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El macho castrado

sábado, 27 enero, 2018

Ted era un travieso cachorro de apenas cinco meses.  Su pasión en esta vida era comer y hacer diabluras aquí y allá.  Un minuto podía estar comiéndose la comida de sus compañeros y al siguiente destruyendo unas zapatillas en la habitación, o se comiéndose una revista sobre el sofá del salón, o sacando los Kleenex de su caja y dejándolos esparcidos en mil pedazos por la habitación.  Igual de travieso era cuando salía a la calle.  En cuanto ponía un pie en la acera comenzaba a correr como si la calle no tuviera fin.  Eso sí, cuando olía un chicle de menta pegado a la acera, paraba en seco y hacía lo imposible por llevárselo a la boca y mascarlo hasta que su dueña se lo sacara de la boca.

Aun siendo un trasto, todo el mundo lo adoraba.  Por la calle lo paraban cada diez metros para acariciarlo, tocarlo o incluso sacarse una foto con él.  Era el típico cachorro de cara simpática que te gustaría estrujar durante horas.  Tan era así que, todas las noches, después de cenar, se subía sobre las piernas de su dueña, a modo de pequeña manta térmica, para ver la serie televisiva que estuviera viendo, aunque no entendiera nada.

Ted era también un pequeño macho alfa en potencia.  No dejaba que nadie jugara con sus juguetes y, cuando alguien lo hacía, se tiraba a por ellos para clavarles el diente; lo cual le hizo ganarse algún que otro manotazo por parte de su dueña y algún que otro gruñido por parte de sus compañeros de piso que estaban jugando o descansando tranquilamente.  De hecho, cuando jugaba con otros perros adultos, les podía hincar el colmillo si no le gustaba lo que estaban haciendo.

Estos hechos hicieron que su dueña viera un potencial riesgo en aquel cachorro.  ¿Qué pasaría si atacara a uno de sus compañeros de casa?  ¿Qué pasaría si atacaba a otro perro en la calle y le causaba heridas?  ¿Qué pasaría si las heridas fueran graves?  ¿Tendría que sacar un seguro adicional para el perro?  Todas estas preguntas generaron ciertos miedos que comenzaron a aferrarse en la mente de su dueña, quien fue a hablar con su veterinario para analizar la posibilidad de operar al cachorro lo antes posible.

Los meses pasaron y, el que era un cachorro, se fue convirtiendo en un pequeño adolescente cada vez mejor educado, cada vez menos trasto, cada vez más inteligente.  Sin embargo, la dueña del animal había tomado su decisión hacía tiempo, lo iba a operar para evitar cualquier problema en el futuro y así lo pudiera manejar más fácilmente.

Y llegó el día clave.  Aquella mañana su dueña sacó a Ted a dar un paseo, un paseo que lo llevó a la puerta del veterinario.  Ted no tenía muy claro por qué lo llevaban allí, ya que no se encontraba mal y tenía todas las vacunas al día.  Al entrar en la consulta lo subieron en una camilla y le dieron una pastilla, una pastilla que lo empezó a adormecer.

No sabía cuánto tiempo se había quedado dormido, ni dónde estaba, lo único que sabía es que su dueña estaba junto a él, acariciándolo, sonriendo al ver que se había despertado.  También tenía una cierta molestia entre las piernas, pero no tenía muy claro a qué se debía.  Una vez se recuperó un poco más y pudo tenerse sobre sus piernas, su dueña le puso la correa y se lo llevó a casa de nuevo.

Los días pasaron, y aquella molestia que tenía entre las piernas se le fue pasando.  No sólo se le pasó esa molestia, sino que ya no sentía la necesidad de correr por todo el pasillo como si fuera una pista de despegue, ni de quitar los juguetes a sus compañeros, ni de divertirse con ellos saltando y dando brincos de una butaca a la otra.  Algo había cambiado.  No sabía qué, pero no era el mismo.

Por su parte, la dueña de Ted también notaba la diferencia.  De ser un perro travieso difícil de manejar, se había convertido en un perro del montón, un perro muy tranquilo que a todo decía que sí.  Parecía como si le quisiera complacer en todo aquello que le propusiera.  Sin embargo, y aunque estaba contenta por poder manejar al cachorro, tampoco lo estaba del todo, ya que éste había perdido su fuerza, había perdido ese nervio que a ella le gustaba, ese nervio travieso y cabezón que le retaba a ella a hacer las cosas de otra forma.  Ya no se podía divertir con las travesuras del pequeño, ahora era uno más.  Y eso, en el fondo, no le gustaba.

El hombre castrado (simbólicamente) ha perdido su masculinidad, se ha convertido en una persona impotente frente a la mujer con la que comparte su vida porque, entre otras cosas, la considera una persona vengativa o irascible, teniendo que ceder a todas las demandas y caprichos que ésta tenga.  De esta manera la mujer le pierde el respeto, abusa de él y lo somete como quien somete a un perro.

Estas mujeres que someten al hombre tienen las mismas necesidades afectivas ahora que cuando eran pequeñas, y siguen teniendo sus sueños y sus objetivos en esta vida.  Sin embargo, la diferencia está en que se han creado un armazón para evitar los ataques de los hombres y las otras mujeres.

Y es este miedo a ser atacada, a ser manipulada por el otro, lo que hace que estas mujeres se defiendan, castrando al hombre en previsión de lo que podría pasar, castrándolo para poder dominarlo, para que no les haga daño, un daño que, en algunas ocasiones, es del todo irreal.

Si el hombre detecta esta castración, es importante tomar cartas en el asunto, pero no se trata de discutir con nuestra pareja ni de recuperar el pene (el poder) arrebatándoselo al otro, sino de volver a tener nuestra singularidad, una singularidad que nos diferencia de los otros.  Tal vez sea hora de recuperar la libertad para poder decir que NO, y comenzar a hacer aquellas cosas que consideramos que son correctas.

Es posible que al principio no tengamos las fuerzas ni las herramientas para comenzar a recuperar esa virilidad perdida, por lo que siempre podemos acudir a un profesional que nos pueda orientar y ayudar con nuevas herramientas que podamos utilizar para recuperar nuestra vida y compartirla con las personas que amamos de una forma equilibrada y madura.

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El extraterrestre

sábado, 20 enero, 2018

Sandra era una chica a la que le gustaba dar grandes paseos por el campo, observando la naturaleza mientras sus perros corrían de un lado a otro persiguiendo mariposas, ratones o cualquier animalito que se cruzara en su camino.

Un día, mientras el sol se ponía tras las montañas y sus perros seguían la senda uno detrás de otro, uno de ellos se paró en seco, haciendo que el resto hundieran sus hocicos en el trasero de su compañero de delante.  Sandra, que iba la última, también redujo el ritmo al tiempo que miraba en la dirección que lo hacían sus perros.

De pronto, uno de sus perros salió corriendo hacia unos matorrales que se habían movido.  Sandra, y el resto de la manada, salió detrás intentando parar a la bestia en la que se había convertido su mascota peluda de no más de diez kilos.

Al llegar a los matorrales, Sandra apartó a su jauría que no dejaba de ladrar a aquel arbusto.  Una vez los acalló y los separó unos metros, se acercó cuidadosamente para ver qué es lo que se escondía detrás de aquel arbusto.

Con sus manos fue apartando las ramas, poco a poco, mientras con sus ojos no dejaba de mirar a las bestias peludas que ahora estaban sentadas esperando con nerviosismo lo que su ama estaba a punto de sacar de detrás del arbusto. ¡Qué será, qué será! – expresaban con sus caritas alegres y juguetonas.  ¿Nos lo podremos comer? – seguro que pensaba alguno de ellos mientras Sandra hundía su cuerpo entre las ramas y, de repente, desaparecía entre las hojas verdes.

Sandra se quedó atónita al ver a aquel ser de ojos saltones, orejas puntiagudas y piel arrugada.  Aunque tenía dos piernas y dos brazos no parecía ser humano.  Sus ojos mostraban terror, posiblemente debido al alboroto causado por sus perros; y su cuerpo, en posición casi fetal, parecía protegerse de aquella mujer que había aparecido de pronto y de la que no tenía forma de escapar.

