Artículos etiquetados ‘miedos irracionales’

Muros de piedra

jueves, 24 noviembre, 2011

Ricardo llevaba años trabajando como constructor. Su especialidad eran los muros. Había construido muros de todos los tamaños, desde los más pequeños que separaban fincas colindantes, hasta los más grandes que podían contener millones de litros de agua de lluvia almacenada en un embalse. Tal era su especialización y pasión por levantar muros que en su propio jardín había alzado más de uno.

La primera vez que levantó un muro en su jardín se preguntó “¿Qué tiene de raro que levante un pequeño muro para que no entren en mi propiedad los animales?” Su respuesta fue «Nada«.  Y construyó el muro.  Con el aumento de la inseguridad ciudadana se volvió a preguntar “¿Qué hay de malo si levanto otro muro para protegerme de los saboteadores?”  La respuesta volvió a ser «Nada«.  Así que levantó otro muro.

Con el paso del tiempo, lo que empezó como algo normal y razonable se convirtió en casi una obsesión inconsciente. Su jardín había dejado de tener árboles y flores para tener cantos por todas partes. Los muros que se erigían en aquel jardín eran de todos los tamaños y formas. La entrada a su casa ya no era una entrada de simple acceso, sino que parecía más un laberinto difícilmente franqueable.

Un día estaba mirando su obra desde la ventana de su habitación cuando en la entrada de su casa se paró una mujer. Ricardo la contempló absorto. Aquella mujer no paraba de ir de un lado a otro del muro. Parecía que estuviera contando los metros que tenía la primera pared de piedra. No dejaba de tocar las piedras, como si quisiera saber de qué tipo eran. La curiosidad y belleza de aquella mujer llamó la atención de Ricardo, quien rápidamente bajó a la calle para conocerla personalmente.

Al llegar al jardín se encontró con un gran muro que impedía su paso hacia la entrada donde se encontraba la mujer. Corrió hacia un lado para buscar una salida, pero no la encontró. Se apresuró hacia el otro lado en busca de alguna abertura en el muro que le permitiera salir de aquella prisión que él mismo se había creado en vida, pero nada. Aquellos muros eran infranqueables, por algo los había levantado el mejor constructor de muros del mundo.

En ocasiones las personas construimos muros para protegernos de las amenazas que nos llegan del exterior. Queremos estar a salvo de aquello que ya nos ha hecho daño en el pasado, o que nos han dicho que nos puede hacer daño en un futuro cercano si no tenemos cuidado con ello. Así nos podemos proteger de amigos, familiares, relaciones íntimas o de trabajo, o cualquier otra relación que pueda hacernos sufrir.

Aunque nos protejamos, siempre nos queda la esperanza de encontrar a alguien diferente a la norma que ha hecho que levantemos esos enormes muros. Una persona que con sólo mirarla haga que se tambaleen los cimientos de nuestra obra civil. Y nada más lejos de la realidad.

Los muros que nosotros hemos creado para protegernos no podrán ser derrumbados a menos que nosotros los comencemos a derruir. Y no es sencillo destruir esas obras de ingeniería que tantos años nos ha costado crear, por lo que debemos empezar ahora, poco a poco, a derribarlos. De esta forma, el día que aparezca la persona con la que queramos compartir nuestra vida, no nos quedaremos atrapados dentro de esa prisión a medida que nos hemos construido y podremos seguir con nuestra vida adelante sin perder más oportunidades.

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El teléfono del pánico

lunes, 13 junio, 2011

El anfitrión me abrió la puerta. Me saludó e invitó a entrar. Por el pasillo que llevaba al salón me indicó que algunos de los invitados ya habían llegado. Según nos acercábamos a la puerta del salón pude observar que se habían creado varios grupos de personas, la mayoría de las cuales sujetaban una copa con una mano mientras con la otra gesticulaban para dar mayor énfasis a sus conversaciones.

Al pasar a la habitación, el invitador llamó la atención de los presentes e hizo que se percataran de mi presencia. Aquellos a quienes ya conocía de antes levantaron la mano, me lanzaron una sonrisa y un guiño de complicidad para que supiera que habían percibido mi presencia y que luego hablaríamos. Al resto me los fueron presentando uno a uno, como establecen los cánones de buena conducta en sociedad, aunque curiosamente, a ella, me la presentó en último lugar.

La calidez de su mirada y su sonrisa me llamaron la atención nada más girar mi cabeza hacia donde ella se encontraba. Los dos besos de rigor dieron paso a una breve conversación sobre la comida que habían comenzado a picar mientras esperaban al resto de los asistentes. “Los nachos están fantásticos, pruébalos ahora que el queso fundido todavía está caliente” – comentó mientras sus dedos pinzaban un par de triángulos y los intentaba alejar del plato sin que aquel hilo de queso cayera sobre la mesa o el suelo.

