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Confianza

sábado, 19 marzo, 2011

Era una mañana nublada en Gotemburgo. Como cada día durante la época de exámenes, María había ido a la biblioteca de la Universidad para preparar las materias de ese ciclo. Tras varios minutos deambulando por la biblioteca, al final encontró un sitio junto a una ventana y frente a un estudiante sueco que la sonrió amablemente al verla.

Se quitó la mochila de la espalda y sacó los apuntes de matemáticas avanzadas y un portátil que encendió poco después de apoyarlo sobre la mesa. Tras ordenar los papeles y buscar algún archivo en su portátil, María se levantó, cogió su portátil y fue a rellenar su botella de agua. Al volver dejó el portátil a un lado y comenzó a leer sus apuntes. Al cabo de un tiempo se levantó, cogió el portátil y se fue de su sitio por unos minutos.

Después de unas cuantas horas, el estudiante sueco observó que, cada vez que María se levantaba de su sitio, ésta se llevaba consigo su portátil. No importaba donde fuera ni cuánto tiempo estuviera ausente de su lugar de estudio, que ella nunca dejaba su portátil desatendido. Este comportamiento le llamó la atención, por lo que en uno de los escarceos de María se apresuró a preguntarla: “Perdona ¿por qué cada vez que te levantas de tu sitio te llevas tu portátil?”. María respondió – “Porque si lo dejo aquí alguien me lo podría robar”. El estudiante sueco puso cara de sorpresa e inquirió – “¿Para qué querría alguien tu portátil?”.

Es cierto que hay países que, a priori, son más confiados que otros, así nos podemos encontrar con el caso americano, donde suelen dejar las puertas de sus casas abiertas; o el inglés, donde la licencia de conducir no lleva foto; o el sueco, donde no entienden eso de llevarse lo ajeno.

De igual manera parece que la confianza podría ser algo típico de las localidades de tamaño reducido, donde todos sus habitantes se conocen y parece que no pasa nada sin que toda la comunidad se entere del acontecimiento. Sin embargo, y aunque pueda existir una gran confianza entre ellos, no pasa lo mismo cuando llega alguien de fuera. En estos casos se necesita un tiempo hasta que las buenas gentes de la localidad aceptan y confían en el forastero.

Al contrario de lo que ocurre en los pueblecitos, en las grandes urbes, lugares donde hay una alta densidad de población y donde la probabilidad de encontrar a algún conocido mientras paseas por la calle es muy baja, la desconfianza es mucho mayor a todos los niveles. Basta con acercarse a preguntar por una dirección a una persona, la mirada recelosa que te lanza según te acercas es digna de mención. De hecho tardan unos segundos hasta que esbozan ligeramente una sonrisa en su rostro demostrando así que han superado su fase de pavor.

Confiar en alguien supone depositar en esa persona, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de ella se tiene, cualquier cosa, desde la casa hasta un secreto. En nuestra sociedad nos podemos encontrar con dos tipos de personas, aquellas que confían ciegamente en todo el mundo, y aquellas que no confían ni en su propia madre.

Si eres de los primeros, de los que confían en la buena fe de las personas que te rodean, es posible que en más de una ocasión te lleves un chasco, ya que alguna persona se podrá aprovechar de ti. El confiar en las personas no es malo, tan sólo hay que identificar en quién puedes confiar y en quién no.

Si por el contrario eres de los segundos, de los que no confían en nadie, tus relaciones personales se pueden ver afectadas notablemente, ya que la desconfianza que tienes en tu interlocutor se reflejará en tus actos y en tu lenguaje corporal, creando así un estado de desconfianza mutuo. No confiar en nadie puede suponer un problema en sí mismo.

Si eres una persona desconfiada y tienes una relación de pareja, ésta se puede ver afectada notablemente, al tiempo que puedes estar sufriendo continuamente. Es posible que te resulte complicado salir de casa si no has cerrado previamente todos y cada uno de tus armarios y cajones; dudarás de lo que hace o deja de hacer tu pareja, aunque sólo vaya a trabajar, a recoger a los niños y al gimnasio; recelarás de la persona que limpia tu casa, ya que podría llevarse algo o hacer alguna llamada de larga distancia sin que tú te enteres.