Sandra se arrodilló junto a ese pequeño ser.  Se quitó la sudadera que llevaba puesta y se la acercó al pequeño ser mientras lo intentaba tranquilizar son sus palabras y su dulce voz.  Aquel pequeño ser no entendía lo que Sandra le estaba transmitiendo, pero su voz le transmitía tranquilidad y calor, tanto calor como aquel tejido tan suave que comenzaba a rodear su cuerpo.

De vuelta en su casa encerró a sus perros en una habitación antes de liberar a aquel extraño ser de entre sus brazos.  Al sentirse liberado de aquella segunda piel, el pequeño ser corrió a refugiarse entre los dos sofás del salón.  Sandra se acercó a él lentamente, para no asustarlo y que volviera a huir, y comenzó a hablar.

Aquel ser no entendía lo que Sandra le estaba intentando transmitir, pero durante horas se quedó escuchando aquellos sonidos que salían por su boca.  El pequeño ser, cuando veía que Sandra no decía nada, comenzaba a lanzar unos sonidos que, aunque ininteligibles para Sandra, parecían intentar comunicar algo.

Los días fueron pasando, y aquel pequeño ser comenzó a sentirse parte de la familia.  Los perros, que en su día lo habían estado acosando contra un arbusto, parecían haberlo aceptado como parte de su manada.  Sí, era cierto que aquel ser hablaba un idioma diferente al del resto de los habitantes de la casa, pero era capaz de, en cierta medida, haberse adaptado a aquel entorno que podría haber sido hostil para cualquier otro ser.

Sin embargo, Sandra no se sentía del todo cómoda con aquel pequeño ser.  No sólo no parecía adaptarse porque creía que era su responsabilidad hacerse cargo de él, sino porque después de varias semanas, la comunicación entre ambos parecía no mejorar.  Ella esperaba que las palabras que salían de su boca fueran comprendidas por aquel «bicho» y, aunque ahora era capaz de entender y reproducir algunas de ellas, todavía no era capaz de mantener una conversación con ella.  De hecho, en alguna ocasión, el pequeño ser había entendido algo completamente diferente a lo que ella había indicado, haciendo que se cayeran algunos platos, se rompieran algunos vasos, se escaparan los perros o saltaran los plomos de la casa para evitar males mayores.

Sandra estaba desesperada.  Había hecho todo lo que estaba en sus manos para mostrarle a aquel ser su lengua.  Sólo quería comunicarse con él para que por lo menos alguien que parecía tener más inteligencia que los perros, pudiera conversar con ella y comprenderla.  Sin embargo, aquel ser, parecía no entender nada de lo que ella decía.  Y no sólo eso, sino que, además, parecía que nunca iba a aprender a hablar su idioma.

Un día, Sandra salió a pasear a los perros y se dejó la puerta abierta.  Aquel pequeño ser se acercó a la puerta y salió en busca de la persona que lo había acogido en su casa.  Corrió y corrió por aquel camino de tierra que salía de la casa, con intención de alcanzar a esa mujer con la que había compartido sus últimas semanas.  De vez en cuando se paraba para intentar escuchar a la manada de perros que lo habían acompañado durante todo este tiempo, pero no era capaz de escuchar nada, ni siquiera con esas orejas puntiagudas que parecían permitirle escuchar a kilómetros de distancia.  Pasaron los minutos y las horas, y aquel pequeño ser no encontró a nadie ¿Estaría perdido otra vez?

Al llegar a casa, Sandra vio que la puerta estaba abierta.  Entró corriendo en busca de su pequeño ser que la había acompañado durante estas semanas.  Corrió de habitación en habitación, buscando debajo de las camas y dentro de los armarios.  ¡De un lado a otro de la casa gritaba “¡Bicho, bicho!  ¿Dónde estás?».  No había respuesta.  Parecía que, su bicho, se había escapado de la casa, que no había entendido todo lo que le dijo antes de salir por aquella puerta esa misma mañana: «Dejo la puerta abierta para que puedan volver los perros, pero tú no salgas, y mucho menos te adentres en el bosque porque es como un laberinto donde te puedes perder fácilmente».  No le había escuchado y, ahora, estaba perdido.

La comunicación es fundamental en todos los aspectos de nuestras vidas.  Poder emitir un mensaje claro y que la otra persona lo entienda es fundamental para evitar malentendidos.  Pero si hablamos de la pareja, entonces la comunicación es esencial para la subsistencia de la misma.  Es un arte que hay que desarrollar cuanto antes.

Inicialmente es posible que hablemos idiomas distintos, pero si queremos que la relación siga adelante debemos buscar esa convergencia en el lenguaje.  Debemos ser capaces de saber qué quiere decir el otro cuando dice una cosa o cuando dice otra.  Lo que para una persona tiene un significado puede tener otro totalmente diferente para la otra parte.  Pero esto sólo lo sabremos si hablamos e intentamos comprendernos el uno al otro.

Si hablamos idiomas diferentes, pero una de las partes no tiene interés en hablar el otro idioma o averiguar qué significan ciertas palabras, entonces no existirá nunca la comunicación entre ambas partes y, por ende, la relación fracasará.

Si nos damos cuenta de que no hablamos el mismo idioma, es decir, que nos cuesta entender a nuestra pareja, es posible que sea el momento de hablar con un profesional que nos ayude a interpretar lo que la otra persona quiere decirnos, lo que nos quiere transmitir, y todo desde un entorno de confianza y seguridad que nos permitirá comenzar a entender a nuestra pareja y desarrollar nuestra relación.

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El sanador de almas

sábado, 13 enero, 2018

Jonás era un hombre de mediana edad que recorría los caminos del condado en su carro laboratorio donde elaboraba remedios caseros para los dolores de muelas, de estómago, de hígado o cualquier otro mal que pudiera tener el paciente.

Un día Jonás llegó a un pueblecito de no más de doscientos habitantes.  Entró con su carro por la puerta principal y se dirigió al centro de la plaza, donde paró su carro y comenzó a desmontar los tablones que protegían los laterales del carro para hacer con ellos un pequeño escenario que le daba una cierta altura sobre las personas que caminaban a su lado y que, poco a poco, se empezaban a concentrar a su alrededor.

Una vez hubo terminado el escenario, sacó un par de botellas con elixir de diferentes colores y los puso sobre una pequeña banqueta que hacía las veces de expositor para que los curiosos pudieran ver los productos que tenía.

Ya tenía más de veinte personas a su alrededor cuando comenzó a hablar Jonás a su público.  Inició su exposición diciendo quién era y por qué estaba allí.  Una vez dicho eso, les explicó cómo iba a hacer todo lo anterior y qué iba a utilizar para hacerlo: sus elixires.

La gente estaba entusiasmada con la presentación que había hecho.  De hecho, todavía no había terminado su discurso cuando algunos de los asistentes ya estaban levantando la mano para llevarse alguna de esas botellas de colores chillones que tenía sobre la banqueta.  La mercancía se le escapaba de las manos.  Nunca había tenido un público tan receptivo.

Una vez se fue el último cliente, y mientras recogía y ordenaba un poco las cajas que había dejado amontonadas en una esquina, se acercó una mujer a la carreta y saludo.  Jonás levantó la mirada y respondió con otro saludo al tiempo que paraba de hacer lo que estaba haciendo y prestaba atención a aquella mujer.

La mujer comenzó a explicarle que se encontraba allí porque su hijo llevaba en cama varios días y no se encontraba en condiciones de acercarse a la plaza, por lo que le pidió a Jonás si podría coger alguno de sus brebajes y acercarse a su casa para ver qué es lo que tenía su hijo.  Jonás aceptó.

Al entrar por la puerta de aquella cabaña Jonás pudo ver que el joven estaba postrado en un catre al fondo de la estancia, junto a una pequeña ventana por la que entraba la luz.  Sus hermanos pequeños, que correteaban por la habitación, pararon en seco al ver que entraba la madre, corriendo hacia ella para darla un fuerte abrazo de bienvenida.

