Artículos etiquetados ‘amor’

El aniversario

sábado, 21 julio, 2018

El teléfono sonó una vez.  Y otra.  Y una tercera.  Jon salió de la ducha empapado y descolgó.

¿Diga? ¿Quién es? – preguntó.

Buenas tardes, Señor.  Soy el chofer que ha solicitado para recoger a la señorita Marina del aeropuerto.  Tan sólo era para decirle que esté tranquilo que ya estoy aquí a la espera de que llegue su vuelo – comentaron desde el otro lado del teléfono.

Muchas gracias.  Se lo agradezco – respondió Jon mientras se secaba con una toalla la cabeza.

Eran las 20:30 horas y apenas quedaba una hora para que Marina apareciese por la puerta de casa.  ¡Cómo se había pasado el día!  Y eso que se había levantado temprano para ser sábado.  Pero no le importaba, ya que este sábado era uno muy especial.  Hoy se cumplían nueve meses desde que Jon besaba a Marina por primera vez, también un sábado, también cuando volvía de viaje, y también en aquella misma casa.

Sí, ya habían pasado nueve meses desde aquel beso.  Nueve meses donde no sólo habían forjado una relación, sino algo más profundo.  Sí, es posible que el comienzo fuese un poco tormentoso hasta que los dos se fueron haciendo el uno al otro, pero gracias a la comprensión, el respeto, la comunicación, el entendimiento y las ganas de mejorar, aquella relación había triunfado.  Pero claro, todo esto no sería posible si no existiera ese amor entre ambos.  Un amor que todas las personas que les rodeaban podían ver a través de las muestras de cariño y la complicidad que había entre ambos.

Jon salió del baño.  Sobre la cama de la habitación tenía el pantalón y la camisa que se iba a poner esa noche, pero como todavía tenía que hacer un par de cosas por la casa, se puso el vaquero y la camiseta que estaban sobre la silla mientras lanzaba un silbido seco y fuerte.  El ruido de las uñas contra la madera del suelo no se hizo esperar.

A los pocos segundos entraban por la puerta de la habitación los dos perros que saltaban sobre el taburete de la cómoda y comenzaban a mover la cola sin saber lo que les esperaba.  Jon, con una sonrisa maléfica, sacaba un par de esmóquines tamaño perruno del armario y los ponía sobre la cama.  Cogió a uno de los perros y lo enfundó en aquel trajecito mientras el otro, todavía sobre el taburete, no tenía muy claro si quedarse quieto o escapar.  Una vez enfundado el primer traje en uno de ellos, pasó a por el segundo, mientras el primero de ellos intentaba quitarse aquella chaqueta, pantalón y pajarita negra sobre camisa blanca.  Una vez estuvieron ambos vestidos, Jon salió de la habitación perseguido por los dos mini-caballeros.

Jon hizo un último recorrido por el salón.  Todo estaba listo.  Pasó a la cocina.  Abrió el horno.  El pescado estaba en su punto, justo para darle un golpe de calor antes de que lo fueran a comer.  Abrió el frigorífico.  Todo estaba en su sitio y listo para ser servido.  Fue a la entrada de la casa.  Abrió la bolsita de pétalos de rosa y los esparció uniformemente por la entrada, a modo de manto rojo.  Ya estaba todo listo.  Ya se podía cambiar de ropa.

Jon se había quitado el vaquero y la camiseta y los había puesto sobre la silla de la habitación mientras los dos mini-caballeros le observaban subidos en el taburete con la esperanza de que les quitara aquellos ridículos trajes.

Jon se había puesto el pantalón y se estaba poniendo la camisa con una sonrisa en la cara – por la escena tan cómica que tenía frente a él sobre el taburete – cuando volvió a sonar el teléfono.

¿Dígame? – dijo Jon

Señor, soy el chofer que había venido al aeropuerto – respondió la otra voz.

Sí, dígame ¿hay algún problema? – replicó Jon

Señor, me temo que tengo malas noticias.  Nos acaban de informar de que el vuelo en el que venía su mujer se ha estrellado en el mar.  Parece que no hay supervivientes. Voy a intentar averiguar algo más y le mantengo informado.  Lo siento – contestó el chofer.

Las piernas de Jon se aflojaron y le hicieron sentarse sobre la cama.  No se lo podía creer.  No daba crédito a las palabras del chofer.  Marina había muerto.  Ya no volvería a verla de nuevo.  Ya no volvería a estar en su vida.  Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos mientras los dos mini-caballeros bajaban del taburete y saltaban sobre la cama para ponerse a su lado intuyendo que algo había pasado y que su amo necesitaba ser reconfortado de alguna manera.

Pasados unos minutos Jon se armó de valor, cogió fuerzas de flaqueza y se levantó.  Salió del cuarto seguido de sus mini-caballeros y fue al salón, donde comenzó a retirar los platos de la mesa para llevarlos de nuevo a sus correspondientes armarios en la cocina.

Una vez guardados los platos y la cubertería, Jon abrió el horno.  ¿Qué iba a hacer con aquel pescado?  Lo de menos era el pescado ahora ¿Qué iba a hacer con su vida ahora que Marina ya no estaba en ella?  El mundo se le volvió a caer encima.  El corazón se le apenó y una sensación de malestar y odio le invadió todo su ser cuando, de repente, se oyeron unas llaves abriendo la puerta y los perros salieron escopetados hacia la entrada ladrando.  Jon los siguió.

Jon se quedó de piedra al llegar a la puerta y ver a los perros saltando y ladrando a Marina mientras ésta dejaba las maletas sobre el suelo y los acariciaba como cada vez que llegaba a casa.

¿Y esa cara?  Parece que hayas visto a un fantasma – comentó Marina mientras se acercaba con una sonrisa para besar a su pareja.

¿Qué haces aquí? – preguntó Jon

¿Cómo que qué hago aquí?  ¿Acabo de llegar de viaje y me recibes así? – replicó Marina.

¿Pero no estabas en el avión? – dijo Jon

No, no he venido en el avión que tenía previsto porque me quitaron la última reunión y cogí el anterior – respondió ella.

Jon no se lo podía creer.  Se acercó a Marina y la abrazó como nunca lo había hecho hasta entonces.  La miró a los ojos y la besó mientras decía: “Te quiero y nunca dejarás de sorprenderme”.