En algunos casos puedes tener plena confianza en tu pareja, sin embargo no confías en tus hijos. No confías en que saquen buenas notas, por lo que tienes que perseguirles para que estudien. No confías en que lleguen sobrios a casa, por lo que no les permites llegar más tarde de las 23:00 horas.

La confianza es algo que puede perderse muy fácilmente y que tarda bastante en volverse a ganar, lo cual no quita para que se pueda recuperar de nuevo. Así debemos recobrar la confianza en las personas, en nuestra pareja y en nuestros hijos, pero es algo que debemos hacer nosotros, poco a poco.

¿En qué persona has dejado de confiar últimamente?  ¿Cómo podrías recuperar la confianza de tu pareja o de tus hijos?

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Criando parricidas

martes, 6 julio, 2010

Hace poco me contaban una escena que tuvo lugar en el metro entre una madre y su hijo de corta edad.  El comportamiento de la criatura, revoloteando por todo el vagón y molestando al resto de pasajeros, no debía ser el que la madre deseaba en ese momento para su churumbel, por lo que cuando el angelito colmó la paciencia de su progenitora ésta le lanzó un cachete para marcar el fin de un comportamiento que la estaba poniendo en evidencia ya que no era del todo apto en dicho entorno.

Sin querer entrar en la polémica de si la madre se extralimitó al darle un tortazo a su hijo, o de si ésta debió concluir el comportamiento de su hijo mucho antes para evitar llegar a esa explosión emocional, la situación descrita en el párrafo anterior puede ser bastante normal en una relación entre padres e hijos.  Sin embargo, lo que realmente llama mi atención no es el hecho de la agresión física, aunque esta tenga su importancia, sino los comentarios que la madre y posteriormente la amiga que la acompañaba realizaron al galopín.

Tras el manotazo, la madre abroncó a su hijo en tono desafiante con un: «¡A ver, devuélveme, devuélveme el tortazo!»  Mientras que su amiga reprendía al mozalbete con un: «!qué cobarde!, ¡vaya cobarde!».

Está claro que la criatura no tenía el tamaño ni la fuerza para devolver el tortazo a la madre.  De hecho, es posible que si hubiera amagado para darla un golpe ésta le hubiera respondido con un guantazo que le hubiera puesto la cara del revés.  Es posible que la criatura también estuviera falta de ánimo y valor para tolerar la desgracia que le había caído en forma de bofetada, tal y como afirmaba la amiga, pero también es posible que en su todavía aturdida cabecita se escuchara una vocecilla que decía: «¡Espera, espera a que sea grande y ya veremos si te atreves a darme otro tortazo.  Ya veremos quién es el cobarde entonces!«.

No sé si este tipo de desafíos son la causa de que a fecha de hoy no sea raro escuchar en las noticias casos de hijos que maltratan a sus padres, pero las observaciones que llevo realizando durante los últimos meses me demuestran una laxitud en la educación que proporcionan los padres a sus hijos.

Tal vez esta laxitud sea el efecto rebote de una educación más estricta recibida en las familias y colegios durante los años 50 y 60 del siglo pasado.  O probablemente sea debido a que algunos padres de hoy en día no tuvieron ciertas libertades en los años de la dictadura y quieren que sus hijos sean totalmente libres para hacer lo que quieran.  O quizás sea debido a que los padres del siglo XXI no tienen el tiempo ni la energía suficiente para corregir y educar a su prole después del trabajo.

En cualquier caso hay que tener en cuenta que estas pequeñas criaturas son las que gobernarán y regirán nuestra sociedad dentro de unos años y, como padres y ciudadanos, debemos ser responsables y preguntarnos si son los comportamientos y valores que estamos inculcando en nuestros hijos los que queremos que tengan nuestros futuros directivos y gobernantes.

Si, todavía estamos a tiempo de reeducar a estas maravillosas criaturas para que cambien.  Lo único que necesitamos es aumentar nuestra fortaleza mental para identificar cuáles son nuestros objetivos para con ellos, cuáles son los valores que queremos inculcarles, cuál es nuestra responsabilidad como padres.  En todo esto nos pueden ayudar desde orientadores expertos en el tema hasta coaches que nos acompañarán en este camino sin que fracasemos en el intento.

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