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El cervatillo

sábado, 17 marzo, 2018

Los primeros rayos de sol comenzaban a colarse entre los troncos de aquellos árboles centenarios que poblaban el bosque.  La luz de esos rayos hacía de despertador natural al impactar en los ojos todavía cerrados de los animales que todavía permanecían acurrucados bajo alguna rama o escondidos entre los matorrales al resguardo de los depredadores nocturno que merodeaban por esos lares.

Ricardo se había despertado antes de que sonara la alarma de su reloj.  Llevaba una temporada en la que no podía dormir bien debido al estrés del trabajo.  Por lo que al abrir aquella mañana los ojos y ver que estaba amaneciendo, decidió salir a dar un paseo por el bosque, aunque este no estuviera del todo despierto.

Ricardo comenzó a andar entre los helechos que habían recogido el rocío de la madrugada, y saltando entre las ramas derribadas por los vientos de los últimos días, cuando vio un cervatillo que asomaba su cabeza entre dos árboles, curioso por el ruido que lo había despertado.  Ricardo se paró en seco para no asustar a tan bella criatura.

El cervatillo levantó su oscura nariz para oler las moléculas que entraban por sus fosas nasales e intentando identificar si el olor que percibía era de un depredador o era de algún otro animal del que no debía preocuparse.  Ricardo seguía quieto, sin ni siquiera mover una pestaña, mientras observaba aquel acontecimiento que sólo se le presentaría una vez en su vida.

El cervatillo giro la cabeza siguiendo el rastro del oler que le llegaba y fue entonces cuando detectó la figura de Ricardo entre algunos arbustos.  Sin embargo, en vez de salir despavorido hacia el lado contrario, aquel animal comenzó a acercarse hacia donde estaba Ricardo, quien quedó atónito por aquel acontecimiento.

El cervatillo siguió avanzando hasta llegar a pocos centímetros de Ricardo, quien seguía inmóvil e intentando controlar la respiración, la cual había ido aumentando progresivamente mientras el animalito se acercaba cauteloso.

Ricardo, muy lentamente extendió su mano para que aquel cervatillo no tuviera que romper su distancia de seguridad y, sin sentirse amenazado, pudiera olerle y así conocerle.  El cervatillo no dejaba de mirar a Ricardo fijamente, con algo de desconfianza, pero no se echó para atrás mientras él extendía su mano, sino que, al contrario, se acercó para olerla y quedarse con aquella fragancia que emanaba de aquel ser que se mantenía erguido a dos patas.

De pronto, el bullicio de los pájaros hizo que el cervatillo levantara la cabeza, mirase a todos lados, y pegase dos saltos que lo alejaron del lado de Ricardo en menos de un segundo.  Ricardo, mientras tanto seguía sorprendido de aquella experiencia.  No daba crédito a lo que había pasado hacía escasos minutos.  Se dio la vuelta y volvió a su casa siguiendo el mismo camino que lo había llevado a ser el protagonista de aquella experiencia.

Los días pasaron y Ricardo no podía olvidar a aquel cervatillo que se había acercado para oler su mano.  Un cervatillo sin miedo o sin sentido común.  Pero un cervatillo que había captado su atención.  Tanto era así que Ricardo pensó que lo había visto cerca de su jardín a los pocos días de aquel encuentro, por lo que comenzó a salir al jardín más a menudo para ver si lo que le había parecido que era el cervatillo, era realmente él.

Comenzó así a pasar horas y horas sentado en la hamaca de su porche esperando que aquella cabecita asomara entre los arbustos.

Una tarde, mientras esperaba al cervatillo tomando una cerveza para refrescar su gaznate, apareció de entre los árboles aquel cervatillo valiente quien, con paso cauto, entró en el jardín de Ricardo.

Ricardo paró de mecerse y dejó la cerveza sobre la mesita que tenía al lado.  Se quedó mirando fijamente al cervatillo, mientras este se paseaba por el jardín, agachando la cabeza de vez en cuando para comer algo de hierba fresca y mirando de reojo a Ricardo, quien se mantenía sentado en la hamaca.  Al poco rato, el cervatillo, levantó las orejas y salió corriendo hacia el bosque, donde desapareció entre la maleza.

Aquel no sería el último encuentro que Ricardo tendría con aquel cervatillo.  A medida que los días pasaban, aquel cervatillo venía más a menudo a casa de Ricardo, se quedaba más tiempo y se acercaba más a Ricardo.  Tanto se llegó a acercar que las últimas veces el cervatillo había llegado a subir los escalones que llevaban al porche y había incluso olisqueado la bebida que en aquel momento tenía Ricardo sobre la mesa.