Las personas solemos tener ciertas expectativas sobre las personas que nos rodean o sobre nuestra vida y lo que queremos hacer con ella.  Son estas expectativas las que hacen que, cuando esa persona (o esa situación) no es como nosotros la imaginábamos, nos sintamos decepcionados.  Esta decepción hace que nos alejemos de la persona que tenemos a nuestro lado, que nuestro corazón se enfríe.

Sin embargo, si somos capaces de ver cómo es esa persona realmente, con sus limitaciones y sus fortalezas, entonces, desde la realidad de lo que nos puede ofrecer, seremos capaces de hablar con ella para mostrarle cómo nos sentimos y cómo podemos mejorar la relación.  Desde esta posición, será más complicado que nos decepcione esa persona, porque sabemos hasta dónde puede llegar; y lo único que puede hacer a partir de ese momento, es sorprendernos gratamente, porque cuando se da cuenta de las cosas y quiere salir de su zona de confort, cuando quiere ampliarla, es entonces cuando nos sorprende.

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El ángel de la guarda

domingo, 8 julio, 2018

Elena se puso la bata blanca y se acercó a la pared donde estaba la planificación del día.  Buscó su nombre.  Hoy le tocaba hacerse cargo de la planta 21 junto a otras compañeras.  Miró el reloj que colgaba de la misma pared que la hoja de planificación.  Ya eran las 8:00 horas.

Elena se acercó a enfermería para recoger el carrito con las medicinas que tendría que repartir durante las próximas horas.  Al entrar en aquel pequeño cuarto repleto de estanterías, Andrea, la responsable, le saludó y preguntó por la planta que le tocaba hoy.  La 21 – respondió Elena.

Andrea miró el listado que tenía entre las manos, se sonrió y dijo: “Hoy te toca la habitación 2110.  La habitación del ángel de la guarda”

Al oír aquellas palabras, a Elena se le llenaron los ojos de lágrimas.  Lágrimas que pudo contener y disimular delante de Andrea.  Lágrimas de emoción por la historia que había detrás de aquella persona a la que, después de tanto tiempo allí, nadie le conocía por su nombre, sino por ese apodo que, cariñosamente, alguna persona del equipo médico le había puesto.

Con todas las medicinas preparadas en el carrito, Elena se dirigió al ascensor que le llevaría a la planta 21.  Se montó en él y pulsó el correspondiente botón.  Fueron pocos los segundos que tardó en escuchar la voz digitalizada de aquella mujer diciendo: “Planta 21”.  Las puertas se abrieron.

Elena empujó el carrito fuera del ascensor y comenzó a andar por aquel pasillo que, a esas horas, todavía no tenía mucha actividad.  Según se acercaba a la habitación 2110 comenzó a escuchar suavemente la canción de Alicia Keys, New York: “Concrete jungle where dreams are made of.  There’s nothing you can’t do, now you’re in New York!”  Al llegar a la puerta de la 2110 se quedó parada, no quiso entrar para no molestar, observando aquella imagen mientras la canción seguía sonando: “These streets will make you feel brand new.  Big lights will inspire you.  Hear it for New York, New York, New Yooork!

Al parecer aquella pareja se había casado hacía escasos nueve meses.  Durante su luna de miel se fueron a Nueva York donde disfrutaron de todo su amor.  Desafortunadamente, al poco tiempo de regresar de su luna de miel, ella fue atropellada por un coche que se saltó un paso de cebra y, desde entonces, ella se encontraba en coma.

Aquel hombre llevaba todo este tiempo junto a ella, sin que ella se diese cuenta, sin que ella lo percibiese.  Tal vez por eso le apodaron como “el ángel de la guarda”, porque ella no sabía que él estaba allí, a su lado, preocupándose por ella, día y noche.

Este ángel despertaba a su amada todas las mañanas con la misma canción: New York.  Una canción que representaba el momento de mayor felicidad en sus vidas.  Una canción que él esperaba que ella pudiera escuchar allá donde estuviera.  Una canción de esperanza, donde no hay nada que no puedas conseguir si estás en esa ciudad.  Una canción que esperaba la sacara de su letargo de una vez por todas.

Pero no era sólo aquella canción lo que le hacía tener aquel apodo.  Aquel hombre se pasaba horas leyendo historias a su amada.  Historias que él mismo se inventaba.  Historias de aquella vida que estarían viviendo si ella no estuviera en aquel estado.  Historias, en el fondo, de amor, de aquel amor que una vez sintieron el uno por el otro y que nunca pudieron llegar a desarrollar.

Elena cogió la bandeja con los medicamentos de la 2110 y entró en la habitación cuando la canción estaba terminando: “Big lights will inspire you.  Hear it for New Yooork” y mientras aquel hombre besaba a su mujer en la mejilla y le decía: “Te quiero”.

Cuando aquel hombre se percató de la presencia de Elena en la habitación, se volvió hacia ella, esbozó una sonrisa y le dio los buenos días mientras se acercaba al sofá que tenía junto a la cama y se sentaba para dejar paso a que Elena pudiera hacer sus labores.

Elena comenzó revisando la sonda, luego los drenajes, después la máquina de respiración artificial, y terminó inyectando los medicamentos dentro de aquellas bolsas de suero que estaban conectadas a aquella mujer.

Mientras limpiaba suavemente el cutis de la mujer, el hombre murmuró: “¿Sabe que hoy es el día?”  Elena se quedó perpleja.  ¿El día de qué? – se preguntó.  El hombre respondió a aquella pregunta silenciosa: “Hoy es el día en que tengo que decidir si la desconecto o no.  El día en el que tengo que decidir si dejo que esta mujer se vaya de mi vida de una vez por todas o la mantengo un poco más… y no sé qué hacer”.  Elena no sabía qué decir.

Mientras recogía los guantes, los algodones y los botes de los medicamentos, entró el doctor en la habitación.   Elena no esperaba que el médico hiciera la ronda tan temprano y, por la cara de sorpresa, el ángel de la guarda, tampoco.

El doctor se acercó a aquel hombre y le dijo: “Carlos, hoy es el día.  Ya ha pasado el tiempo que podemos mantener a su mujer Marie con respiración asistida ¿Ha tomado alguna decisión?”