Aunque me hubiera gustado seguir con esa charla unos minutos más, una mano agarró mi brazo y me llevó tambaleándome a otro grupo mientras decía: “Hace mucho tiempo que no te vemos ¿qué es de tu vida? ¡Actualízanos!”. Las reglas de cortesía evitaron que dijera algo así como “Pues mira, me acabas de fastidiar una velada increíble con una persona que ha llamado mi atención”, así que les puse al día de lo que había hecho durante los últimos meses.

El resto de la velada fue un ir y venir de personas y conversaciones. Aunque todo aquello parecía un verdadero desbarajuste, en un par de ocasiones tuve la oportunidad de coincidir con aquella mujer en alguno de los grupos que se creaban y destruían en cuestión de minutos. Su conversación afable también llamó mi atención, tanto que no me hubiera importado seguir hablando con ella durante horas. Sin embargo, la velada pareció llegar a su fin cuando ella tuvo que despedirse de manera precipitada porque se tenía que ir con la persona que la había traído en coche. Mi falta de reflejos, o mis miedos, evitaron que le pidiera el teléfono antes de que saliera por la puerta de la casa. ¡Mierda! ¿Cómo me pongo en contacto con ella ahora?

Obviamente una persona tiene recursos para, una vez perdida la primera oportunidad, hacerse con la información necesaria para ponerse en contacto con esa persona de una u otra forma. Claro está que para ello deberá involucrar a terceras personas que pueden, o no, cederle esa información.

Aún así, lo importante en este caso sería saber cuántas veces nos hemos quedado sin saber un teléfono o un correo electrónico por no haberlo pedido en el momento adecuado. O, en el caso de que nos lo hayan pedido, no haberlo dado para que nos pueda llamar la otra persona.

Los miedos existen tanto en el lado del hombre como en el de la mujer. En el lado del que pide la información porque se está descubriendo. Está mostrando a la otra persona su interés por ella. Es un momento de vulnerabilidad, en especial si realmente existe una atracción por la otra persona. El recibir un “No” por respuesta puede suponer un jarro de agua fría, aunque si no hay un interés real por la otra persona nos da un poco igual lo que pueda decir, lo tomamos más como un juego de coqueteo.

De igual manera, el dar el número de teléfono puede suponer para la mujer algo similar. Al dar ese dato con el que la otra persona se podrá poner de nuevo en contacto conmigo muestro mi interés por él, indico en cierta medida que quiero que me llame. Esto puede generar la fantasía de que el hombre piense que quiero “algo más” y dejarme con ese complejo de fulana, aunque realmente no lo sea.

De esta forma, nuestros miedos irracionales y nuestras fantasías nos pueden bloquear e impedir que lo que puede ser algo natural, como lo es el conocer a personas nuevas y el buscar un mayor conocimiento de las mismas para iniciar una relación, bien de pareja o de amistad, se convierta en algo casi imposible de conseguir.

La mejor manera de proceder en estos casos es hacerlo con naturalidad. Cada uno debe saber cómo es, cuáles son sus fortalezas y sus debilidades, para apoyarse en las primeras y evitar en la medida de lo posible las segundas, dejando que los tiempos se establezcan de forma natural, sin un plan predeterminado, sin unas palabras sacadas de un guión. Nuestra calidez personal permitirá romper el hielo y hacer que este se funda, haciendo que la conversación y la relación fluya como los ríos durante el deshielo de la primavera.

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La mina de diamantes

martes, 29 marzo, 2011

Hacía siete años que había salido de aquella mina que tantas satisfacciones y quebraderos de cabeza me había dado durante casi tres años. Desde entonces había vagado por aquellos montes en busca de otra mina con la que poder enriquecer mi vida de nuevo. Si, durante ese tiempo había encontrado alguna excavación de donde extraje el mineral que allí se encontraba escondido, pero rápidamente se acababan aquellas vetas tan codiciadas por todos y debía volver a la superficie en busca de nuevos lugares que pudieran aportarme algo de riqueza.

Con el paso del tiempo me fui haciendo más receloso de entrar en aquellos agujeros cuya única claridad provenía de unas pequeñas bombillas clavadas en las paredes.  Bombillas que servían para marcar el camino de salida en caso de accidente más que para alumbrar la galería y poder extraer el mineral de forma más sencilla.  Mi linterna frontal era la única herramienta que evitaba que tropezara con las piedras que se acumulaban en los corredores, aunque cada día que pasaba perdía algo de potencia de alumbrado, haciendo que mi vista se cansara un poco más rápido de lo normal.