Parecía que aquel cervatillo tenía ya confianza suficiente con Ricardo y sabía que este no le iba a hacer daño alguno.

Algunas personas son como los cervatillos en el bosque, asustadizos, y en cuanto nos intentamos acercar pueden tomarlo como una agresión que pone en riesgo su vida y salen huyendo.  Por eso es importante dar a las personas el tiempo que necesiten para que se sientan cómodas con nosotros, para que sepan que no les vamos a hacer ningún daño y que pueden confiar plenamente en nosotros.

Si somos capaces de dar esa confianza a nuestra pareja o amistades, entonces tenemos ganado mucho terreno frente a otras personas que pueden ser menos pacientes y que se lanzan enseguida a saber más sobre la persona que tienen frente a ellos.

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El vendedor más grande

lunes, 16 enero, 2012

Alex era un gran agente comercial. Aún metido de lleno en una crisis económica, Alex había conseguido alcanzar los objetivos comerciales marcados por la empresa. Y no sólo los había alcanzado, sino que los había superado en varios puntos. Este hecho agradó sobremanera a sus superiores, quienes durante el último año habían seguido muy de cerca su desarrollo dentro de la empresa.

Alex no sólo era un gran agente comercial por haber superado la marca impuesta por la empresa hacía doce meses, sino porque además tenía unas cualidades dignas de un buen profesional de su sector. Era el primero en introducir cualquier producto nuevo en su cartera y ofrecérselo a sus clientes. Tenía un trato cordial y afable con sus clientes, lo cual le permitía generar confianza rápidamente con ellos. En definitiva, sus clientes lo adoraban.

Un día Alex se topó con un cliente que a priori no quería nada con él. Alex, como buen comercial, no se derrumbó, sino que investigó qué podía querer aquel cliente. Durante semanas lo estuvo persiguiendo para averiguar sus necesidades, sus intereses, sus gustos. El detalle más ínfimo durante una conversación cruzada podía ser una buena pista para averiguar algo más sobre esa persona y cómo poder acercarse un poco más a ella. Su propósito final, cerrar una venta.

Mientras tanto Alex seguía con su trabajo normal. Seguía viajando por todo el país visitando puntualmente a sus clientes más fieles para mostrarles los nuevos productos. Los ponía sobre la mesa y los desmontaba con tremenda facilidad, al tiempo que iba explicando cada pieza que dejaba sobre la mesa. Una vez montado el aparato de nuevo, le buscaba alguna utilidad práctica para la empresa en cuestión y, en menos de dos horas y media, ya tenía un nuevo pedido sobre la mesa de Compras. El recibir pedidos de sus clientes estaba muy bien, pero Alex seguía con los ojos puestos en el nuevo cliente que apenas le había hecho caso.

Después de varios meses persiguiendo a ese cliente tan complicado, éste le llamó a Alex para concertar una reunión. Alex aceptó de inmediato. Su alegría era tal que si no llega a ser porque iba conduciendo su coche de empresa, hubiera invitado a toda la oficina a una cerveza en aquel preciso instante.

A los pocos días Alex se acercó a hablar con el Director de Compras de aquella empresa. Alex le estuvo enseñando al Director, a su ayudante y a un par de personas que no sabía muy bien de dónde procedían, los últimos artículos que su empresa había fabricado y que a ellos les podrían venir muy bien para mejorar la productividad de sus fábricas. Después de tres horas de reunión, el Directo se levantó de la silla y aceptó lanzar un pedido con Alex. Para empezar el pedido sería de mil euros.

Aunque el pedido era diez veces inferior al pedido más pequeño que cualquiera de sus otros clientes podía hacer, Alex se sentía feliz. Había conseguido, después de tanto trabajo, vender algo a esta empresa.

Algunos individuos ponen demasiado énfasis en perseguir a personas que les dan largas, que les dicen que no una y otra vez, hasta que al final deciden comprarles algo o incluso salir con ellos a tomar un café. Parece que cuanto más complicado sea el reto mayor satisfacción personal saca la persona de ese encuentro o compra, por corta que sea una y ridícula que sea la otra.