A Carlos se le cayó el alma al suelo.  Había llegado la hora de tomar la decisión.  Una decisión que había intentado posponer durante todos estos meses.  Una decisión que esperaba no haber tenido que tomar si ella hubiera despertado de aquel letargo.  Pero la vida era así, unas veces las personas se despertaban de aquel letargo y otras no.  Él no podía hacer más de lo que había hecho durante todos estos meses.

Carlos miró al médico y, con lágrimas en sus ojos dijo: “Desconéctela”.

El doctor miró a Elena, quien todavía no se había ido de la habitación y dijo: “Por favor, enfermera, no se vaya todavía.”  Se acercó a la máquina de respiración asistida y pulsó el botón de apagado.  Todos los sistemas se pararon de inmediato y aquella máquina dejó de insuflar aire a la mujer que yacía inmóvil en aquella cama.

Carlos, al otro lado de la cama, cogía la mano a la que había sido su mujer, su bella durmiente durante estos últimos meses, y se la llevaba al pecho mientras se agachaba y le daba un último beso de despedida con lágrimas en los ojos.  Lágrimas que cayeron sobre el cutis de Marie.

Marie sintió aquella lágrima sobre su piel.  Una lágrima que hizo que su cerebro se activara por unos instantes y, aunque todavía estaba como metida en un sueño y no sabía dónde estaba ni qué día era; sí parecía tener claro que la querían desconectar de aquella máquina, la querían desconectar de una vida que quería vivir con su pareja.  Las historias narradas por su marido comenzaban a fluir por su mente, al tiempo que sonaba la canción de Alicia Keys.  ¿Dónde estaba?  ¿Qué estaba ocurriendo?  Si era un sueño… ¡quería salir de él!  ¡Quería despertar!

Marie comenzó a notar que el aire no le llegaba a sus pulmones como hacía unos minutos.  Se comenzaba a ahogar.  Intentó apretar la mano de su marido para hacerle ver que estaba ahí, que estaba viva y que se estaba ahogando; para decirle que no quería morir.  Pero sus músculos estaban inmóviles y no ejercían presión alguna sobre la mano de Carlos.  ¿Cómo podía hacerle ver que todavía estaba ahí y que no la dejará escapar?  Se seguía ahogando.  Ya no podía más…

¡Noooooooooo! – gritó Marie mientras de un salto se erguía en la cama mirando a diestro y siniestro para ver quién estaba a su lado.  No había nadie.  Miró alrededor y vio que allí estaban sus butacas, su tocador con su espejo, su armario, sus peluches de la infancia.  Y por la puerta de la habitación entraba Carlos, con Sofía en brazos, ambos con una sonrisa al verla.

Carlos dejó a Sofía sobre la cama y dijo: “Corre Sofía, ve con mamá”.

Sofía, tambaleándose, se acercó a su madre y la abrazo fuertemente.  Marie la sujetó entre sus brazos como nunca hasta ahora la había abrazado.

Carlos se sentó sobre la cama, junto a Marie y preguntó: “¿Todo bien, cariño?”

Marie sonrió y respondió: “Ahora sí, mi amor”

A las personas nos cuesta desprendernos de las cosas, y mucho más cuando estas cosas son personas a las que hemos amado.  No importa si la persona está muy enferma o no, siempre tenemos la esperanza de que esa persona se va a recuperar, se va a poner bien.  Pero en muchas ocasiones la otra persona no es consciente de su enfermedad, de su estado, por lo que no hace nada por cambiar su situación.

Es por ello que, para no sufrir más y poder tener una vida plena, en algunas ocasiones, debemos desconectar la máquina que nos une a la otra persona y dejar que esta muera.  Una decisión que se nos plantea muy difícil, pero que debemos hacer cuando la cosa no tiene otra solución.

Por su parte, las personas no suelen tener la iniciativa de cambiar de motu proprio, sino que tiene que darse una situación extrema para que despierten de ese letargo en el que estaban y del que no podían salir.

En ambos casos, tanto a la hora de desprendernos de una persona como a la hora de despertarnos para cambiar nuestra vida, suele ser oportuno trabajar todos nuestros sentimientos con un profesional que nos ayudará durante este proceso de duelo o cambio de vida.

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La semilla

sábado, 24 febrero, 2018

Margot era una mujer a quien le gustaba su trabajo en el despacho que regentaba.  Una mujer que se tomaba las cosas muy en serio.  Una mujer responsable.  Pero también era una mujer a quien le gustaba descansar, tomarse sus ratos libres para desconectar del día a día y disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrece la vida.

Y dentro de esas pequeñas cosas estaban las semillas que iba recogiendo en sus largos paseos por el campo, por la playa o por cualquier sitio donde se encontrara.  Semillas que luego plantaba en los tiestos de su casa para ver cómo crecían, para ver en qué se convertía aquella semilla no más grande que su uña.

Un día, caminando por la playa, Margot vio una botella de cristal flotando en el agua.  Su instinto ecologista hizo que sus pasos se desviaran ligeramente de su recorrido y entrara en el agua para coger aquella botella y llevarla al punto de reciclaje más cercano.

El agua le llegaba un poco por encima de sus rodillas cuando llegó a alcanzar la botella, la cual se hacía un poco difícil de coger debido al oleaje de aquel día.  Al sacarla del agua, lo primero que le llamó la atención fue que la botella estaba cerrada con un corcho y en su interior había una especie de pergamino y una bolita que, al golpear las paredes de cristal, hacía que la botella pareciese un sonajero.

A Margot le quemaba la curiosidad ¿Qué pondría en aquel papel?  ¿Qué sería aquella bolita que se movía en el interior de aquella botella?  No podía esperar más, tenía que abrir la botella como fuera.  Miró a uno y otro lado para ver si había algún bañista que tuviera una nevera de playa, o que estuviera bebiendo.  A unos cuantos metros parecía haber una familia que estaba tomando algún refresco.  Corrió hacia ellos para pedirles un sacacorchos con el que poder abrir la botella.

Aunque aquella familia se sorprendió de que una mujer se paseara con una botella vacía por la playa, le dejaron el sacacorchos que tenían y con el que habían abierto las botellas de vino rosado que se estaban bebiendo.  Una vez abierta la botella, Margot les dio las gracias y salió hacia una zona de la playa algo más tranquila donde poder leer aquella nota.