Aquella mañana el cielo estaba totalmente despejado y el sol calentaba la tierra con sus débiles rayos otoñales. Los pájaros habían comenzado temprano su actividad diaria y algunos de ellos revoloteaban sobre mi cabeza, como si quisieran darme los buenos días o lanzarse en picado a por las migajas del desayuno que comenzaba a preparar.

El fuego se había avivado lo suficiente como para poner sobre él la sartén con las lonchas de beicon y la cazuela con las alubias dulces. Me dí la vuelta para cortar unas rebanadas de pan y preparar el café.

Al volverme de nuevo hacia el fuego vi cómo un pequeño zorro se llevaba a la boca el paquete de beicon que había dejado junto al fuego. Al verme, se quedó inmóvil durante una fracción de segundo, miró por el rabillo de su ojo y, sin pensárselo mucho más, huyó como alma que lleva el diablo hacia el bosque. ¡El paquete! ¡Se lleva todo el paquete el pequeño rufián! No iba a permitir que aquel diminuto cánido pelirrojo se llevara todo el beicon, por lo que salí en su persecución.

Después de unos minutos siguiendo su rastro lo encontré esperándome frente a la entrada de una cueva con el paquete de beicon entre sus patas delanteras. Me miró y ladeó su cabeza como preguntándose ¿por qué habrá tardado tanto en llegar? Enderezó de nuevo su cabeza y la giró hacia la entrada de aquella cavidad en la montaña. Me miró de nuevo, giró su cuerpo y se alejó de aquel lugar dejando tras de sí el paquete de beicon.  Me acerqué hasta donde había dejado mi desayuno y lo cogí con una mano.

Aunque mi estómago comenzaba a rechistar, mi curiosidad hizo que me acercara hasta la entrada de aquella cueva. Antes de entrar me agaché, cogí una piedra y la lancé a su interior para asegurarme de que no había ningún animal salvaje durmiendo dentro. Nada salió despavorido de aquel agujero en la roca caliza, por lo que me interné unos metros, tanto como la claridad de la luz matinal me lo permitió. Mi aversión a todo lo que estuviera horadado en la tierra hizo su aparición en aquel preciso instante, así que me dí media vuelta y volví al campamento para saciar mi apetito y hacer callar a mi estómago de una vez por todas.

Una vez terminé de desayunar recogí el campamento y emprendí de nuevo mi viaje en busca de una mina.  A los pocos metros me paré en seco.  Giré mi cabeza en dirección al lugar donde había visto por última vez al zorro y me pregunté: ¿Y si me paso por la cueva? ¿Y si es esta la mina que estoy buscando? Realmente no pierdo nada por pasar por allí e indagar un poco ¿no? Así que encaminé mis pasos hacia aquel oscuro hueco en la montaña.

Al llegar al lugar me quité la mochila de la espalda, la abrí y saqué el frontal. Comprobé que las pilas tuviesen carga y me lo puse en la cabeza. Encendí aquel farolillo y comencé a caminar hacia la oscuridad. En pocos segundos las tinieblas me habían engullido totalmente.

En otras ocasiones la falta de luz me producía un nerviosismo tan difícil de controlar que tenía que salir corriendo de cualquier excavación en la que me encontrara. Sin embargo, esta vez era diferente. Aquella falta de claridad no me producía nerviosismo, sino paz. Una paz que me hacía posible que siguiera indagando lo que aquella cueva me podía ofrecer.

Después de varias horas caminando por las diferentes galerías que fui descubriendo, llegué a una en la que sus paredes brillaban de forma especial. Me acerqué y comprobé que aquello que brillaba eran pequeños cristales. Tomé una roca del suelo y golpeé fuertemente la pared hasta que se desprendió de ella un trozo.  Tomé la muestra en mi mano y salí de aquel entorno sin luz natural.

La vuelta a la superficie no fue muy complicada, tan sólo tenía que buscar la claridad del sol que penetraba en aquella cueva.  Según me acercaba a la salida mis ojos se iban acostumbrando progresivamente a la claridad del día.

Una vez fuera tomé una bocanada de aire fresco.  Miré a la luz del sol la piedra que había traído conmigo.  La limpié de aquel barro que tenía por todas partes.  La observé con calma de nuevo durante unos minutos mientras la daba vueltas, como quien intenta hacer el cubo de Rubick por primera vez.