Jonás se acercó al joven y lo miró durante unos segundos.  Le preguntó qué le pasaba, qué le dolía, dónde le molestaba, etc. Mientras el chico iba respondiendo a sus preguntas, Jonás le cogía de un brazo, del otro, lo ponía erguido en la cama y le daba pequeños golpecitos en la espalda intentando ver cuál podía ser la causa de sus males.

Después de varios minutos analizando a aquella persona, Jonás concluyó diciendo que tendría que tomar una de sus pócimas durante algo más de una semana, por lo que sacó dos botellas de su bolsa y las puso sobre la mesita que se encontraba a un lado.

La madre puso cara de preocupación, y le dijo a Jonás que no tenían dinero para pagar aquella medicación, ante lo cual Jonás sólo pudo responder que no importaba, que le pagaría con cualquier otra cosa si su hijo mejoraba.  Él se volvería a pasar por el pueblo en una semana para ver el cambio.

Pasó una semana, y Jonás volvió a aparecer en la puerta de aquel pueblo.  Sin embargo, esta vez no montó el escenario como la última vez, sino que fue directamente a la casa donde había dejado a aquel joven enfermo hacía una semana.  Llamó a la puerta.

La puerta se abrió, pero tras ella no había nadie.  A los dos segundos apareció una cabecita de detrás de la puerta que le sonrió mientras desde el fondo de la estancia se oía la voz de la madre que decía que pasara.  Entró y cruzó la habitación hasta el catre donde todavía seguía postrado aquel joven.  La madre, sentada en la cama, levantó la mirada y dijo: “No hay mejoría”.

Jonás se sorprendió.  Era raro que una persona joven que tomara sus pócimas no mejorara en ese tiempo.  Miró a la mesita que estaba al lado de la cama, donde había dejado las dos botellas de elixir, y vio que éstas no habían sido abiertas siquiera.  Jonás preguntó a la madre qué es lo que había pasado, por qué no habían abierto las botellas, por qué no se había tomado la pócima.

La madre agachó la cabeza y, con cara de tristeza, respondió que su hijo no había querido seguir el tratamiento, que decía que no estaba tan mal, que se encontraba bien, que en un par de días se le pasarían aquellos males.  Sin embargo, allí estaba, postrado en la cama, sin poder moverse.

Jonás retiró las botellas antiguas de la mesita y puso otras nuevas indicando que se tomara ese jarabe y que volvería en una semana para ver la mejoría.  La madre asintió con la cabeza y le dio las gracias.  Jonás volvió a salir por la puerta, se montó en su carro y desapareció de nuevo.

Transcurridos siete días Jonás volvió a llamar a la puerta.  La puerta se volvió a abrir.  Esta vez era la madre la que le daba la bienvenida.  La cara de tristeza de la madre lo decía todo.  El chico no había sanado.  Jonás se acercó a la cama y lo miró.  Su estado no había empeorado, pero el joven seguía mal.  Miró a la madre y preguntó qué habían hecho, si habían tomado la medicación.  La madre respondió que sí, que la tomó una vez al poco de irse, pero que le dolió mucho y dejó de tomarla.  Además, la madre había estado insistiendo en la tomara, que sería bueno para él, pero nada, no hizo nada.

Jonás miró a la madre y, con un suspiro, dijo: “No hay nada más que nosotros podamos hacer.  Ya hemos hecho todo lo que está en nuestras manos.  Ahora sólo nos cabe rezar”.

Cuando vemos que una persona de nuestro entorno cercano está haciendo algo que le aleja de su felicidad, es posible que levantemos la mano y se lo digamos: “Esto que estás haciendo no es bueno para ti ni los que te rodean”.   También es posible que, después del comentario, nos llevemos un jarro de agua fría por “meternos donde no nos llaman”.

Las personas solemos pensar que estamos bien como estamos, que no necesitamos cambiar, que somos lo que somos porque la vida nos ha hecho así; y que la gente nos tiene que aceptar por lo que somos, porque esa singularidad nos hace especiales.  Si eso es así, si nos aceptan como somos, pensamos que esa persona nos ama.  En caso contrario, si nos dice algo, es muy probable que lo odiemos porque, en el fondo, no nos quiere en bruto, sino como ellos desean.

Sin embargo, no siempre esto es así.  Las personas que nos quieren nos ven desde fuera, y pueden darnos un punto de vista diferente al nuestro.  Esto no quiere decir que tengan razón cuando nos dicen algo, sino que hacen una observación que tal vez no hayamos tenido en cuenta y que nos puede ayudar a mejorar.

De igual manera, las personas que quieren ayudar tienen que darse cuenta de que no todo el mundo quiere ser ayudado, no todo el mundo considera que debe cambiar, no todo el mundo tiene la fuerza para cambiar, y no todo el mundo puede cambiar ahora, sino que tiene que buscar su momento.  Encontrar este equilibrio no es sencillo.

Si en algún momento nos vemos con esos ánimos para cambiar, con esa fuerza, es bueno que nos acerquemos a un profesional que nos pueda ayudar, porque con su ayuda dirigiremos nuestros esfuerzos en la línea más adeacuada.

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El velero

sábado, 6 enero, 2018

Belén y Pedro eran una pareja a quienes les encantaba el mar.  Era tal su pasión por el mar, que durante muchos años estuvieron ahorrando para comprarse un pequeño velero de 12 metros de eslora que habían botado a la mar hacía poco menos de un año.

Durante todo este tiempo Belén y Pedro habían tenido ocasión de hacer numerosos viajes.  Viajes que les habían permitido descubrir nuevos lugares y nueva gente.  Pero lugares que ambos querían descubrir o que, por algún casual, descubrieron juntos al virar junto a un cabo donde nunca habían estado.

Lo bueno que tenían Belén y Pedro era que, siempre que se subían a su velero, tenían un mismo objetivo.  No importaba quién estuviera al timón, el otro estaba tranquilo, porque sabía que el destino de los dos era el mismo; y ninguno de ellos iba a poner en riesgo la embarcación ni el futuro que juntos querían alcanzar.

Un fin de semana, Belén invitó a Carmen y su marido a dar una vuelta por las islas de alrededor.  La nueva pareja estaba encantada con esta pequeña aventura de fin de semana que sus amigos les habían ofrecido; por lo que prepararon todos sus bártulos y se acercaron al puerto deportivo desde el que tenían que partir junto a sus amigos el viernes después del trabajo.

Allí estaban los cuatro, subidos en aquel precioso velero, con una meteorología que acompañaba a iniciar esa travesía de fin de semana.  Pedro quitó las amarras mientras Belén hacía los primeros virajes para salir del puerto.  Carmen y su marido, Roberto, observaban atónitos cómo el resto de embarcaciones les saludaban al pasar junto a ellos, cómo las gaviotas revoloteaban por encima de ellos y cómo, al alejarse de la costa, los delfines comenzaban a saltar junto a la proa.

Ya en alta mar, Belén dejó el timón a Pedro para ella poder descansar un poco.  Pedro salió de la cocina, donde había estado preparando el aperitivo y la cena y se puso al mando de la nave.  Belén le dio un beso al hacer el cambio de timonel y bajó a la cocina para terminar de preparar la cena y charlar un rato con su amiga.

Pasaron unas cuantas horas antes de que el sol comenzara a ponerse por el horizonte y el velero, con todos sus integrantes, llegaran a su primer destino, una pequeña isla donde fondearon para cenar y pasar la noche al refugio de las olas y el viento que rolaba del Norte con fuerza dos.

Al día siguiente, y puesto que ya estaban en alta mar, Belén propuso a Carmen y Roberto que tomaran el timón para llevarlos hacia la siguiente isla que no estaba más allá de unas veinte millas marinas.  Belén y Roberto estaban entusiasmados… ¡llevar una embarcación! ¡Qué alegría!

Carmen fue la primera en poner las manos sobre aquel timón que los llevaría hacia su destino.  Belén, ante el desconocimiento náutico que tenía su amiga, le dijo: «Apunta hacia aquella montaña que se ve en el horizonte».

Mientras Belén y Pedro se hacían cargo de las velas y cualquier tema un poco más técnico, Roberto estaba al lado de su mujer, haciendo presión psicológica para que ésta le dejara los mandos de la nave lo antes posible.  Y no sólo eso, sino que cada pocos minutos le decía a su pareja: «Ten cuidado, te estás desviando», «Belén, nos estamos parando», «Belén, no vas bien».