Margot se sentó en una pequeña duna que había en la playa.  Puso la botella boca abajo para sacar aquella bolita y agitó la botella para hacer que saliera aquel pergamino, el cual venía atado con un bonito lazo.

Quitó el lazo al pergamino y comenzó a leer.  La persona que había escrito aquel pergamino decía que la semilla que iba dentro de la botella era una semilla especial.  Una semilla que crecía con el amor, que crecía con las cosas que se le decía.  Si aquella semilla se enterraba y se le daba agua, calor y amor, crecería y se convertiría en algo digno de ver.

Margot se quedó mirando aquella semilla.  No parecía nada del otro mundo, pero le había entrado la curiosidad.  Tenía que volver a su casa y plantarla lo antes posible para ver si realmente germinaba, para ver en qué planta se convertiría aquella semilla.

Al llegar a su casa Margot cogió un tiesto con tierra y metió aquella semilla a unos dos centímetros de la superficie.  Regó ligeramente la tierra para que estuviera húmeda y puso el tiesto en la zona más soleada de la casa para que recibiera el calor del sol.

Los días pasaron y, aunque Margot no veía que nada saliera de la tierra salvo alguna que otra mala hierba, siguió cuidando de aquel tiesto, regándolo ligeramente todos los días y poniéndolo al sol para que tuviera calor y pudiera germinar aquella planta.  De vez en cuando Margot se ponía frente a él y le comenzaba a narrar su día, qué le había pasado, qué había hecho o quién la había molestado y hecho perder el tiempo en la oficina, como en un intento por empatizar con aquella planta.

Aunque Margot comenzara a frustrarse porque no veía qué es lo que estaba pasando a unos centímetros de la superficie de aquella tierra, la semilla había comenzado a germinar; aunque todavía era muy pronto para ver los resultados.

Sí, aquella pequeña planta se había dado cuenta que era el momento para mostrarse, que las condiciones eran las idóneas, que podía florecer porque la estaban cuidando, porque la estaban amando.

Sin embargo, Margot, no podía ver este cambio que se estaba produciendo en aquella semilla, por lo que a las pocas semanas dejó de cuidarla.  Apartó aquel tiesto a una esquina, donde no molestara, donde no hiciera feo, donde no se viera.

Pasaron las semanas y Margot ya se había olvidado de aquella semilla cuando, una mañana, al levantarse y salir a tomar el café a la terraza, miró a su izquierda y, allí estaba, la planta más bonita que jamás había visto ¿Cómo era posible?  ¿De dónde había salido?  ¿Era aquella la planta de la semilla que plantó en su día?  ¿Dónde estaba el pergamino con el que venía aquella semilla?

Corrió a su mesita de noche y abrió el cajón donde había guardado aquel pergamino.  Lo desenrolló y comenzó a leer.  Los últimos párrafos de aquella carta decían que la semilla era de germinación lenta, que parecía que su entorno no le afectaba, que podía dar la sensación de haber muerto, de no florecer; sin embargo, con un poco de tiempo y paciencia, aquella planta absorbía todos los nutrientes que se le daban para convertirse en una planta única.  Y era única porque, en función de la persona que la cuidara, se convertiría en una cosa o en otra.

Las personas evolucionamos lentamente.  Algunas personas lo pueden hacer tan despacio que parece que ni siquiera evolucionan, que han muerto.  De hecho, algunas lo hacen, mueren.  Pero aquellas que tienen la suerte de tener a una persona que las quiere a su lado, siguen ese proceso de evolución para convertirse, un día, en algo de lo que todos los que están a su alrededor estarán orgullosos.  Y no porque se ha convertido en algo que los otros quieren que sea, sino porque su singularidad es el fruto de su belleza.  Y el amor, la razón de ese cambio.

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El último tren

viernes, 23 noviembre, 2012

Faltaban pocos minutos para que el tren nocturno partiera de aquella estación.  Mientras el maquinista arrancaba de nuevo los motores, y el guardagujas terminaba de revisar su listado de tareas antes de la partida, una hermosa mujer de cabello oscuro y ojos claros caminaba por el andén hacia su vagón con un libro en una mano y su pequeña maleta de viaje en la otra.

Cuando el reloj marcaba las 11 horas y 59 minutos aquella belleza ibérica puso un pie sobre la escalerilla de su vagón.  Antes de impulsarse hacia arriba echó una mirada atrás, como intentando traer a su mente algún recuerdo melancólico de su estancia en aquella ciudad que apenas duró unas pocas horas.  Esbozó una sonrisa y se impulsó dentro del vagón.

Mientras caminaba por el estrecho pasillo del vagón escuchó de fondo el silbato del guardagujas advirtiendo de la inminente partida de aquel tren de media noche.  Los motores diésel de aquella vieja locomotora rugieron de nuevo a máxima potencia, tirando de toda su carga bruscamente.  Aquel repentino golpe hizo que aquella bella mujer perdiera el equilibrio y el libro que sujetaba con una de sus manos cayera al suelo.

Al recobrar el equilibrio suspiró con cierto malestar y se agachó a por su lectura.  Pero justo antes de poder alcanzar Las Cincuenta Sombras de Grey que yacían sobre el suelo, otra mano se adelantaba a cerrar la cubierta del libro y entregárselo a medio camino.

Ante la sorpresa inicial, aquella mujer no pudo más que levantar su mirada para ver quién era la gentil persona que se había agachado a por su libro.  Un hombre de ojos verdes y melena alborotada la sonreía y miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba la obra con una mano y con la otra se agarraba a la pared para no perder el equilibrio con el traqueteo inicial del tren.

La sangre fluyó a las mejillas de aquella belleza íbera, mostrando inconscientemente todo el rubor que aquel desconocido había provocado en ella.  En un intento por romper aquel incómodo instante, aquella mujer logró sacar de su garganta un suave y tímido: “¡Gracias!”, mientras extendía su mano para alcanzar el libro.

