trompa y comenzó a susurrarle algo al oído durante unos minutos. Durante la semana que estuvo el circo en la ciudad Paula se pasó por el recinto de los elefantes todos los días y habló con aquel pequeño elefante.

Algunos meses después de que el circo abandonara la ciudad el padre de Paula entró por la puerta con un periódico en la mano y se lo mostró a su hija. En una de las columnas de la página principal se podía leer una cabecera que decía: “Pequeño elefante rompe sus cadenas y se escapa del redil”. Paula miró a su padre y sonrió mientras pegaba su carita a los cristales de la ventana del salón y decía: “Ahora si que nadie te podrá parar».

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Invasores del espacio

martes, 1 marzo, 2011

De todos es sabido que los animales son territoriales y que establecen sus lindes orinando o defecando en ellas. El espacio territorial no es fijo, varía en función de la densidad de población de la zona. De esta forma, los leones salvajes pueden tener un espacio territorial de un radio de cincuenta kilómetros o más, mientras que los leones criados en cautividad tienen un espacio territorial de unos pocos metros. Esto que ocurre continuamente con los animales, también ocurre con el ser humano.

El antropólogo Edward T. Hall propuso en 1963 la utilización del término proxémica para describir las distancias que se pueden medir entre las personas mientras estas interactúan entre sí. De estas investigaciones se desprenden cuatro distancias zonales diferentes: la zona íntima, la zona personal, la zona social y la zona pública.

Las personas “mantenemos la distancia” con aquellos individuos que desconocemos. Según vamos adquiriendo mayor confianza con ellos permitimos que se acerquen más, admitiendo que se adentren en nuestra zona personal e incluso en nuestra zona íntima.

Pero al igual que necesitamos mantener la distancia física con los desconocidos para no sentir que nos avasallan ni que invaden nuestro espacio personal, no es menos cierto que también existen ocasiones en las que requerimos permanecer a cierta distancia de nuestros seres más queridos para tomar decisiones que exigen cierta meditación.

Las personas que han mantenido una relación destructiva con su pareja suelen pedir un tiempo y un espacio para meditar y averiguar cómo se encuentran actualmente, qué es lo que ha pasado en su relación, dónde han fallado, qué es lo que buscan, si quieren concluir la relación actual o si están dispuestas a iniciar una relación con otra persona.

Aunque sea complicado comprender inicialmente qué es lo que las personas quieren decir con: “necesito tiempo” o “necesito un poco de espacio”, está claro que lo que están exigiendo es que no se las atosigue, que no se las presiones más, ya que esto podría provocar que tocasen fondo.

El pedir un poco de espacio no es negativo, ya que, entre otras cosas, nos permite coger un poco de aire, descansar de la otra persona, tener tiempo para organizar las ideas y así no posponer la toma de decisiones con la excusa de que no tengo la cabeza asentada y calmada.

Es cierto que en ocasiones la solicitud de espacio no implica que haya una meditación para solucionar el problema en cuestión, sino que es un tiempo que se utiliza para buscar a otra persona con quien olvidarse de los problemas cotidianos y, si toda va bien, comenzar una nueva relación con ella.

El dar espacio a una persona nos puede producir miedo, o una sensación de ansiedad, porque al dejarla libre la podemos perder para siempre. En la película “Proposición indecente” había una frase que decía algo así como: “abre la puerta de la jaula para que el pájaro sea libre. Si realmente tiene que ser tuyo, volverá a ti. Si no, nunca debió ser tuyo en primer lugar”.

Dejar libre a una persona no sólo implica que es posible que no vuelva, sino que también nos fuerza a romper todas las dependencias que se tenía con ella, algo que en ocasiones resulta harto complicado. Basta que alguien nos quiera quitar a esa persona, o que sintamos que la podemos perder, que nos ponemos manos a la obra para recuperarla de nuevo a cualquier precio, aunque sea de forma temporal.

Y a ti, ¿quién te está pidiendo un poco de espacio y eres incapaz de dárselo por miedo a perderla?

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Responsabilidad de los padres

martes, 21 julio, 2009

El domingo pasado tuve la oportunidad de pasar el día en la piscina de la urbanización de unos amigos.  Esta piscina acogía tanto a personas mayores, como a adolescentes, como a niños de corta edad, si bien estos últimos tenían su propia piscina acondicionada a su tamaño.

Como suele ocurrir en estos casos, la necesidad de refrescar algo más que los pies y parte del tobillo hacía que los padres llevasen a sus vástagos a disfrutar de las aguas más fresquitas y más profundas de la piscina de adultos.  Mientras los padres refrigeraban sus cuerpos animaban a sus retoños a tirarse desde el borde de la piscina al agua, lugar donde ellos los recogían entre sonrisas y gritos de excitación por ambas partes.