Todos estos comentarios hicieron que Belén soltara el timón y le cediera el puesto de capitán del navío a su marido.  Roberto, orgulloso de poder tener el control de tan magnífica nave, comenzó a hacer todo aquello que su mujer no había realizado durante el tiempo que había estado capitaneando la nave.

A los pocos minutos, y siguiendo el mismo protocolo de su marido, Belén comenzó a increparle, indicando lo mal que llevaba el velero, diciendo lo escorados que iban, apresurándose a indicar los riesgos que tenía delante o a un lado del velero.

Mientras tanto, Belén y Pedro veían que aquella pareja los estaba alejando de su destino y, aunque estaban todavía en alta mar y no había naves en el horizonte, podría poner en peligro su nave y sus vidas si alguno de los dos perdía los nervios cerca de la costa; por lo que optaron por hablar con ellos y reconducir la situación.

Por norma general las parejas suelen compartir sus sueños, sueños que les harán ser más felices el uno con el otro.  Cuando uno comparte estos sueños con la otra persona, no importa quién de los dos lleve el timón de la embarcación, porque existe la confianza de que, tanto el uno como el otro, llevará el velero al puerto de destino.

Sin embargo, cuando los sueños de una pareja no son los mismos, cuando no existe una relación de confianza, entonces cada uno querrá llevar el velero hacia el puerto que más le convenga.

Es en este momento, cuando una de las dos partes percibe este malestar, esa desconfianza, esa desalineación de los sueños y los objetivos comunes, que se debe acudir a un profesional para que éste nos ayude a reconducir nuestra relación porque, aunque parezca que está todo perdido, puede que sea debido a los malentendidos provocados por una mala comunicación en el seno de la pareja.

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La orquídea

sábado, 23 diciembre, 2017

Juan era una persona a la que le encantaban las plantas.  Aunque era más un hobbie que una profesión, Juan había ido desarrollando un cariño y una pasión por todo el mundo vegetal.  Ya no sólo las compraba en las tiendas, sino que, además, a cada ocasión que tenía, recogía semillas del campo y las plantaba en tiestos para ver cómo crecían.  Esto, además de permitirle tener un jardín dentro de su casa, le había permitido desarrollar la paciencia, ya que cada planta tiene su ritmo de crecimiento y, por mucho que uno quiera que la planta crezca y muestre sus flores de un día para otro, la naturaleza tiene su momento para mostrar todo su esplendor.

Un día, mientras paseaba por la calle, vio en el escaparate de una floristería una planta de gran belleza.  Sus colores, sus formas, eran asombrosas.  Juan quedó enamorado de esa planta y no pudo más que entrar a la tienda para comprarla.  Al preguntar por ella, el dueño de la tienda le comentó que era una planta de la familia de las orquídeas, si bien ésta en concreto era un ejemplar único y muy raro de encontrar.  De hecho, era tan raro, que todavía no había mucha información sobre los cuidados que había que proporcionarle para que mostrara todo su esplendor.  Juan no se acobardó ante la falta de información y compró aquella planta.

Al poco de llegar a su casa Juan buscó el lugar más privilegiado de todo su hogar donde poner a aquella orquídea.  En un principio parecía que el salón podría ser ese sitio, una habitación con buena iluminación y cuya temperatura no variaba mucho de un día para otro.  No se lo pensó más, allí, sobre la mesa del salón pondría aquella bella flor que iluminaba toda la estancia.

Durante los siguientes días Juan aprovechó para recorrerse las diferentes librerías especializadas en plantas de la ciudad, incluso entró en Internet para buscar información sobre esta planta.  Desafortunadamente Juan no encontró información sobre esta planta, lo único que pudo obtener fue información relativa a la familia de las orquídeas, pero nada en concreto sobre esta especie.  Así que Juan comenzó a cuidarla como si se tratara de una orquídea más.

Los días fueron pasando, y Juan observó que aquella orquídea comenzaba a marchitarse ligeramente.  Juan comenzó a tomar los datos de temperatura, humedad y luminosidad de la habitación durante las diferentes horas del día.  Aunque las condiciones parecían buenas para otras plantas, e incluso para otras orquídeas que él tenía en esa misma habitación, no lo eran tanto para esta orquídea en concreto.  Juan se asustó y comenzó a llamar a todos los expertos que conocía en la ciudad.  Necesitaba información sobre cómo cuidar a aquella planta de la que se había enamorado.

Los expertos con los que contactó poco le pudieron decir al respecto, ya que muchos de ellos tampoco habían tenido experiencia con ninguna planta similar.  De hecho, los únicos que pudieron aportar algo de luz sobre el tema, fueron aquellos que habían tratado con especímenes de la misma familia, indicándole los mejores cuidados que se podían dar a esas plantas.

Juan, en su desesperación, comenzó a hablar con aquella orquídea, a preguntarle qué le pasaba, cómo la podía cuidar para que floreciese y mostrase de nuevo todo su esplendor.  Obviamente la planta no podía responder y no le podía decir, por mucho que ella quisiera, qué es lo que la estaba marchitando, cuáles eran las condiciones óptimas que necesitaba para recuperarse, para mostrar toda su belleza.

Los días seguían pasando y aquella planta seguía marchitándose.  Juan no sabía qué hacer, y sus conversaciones con la orquídea le estaban llevando a un estado de enajenación mental transitoria porque ¿quién habla con las plantas si estas no responden a las preguntas?  De pronto, sonó el timbre de la puerta.  Juan se levantó del sofá donde se había sentado a primera hora de la mañana para hablar con su planta.  Al abrir la puerta se encontró con un hombre mayor, de piel curtida por el sol y arrugas que indicaban que tenía cierta edad.  Juan hizo un reconocimiento facial rápido, pero no encontraba coincidencia alguna con ninguno de sus conocidos, por lo que le dio los buenos días y le preguntó qué deseaba.

¿Es usted el que busca información sobre una orquídea? – preguntó aquella persona que muy sería estaba a un paso de su felpudo.

Si – respondió Juan.

Soy experto en orquídeas, y en concreto, en esta que al parecer tiene usted – respondió aquel hombre.

Juan, con cara de sorpresa e incredulidad le invitó a entrar en su casa.  Le pasó al salón y le mostró aquella orquídea que a fecha de hoy no más que una sombra de lo que un día fue, sin apenas fuerza para erguirse cada mañana cuando el sol entraba por el ventanal del salón.

El extraño miró la habitación, observó aquella planta y le hizo una serie de preguntas a Juan quien, además de responder a sus preguntas, le mostró todos los registros que había realizado durante las últimas semanas.

Después de unos minutos sin hablar, aquel hombre puso su mano sobre el pecho de Juan, junto al corazón, y le dijo: «Si quieres que esta planta se salve, la tienes que dejar libre».

Juan se estremeció.  ¿Cómo podía dejar libre a una planta?  Es más ¿cómo podía desprenderse de aquella flor que había iluminado su vida durante tantos días?

¿Es la única forma de que no muera? – preguntó Juan

Sí – respondió aquel hombre.

Juan, con lágrimas en los ojos, asintió con la cabeza en un gesto de que se podía llevar aquella planta de su casa.

El hombre se acercó a la mesa donde se encontraba la planta y la cogió entre sus manos.  Se giró y se fue sin mediar palabra hacia la puerta por la que había entrado hacía unos minutos.

Juan vio cómo se cerraba la puerta de entrada, al tiempo que sentía un pinchazo en su corazón.  Sí, era una planta, pero era la planta que había iluminado su vida durante un corto periodo de tiempo.  Una planta que le había hecho feliz.  Una planta que, aunque aparentemente no tuviera sentimientos, parecía reaccionar cuando hablaba con ella.

Las personas somos como las plantas, cada uno de nosotros requiere de unos cuidados que nada tienen que ver con la persona de al lado; ni siquiera con nuestra relación anterior.  Sin embargo, a diferencia de las plantas, las personas podemos hablar, podemos indicar qué es lo que buscamos, qué es lo que necesitamos para sentirnos cuidados, para sentirnos amados.  La comunicación entre ambas partes es fundamental para que la relación sea un éxito, para que la flor que llevamos dentro florezca.