Cuál sería mi sorpresa cuando después de varios minutos de observación me dí cuenta de que aquellos cristalitos que brillaban sutilmente no eran otra cosa que diamantes en bruto. Después de tantos años buscando una mina por aquellos parajes desolados, hoy era el día en el que encontraba la mina que llevaba buscando durante tanto tiempo. Por fin era un hombre feliz.

Muchas veces las personas tenemos miedo de comenzar una relación porque nuestras experiencias pasadas no han sido del todo satisfactorias.  Esas relaciones hacen que tengamos cierta aversión a las personas del otro sexo.  Aunque inicialmente nos parezcan interesantes, nuestros miedos hacen que no profundicemos demasiado, que la nueva relación sea algo más superficial, pudiendo perder cualidades que están escondidas en lugares más profundos y recónditos que sólo aquellos exploradores con coraje podrán encontrar si se arriesgan a entrar en esas tinieblas.

Es importante ser conscientes de cuáles son nuestros miedos para poder dominarlos y poder de esta forma adentrarnos en la otra persona siendo nosotros mismos.

¿Qué relación te ha dejado marcada de tal forma que ahora no te permite adentrarte en ninguna otra relación?

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Monstruos en el sótano

viernes, 25 marzo, 2011

Encendí la luz de la cocina. Me acerqué al frigorífico y abrí su puerta. Las cuatro rebanadas de pan integral, las dos sardinas que seguían en su lata original después de un par de días, las tres lonchas de pavo cocido, los dos huevos de gallina y el medio litro de leche semidesnatada que encontré en su interior hicieron que me quedara inmóvil frente al aparato durante unos segundos mientras mi cerebro optimizaba el menú de la cena con los ingredientes encontrados. Realmente debía pasarme por el supermercado urgentemente si no quería morir de inanición.

Mientras sacaba el pan, el pavo y los huevos escuché un ruido que parecía proceder del sótano de la casa. Como tantos otros ruidos que se escuchan en una casa a lo largo del día, a este tampoco le dí mayor importancia, y seguí con la preparación de mi última comida del día. Saqué la sartén del cajón de debajo del horno y la posé sobre la vitrocerámica. De nuevo se escuchó aquel ruido que provenía del mismo lugar.

Dejé lo que tenía entre manos y salí de la cocina para satisfacer mi curiosidad. Y allí estaba yo, en mitad del pasillo, sin mover ni una pestaña, intentando averiguar la procedencia real de aquel ruido que había llamado mi atención. De pronto, se volvió a escuchar. Efectivamente, venía del sótano, por lo que me acerqué a la puerta sigilosamente para evitar ahuyentar a aquello que lo estuviera provocando.

Abrí la puerta. Extendí mi mano hacia el interruptor y lo giré para encender la luz de la escalera. Bajé por aquellas escaleras de madera cuyos escalones se quejaban cada vez que tenían que soportar mi peso. Al llegar abajo miré a derecha e izquierda, buscando aquello que producía el ruido. Nada, todo estaba en silencio. Me giré para volver a subir las escaleras cuando escuché un ruido a mis espaldas. Me dí la vuelta y vi unas cajas de cartón apiladas unas sobre las otras.

Cada caja tenía un rótulo en su frontal: libros de texto, novelas, revistas… De pronto vinieron a mi mente una serie de recuerdos de tiempos pasados. ¡Qué días tan entrañables aquellos! Una de las cajas se movió un poco. Era en la que ponía: monstruos.

Aunque los rótulos de las cajas me daban una idea de lo que cada una contenía en su interior, hacía tanto tiempo que las había bajado al sótano que apenas recordaba lo que almacenaban. Aparté la caja que se había movido del resto de cajas y la acerqué a la luz para examinarla. Estaba cerrada con su cinta americana y no parecía tener agujeros en ninguno de sus lados, por lo que parecía improbable que algún roedor hubiera entrado en su interior. Aún así me pareció curioso que saliera algún ruido de allí, por lo que decidí abrirla para comprobar lo que encerraba.

Me puse debajo de la luz. Cogí uno de los extremos de la cinta americana que cerraban las solapas superiores y la arranqué del cartón. Levanté las solapas para ver el interior de la caja. Fue en ese momento cuando me llevé mi mayor sorpresa… ¡estaba vacía! ¿Y de dónde procedía el maldito ruido? ¿Y cómo se había movido? ¿Habría sido todo obra de mi imaginación? Miré a mi alrededor, intentando encontrar algo que me diera una pista, pero nada.

