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La huida de María

sábado, 19 mayo, 2018

María miró las marcas que había ido haciendo en la pared.  Las contó.  Veinticinco.  Llevaba veinticinco días en aquel cuarto.  Veinticinco días que, sumados a los setenta y cinco que llevaba acumulados en otras estancias sumaban cien.

Cien días desde que había visto por última vez a su amado.  Cien días de sufrimiento bajo el yugo de su malvada hermana.  Cien días en los que se había sentido derrotada y sin fuerzas para luchar por lo que ella quería: tener una vida con su amado.  Un hombre del que no sabía nada desde que le dio aquel beso y salió por la ventana en busca de ayuda ¿Qué sería de él?  ¿Dónde estaría?  ¿La seguiría buscando?  ¿La seguiría queriendo?

María estaba cansada de su hermana.  Estaba cansada de vivir como lo estaba haciendo, encerrada entre aquellas cuatro paredes y a expensas de los caprichos de su hermana.  Sí, era cierto que vivir con ella podía ser bueno.  Por un lado, se sentía protegida, nada malo le podía pasar.  Allí estaba su hermana para protegerla si alguien la intentaba hacer daño, pero ¿cómo iban a hacerle daño si nadie sabía que existía, si nadie sabía que estaba allí?  Por otro lado, no le faltaba de nada, tenía todo lo que quería, comida, habitación, entretenimiento… ¿Pero realmente tenía TODO lo que quería?  ¿Dónde estaba su felicidad?  ¿Dónde estaba el sentirse amada?  ¿O es que se había dado por vencida  y se conformaba con lo que tenía, porque era la opción más segura?

Cien días, sí.  Cien días en los que había tenido tiempo para recapacitar.  Cien días en los que había ido cogiendo fuerzas.  Fuerzas para salir de aquella falsa seguridad que le daba su hermana.  Cien días en los que había conseguido tomar una decisión: salir de aquella cárcel en la que vivía encerrada y arriesgarse a vivir la vida, aunque le saliera mal.  ¡Ya estaba harta de ser la víctima de aquella situación insostenible!  Así que éste era el día de su huida.

María no hizo nada diferente a lo que hacía habitualmente para no levantar sospechas.  Se levantó por la mañana.  Se duchó.  Se vistió.  Desayunó.  Y arregló la habitación para que no estuviera desordenada.  Nada diferente a otros días.  Sin embargo, en esta ocasión, María estaba pendiente de los movimientos que hacía su hermana.  Quería saber en todo momento qué es lo que estaba haciendo para saber cuándo se iba de casa para comenzar su huida.

Por fin Mónica terminó de hacer todas sus labores matinales.  Subió a la habitación donde estaba María.  Le dejó una jarrita de agua y se despidió, no sin antes asegurarse de que todas las ventanas y puertas estuvieran bien cerradas para que no pudiera escapar.  María, por su parte, también se despidió de ella como si de un día más se tratara.

María escuchó como se cerraba la puerta principal de la casa, cómo la cerradura daba sus dos vueltas para dejar bien cerrada la puerta; y cómo arrancaba el motor del coche y salía por el camino que llevaba a la carretera.  Había llegado el momento de escapar.

María sacó de entre las páginas de un libro que tenía sobre la mesilla unas láminas de aluminio.  Fue al baño, cogió la lima y el cortaúñas, y se acercó a la ventana.  Dio un par de vueltas a la hoja de aluminio para hacerla un poco más gruesa y la puso entre los imanes que tenía la ventana para evitar que la alarma saltara al abrir.  Cogió el cortaúñas y sacó una pequeña lima de acero que tenía y que utilizaría para hacer saltar el pestillo.  Pero antes tenía que limar un poco la madera para que la lima cupiera.  Se puso manos a la obra.  No había que perder un minuto.

Los minutos pasaron y por fin se escuchó un “clic” que confirmaba que el pestillo de la ventana se había soltado.  Agarró con sus dos manos la ventana y la empujó hacia arriba con todas sus fuerzas.  ¡La ventana estaba abierta y no había sonado la alarma!  ¡Era libre!

Rápidamente sacó una pierna por la ventana.  Luego su cuerpo.  Y por último la otra pierna.  Se dio la vuelta y cerró la ventana otra vez, para que su hermana no sospechara nada.  Antes de ponerse a caminar por aquel tejado, miró a su alrededor, no sólo para ver cuál era la mejor ruta de escape, sino también para comprobar que su hermana no estaba en los alrededores.

Al bajar del tejado y pisar el césped por primera vez no pudo hacer menos que agacharse a olerlo.  Siempre le había gustado el olor a césped recién cortado.  Pero no podía perder tiempo, debía ponerse en camino para evitar a su hermana y llegar lo antes posible donde su amado.

Miró a su alrededor.  No se situaba del todo.  Comenzó a andar en busca de alguna persona que pudiera darle indicaciones, pero no fue antes de un par de minutos divagando por aquella zona de la ciudad que encontró a alguien que la pudiera guiar.  Aquella persona, un hombre de cierta edad, le comentó dónde se encontraba y cómo llegar a su destino; aunque tenía una tirada de casi dos horas andando.  María se puso en marcha, no tenía tiempo que perder.