Si en alguna ocasión vemos que la comunicación falla, que no somos capaces de hablar con la otra persona, tal vez sea ese un buen momento para buscar la ayuda de un profesional, un profesional que nos haga de traductor, un profesional que evite la disputa entre las partes y que permita solucionar la situación para que esa relación tenga éxito.

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La gemela malvada

sábado, 9 diciembre, 2017

María y Mónica eran dos atractivas gemelas que vivían en una pequeña ciudad junto a un río.  A diferencia de otras hermanas gemelas, que siempre tienen alguna característica física que las diferencia, estas dos hermanas eran idénticas.  Ni siquiera sus padres sabían quién era quién si se vestían iguales.  De hecho, tal era el parecido, que los amigos que tenían pensaban que sólo existía una hermana.

Sin embargo, y aunque físicamente era difícil distinguir a la una de la otra, había una cosa que las diferenciaba: su personalidad.  La personalidad de Maria era dulce, alegre y risueña; una mujer a la que le encantaban los animales, el campo, la playa y estar en compañía de sus amigos.  Mónica era todo lo contrario, era una mujer exigente y fría, que todo lo basaba en el trabajo.

María y Mónica habían sido muy buenas amigas durante toda su infancia, pero desde que se volvieron adolescentes, la personalidad de Mónica era la que había tomado las riendas de la relación; tal vez debido a que pensaba que el trabajo le daba una falsa seguridad; ya que había sido éste el que le había permitido entrar en un mundo de glamur en el que estaba cómoda.

A diferencia de otras hermanas, María y Mónica no solían salir juntas desde hacía años.  Así, una noche estival en la que María estaba en un concierto al aire libre, conoció a un chico.  La química surgió entre ambos al verse el uno al otro y, al poco rato ya estaban charlando.  A partir de ese día las conversaciones se empezaron a suceder, conversaciones que llegaban a durar horas y horas.  Parecía que habían nacido para estar juntos el uno con el otro.

Desafortunadamente, Mónica era una de esas personas que lo controlaba todo, en especial si ese algo tenía que ver con su hermana.  De esta forma no tardó mucho en darse cuenta de que su hermana había iniciado una relación y elaboró un plan para deshacerse de su hermana y quedarse con el chico.  El plan: adormecer a su hermana con unas hierbas que le habían proporcionado en un herbolario con la excusa de que no dormía bien.

Una vez tuvo las hierbas en su poder, Mónica comenzó a dárselas a su hermana diluidas en las bebidas y en la comida que ingería.  Y hasta se las escondió dentro de la almohada para que durmiera más tiempo.  Y así, Mónica tuvo la ocasión de comenzar a salir con este nuevo chico.

Al principio, el joven galán no notó la diferencia, si bien observaba algunos comportamientos que no eran del todo normales.  Según pasaron los días el joven comenzó a notar que la personalidad de aquella mujer no era en absoluto la misma que tenía cuando comenzaron la relación.    Observó que la personalidad no era la misma los días laborales que los fines de semana.  No sabía lo que estaba ocurriendo, pero su curiosidad hizo que la comenzara a seguir para ver qué es lo que estaba pasando.

Una noche, después de dejarla en su casa y hacer que se iba, se dio media vuelta y empezó a observar lo que hacía su pareja a través de las ventanas.  Vio como su pareja dejaba el bolso y el abrigo sobre el sofá, iba a la cocina, sacaba un plato de comida del frigorífico, y subía por las escaleras al primer piso donde al poco rato se encendía la luz de una habitación.

El joven salió de entre los arbustos, corrió hacia la casa, y comenzó a trepar agarrándose a las tuberías y plantas que crecían pegadas a la pared.  Una vez en el tejado se acercó hacia la luz.  Miró por la ventana y … cuál fue su sorpresa al ver que, dormida sobre una cama se encontraba una mujer que era una réplica idéntica de la que había dejado en la puerta de esa casa hacía escasos minutos.

Pacientemente esperó a que aquella mujer con el plato de comida se fuera de la habitación para entrar por aquella ventana.  Cuando por fin se fue de la habitación, el joven abrió sigilosamente la ventana y entró.  Se acercó a aquella mujer y le acarició la mejilla, como en un intento de creerse que aquella mujer no era fruto de su imaginación, sino que era algo real.

Al sentirse tocada la mujer abrió los ojos y levantó la mirada.  Al ver allí a la que era su pareja, sonrió, al tiempo que murmuró «¿eres tú de verdad mi amor?».  Sí, era él, y lo único que tenía en la cabeza ahora era sacar a María de aquella casa.  La intentó levantar de la cama para llevársela con él, pero María no tenía fuerzas ni ánimos para levantarse.

¿No quieres venir conmigo, María? – le preguntó.

“No, no tengo fuerzas. Además, no sé cómo solucionar esto.  Cualquier cosa que haga será inútil.  Ella es más fuerte que yo y nunca me dejará en paz para que sea feliz.  Vete sin mí y sálvate tú antes de que ella te haga daño, como hace con todos” – respondió ella.

Perplejo por la respuesta de su amada cayó de rodillas junto a ella.  Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de ambos enamorados cuando se oyeron pasos subiendo las escaleras.  Él la miró a los ojos, la beso suavemente en sus labios y dijo: «¡Ten fuerzas, volveré a por ti!»

Al salir por aquella ventana buscó a la policía y les contó la historia.  La policía, aunque incrédula en un primer momento, le acompañó a aquella dirección donde el joven decía que estaba su amada adormecida.  Al llamar a la puerta les abrió Mónica con una sonrisa reluciente.  Ante las preguntas de los agentes, Mónica respondió sin alterarse, invitándoles a que pasaran y revisaran la casa de arriba a abajo si así lo deseaban.

Así lo hicieron, los agentes pasaron y comenzaron el registro por la supuesta habitación donde el joven había visto a su amada, pero no había rastro de ella.  ¿Dónde estaba María?  ¿Qué había pasado con ella?  Los agentes siguieron registrando la casa durante horas, pero no encontraron rastro de María.  Muy a su pesar, hablaron con aquel joven y le dijeron que tenían que desistir con aquella búsqueda.

Al salir por la puerta Mónica se acercó al joven y le susurró al oído: «No la busques más, nunca la encontrarás.  Nunca volverá a aparecer.  Y como intentes hundirme, te arruinaré la vida».

Durante varios meses aquel chico intentó en vano encontrar a la joven que había conocido.  Y durante ese mismo tiempo la gemela malvada estuvo haciéndole la vida imposible.  Al final, el chico no pudo más y desistió en su empeño de encontrar a aquella persona de la que un día se enamoró.  Sin embargo, dejó la luz de su casa encendida y la puerta entreabierta por si un día María conseguía huir de su hermana.

Las personas solemos tener una personalidad que puede llegar a sabotear nuestra vida sin que nosotros nos demos cuenta e incluso sin que podamos hacer nada al respecto.  Sin embargo, si en alguna ocasión somos capaces de percibir que esto está pasando, que estamos saboteando la posibilidad de tener una vida mejor, es muy importante que lo tomemos en cuenta y que acudamos a un profesional que nos pueda ayudar.

El solucionar estos sabotajes a tiempo puede hacer que vivamos la vida que realmente queremos.  El dejarlos pasar puede hacer que nos quedemos en un estado conformista dominado por esa gemela malvada que no nos permite crecer.

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La estrella fugaz

sábado, 25 noviembre, 2017

Andrés era un apasionado del cosmos.  Cada noche se quedaba mirando fijamente al firmamento, intentando percibir los cambios que habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas, buscando esas pequeñas diferencias inapreciables para el ojo poco entrenado.

Una noche de verano, Andrés había subido a una colina cercana a su casa para evitar en la medida de lo posible la contaminación lumínica provocada por las luces de la pequeña ciudad donde residía.  Después de unas cuantas horas sentado pacientemente en la colina observó que un cometa surcaba los cielos, dejando tras de sí una cola que lo hacía visible a sus ojos.  Rápidamente cogió el telescopio y lo alineó en la dirección del cometa.  ¡Qué maravilla!  ¿Qué majestuosidad!  Aquel cometa era lo más bonito que había visto en su vida.