Mientras mi cerebro seguía haciéndose preguntas e intentaba razonar aquel evento, mis ojos buscaban cualquier cosa en el interior de la caja que pudiera indicarme lo que había ocurrido. Pegado a un lateral encontré un post-it. Lo arranqué bruscamente y lo acerqué a la luz. Era mi letra. Leí la nota: “Aquí guardo todos mis monstruos, aquellos que me hacen ser peor persona, los que no deseo que salgan a la luz: la codicia, la rabia, la ira, los celos… Recuerda que si vas a meter otro en la caja, antes debes cerrar todas las puertas y ventanas de la casa para que no se escapen”. ¡Ahora lo recuerdo todo! El crujir de uno de los escalones me sacó de mi trance temporal.

Miré hacia las escaleras. Una sombra se quedo quieta. Parecía que me miraba, esperando alguna reacción por mi parte. Levanté la mirada y vi que la puerta que daba al piso de arriba estaba abierta. Dirigí mi mirada a la nota: “…antes debes cerrar todas las puertas…”. Apunté mi vista hacia la sombra de nuevo. Al tiempo que saltaba hacia las escaleras cerré la caja de un manotazo, pero aquella sombra parecía haber intuido mis intenciones, consiguiendo llegar al piso superior antes de que la atrapara.

Cerré la puerta tras de mi y miré a ambos lados, buscando aquella sombra tan escurridiza que había conseguido entrar de nuevo en mi hogar. Al no verla por ninguna parte mi primera preocupación era que no saliera de la casa, por lo que corrí hacia las puertas y ventanas para confirmar que estaban todas cerradas y que aquel fantasma del pasado no podría salir fuera, donde todos pudieran verlo.

Me llevó horas encontrarlo de nuevo, pero al final dí con él. Allí estaba, en la cocina, comiendo el pan, el pavo y los huevos que había dejado sobre la encimera. ¡Mi cena! Mi rabia creció, y con ella lo hizo aquella sombra que seguía engullendo mis alimentos. ¡Mi rabia, eso era! Lo que se había escapado de aquella caja escondida en el fondo del sótano era mi rabia ¿y por qué?

Me senté en la silla de la cocina y comencé a observar a aquel engendro. Mientras lo observaba me dí cuenta de que los últimos días habían sido un poco tensos en el trabajo; mi relación de pareja se había visto afectada por el enorme número de horas que me pasaba en la oficina; y los amigos también tenían sus quejas porque ya no jugaba con ellos al fútbol el fin de semana. Parecía que el mundo me tratara mal, que no me quisiera, y por ello es cierto que la rabia había comenzado a acumularse en mi interior.

Según me daba cuenta de lo que estaba ocurriendo, aquella criatura informe comenzaba a desvanecerse. Cada vez era más consciente de lo que pasaba dentro de mi y cómo eso estaba afectando a la gente de mi entorno. El monstruo que hace unas horas se paseaba por toda la casa libremente, ahora se había solidificado y no era mayor que una bola de golf. Me agaché y la cogí en mi mano. La miré detenidamente. Sonreí y bajé de nuevo al sótano.

Los seres humanos tenemos la capacidad de guardar nuestros monstruos en lugares de difícil acceso para que no puedan salir a la luz del día y así las personas de nuestro entorno crean que somos personas normales. Sin embargo, en ocasiones, estos monstruos consiguen escapar de sus celdas, y revolotear por el interior de nuestro ser, haciendo que nos sintamos mal. Si consiguen salir al exterior podrán destrozar a aquellas personas inocentes con las que se topen, y seremos nosotros en última instancia los responsables de tales atrocidades.

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Cucarachas

miércoles, 9 marzo, 2011

Entré en la cocina a por un poco de azúcar para mi té nocturno. Al abrir el armario donde guardo tan preciado hidrato de carbono noté entre las sombras algo que se movía detrás de los paquetes de arroz y lentejas que había en una de las estanterías. Mi curiosidad me hizo mover uno de los paquetes para confirmar que realmente algo se había movido. Al levantarlo, una marabunta de cucarachas negras saltaron alborotadas sobre mi mano, cayendo sobre la mesa de la cocina y siguiendo su camino hacia el suelo, donde se dispersaron y metieron entre los recovecos de la habitación.

Para aquellas personas con blatofobia, o aversión a las cucarachas, la lectura del párrafo anterior ha podido suponer todo un reto. Es más, es posible que ni siquiera hayan concluido su lectura. Incluso para aquellas personas que no tienen miedo a estos insectos, el mero hecho de imaginárselos rozando su cuerpo  puede darles un asco tremendo. Efectivamente, estos insectos no son los más apreciados por el ser humano, ya que en muchas ocasiones implica que el entorno en el que nos encontramos está sucio.