El cambio de vía en aquel preciso instante hizo que toda ella se zarandeara, haciendo que su mano rozara suavemente la de aquel galán.  Un flujo eléctrico recorrió todo su cuerpo.  Su vello se erizó, sus pupilas se dilataron, sus ojos se abrieron denotando sorpresa y su respiración se entrecortó.  De un salto, aquella mujer que apenas rondaba los treinta años, se puso en pie, y con el libro en la mano se giró y prosiguió su camino con la cabeza baja y las mejillas sonrojadas.

Al llegar a la puerta de su compartimiento se giró para despedir con una sutil sonrisa y una pícara mirada a aquel caballero de elegante porte que caminaba pasillo abajo y que parecía no haberse percatado de su existencia.  Una vez dentro de su camarote se sentó en la butaca, la cual se convertiría en cama en breve, y recordó aquellos ojos verdes y aquella melena que graciosamente los tapaba.

Mientras tanto, aquel desconocido había llegado a su butaca con un solo pensamiento en la mente: volver a ver a aquella mujer.  Lo más curioso de todo era que, aquel hombre, que ya peinaba canas, sentía una sensación que hacía años que no sentía.  Su corazón se aceleraba involuntariamente al pensar en aquella mujer con la que se había topado hacía escasos momentos.  De hecho, parecía como si éste músculo quisiera salir de su pecho y correr hacia el camarote de la mujer que había rozado su mano de forma casual.  Sentía cómo todo su ser se alegraba de aquel encuentro fortuito por alguna extraña razón.

Los minutos pasaron, y aquella sensación de júbilo y nerviosismo seguía presente en él.  ¿Cómo podría tranquilizar su corazón y su mente?  Tal vez el darse un paseo por lo vagones lo ayudaría a relajarse.  Así que, dicho y hecho, apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se levantó de aquella butaca.  Miró a uno y otro lado del vagón y comenzó a caminar por el tren con la ilusión de encontrar a aquella mujer de nuevo.

Al llegar al vagón donde ambos se habían encontrado al iniciar su viaje, se paró.  Su mirada comenzó a buscar, inconscientemente, a aquella mujer de larga melena; pero el vagón estaba vacío.  Su corazón se apenó.  Se giró hacia la ventana y se quedó mirando por ella hacia los árboles que pasaban furtivamente delante de sus ojos.

De pronto, al fondo del vagón, se escuchó el ruido de una puerta que se abría.  Su corazón se aceleró.  Giró la cabeza.  Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron en un intento por captar toda la luz y no perder detalle alguno de la acción que transcurría unos metros más allá.  Su cara esbozó una sutil sonrisa y dio un paso hacia delante, como si una energía invisible le atrajese hacia aquel ruido.  Pero de aquella cabina donde se produjo el ruido no salió la mujer que él deseaba, sino el revisor del tren con unas mantas en su mano.  ¡Su gozo en un pozo!  Suspiró y se giró de nuevo hacia la ventana mientras el revisor llamaba a la siguiente puerta.

¿Dónde estaría aquella mujer?  ¿Volvería a verla de nuevo algún día?  ¿Podría intercambiar unas palabras con ella?  Mientras se hacía estas preguntas las luces del pasillo bajaron de intensidad y del compartimiento donde hacía escasos segundos había entrado el revisor, salía una persona que, al igual que él, se puso frente a aquella ventana para ver la campiña, las estrellas y la luna que todo lo iluminaba en aquel instante.  Él giró su vista hacia el lugar donde el taconeo se había silenciado y la vio.  Allí estaba ella, aún más bella si cabe por el reflejo de los rayos de la luna sobre su larga melena.  Enderezó su cuerpo, mientras ella, con cara de sorpresa, intentaba no ruborizarse de nuevo.  Sus cuerpos se alinearon el uno frente al otro y, tal y como dicta la teoría newtoniana, se atrajeron el uno hacia el otro.  Paso a paso aquellas dos sombras comenzaron a acercarse.  Poco a poco, sin prisas, hasta llegar a una distancia de poco más de medio metro entre sus cuerpos.

A partir de ese momento pareció haber una conexión entre aquellas dos almas.  Durante las siguientes horas estuvieron hablando de esto, de aquello, y de lo de más allá.  Parecía como si se conocieran de toda la vida, ya que podían hablar de casi cualquier tema.  Las conversaciones se entrelazaban aunque no tuvieran relación la una con la otra en un primer instante.  Por la ventana del vagón cafetería comenzaron a entrar los primeros rayos de sol.  El tiempo había pasado tan deprisa que ninguno de aquellos locuaces seres de la noche se había dado cuenta de que estaba amaneciendo.  Ambos se levantaron de aquellos asientos y, dejando tras de sí varias tazas de café sobre la mesa, cambiaron de vagón.

Al llegar al camarote de donde ella había salido horas antes, ésta agarró el pomo de la puerta y lo giró suavemente.  Antes de abrir completamente la puerta se dio la vuelta y se quedó mirando a su acompañante.  Aquel galán nocturno miró aquellos ojos azules durante apenas un segundo y su corazón no pudo más que revolucionarse de nuevo.  Respiró profundamente y miró aquellos tersos labios rojos y, sin explicación aparente, surgió un deseo incontrolable de besarlos. Lentamente acercó su rostro al de ella y, de pronto, sintió cómo todo su cuerpo era agitado.  ¡Señor, señor, ya hemos llegado a su destino!  Abrió los ojos y vio al revisor zarandeándolo.  Le dio las gracias y se incorporó en su butaca.  Mientras se acicalaba y peinaba la melena se abrió la puerta de su vagón, por donde entró aquella mujer a la que había recogido el libro y con la que había soñado.

Las oportunidades se nos suelen presentar una vez en la vida.  El saber aprovechar esa oportunidad depende exclusivamente de nosotros, de saber gestionar nuestros miedos.  Por tanto, si consideramos que nos debemos arriesgar y dar el paso, seamos valientes, demos los pasos necesarios para alcanzar ese objetivo y, aunque el desenlace no depende sólo de nosotros, la experiencia nos podrá aportar alegrías o conocimiento adicional para mejorar y desarrollarnos para cuando se presente una oportunidad similar en el futuro.

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Corazón de hielo

domingo, 10 junio, 2012

Julia era una mujer hermosa. Una mujer llena de vida a quien le gustaba disfrutar de las actividades al aire libre junto a sus amigos. Los hombres que la conocían quedaban prendados de su atractivo como mujer y de su energía como persona. Tal vez fuera esta la razón por la que, Roberto, un hombre algo mayor que ella con quien había compartido los dos últimos años de su vida, decidiera abandonarla de la noche a la mañana porque ya no era capaz de soportar los celos.