De repente, vio cómo aquel cometa cambiaba su trayectoria y venía hacia él.  Dejó de mirar por el telescopio y miró hacia aquella bola de fuego anaranjado que venía hacia él a toda velocidad.  ¿Sería aquello el fin de su existencia?  Corrió a refugiarse detrás de unas piedras para evitar la explosión que aquel meteorito produciría allá donde impactara.

Escondido detrás de aquellas rocas contaba los segundos hasta el impacto.  Aunque después de varios minutos, aquel meteorito parecía no llegar a impactar.  Con algo de miedo y recelo, levanto la mirada por encima de la roca que protegía su cuerpo.  ¡El meteorito había desaparecido del firmamento!  ¿Cómo era aquello posible?  ¡Si venía directo hacia él!

Una extraña luz proveniente de detrás de un matorral hizo que girara la cabeza.  ¿Qué era aquella luz?  ¿Sería un pequeño resto del meteorito?  Sin pensárselo dos veces saltó por encima de aquella roca y se dirigió hacia aquel arbusto para ver qué se escondía detrás de él.

según se acercaba, la luz se hizo algo más intensa, para luego apagarse gradualmente.  Corríó para llegar antes de que se desvaneciera aquella luz celestial y… ¡allí estaba ella!  Una mujer que irradiaba belleza por todas partes, una mujer que lo miró y le sonrió, como si le conociera de toda la vida.  La luz se apagó y ella se acercó hacia él.  Hola Andrés – dijo ella – ¿me estabas esperando?

Andrés no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo en ese momento.   Miró a diestro y siniestro, en busca de algún equipo de televisión que le estuviera gastando una broma.  Pero nada, estaba solo, junto a aquella mujer que lo miraba fijamente al tiempo que sonreía.  Sin más preámbulos, la mujer comenzó a hablar con Andrés, como si lo conociera de toda la vida.  Andrés, ya pasado el susto inicial, respondía de manera natural y espontánea a las preguntas que aquella mujer hacía.

Pasaron las horas, y la conversación se hizo más fluida.  Ya no sólo preguntaba ella, sino que Andrés también se atrevía a hacer alguna que otra pregunta para satisfacer su curiosidad.  Andrés veía en aquella mujer su alma gemela.  La quería llevar a su casa y vivir con ella el resto de sus días, pero las primeras luces del día comenzaron a hacerse paso entre la oscuridad y, como quien no quiere la cosa, aquella mujer dió un salto y se estremeció mientras le agarraba fuertemente del brazo.  ¿Qué le ocurría?  ¿Por qué ese repentino salto?

Aquella radiante mujer palideció mientras comenzó a contarle lo que le iba a ocurrir en unos minutos, cuando el sol saliera por encima de los montes que tenían a su izquierda.  Ella le dijo que los dioses que la habían transformado en humana le dieron de plazo hasta el alba, momento en el que volvería a convertirse en estrella y volvería al firmamento junto con el resto de sus hermanas.

Andrés no podía creer lo que estaba escuchando.  ¿Aquella mujer con la que había compartido toda la noche iba a desaparecer de nuevo?  ¡Con lo que había disfrutado de su compañía!  ¿Cuándo volvería a verla de nuevo?  ¿Se iría para no volver?  Demasiadas preguntas sin respuesta y muy poco tiempo antes de que saliera por completo el sol y ella desapareciese.

Mientras Andrés se afanaba en responder las preguntas que pasaban por su cabeza, aquella mujer, que poco a poco se iba desvaneciendo a medida que los rayos de sol se hacían más intensos, se acercó a él y, suavemente, le besó.  Andrés dejó de pensar y se dio cuenta de que aquel sería el último beso que le daría a aquella mujer, por lo que intentó retener aquel momento en su memoria.

Desde aquel día, Andrés sube todas las noches a aquella colina para ver desde allí el firmamento, con la ilusión de que algún día, aquella estrella que una vez pasó por su vida, vuelva a aparecer.

Durante nuestra vida podemos encontrarnos personas que pueden llegar a ser la pareja que necesitamos en ese momento.  Pero lo que parece que puede ser para siempre, puede ser una mera ilusión pasajera que se desvanecerá entre nuestras manos.  Por ello, porque la vida es pasajera, debemos aprovechar cualquier momento que tengamos de felicidad, de gozar con los eventos grandes y con los pequeños, porque la vida es un lujo y las personas que llegan a nosotros, también; ya que nos aportan nuevas perspectivas y nos pueden hacer salir de nuestra zona de confort para crecer.

De igual manera, si vemos que esa persona se está desvaneciendo de nuestras vidas, puede ser importante hablar con algún profesional que nos pueda ayudar a minimizar esa degradación y recuperar de nuevo a esa persona que queremos.  Aunque no siempre tiene que ser así, y de ahí la importancia de quedarse con esos buenos momentos, pero sin quedarnos enganchados en lo que pudo ser sino con la esperanza de que otra estrella fugaz podrá surcar nuestros cielos en cualquier momento.

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El cubo de madera

martes, 16 abril, 2013

Erase una vez un recipiente en forma de cono truncado llamado Dekon.  Dekon pertenecía a la especie de los “cubos”, los cuales se caracterizaban por tener asa y estar abiertos en su circunferencia mayor; teniendo fondo en la menor.  Dekon era de madera, aunque bien hubiera podido ser de metal o cualquier otra materia que se encontrara tanto en la superficie de aquel planeta como bajo esta.  En cuanto a su tamaño, no era ni muy grande si se comparaba con el resto de sus congéneres, ni tampoco demasiado pequeño.

Los cubos habían sido creados con una función principal, la de llenar su interior con todo aquello que estuviera a su alcance.  De esta manera, aquellos conos huecos podían introducir en su interior cualquier material, desde líquidos hasta sólidos.  Cada cubo era libre de rellenar su interior con aquello que él considerara oportuno, pudiendo introducir en su interior elementos de gran valor u otros sin ninguna utilidad.  La única limitación era su capacidad.  Una vez habían ocupado todo su volumen debían deshacerse de algún elemento de su interior si querían meter más cosas.

Aquella mañana Dekon se había levantado más temprano de lo habitual, por lo que aprovechó para dar un paseo por el bosque que rodeaba su aldea.  Mientras caminaba entre los árboles mirando a uno y otro lado en busca de algo que poder llevar a su interior, Dekon se topó en su camino con una cavidad subterránea que hasta ahora nunca antes había visto.  Este agujero horadado en la piedra estaba cubierto por multitud de hojas de plantas que impedían la entrada a la parte de adentro.  Se acercó y comenzó a retirar las ramas más grandes para poder acceder a aquella cueva.  Una vez se hizo paso entre el follaje, entró al interior de aquella caverna.

La claridad dentro de aquel agujero en la piedra era mínima, por lo que Dekon se quedó a pocos metros de la entrada.  Los pocos rayos que habían penetrado en el interior de aquella caverna revotaban en las paredes, dándole a Dekon una idea de cómo era su interior sin tener que adentrarse mucho más.  Y fue uno de estos rayos el que, al chocar con un objeto, hizo que este brillara en lo más profundo de la cueva, despertando la curiosidad de Dekon.

Dekon se adentró un poco más siguiendo el destello de aquel objeto.  Una vez junto a  él, lo tomó en su mano.  Las sombras no le permitían mirar con atención aquella piedra fina, por lo que se giró y salió hacia la claridad del bosque.  Al limpiar el barro que cubría aquella piedra brilló con fuerza el verde que la teñía.

Dekon nunca antes había tenido nada tan bello entre sus manos, por lo que pensó que  guardarlo en su interior no le aportaría nada, ya que nadie sería capaz de verlo a menos que se lo mostrara.  Por tanto, tal vez fuera mejor adherirlo a su sosa y aburrida cubierta de madera.  Esto lo haría diferente a los demás.  De hecho, hasta es posible que algunos de los cubos que tenía a su alrededor pudieran pensar que valía más de lo que realmente valía.  Dicho y hecho.  Aquella piedra teñida de verde fue pegada sobre su madera.