Las personas tendemos a mantener nuestro hogar más o menos limpio. El grado de limpieza de una casa depende de muchos factores, pero en cualquier caso, cada persona tiende a acumular suciedad hasta el punto en el que ésta le resulta desagradable e incómoda para vivir.

Es en el momento en el que la suciedad de nuestro alrededor nos incomoda que echamos mano de la escoba y comenzamos a barrer nuestra casa. Cuántas veces habremos escuchado decir a alguien “noté que la casa estaba sucia porque al andar escuchaba el ruido de las migas de pan bajo mis pies. Fue entonces cuando comprendí que era hora de barrer la casa”.

Al igual que las personas debemos limpiar nuestra casa para vivir cómodamente, también debemos limpiarnos a nosotros mismos de toda la porquería que vamos acumulando con el paso de los años. Esa porquería hace que las cucarachas aparezcan en nuestra vida. Las cucarachas no son más que aquellas cosas que nos dan asco y que queremos eliminar de nuestro interior.

Sin embargo, no todas las personas reaccionan de la misma manera frente a una plaga. Las más valientes pueden hacer un zapateado utilizando a cada insecto que encuentran a su paso como tarima donde practicar; los más agresivos se armarán con un insecticida en cada mano y librarán una cruenta batalla contra estos insectos; y aquellas personas con blastofobia, es posible que te llamen con su teléfono móvil a mil metros de su residencia.

Esta actitud tan típica cuando recibimos el azote de una plaga en nuestra casa es muy similar a la que tenemos cuando nos debemos enfrentar a algo que nos da asco, algo que queremos eliminar de nuestra vida. Así nos podemos encontrar con personas que son capaces de enfrentarse a sus preocupaciones; otras que se quedan bloqueadas sin saber qué hacer ni por dónde empezar; y otras que ante su bloqueo se ponen en contacto con un especialista para que las ayude a desbloquearse y poder llevar a cabo la vida que tanto deseaban tener.

¿Eres de las personas que permite que la casa se le llene de cucarachas o prefieres aplastarlas según las ves? ¿Qué te está impidiendo dar el paso para librarte de toda esa porquería que acumulas y que entorpece tu camino hacia la vida que deseas?

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Posponer decisiones

miércoles, 23 febrero, 2011

No es raro encontrarse con personas que posponen ciertas tareas para otro momento con disculpas como “luego lo hago”, “ahora estoy muy ocupado” o “es que no encuentro el momento adecuado”.

El realizar una tarea nueva nos suele inquietar porque nos pone en una situación comprometida ya que, en la mayoría de los casos, no hemos realizado antes nada similar y tenemos poca experiencia en su ejecución.

Además, el realizar algo nuevo nos hace salir de nuestro círculo de comodidad. Un círculo en el que nos sentimos seguros y a gusto. ¿Para qué salir de ahí entonces? Es como salir de casa en pleno invierno cuando una tormenta está descargando toda su furia sobre nuestras cabezas ¿no es mejor quedarse cómodamente en casa tomando un chocolate caliente mientras amaina la tempestad?

Si a todo esto le añadimos una pizca de nuestros miedos y fantasías como “se van a reír de mi” o “qué van a pensar si no lo sé hacer”, la cosa se complica todavía más, y hasta es posible que no haga nada para salir adelante.

Es posible que todo lo dicho hasta ahora nos haya ocurrido alguna vez, o que incluso nos esté pasando ahora. Tal vez nos podamos sentir petrificados ante ciertas situaciones y, por muy mal que lo estemos pasando actualmente, preferimos no movernos hasta que todo pase.  Puedo tener la creencia de que si no me ven, no me pedirán que lo haga, aunque sé que lo tengo que hacer. Dejemos que la furia de la tormenta se aleje y no vuelva en mi busca.

Sin embargo, todavía es hoy el día en el que apenas somos capaces de predecir la duración de las tormentas. Con un poco de suerte pueden durar sólo unas horas, si se complican un poco se pueden alargar hasta unos días, o en el peor de los casos se pueden alargar unas semanas, meses e incluso años. Y es aquí donde entra en juego nuestra paciencia ¿cuánto tiempo puedo aguantar esta situación sin hacer nada para cambiarla? ¿Cuánto tiempo puedo aguantar sin salir de casa y sin que se deterioren mis facultades mentales?

Desde fuera todo parece muy sencillo. De hecho no será la primera vez que oímos a alguien decirnos: “tienes que coger al toro por los cuernos”. Y efectivamente, esa persona puede tener razón. Pero todavía existe algo que no nos permite movernos. Mi motivación no es lo suficientemente fuerte como para hacer que salga de casa y me enfrente a ese toro embravecido.