Ahora Julia se encontraba sola de nuevo, en su apartamento, sin nadie con quien poder comentar la película que en aquel momento ponían en la televisión. Pero la vida tenía que continuar, así que, en el momento del intermedio, Julia se levantó para ir a la cocina a por un vaso de agua. Mientras caminaba por el pasillo notó un dolor en el pecho que la hizo pararse unos segundos y reclinarse sobre la pared. Después de unos segundos prosiguió su camino hacia la cocina.

Al llegar a la cocina cogió un vaso y lo llenó de agua. Dio un sorbo y volvió a dejar el vaso en el fregadero. Al ir a apagar la luz notó de nuevo un pinchazo en su corazón; pero esta vez el dolor hizo que sus piernas no pudieran sostener su cuerpo y cayera de rodillas sobre los baldosines de la cocina.

Retorcida en el suelo Julia notaba cómo su corazón, ahora totalmente arrítmico, intentaba escapar de su caja torácica, haciendo, en el intento, que su dolor se triplicase cada segundo que pasaba. Así que, sin pensárselo dos veces, Julia acercó su mano a su pecho y comenzó a empujarla en un intento por alcanzar su corazón. Tras unos segundos haciendo fuerza su mano comenzó a hacerse paso entre la piel. Al cabo de un minuto sus dedos comenzaban a abrirse paso entre la musculatura y las costillas. El dolor era insoportable; pero sus dedos cada vez estaban más cerca de alcanzar ese músculo que tanto dolor le estaba provocando. Al cabo de unos quince minutos Julia había alcanzado su corazón. Lo rodeó con su mano y, sin pensárselo, se lo arrancó de cuajo de su pecho al tiempo que lanzaba un grito y perdía el conocimiento en el frío suelo de la cocina.

Julia abrió los ojos. Ya no tenía ese dolor en su pecho. Giró su cabeza y miró su ensangrentada mano derecha. Su corazón, aunque pareciera mentira, seguía latiendo. Se miró al pecho, y vio que lo tenía cicatrizado. Se levantó, sin perder de vista su corazón. Buscó un cuenco. Y depositó su corazón en él. Miró a todos lados y se preguntó dónde podría dejarlo para que no le pasara nada. La mejor opción parecía el congelador. Abrió la puerta y metió el recipiente que contenía tan vital órgano. Se duchó y se acostó.

Al día siguiente Julia se despertó pletórica de energía. Se levantó y se acercó al congelador para ver cómo estaba su corazón. El frío había hecho que el número de pulsaciones disminuyera, y algunas partes del mismo parecían haberse congelado ligeramente. Julia cerró la puerta y se fue al gimnasio.

Las personas con las que se fue encontrando la notaban diferente. Si bien tenía la misma energía que hacía un tiempo, la percibían algo más distante, más fría. A Julia le hacían gracia este tipo de comentarios, en especial porque ninguna de aquellas personas sabía que su corazón se encontraba en el congelador de su casa. Pero ella se sentía bien. Ya no le dolía el corazón.

Durante las semanas siguientes Julia mantuvo su corazón en el congelador. Cada noche abría la puerta para ver cómo se encontraba. Y cada noche observaba que estaba algo más congelado y que su ritmo era algo más lento. Sin embargo, ella se sentía cada vez mejor. De hecho había tenido algún encuentro casual con algún hombre y no había sentido nada. Estaba feliz. El tener el corazón en el congelador la permitía no sufrir por nadie, ser independiente y hacer todo aquello que quería en el momento que la apeteciera.

Después de tres meses, en plenas fiestas del barrio, Julia decidió sacar el corazón del congelador para ver cómo estaba. Abrió la puerta. Sacó el cajón. Buscó el recipiente que contenía su órgano. Y lo alcanzó con una de sus manos mientras con la otra iba cerrando el cajón y la puerta del congelador. Mientras caminaba hacia la mesa de la cocina, uno de los petardos que estaban lanzando por el patio de la casa explotó a pocos metros de la ventana de la cocina. El ruido que provocó hizo que Julia se asustara y soltara el cuenco que llevaba entre manos, cayendo al suelo y haciéndose añicos.

Julia miró desconsolada aquel desastre. No solo el cuenco se había roto en mil pedazos, sino también su corazón. La temperatura tan baja que había alcanzado después de tantos meses escondido en la oscuridad habían hecho que el corazón fuera tan frágil como un diamante. Julia había perdido su corazón. A partir de ese momento sería incapaz de volver a amar, de volver a sentir e incluso de volver a sufrir por nadie.

En ocasiones las personas intentamos protegernos del sufrimiento haciéndonos más fríos, eliminando cualquier rastro de emoción; pero muchas veces, cuando queremos recuperar de nuevo esos afectos porque hemos encontrado a una persona que nos interesa de verdad, somos incapaces de recuperar el calor y la flexibilidad de ese órganos tan fundamental en nuestras vidas, bien porque sigue congelado, o bien porque se nos ha caído y lo hemos roto al intentar recuperarlo.

Sufrir en ciertos momentos no es ni bueno ni malo, lo que tenemos que intentar es saber gestionar nuestro dolor y nuestras emociones para que seamos personas más completas y no perdamos ningún momento de esta vida.

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Sin compromiso

miércoles, 21 septiembre, 2011

Actualmente no es raro encontrarse con personas que tienen relaciones donde el compromiso no es el factor más importante que mantiene unida a la pareja. Su relación se basa principalmente en el hecho de no estar solos, en poder pasar un rato agradable y divertido con la otra persona y, por qué no, en tener relaciones sexuales satisfactorias. Sin embargo, ambas partes parecen quedarse a una distancia prudencial la una de la otra, como sin querer entrar en el jardín privado del otro.

Este tipo de relaciones pueden ser conocidas como “follamigos” o “amigos con derecho a roce” y suelen ir de miedo si ninguna de las partes entra más allá de la señal donde pone “¡Cuidado con el perro!”. En algunos casos no existe tal señal, en cuyo caso es posible que el jardín esté plagado de gnomos que se abalanzan sobre cualquier intruso que no tenga la autorización correspondiente.