A partir de ese momento, Dekon dejó de pensar en buscar elementos a su alrededor que poder incluir en su interior, y se dedicó por completo a la búsqueda de más piedras preciosas que poder poner sobre su superficie cónica.  Durante meses estuvo haciendo lo necesario para conseguir este tipo de piedras que parecían llamar la atención de los cubos más próximos a él, olvidándose por completo de llenar su interior.

Con el paso del tiempo Dekon tenía toda su superficie completamente cubierta de gemas y piedras preciosas.  Todos los cubos le admiraban e incluso envidiaban; pero ninguno de ellos lo trataba como lo que era, sino por aquello que tenía.  Querían saber cómo conseguir aquellas gemas tan brillantes, querían que se las prestara, e incluso en algunos casos hasta querían robárselas.

Dekon no se sentía completo, por lo que comenzó a quitarse aquellas piedras preciosas de su superficie y a buscar algo que llevar a su interior que lo pudiera completar como cubo.

Algunas personas nos olvidamos de que nuestro valor no está en lo que llevamos puesto, sino en lo que tenemos en nuestro interior.  La cultura, los valores personales y nuestros comportamientos son lo que nos hacen ser quienes somos y lo que aporta a las personas que se acercan a nosotros.

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El último tren

viernes, 23 noviembre, 2012

Faltaban pocos minutos para que el tren nocturno partiera de aquella estación.  Mientras el maquinista arrancaba de nuevo los motores, y el guardagujas terminaba de revisar su listado de tareas antes de la partida, una hermosa mujer de cabello oscuro y ojos claros caminaba por el andén hacia su vagón con un libro en una mano y su pequeña maleta de viaje en la otra.

Cuando el reloj marcaba las 11 horas y 59 minutos aquella belleza ibérica puso un pie sobre la escalerilla de su vagón.  Antes de impulsarse hacia arriba echó una mirada atrás, como intentando traer a su mente algún recuerdo melancólico de su estancia en aquella ciudad que apenas duró unas pocas horas.  Esbozó una sonrisa y se impulsó dentro del vagón.

Mientras caminaba por el estrecho pasillo del vagón escuchó de fondo el silbato del guardagujas advirtiendo de la inminente partida de aquel tren de media noche.  Los motores diésel de aquella vieja locomotora rugieron de nuevo a máxima potencia, tirando de toda su carga bruscamente.  Aquel repentino golpe hizo que aquella bella mujer perdiera el equilibrio y el libro que sujetaba con una de sus manos cayera al suelo.

Al recobrar el equilibrio suspiró con cierto malestar y se agachó a por su lectura.  Pero justo antes de poder alcanzar Las Cincuenta Sombras de Grey que yacían sobre el suelo, otra mano se adelantaba a cerrar la cubierta del libro y entregárselo a medio camino.

Ante la sorpresa inicial, aquella mujer no pudo más que levantar su mirada para ver quién era la gentil persona que se había agachado a por su libro.  Un hombre de ojos verdes y melena alborotada la sonreía y miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba la obra con una mano y con la otra se agarraba a la pared para no perder el equilibrio con el traqueteo inicial del tren.

La sangre fluyó a las mejillas de aquella belleza íbera, mostrando inconscientemente todo el rubor que aquel desconocido había provocado en ella.  En un intento por romper aquel incómodo instante, aquella mujer logró sacar de su garganta un suave y tímido: “¡Gracias!”, mientras extendía su mano para alcanzar el libro.

El cambio de vía en aquel preciso instante hizo que toda ella se zarandeara, haciendo que su mano rozara suavemente la de aquel galán.  Un flujo eléctrico recorrió todo su cuerpo.  Su vello se erizó, sus pupilas se dilataron, sus ojos se abrieron denotando sorpresa y su respiración se entrecortó.  De un salto, aquella mujer que apenas rondaba los treinta años, se puso en pie, y con el libro en la mano se giró y prosiguió su camino con la cabeza baja y las mejillas sonrojadas.

Al llegar a la puerta de su compartimiento se giró para despedir con una sutil sonrisa y una pícara mirada a aquel caballero de elegante porte que caminaba pasillo abajo y que parecía no haberse percatado de su existencia.  Una vez dentro de su camarote se sentó en la butaca, la cual se convertiría en cama en breve, y recordó aquellos ojos verdes y aquella melena que graciosamente los tapaba.

Mientras tanto, aquel desconocido había llegado a su butaca con un solo pensamiento en la mente: volver a ver a aquella mujer.  Lo más curioso de todo era que, aquel hombre, que ya peinaba canas, sentía una sensación que hacía años que no sentía.  Su corazón se aceleraba involuntariamente al pensar en aquella mujer con la que se había topado hacía escasos momentos.  De hecho, parecía como si éste músculo quisiera salir de su pecho y correr hacia el camarote de la mujer que había rozado su mano de forma casual.  Sentía cómo todo su ser se alegraba de aquel encuentro fortuito por alguna extraña razón.

Los minutos pasaron, y aquella sensación de júbilo y nerviosismo seguía presente en él.  ¿Cómo podría tranquilizar su corazón y su mente?  Tal vez el darse un paseo por lo vagones lo ayudaría a relajarse.  Así que, dicho y hecho, apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se levantó de aquella butaca.  Miró a uno y otro lado del vagón y comenzó a caminar por el tren con la ilusión de encontrar a aquella mujer de nuevo.

Al llegar al vagón donde ambos se habían encontrado al iniciar su viaje, se paró.  Su mirada comenzó a buscar, inconscientemente, a aquella mujer de larga melena; pero el vagón estaba vacío.  Su corazón se apenó.  Se giró hacia la ventana y se quedó mirando por ella hacia los árboles que pasaban furtivamente delante de sus ojos.

De pronto, al fondo del vagón, se escuchó el ruido de una puerta que se abría.  Su corazón se aceleró.  Giró la cabeza.  Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron en un intento por captar toda la luz y no perder detalle alguno de la acción que transcurría unos metros más allá.  Su cara esbozó una sutil sonrisa y dio un paso hacia delante, como si una energía invisible le atrajese hacia aquel ruido.  Pero de aquella cabina donde se produjo el ruido no salió la mujer que él deseaba, sino el revisor del tren con unas mantas en su mano.  ¡Su gozo en un pozo!  Suspiró y se giró de nuevo hacia la ventana mientras el revisor llamaba a la siguiente puerta.

¿Dónde estaría aquella mujer?  ¿Volvería a verla de nuevo algún día?  ¿Podría intercambiar unas palabras con ella?  Mientras se hacía estas preguntas las luces del pasillo bajaron de intensidad y del compartimiento donde hacía escasos segundos había entrado el revisor, salía una persona que, al igual que él, se puso frente a aquella ventana para ver la campiña, las estrellas y la luna que todo lo iluminaba en aquel instante.  Él giró su vista hacia el lugar donde el taconeo se había silenciado y la vio.  Allí estaba ella, aún más bella si cabe por el reflejo de los rayos de la luna sobre su larga melena.  Enderezó su cuerpo, mientras ella, con cara de sorpresa, intentaba no ruborizarse de nuevo.  Sus cuerpos se alinearon el uno frente al otro y, tal y como dicta la teoría newtoniana, se atrajeron el uno hacia el otro.  Paso a paso aquellas dos sombras comenzaron a acercarse.  Poco a poco, sin prisas, hasta llegar a una distancia de poco más de medio metro entre sus cuerpos.

A partir de ese momento pareció haber una conexión entre aquellas dos almas.  Durante las siguientes horas estuvieron hablando de esto, de aquello, y de lo de más allá.  Parecía como si se conocieran de toda la vida, ya que podían hablar de casi cualquier tema.  Las conversaciones se entrelazaban aunque no tuvieran relación la una con la otra en un primer instante.  Por la ventana del vagón cafetería comenzaron a entrar los primeros rayos de sol.  El tiempo había pasado tan deprisa que ninguno de aquellos locuaces seres de la noche se había dado cuenta de que estaba amaneciendo.  Ambos se levantaron de aquellos asientos y, dejando tras de sí varias tazas de café sobre la mesa, cambiaron de vagón.