Esta práctica tan habitual en nuestras piscinas hace que el niño tome más confianza con el agua y comience a sentirse más seguro, ya que sabe que según se tire, uno de sus progenitores estará allí para agarrarlo y sacarlo a la superficie.  Sin embargo ¿qué ocurre cuando uno de estos angelitos tan dependientes de los adultos se tira al agua cuando no están atentos sus padres?

Lo normal es que a las pocas milésimas de ver unos bracitos chapoteando sobre la superficie del agua cualquier adulto que haya visto el acontecimiento se lance al líquido elemento para sacar la cabecita de la criatura a la superficie y así pueda dar una bocanada de aire fresco de nuevo.  En este caso algunas personas podrán asegurar que los padres son unos inconscientes o incluso unos irresponsables.  Sin embargo ¿cuál es comportamiento que deberían haber tenido estos padres?

Es posible que el comportamiento más apropiado en este caso concreto hubiera sido enseñar a su hijo a nadar antes de enseñarle a tirarse desde el borde de la piscina.  El primer comportamiento desarrolla la independencia del niño, mientras que el segundo degenera en una mayor dependencia de los padres y en un mayor estrés cuando la criatura se encuentra cerca de una piscina.

Por tanto ¿cuál es la responsabilidad de los padres para con sus hijos?  Opino que la responsabilidad de los padres es la de enseñar a sus hijos a utilizar aquellas herramientas que los permitan valerse por si mismos en la sociedad en la que se encuentran, es decir, hacerlos más independientes y libres, así como mostrarles los valores fundamentales que les acompañarán durante el resto de sus vidas.  Y ¿cuántos de nosotros hacemos esto?  ¿Qué nos impide llevarlo a cabo?

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Independencia y libertad

lunes, 20 julio, 2009

La independencia y la libertad parecen ser términos antagónicos: «no soy libre porque dependo de alguien«.  La pregunta que surge de esta afirmación es ¿son igual de libres las personas independientes que las personas dependientes?

Para aquellas personas que hayan dudado a la hora de responder tal vez les ayude recordar el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos que dice que «cada ser humano nace libre e igual en dignidad y derechos«.  Entonces, si somos libres, si tenemos «la facultad de obrar de una manera o de otra, y de no obrar, por lo que somos responsables de nuestros actos» ¿qué nos impide ser independientes?

Las personas dependientes son aquellas que están «subordinadas a una autoridad o que viven de la protección de alguien«.  Estas personas no están sometidas, sino sujetas a alguien por diferentes motivos: económicos, sentimentales, culturales, etc.  Por tanto ¿cómo podemos ser independientes?

Desarrollando aquellas capacidades y conocimientos en áreas específicas que permitan al individuo valerse por si mismo.  En función de la edad del individuo las áreas son diferentes, desde aprender a ponerse la ropa y comer solo, pasando por aprender a cocinar y gestionar la casa, hasta aprender y desarrollar las habilidades técnicas de nuestro futuro trabajo.  Sin embargo ¿qué puede bloquear mi camino hacia la independencia?

Según Erich Fromm es el «miedo a la libertad» lo que hace que tanto individuos como sociedades enteras dependan de otras personas o estados.  Es el miedo a tener que enfrentarse a las dificultades por uno mismo, el miedo a responsabilizarse de los actos realizados, el miedo a… el propio miedo.  ¿Y cómo quito el miedo de mi camino?

Hay muchas formas de quitar el miedo, pero la que aquí se propone es la motivación, la motivación que cada persona tiene para conseguir su objetivo.  El niño pequeño tendrá sus motivaciones para vestirse por si solo y no ser acompañado al colegio; el adolescente tendrá otras diferentes para tener su propia casa y vivir con su novia.  En cualquier caso una buena motivación y un buen plan de acción pueden permitir a las personas alcanzar su independencia en cada fase de su vida.  ¿Quién me puede ayudar en este camino?

Los padres son un buen referente en las primeras etapas de desarrollo del individuo, si bien con posterioridad un coach puede ser de gran ayuda en la identificación de nuevos objetivos y desarrollo de planes de acción más elaborados.

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Miradas condescendientes

lunes, 8 septiembre, 2008

Después de leer el comentario que Eduardo Gutiérrez dejó en mi artículo «La Paradoja Rural» he creído oportuno pararme a reflexionar sobre sus palabras, las cuales cito a continuación:»Los urbanitas miran con condescendencia a los de los pueblos, sin sospechar con cuanta conmiseración los miramos nosotros a ellos, encerrados en sus ciudades.«

A principios del siglo pasado la diferencia de clases era algo muy marcado en nuestra sociedad.  Los habitantes de las zonas rurales eran considerados como «paletos«.  Gente que, debido a sus circunstancias, no había tenido la suerte de tener una educación digna y que, por tanto, lo único que podían hacer para subsistir en este duro mundo era dedicarse al ganado y a la agricultura.