Sin embargo, cuando una persona tiene confianza en nosotros para comprarnos sin tener que perseguirla, o nos llama para quedar a tomar algo, a esta persona la tratamos de forma diferente a la anterior. A esta persona no la tenemos que ganar, por lo que no tenemos que esforzarnos para gustarla, para que nos quiera. Incluso a veces podemos percibirla como agobiante y que nos podía dar un poco de espacio. El que esta persona nos compre o nos invite a tomar algo no supone ninguna satisfacción para nosotros.

A algunas personas les gusta el reto, el conseguir lo que parece imposible, sin tener presente que el tiempo que han invertido en esa persona no tiene el retorno económico o emocional que puede suponer otra persona con la que ya tiene una colaboración y confianza desde hace largo tiempo. Aún así siguen enganchados en esa necesidad de conseguir algo que no tiene futuro.

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Confianza

sábado, 19 marzo, 2011

Era una mañana nublada en Gotemburgo. Como cada día durante la época de exámenes, María había ido a la biblioteca de la Universidad para preparar las materias de ese ciclo. Tras varios minutos deambulando por la biblioteca, al final encontró un sitio junto a una ventana y frente a un estudiante sueco que la sonrió amablemente al verla.

Se quitó la mochila de la espalda y sacó los apuntes de matemáticas avanzadas y un portátil que encendió poco después de apoyarlo sobre la mesa. Tras ordenar los papeles y buscar algún archivo en su portátil, María se levantó, cogió su portátil y fue a rellenar su botella de agua. Al volver dejó el portátil a un lado y comenzó a leer sus apuntes. Al cabo de un tiempo se levantó, cogió el portátil y se fue de su sitio por unos minutos.

Después de unas cuantas horas, el estudiante sueco observó que, cada vez que María se levantaba de su sitio, ésta se llevaba consigo su portátil. No importaba donde fuera ni cuánto tiempo estuviera ausente de su lugar de estudio, que ella nunca dejaba su portátil desatendido. Este comportamiento le llamó la atención, por lo que en uno de los escarceos de María se apresuró a preguntarla: “Perdona ¿por qué cada vez que te levantas de tu sitio te llevas tu portátil?”. María respondió – “Porque si lo dejo aquí alguien me lo podría robar”. El estudiante sueco puso cara de sorpresa e inquirió – “¿Para qué querría alguien tu portátil?”.

Es cierto que hay países que, a priori, son más confiados que otros, así nos podemos encontrar con el caso americano, donde suelen dejar las puertas de sus casas abiertas; o el inglés, donde la licencia de conducir no lleva foto; o el sueco, donde no entienden eso de llevarse lo ajeno.

De igual manera parece que la confianza podría ser algo típico de las localidades de tamaño reducido, donde todos sus habitantes se conocen y parece que no pasa nada sin que toda la comunidad se entere del acontecimiento. Sin embargo, y aunque pueda existir una gran confianza entre ellos, no pasa lo mismo cuando llega alguien de fuera. En estos casos se necesita un tiempo hasta que las buenas gentes de la localidad aceptan y confían en el forastero.

Al contrario de lo que ocurre en los pueblecitos, en las grandes urbes, lugares donde hay una alta densidad de población y donde la probabilidad de encontrar a algún conocido mientras paseas por la calle es muy baja, la desconfianza es mucho mayor a todos los niveles. Basta con acercarse a preguntar por una dirección a una persona, la mirada recelosa que te lanza según te acercas es digna de mención. De hecho tardan unos segundos hasta que esbozan ligeramente una sonrisa en su rostro demostrando así que han superado su fase de pavor.

Confiar en alguien supone depositar en esa persona, sin más seguridad que la buena fe y la opinión que de ella se tiene, cualquier cosa, desde la casa hasta un secreto. En nuestra sociedad nos podemos encontrar con dos tipos de personas, aquellas que confían ciegamente en todo el mundo, y aquellas que no confían ni en su propia madre.

Si eres de los primeros, de los que confían en la buena fe de las personas que te rodean, es posible que en más de una ocasión te lleves un chasco, ya que alguna persona se podrá aprovechar de ti. El confiar en las personas no es malo, tan sólo hay que identificar en quién puedes confiar y en quién no.

Si por el contrario eres de los segundos, de los que no confían en nadie, tus relaciones personales se pueden ver afectadas notablemente, ya que la desconfianza que tienes en tu interlocutor se reflejará en tus actos y en tu lenguaje corporal, creando así un estado de desconfianza mutuo. No confiar en nadie puede suponer un problema en sí mismo.