Al llegar al camarote de donde ella había salido horas antes, ésta agarró el pomo de la puerta y lo giró suavemente.  Antes de abrir completamente la puerta se dio la vuelta y se quedó mirando a su acompañante.  Aquel galán nocturno miró aquellos ojos azules durante apenas un segundo y su corazón no pudo más que revolucionarse de nuevo.  Respiró profundamente y miró aquellos tersos labios rojos y, sin explicación aparente, surgió un deseo incontrolable de besarlos. Lentamente acercó su rostro al de ella y, de pronto, sintió cómo todo su cuerpo era agitado.  ¡Señor, señor, ya hemos llegado a su destino!  Abrió los ojos y vio al revisor zarandeándolo.  Le dio las gracias y se incorporó en su butaca.  Mientras se acicalaba y peinaba la melena se abrió la puerta de su vagón, por donde entró aquella mujer a la que había recogido el libro y con la que había soñado.

Las oportunidades se nos suelen presentar una vez en la vida.  El saber aprovechar esa oportunidad depende exclusivamente de nosotros, de saber gestionar nuestros miedos.  Por tanto, si consideramos que nos debemos arriesgar y dar el paso, seamos valientes, demos los pasos necesarios para alcanzar ese objetivo y, aunque el desenlace no depende sólo de nosotros, la experiencia nos podrá aportar alegrías o conocimiento adicional para mejorar y desarrollarnos para cuando se presente una oportunidad similar en el futuro.

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El relojero

lunes, 15 octubre, 2012

Oscar debía de tener alrededor de cinco años cuando entró por primera vez al taller de relojería de su padre. Los engranajes de aquellas máquinas colgados por todas las paredes; los instrumentos utilizados para las reparaciones por encima de la mesa de trabajo; las lupas de diferentes aumentos para ver hasta el componente más pequeño; y el continuo tic-tac que se escuchaba por toda la habitación fueron algunas de las cosas que marcarían el destino de aquel diablillo que pasaba las horas sentado en una banqueta junto a su progenitor.

Ahora, cincuenta años más tarde, Oscar se sentaba en la misma silla que utilizaba su padre. Mientras desmontaba un reloj de bolsillo que le había traído hacía unos días un anciano, Oscar se detuvo un momento para coger aire. Durante un instante su mente voló y comenzó a recordar cómo había llegado a ser el maestro relojero que era; la satisfacción que le daba ser reconocido a nivel local e internacional como uno de los mejores profesionales de su gremio; y cómo, hace menos de treinta años, tuvo que hacerse cargo del negocio cuando su padre falleció repentinamente de un ataque al corazón. La vida parecía sonreirle, pero sabía que este momento tan dulce no sería eterno ¿Podría hacer algo para mantener su vida en ese mismo estado? ¡Qué fantástico sería poder detener el tiempo para que nada cambiara! ¡Detener el tiempo, qué gran idea! Siendo relojero ¿no sería capaz de crear un reloj con el que parar el tiempo? Dejó el trabajo que tenía entre manos y sacó papel y lápiz. Miró durante unos segundos aquel folio en blanco y se puso a dibujar lo que sería su obra maestra.

Durante las siguientes semanas Oscar estuvo encerrado en su taller sin apenas salir. Para no ser molestado le pidió a su ama de llaves, María, que le dejara la comida al otro lado de la puerta; pero que no llamara, ya saldría él a por su almuerzo cuando tuviera hambre. Tanto era el interés que había puesto en sacar adelante su obra que pidió a sus amigos que no le visitaran para no perder tiempo; hasta cerró las ventanas para que no entrase la luz del día y de esta forma la claridad del amanecer no le desconcentrara. Tan concentrado estaba en el desarrollo de aquel reloj que perdió la noción del tiempo por completo.

Un día, después de infinidad de bocetos tirados a la papelera; de multitud de pruebas; y de más de una rabieta porque aquello no iba en la dirección que quería, Oscar se levantó de su silla y gritó “¡Ya está, lo tengo! Con suma delicadeza cogió entre sus manos lo que parecía un simple reloj de bolsillo y lo acercó a la lámpara. Aquel reloj relucía como ningún otro lo había hecho hasta entonces. Sus manecillas, aún inmóviles, eran tan esbeltas como el cuerpo de una mujer, y en la proporción adecuada para que el reloj fuese bonito a la vista. Ahora sólo faltaba comprobar que aquella genialidad funcionaba como estaba previsto.

Oscar tomó el reloj con una mano y, con la otra, cargó el muelle motriz, el cual, una vez enrollado completamente, comenzó a liberar la fuerza de torsión necesaria para mover el mecanismo a través de su tren de engranajes, la rueda de escape y el Ancora. El segundero comenzó a girar de izquierda a derecha, y la habitación se llenó con los famosos tic-tac que hace años le hicieron convertirse en relojero. Oscar corrió a la ventana y abrió de golpe la contraventana. El rayos de sol entraron de golpe en aquella habitación después de mucho tiempo en tinieblas. Oscar se llevó la mano a los ojos para protegerlos, se giró y corrió a la puerta, la abrió de golpe y gritó: ¡María, María, ya lo tengo!

Por las escaleras que llevaban a la primera planta apareció una joven asustada por el escándalo. Oscar no daba crédito a sus ojos. Aquella joven, que apenas tendría veinte años ¡era María! ¡Lo había conseguido! ¡No sólo había conseguido detener el tiempo, sino que lo había hecho retroceder!

Mientras la joven bajaba las escaleras gritando “¡Señor, señor!”; Oscar se apresuró a la puerta de entrada. Agarró el pomo de la puerta y lo giró. Cuando comenzó a abrir aquel armazón de madera notó cómo una mano le agarraba el hombro mientras una brusca fuerza cerraba de nuevo la puerta. Se giró con cara de sorpresa y con cierto enfado replicó “María ¿qué hace?”.

Señor, no soy María” – respondió ella.

¿Cómo que no?” – replicó Oscar con cara de sorpresa.

Señor, míreme bien” – contestó aquella jóven.

Oscar enfocó su vista a la cara de la joven. La miró de arriba a abajo detenidamente. El parecido era asombroso; pero efectivamente, no era su ama de llaves, María. “¿Quién eres?” – preguntó Oscar.

La joven lo llevó al salón, lo sentó en el sofá y le dio una copa de coñac. Se sentó a su lado y comenzó a explicarle quién era y que había pasado durante el tiempo que había estado encerrado en su taller preparando su obra maestra. Oscar no podía creérselo. Lo que él pensaba que habían sido unas pocas semanas de trabajo habían sido treinta años de intenso trabajo. María, su ama de llaves, había fallecido hacía diez años y, aquella joven era su sustituta, quien había seguido haciendo lo mismo que su antecesora, tal y como ella le había enseñado. Gran parte de sus amigos, a los cuales despidió al iniciar su proyecto para que no le molestaran, habían muerto. Y el mundo, tal y como él lo conocía, había desaparecido.

Oscar miró el reloj que tenía entre sus manos y comenzó a llorar. Todo el tiempo que había invertido en crear una máquina que detuviese el tiempo no funcionaba. Todo a su alrededor había seguido moviéndose, cambiando, evolucionando. Sólo había un sitio donde todo se había parado y donde nada había cambiado en treinta años. Alzó la copa. Dio un sorbo al aguardiente y se levantó del sofá. Con paso lento y renqueante se alejó de su recién conocida ama de llaves. Al llegar a la puerta de su taller se giró y dijo: “Ya no necesito de tus servicios, te puedes ir”. Entró y cerró la puerta tras de si.

A todos nos gustaría parar el tiempo en determinados momentos de nuestra vida, para disfrutar de ellos un poco más. Al igual que nos gustaría acelerar otros para que pasen más deprisa y así sufrir menos. Pero son esos momentos, los buenos y los malos los que nos permiten tener una vida plena. El intentar detener el tiempo puede hacer que nos quedemos en el pasado, en un tiempo irreal que impide nuestra evolución, haciendo que nos perdamos todos los acontecimientos que ocurren a nuestro alrededor y que hacen que nuestra vida sea plena y tenga sentido.

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