En esta época, el médico, el cura y el agente de policía eran las máximas autoridades, pudiendo solucionar  la mayoría de  los problemas que aquellas gentes pudieran tener en su día a día, desde disputas entre vecinos, pasando por dolencias derivadas del trabajo hasta aquellas producidas por el espíritu.

La pobreza de los menos afortunados podía llegar a tal extremo que en algunos casos se pagaba al médico con huevos, cebollas, chorizos, o cualquier cosa que hubiera producido la tierra durante los últimos días.  Esta situación podía hacer que, los entonces urbanitas, se acercaran a las zonas rurales y miraran a su población con ojos de superioridad, pudiendo reírse de ellos en más de una ocasión y humillándolos para «pasar el rato».

Por norma general los padres siempre quieren «lo mejor» para sus hijos.  Es entonces normal pensar que, si no tienes luz eléctrica, ni agua corriente, vistes a tu familia con harapos, y los «veraneantes» te humillan y se ríen de tu familia cada vez que vienen como forma de diversión; lo que quieres es sacar a tus hijos de esas penurias para que sean «hombres de provecho«, aunque tú sigas sufriendo las mismas calamidades.

Pero hoy en día, en pleno siglo XXI, viviendo en la «Sociedad de la Información», donde Internet está al alcance de todos, donde la gran mayoría de nosotros hemos tenido la suerte de una educación «más que digna», donde la recogida de la patata y la fresa la realizan temporeros de otros países menos desarrollados que el nuestro ¿cómo es posible que el urbanita mire con condescendencia a la gente de  las zonas rurales?  ¿Cómo es posible que ese urbanita no se acuerde de sus raíces?  ¿Cómo es posible que no se dé cuenta que la persona que está frente a él puede tener su misma formación, pero ha elegido vivir en un ambiente más natural?  ¿Cómo no se da cuenta de que esa persona es feliz?

Mientras tanto «el hombre rural» siente pena por nosotros, porque sufrimos de estrés; porque vivimos rodeados de asfalto y hormigón que generan un microclima «anormal»; porque por mucho cristal que pongamos a nuestros muros seguimos extrañando nuestra libertad; porque sólo en los días con menor nivel de contaminación somos capaces de ver la Sierra; porque el sonido más agradable que escuchamos en todo el día es la bocina del coche tuneado que nos pide paso al cambiar de color el semáforo.

¿Y si fuésemos capaces de escuchar a estas personas?  ¿Qué nos podrían aportar desde su mundo?  ¿Qué podríamos aprender de ellos?  ¿Y ellos de nosotros?  ¿Cómo podrían ayudarnos para que nuestras vidas fuesen más felices y tranquilas?  ¿Cómo podríamos harmonizar ambos mundos?  ¿Cómo podríamos aumentar nuestra autoestima sin tener que humillar a otras personas?

Ahora es vuestro turno.  Ahora podeis comenzar a dejar vuestros comentarios para que entre todos podamos iniciar una nueva andadura en común. ¡Este es el momento del cambio, no lo dejes escapar!

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Esclavitud en el s. XXI

domingo, 7 septiembre, 2008

Leía esta mañana el artículo «La hipocresía en NIKE» donde el autor, Francisco de Sántoyo, exponía la doble moral de la marca deportiva en relación a los Derechos Humanos, ya que si bien la marca parecía defenderlos de cara al público, luego tenía a niños esclavizados en sus fábricas de Asia y África cosiendo las camisetas y zapatillas deportivas que luego nos vende.

La Real Academia Española, en su vigésima segunda edición del diccionario de la lengua española, define al esclavo como «dicho de una persona: que carece de libertad por estar bajo el dominio de otra«.  Esta es la definición «más popular», la que si alguien nos pregunta daríamos sin apenas pensárnoslo.

Sin embargo, la segunda definición me ha parecido aún más interesante si cabe. En esta se puede leer «sometido rigurosa o fuertemente a un deber, pasión, afecto, vicio, etc., que priva de libertad.  Hombre esclavo de su palabra, de la ambición, de la amistad, de la envidia«.

Si esto es así ¿qué impide que el hombre sea «esclavo de sus creencias«?  ¿Cómo pueden nuestras creencias privarnos de libertad?  ¿Cuándo nos someten a otra persona? ¿Dónde nos toca para que puedan esclavizarnos?  ¿Para qué nos sirven?  ¿Qué nos aportan?

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