Al no ser nosotros quienes sufrimos en primera persona dicha situación, debemos intentar comprender a nuestro interlocutor, entender qué es lo que le frustra, lo que le inquieta, lo que le impide moverse hacia delante. Obviamente esta tarea no es sencilla, y se complica proporcionalmente según la persona con la que tratemos sea más cercana a nosotros.

En estos casos la comprensión es importante, pero tampoco hay que dejar que la otra persona se convierta en víctima de ella misma. Es necesario comprender a la otra persona, pero sin entrar en su victimismo y que éste nos haga rehenes de su situación.

Cada uno de nosotros tiene la solución a sus problemas dentro de sí, lo importante es conseguir exteriorizar esas soluciones para que las podamos escuchar, para hacernos conscientes de ellas. Es cierto que existen dependencias afectivas que nos pueden dificultar la toma de decisiones, pero con la ayuda de la persona adecuada podemos identificar nuestros bloqueos y salir de nuestro círculo de comodidad para comenzar una nueva vida.

Y tú ¿qué decisiones estas posponiendo para otro momento? ¿A qué se debe?

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La armadura

martes, 23 marzo, 2010

Desde el periodo egipcio, hace más de 5.000 años, hasta el siglo XVII, en el que se perfeccionaron las armas de fuego, los ejércitos protegían el cuerpo de los combatientes que salían a luchar en el campo de batalla con vestiduras compuestas por piezas metálicas o de cuero. Hoy en día las batallas se libran en las oficinas de grandes multinacionales, en los despachos de abogados o en las salas de reuniones de cualquier empresa y, aunque ninguna de las partes alza en alto una espada, seguimos protegiendo nuestro cuerpo con armaduras que eviten que nos lesionen.

Una de las armaduras más típicas que encontramos en nuestros días son los elegantes y caros trajes de lana virgen. Esta prenda de vestir parece ser el armazón de los ejecutivos, que junto con sus maletines de cuero y sus decenas de aparatos electrónicos de última generación conforman el conjunto de piezas que les da sostén y les protege.

Estos soldados de Armani parecen cambiar su comportamiento normal al de combate al anudarse la corbata o abotonarse la chaqueta, como si de un resorte automático se tratara, modificando así la percepción de las personas que tienen a su alrededor con su imagen de frialdad y egocentrismo que, al fin y al cabo, sólo pretende protegerlos de las agresiones externas.

Así, en nuestro día a día nos encontramos con personas que se jactan ante sus semejantes de decisiones que han tomado con sus empleados, decisiones en algunos casos vergonzosas, y que parecen seguir la filosofía de «la mejor defensa es un buen ataque«, lo cual les otorga una falsa sensación de poder y de satisfacción temporal.

De igual manera uno se puede encontrar con personas que intentan «sacar hasta la última gota de sangre» de sus empleados utilizando para ello métodos similares a los de Clint Eastwood en la película «el sargento de hierro«.  Estos métodos, que pueden salvar la vida de un combatiente en una situación bélica real, no tienen ningún sentido en un entorno de trabajo. No obstante toda esta dureza y crueldad muchas veces confirma el desconocimiento que tienen algunas personas para gestionar sus propias emociones y algunas creencias obsoletas del tipo «cuanto peor trate a mis empleados, mejor jefe soy» o «cuanto más miedo me tengan, más respeto me tendrán«.

Asimismo podemos tropezar con personas cuya comunicación no verbal se modifica de forma drástica cuando se enfundan la cota de lana virgen cada mañana. Esta comunicación no verbal aleja de manera sutil y sin apenas mediar palabra a las personas que se acercan, aunque vengan de forma pacífica y no tengan intención de atacar su fortaleza.

Las razones por las que cada persona actúa de una forma u otra son diversas, pero hay que tener en cuenta que las personas tenemos tendencia a protegernos cuando nos sentimos agredidos o cuando sentimos miedo ante las cosas, ya tengan estos un carácter racional o irracional.

Dentro del plano profesional estas agresiones pueden darse cuando tenemos la creencia de que debemos enfrentarnos a nuestros superiores, o que debemos defendernos de nuestros subordinados. No son pocas las ocasiones en las que podemos escuchar «debo defender mi posición» o «debo defender lo que han dicho mis jefes frente a los demás«.