Si eres una persona desconfiada y tienes una relación de pareja, ésta se puede ver afectada notablemente, al tiempo que puedes estar sufriendo continuamente. Es posible que te resulte complicado salir de casa si no has cerrado previamente todos y cada uno de tus armarios y cajones; dudarás de lo que hace o deja de hacer tu pareja, aunque sólo vaya a trabajar, a recoger a los niños y al gimnasio; recelarás de la persona que limpia tu casa, ya que podría llevarse algo o hacer alguna llamada de larga distancia sin que tú te enteres.

En algunos casos puedes tener plena confianza en tu pareja, sin embargo no confías en tus hijos. No confías en que saquen buenas notas, por lo que tienes que perseguirles para que estudien. No confías en que lleguen sobrios a casa, por lo que no les permites llegar más tarde de las 23:00 horas.

La confianza es algo que puede perderse muy fácilmente y que tarda bastante en volverse a ganar, lo cual no quita para que se pueda recuperar de nuevo. Así debemos recobrar la confianza en las personas, en nuestra pareja y en nuestros hijos, pero es algo que debemos hacer nosotros, poco a poco.

¿En qué persona has dejado de confiar últimamente?  ¿Cómo podrías recuperar la confianza de tu pareja o de tus hijos?

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Invasores del espacio

martes, 1 marzo, 2011

De todos es sabido que los animales son territoriales y que establecen sus lindes orinando o defecando en ellas. El espacio territorial no es fijo, varía en función de la densidad de población de la zona. De esta forma, los leones salvajes pueden tener un espacio territorial de un radio de cincuenta kilómetros o más, mientras que los leones criados en cautividad tienen un espacio territorial de unos pocos metros. Esto que ocurre continuamente con los animales, también ocurre con el ser humano.

El antropólogo Edward T. Hall propuso en 1963 la utilización del término proxémica para describir las distancias que se pueden medir entre las personas mientras estas interactúan entre sí. De estas investigaciones se desprenden cuatro distancias zonales diferentes: la zona íntima, la zona personal, la zona social y la zona pública.

Las personas “mantenemos la distancia” con aquellos individuos que desconocemos. Según vamos adquiriendo mayor confianza con ellos permitimos que se acerquen más, admitiendo que se adentren en nuestra zona personal e incluso en nuestra zona íntima.

Pero al igual que necesitamos mantener la distancia física con los desconocidos para no sentir que nos avasallan ni que invaden nuestro espacio personal, no es menos cierto que también existen ocasiones en las que requerimos permanecer a cierta distancia de nuestros seres más queridos para tomar decisiones que exigen cierta meditación.

Las personas que han mantenido una relación destructiva con su pareja suelen pedir un tiempo y un espacio para meditar y averiguar cómo se encuentran actualmente, qué es lo que ha pasado en su relación, dónde han fallado, qué es lo que buscan, si quieren concluir la relación actual o si están dispuestas a iniciar una relación con otra persona.

Aunque sea complicado comprender inicialmente qué es lo que las personas quieren decir con: “necesito tiempo” o “necesito un poco de espacio”, está claro que lo que están exigiendo es que no se las atosigue, que no se las presiones más, ya que esto podría provocar que tocasen fondo.

El pedir un poco de espacio no es negativo, ya que, entre otras cosas, nos permite coger un poco de aire, descansar de la otra persona, tener tiempo para organizar las ideas y así no posponer la toma de decisiones con la excusa de que no tengo la cabeza asentada y calmada.

Es cierto que en ocasiones la solicitud de espacio no implica que haya una meditación para solucionar el problema en cuestión, sino que es un tiempo que se utiliza para buscar a otra persona con quien olvidarse de los problemas cotidianos y, si toda va bien, comenzar una nueva relación con ella.

El dar espacio a una persona nos puede producir miedo, o una sensación de ansiedad, porque al dejarla libre la podemos perder para siempre. En la película “Proposición indecente” había una frase que decía algo así como: “abre la puerta de la jaula para que el pájaro sea libre. Si realmente tiene que ser tuyo, volverá a ti. Si no, nunca debió ser tuyo en primer lugar”.

Dejar libre a una persona no sólo implica que es posible que no vuelva, sino que también nos fuerza a romper todas las dependencias que se tenía con ella, algo que en ocasiones resulta harto complicado. Basta que alguien nos quiera quitar a esa persona, o que sintamos que la podemos perder, que nos ponemos manos a la obra para recuperarla de nuevo a cualquier precio, aunque sea de forma temporal.

Y a ti, ¿quién te está pidiendo un poco de espacio y eres incapaz de dárselo por miedo a perderla?

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