Efectivamente, una persona puede entrar sin querer en el jardín del otro tan sólo por decir un “te quiero”, “me gustaría tener algo más contigo” o “me gustaría presentarte a mis amigos”. Incluso es posible que con el tiempo una de las partes no diga esto porque si, sino porque realmente lo siente y quiere ir un paso más allá con esa relación. Y es entonces cuando saltan todas las alarmas y aquello parece una discoteca de los años setenta.

Claro está que llegados a una edad las personas nos vamos acostumbrando a vivir solas, que comenzamos a tener nuestras rarezas y que pasamos olímpicamente de tener que dar explicaciones a nadie de lo que hacemos o dejamos de hacer: «Si ya no tengo que dar explicaciones a mis padres ¿por qué te las tengo que dar a ti que no eres nadie en mi vida?«.

No sólo esto, sino que además, el tiempo ha hecho que seamos más exigentes a la hora de buscar una pareja estable y, cualquier cosa que no se amolde a ese esquema predefinido que tenemos en la cabeza durará en nuestras vidas menos que un trozo de carne en una jaula de leones hambrientos.

Está claro que al ser más exigentes nos cuesta más encontrar a esa persona que haga saltar la chispa, por lo que en ocasiones nos juntamos con la opción menos mala, o nos quedamos solos esperando a que llegue ese pirómano que haga explotar toda la casa por los aires.

Las relaciones pasadas también nos dejan nuestras pequeñas heridas, algunas de las cuales pueden estar sin cicatrizar del todo, y por lo tanto, a nada que sentimos que nos la pueden abrir de nuevo nos protegemos para no sentir el mismo dolor que tuvimos que soportar durante semanas, meses o incluso años.

A pocas personas que conozco les gusta sufrir.  Y es posible que si hiciera una encuesta, una gran mayoría de ellas me dirían que prefieren gozar a tener que sufrir, aunque sólo fuera durante un par de segundos. Por lo tanto ¿por qué no gozar de la vida ahora que puedo? ¿Por qué involucrarme con una persona si al final me va a hacer sufrir?

Parece que el tiempo y los estudios de campo nos han permitido dar con la fórmula que nos permite mantener la intimidad suficiente como para mantener una relación sexual al tiempo que nos mantiene a una distancia prudencial de ese agujero negro que son los sentimientos y penurias de la otra persona: “¡Además, yo he salido para divertirme, no para aguantar las penas de este pelmazo!”.

Curiosamente, llegado el momento, una de las partes quiere dar ese paso, ir un poco más allá, pero ¿para qué? ¿Para qué quiero unirme a una persona si estoy feliz tal y como soy, si puedo salir a divertirme cuando quiero, si me invitan aquí y allá y no tengo responsabilidades ni debo dar explicación alguna a nadie?

La solución la tenemos nosotros mismos. Tal vez en este momento de nuestras vidas queramos tener una relación sin compromiso en la que no aparezcan palabras de cariño ni ideas rocambolescas como formar una pareja, casarnos y, mucho menos, tener hijos. Cada uno de nosotros tenemos un tiempo de maduración, no con ello quiero decir que no seamos maduros, sino que todavía no estamos preparados para el compromiso, para dar ese paso.

Está en nosotros el decidir cuándo y a quién dejo entrar más allá de esa puerta tan bien protegida hasta hace unos días. Puede darse el caso que la primera persona a la que permita el acceso pise las gardenias que acababa de plantar, o golpee con el coche el gnomo junto al estanque, o incluso que a los pocos pasos de la entrada se gire y vuelva sobre sus propios pasos, pero esto no debería desmotivarnos para dejar la puerta abierta.

Con el tiempo nos haremos expertos en identificar a aquellas personas que pueden entrar a formar parte de nuestro mundo interior. Incluso es posible que alguna de ellas vaya con una cerilla en la mano. Como dice la canción “el amor está en el aire” y puede llegar en cualquier momento, sólo hay que estar dispuesto a dejarlo entrar.  Entonces nuestra perspectiva de la vida cambiará.

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Volver a enamorarse

jueves, 24 diciembre, 2009

Estar enamorado es una de las mejores sensaciones que tenemos a lo largo de nuestras vidas.  Por muy mal que lo pasemos al romper con una persona, una vez pasado el periodo de duelo estamos de nuevo buscando una pareja de quien volver a enamorarnos y con quien compartir nuestra vida.

Una vez estamos disponibles para encontrar a ese hombre o mujer con quien compartir nuestros tiempo, a esa persona imperfecta que nos llene de alegría y felicidad, buscamos señales en toda persona que nos rodea con el afán de encontrar alguna pista con la que podamos afirmar «¡ésta es la persona con la que quiero estar!».

Las sensaciones que obtenemos cuando nos enamoramos pueden ser tan fuertes que si al llegar el fin del año no hemos encontrado a esa persona, es posible que nos pongamos como propósito de año nuevo encontrar una persona con quien compartir nuestro mundo… ¡otra vez!

Todos queremos estar enamorados el mayor tiempo posible, queremos sentir esas mariposas en el estómago, esperar la llamada de la otra persona, incluso rozarla fortuitamente a lo largo del día para sentir esa chispa que nos hace sonrojarnos.  Esta puede ser una de las razones por las que algunas personas pueden llegar a ser auténticos maestros en el arte de la seducción.

Algunos dicen que no hay que buscar el amor, que viene por sí solo.  Otros aseguran que hay que buscarlo para encontrarlo.  Independientemente de cuál sea nuestra tendencia, lo que está claro es que hay que estar abierto y receptivo, hay que estar disponible para la otra persona.  Y no sólo eso, sino que también es importante tener claro qué es lo que quiero en este momento de mi vida. Para ello nos puede venir bien conocer cuáles son nuestros valores personales, cuáles de ellos puedo ofrecer a mi pareja y cuáles busco en ella.

La buena noticia es que hay una persona que nos hará felices y con quien desearemos estar el resto de nuestra vida.  Lo importante ahora es saber si no la hemos encontrado debido a que no hemos topado con ella o si es debido a esos miedos irracionales que nos impiden hablar con ella, por muy paradójica que sea esta vida.