Este enfrentamiento continuo supone un desgaste muy importante para la persona, en especial para aquellas que no tienen las herramientas necesarias para gestionar de forma más apropiada y eficaz estas situaciones. En algunos casos podemos ver que esta lucha con el superior puede venir ocasionada por una carencia infantil de reconocimiento paterno, un reconocimiento que ahora buscamos de forma inconsciente en nuestros superiores. Así, cuando no reconocen las ideas que he propuesto y, en general, no me reconocen como persona, comienza el enfrentamiento. Esta lucha puede ocasionar en más de una ocasión tensión entre las partes y, en el peor de los casos, terminar con un «me han despedido«.

Por ello es importante buscar esos miedos irracionales que hacen que cada uno de nosotros nos enfundemos cada mañana esa pesada armadura. Según nos enfrentemos a ellos seremos capaces de hacerlos desaparecer y, por ende, ir quitando capas de ese pesado armazón de acero que nos permitirá movernos con más libertad, ahorrando una energía que podremos utilizar para gozar de la compañía de nuestros seres queridos al terminar el día.

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Personas tímidas

lunes, 25 enero, 2010

El alago o el piropo de esa persona que nos llama la atención suele ser el detonante clásico por el que nuestras mejillas acumulan una cantidad ingente de sangre durante un corto periodo de tiempo.  Periodo éste suficiente para que los presentes se den cuenta de que nos sentimos avergonzados.  Pero el hecho de sonrojarnos puede darse en muchas otras ocasiones, desde cuando cometemos una torpeza delante de un grupo de personas hasta cuando tenemos que presentarnos ante una persona del sexo contrario que nos puede resultar atractiva.  En todos los casos existe un factor común: nos estamos jugando algo.

Hasta hoy en día siempre hemos dividido a las personas en dos grupos: los tímidos y los atrevidos.  Dentro del primer grupo englobábamos a las personas más temerosas, medrosas o cortas de ánimo.  Mientras que en el segundo incluimos a aquellas personas determinadas a hacer algo arriesgado.  Pero si tenemos en cuenta lo dicho en el párrafo anterior, a partir de ahora deberíamos dividir a las personas también en dos grupos, pero esta vez los diferenciaríamos como: los que se juegan algo y los que no lo hacen.

Visto de esta forma, cualquier persona que conozcamos puede ser una persona tímida en algún momento de su vida.  Efectivamente, por muy segura que parezca una persona, siempre existen áreas que pueden ser desarrolladas.  Nadie es perfecto.  Nadie es seguro al ciento por ciento.  Es en ese momento, cuando la persona topa con esa característica menos desarrollada, con ese valor más preciado que puede perder, que florece un miedo casi irracional en su interior.  Un miedo que lo puede llegar a paralizar e impedir que dé un paso más, que siga hacia delante con su vida.

De esta forma podemos afirmar que en función del entorno en el que nos encontremos y de nuestras habilidades interpersonales y recursos propios adquiridos durante nuestra vida, así podremos sentir que nos jugamos más o menos al enfrentarnos a un nuevo reto.  De hecho, una persona tímida en el trabajo, puede que no lo sea cuando se junta con sus amigos.

Como ya he mencionado antes, es importante tener en cuenta lo que cada persona se juega en ese momento determinado.  Una persona se puede sentir temerosa al acercarse por primera vez a hablar con la persona por la que siente cierta atracción, mientras que otra puede sentir la misma sensación cuando se acerca a hablar con su jefe para solicitar un aumento de sueldo o un horario más flexible.  ¿En qué situación tengo más que perder?  En función de cuál sea la respuesta cada persona actuará de forma más introvertida en una situación que en otra.

Teniendo en cuenta que la mayoría de las personas no sufren de una timidez patológica, es decir, que les impide conseguir todo aquello que desean: una pareja, un ascenso en el trabajo, unos amigos, etc. la mejor manera de proceder ante una situación de timidez es preguntarse ¿qué es lo que quiero? Esta simple pregunta puede ayudarnos a enfocar nuestro objetivo y a quitar relevancia a lo que podemos perder.  El hecho de ser conscientes de que el premio es mayor a lo que tenemos que perder, puede hacer que nos compense el riesgo.

Otra manera de proceder ante un ataque de timidez es pensar en la muerte, es decir, preguntarnos ¿cómo me sentiría si muero mañana y no he hecho esto? ¿o si no he hablado con esta persona?  ¿o si no la he mostrado mis sentimientos? ¿o si no he pedido el aumento de sueldo?

Una vez nos hemos envalentonado para hacer y decir las cosas, la consecución de nuestro objetivo se ve más cerca, al tiempo que nuestros miedos y bloqueos se alejan de nuestro entorno y comenzamos a tener más cosas en común con las personas con una personalidad arrolladora.

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