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Señales

viernes, 25 septiembre, 2009

Suena el despertador.  Abres los ojos y ves que junto a ti no hay nadie.  Te levantas.  Te vistes pensando cuándo te podrás quitar esa ropa de nuevo.  Desayunas sin nadie que te acompañe en esos primeros minutos del día.  Te subes al metro y, a pesar de la gente que te rodea, te falta algo.  Comienzas a subir las escaleras mecánicas y ves que por el otro lado baja una persona que momentáneamente hace que tu corazón se acelere.  Esbozas una sonrisa.  Inconscientemente buscas una señal que te diga que has encontrado el amor y que te haga darte la vuelta para coger su mano.

¿Dónde encontramos el amor?  Nadie sabe dónde encontrarlo, si lo supiéramos, todos sabríamos dónde mirar y no tendríamos que estar buscándolo desde el momento en que salimos de casa, ni tendríamos que hacer nuevas actividades extracurriculares para conocer a gente nueva, ni siquiera tendríamos que estar dados de alta en portales de Internet donde elaboran un perfíl para encontrar a la pareja más afín a tu personalidad.  Bastaría con ir al sitio concreto, a la hora en cuestión, el día indicado.

Patrick Hughes nos muestra esta búsqueda del amor en su película «Signs» (señales), la cual presentó a concurso en el Festival Schweppes de cortometrajes de este año.  Este cortometraje de apenas doce minutos nos muestra cómo una persona busca ese amor que no termina de encontrar.  Cómo busca cualquier señal para acercarse a la otra persona y entablar una conversación que pueda llevarlos a una relación.  Cómo cambia nuestra vida cuando encontramos a esa persona que nos llena por completo.  Y cómo cambia drásticamente nuestra vida, y lo que antes era apatía y aburrimiento ahora es energía y derroche de simpatía y humor.

Sin embargo, en algunas ocasiones, nuestros miedos y creencias nos hacen desperdiciar oportunidades de oro que no volverán a repetirse jamás.  Así, cuando la otra persona desaparece fortuitamente de nuestra vida sin haber podido dar ese paso que nos hubiera llevado a una relación, nuestra vida se viene abajo.  Nos sentimos abatidos, perdemos esa energía y ese vigor que nos impulsaba hasta hace pocos días y nos fustigamos por haber perdido la ocasión de nuestra vida, porque no sabemos cuándo volveremos a tener otra ocasión igual.

¿Y cuál es la manera de proceder para conseguir el amor?  El tener confianza en uno mismo es un buen comienzo.  Muchas personas tiran su imagen por los suelos ante un reto semejante, evitando pasar a la acción: soy de estatura baja, tengo algunos kilos de más, tengo poco pelo…  Lo curioso es que nadie les ha dicho que la otra persona no esté buscando alguien con esas características o cualidades luego ¿qué hace que se lo digan a si mismos? Tal vez la falta de autoestima.

Para comenzar a elevar nuestra autoestima podemos comenzar por preguntarnos: ¿cuáles son mis cualidades?  De esas cualidades ¿cuáles son las que más gustan entre el sexo opuesto?  Cuando he pedido a alguien para salir ¿siempre me ha dado una respuesta negativa?  En aquellos casos en los que la respuesta fue positiva y comencé una relación ¿qué hice para que su respuesta fuera afirmativa?

Para pasar a la acción, y no dejar pasar esta oportunidad, nos pueden ayudar  preguntas del tipo:  ¿Cómo me sentiré si no salgo con esa persona?  ¿Y cómo me sentiré si consigo salir con ella? ¿Cómo mejorará mi vida actual con esta persona?

En cualquier caso la última escena del cortometraje nos puede ayudar a visualizar nuestro objetivo de forma más fácil, nos puede ayudar a ver lo que queremos conseguir, ese lugar al que quiero llegar: el corazón de la otra persona.

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Busco pareja

miércoles, 3 septiembre, 2008

Esta mañana escuchaba en las noticias que los últimos datos estadísticos muestran que tres de cada cuatro matrimonios terminan en divorcio.

¿Qué hace que un ser humano, sociable por naturaleza, quiera vivir en solitario? ¿Qué hace que algo que antes era «para toda la vida«, ahora tenga «fecha de caducidad«?  ¿Tanto ha cambiado la sociedad?  ¿Tanto nos hemos independizado económicamente del otro sexo que ahora no aguantamos ni la más mínima tontería de nuestra pareja?  ¿O es que nos juntamos con alguien para no estar solos, para pagar el alquiler o la hipoteca y no tenemos en cuenta lo realmente importante en una relación de pareja?

Pero claro, ¿qué es lo importante en una relación?  Algunos podrán decir que «lo importante es el amor«, otros que «lo importante es su aspecto físico«, y los menos -espero- que «lo importante es su posición económica«. Pero independientemente de la respuesta dada ¿existe alguna herramienta que nos permita salir a la calle dentro de unos minutos sabiendo con certeza lo que buscamos?  ¡Si, existe!

Busca un papel y un lápiz (por si tienes que borrar algo).  En la parte superior de la hoja escribe: VALORES QUE PIDO.  Ahora haz dos columnas, una con el título ME ALEJAN, y la otra con ME ACERCAN.  Identifica diez valores que pides a la otra persona y que te pueden acercar o alejar de ella (por ejemplo: afecto, compromiso, dedicación, familia, liderazgo… 10 por columna).  Dales un valor del 1-5 (1: no me acerca/aleja mucho; 5: me acerca /aleja mucho). Una vez realizado el ejercicio tendrás una imagen más clara de lo que buscas en esa persona con la que quieres compartir tu vida.

Como en toda relación existen dos personas, ahora podrías hacer lo mismo contigo, es decir ¿qué valores ofreces?  ¿Cuáles te pueden acercar a la persona que buscas y cuáles harán que ésta se aleje de ti?  El título sería VALORES QUE OFREZCO.  Las columnas: LE ALEJAN y LE ACERCAN.  Identifica 10 valores por columna.  Dales un valor, al igual que hemos hecho anteriormente.  Y el resultado… interesante ¿verdad?

Si actualmente estas viviendo una relación de pareja, esto no debería impedirte que hagas el ejercicio, aunque sólo sea… ¿por curiosidad?

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