Los minutos pasaron y los edificios pasaron de serle totalmente indiferentes a serle algo más familiares.  En algún momento de su vida había paseado por aquellas calles y, aunque todavía estaba lejos de la casa de su amado, su corazón comenzaba a palpitar de manera diferente.  Cada calle que cruzaba hacía que su corazón se alegrara.  Cada metro que recorría hacía que su cerebro se alegrara y lanzara todo tipo de hormonas a su torrente sanguíneo.  Estaba claro que no sabía lo que el futuro le deparaba, pero estaba alegre; contenta de haberse arriesgado, feliz de haber roto sus cadenas.

El sol comenzaba a ponerse entre las casas de aquella urbanización cuando María llegó al número seis de aquella calle.  Esa era la casa.  Esa era la vivienda donde residía su amado.  Su respiración se agitó.  Su corazón se aceleró.  ¿Estaría él en casa?  ¿La estaría esperando?  ¿La aceptaría de nuevo en su vida después de tanto tiempo?  Todas estas preguntas sin respuesta hacían que se pusiera aún más nerviosa, pero era un nerviosismo de alegría, de felicidad.

María miró a ambos lados antes de cruzar la calle y comenzar a andar por el caminito que llevaba a la entrada de la casa.  Según se acercaba pudo observar que la puerta estaba entreabierta, como si su amado estuviera esperando a alguien, como si la estuviera esperando a ella, como si no tuviera que llamar para poder entrar porque la estaba esperando.  Su corazón se alegró y siguió andando hacia la puerta, esta vez un poco más deprisa, llena de gozo y felicidad.

De pronto, a sus espaldas, escuchó un chirriar de ruedas, un portazo de una puerta de coche y alguien que gritaba su nombre “¡María, vuelve aquí!”  Su hermana la había encontrado y comenzaba a correr para alcanzarla y llevarla de vuelta a su celda.  María comenzó a correr hacia la puerta de la casa que seguía entreabierta.  ¿Tendría fuerzas para llegar hasta la puerta y salvarse o la alcanzaría su hermana antes de llegar a aquella puerta?

Son muchas las ocasiones en las que posponemos decisiones para no hacer algo que sabemos nos puede doler, aunque sea beneficioso para nuestra vida.  También es cierto que hay personas que necesitan tiempo para identificar qué es lo que les pasa, tiempo para analizar y coger fuerzas para dar solución a sus problemas.  Un tiempo necesario para salir de ese papel de víctima y hacerse responsable de sus acciones, para tomar las riendas de su vida; aunque esto sea una incertidumbre, aunque esto sea un riesgo.  Un riesgo que les puede llenar de felicidad al final del día.

Sin embargo, no es menos cierto que esos fantasmas de los que intentamos escapar están siempre al acecho para llevarnos de vuelta a ese mundo de tinieblas.  A ese mundo en el que vivíamos cómodamente engañados, y debemos correr si queremos salvarnos.  Escapar de ellos para que no nos alcancen y podamos ser, de una vez por todas, felices, amados, plenos.

Aunque tampoco es menos cierto que, en ocasiones, el vivir en ese mundo que nos hemos creado puede ser algo «bueno» para nosotros.  Algo que nos aporta una falsa seguridad y un gozo (porque dominamos la situación) que no queremos perder, por lo que el cambio, en este caso, no se produce, y nos volvemos a adentrar en ese mundo, que para otros, puede ser oscuro y tenebroso.  Pero a nosotros nos gusta esa oscuridad donde nadie puede ver realmente cómo somos, sintiéndonos seguros de que no nos van a hacer daño.

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La estrella fugaz

sábado, 25 noviembre, 2017

Andrés era un apasionado del cosmos.  Cada noche se quedaba mirando fijamente al firmamento, intentando percibir los cambios que habían ocurrido en las últimas veinticuatro horas, buscando esas pequeñas diferencias inapreciables para el ojo poco entrenado.

Una noche de verano, Andrés había subido a una colina cercana a su casa para evitar en la medida de lo posible la contaminación lumínica provocada por las luces de la pequeña ciudad donde residía.  Después de unas cuantas horas sentado pacientemente en la colina observó que un cometa surcaba los cielos, dejando tras de sí una cola que lo hacía visible a sus ojos.  Rápidamente cogió el telescopio y lo alineó en la dirección del cometa.  ¡Qué maravilla!  ¿Qué majestuosidad!  Aquel cometa era lo más bonito que había visto en su vida.

De repente, vio cómo aquel cometa cambiaba su trayectoria y venía hacia él.  Dejó de mirar por el telescopio y miró hacia aquella bola de fuego anaranjado que venía hacia él a toda velocidad.  ¿Sería aquello el fin de su existencia?  Corrió a refugiarse detrás de unas piedras para evitar la explosión que aquel meteorito produciría allá donde impactara.

Escondido detrás de aquellas rocas contaba los segundos hasta el impacto.  Aunque después de varios minutos, aquel meteorito parecía no llegar a impactar.  Con algo de miedo y recelo, levanto la mirada por encima de la roca que protegía su cuerpo.  ¡El meteorito había desaparecido del firmamento!  ¿Cómo era aquello posible?  ¡Si venía directo hacia él!

Una extraña luz proveniente de detrás de un matorral hizo que girara la cabeza.  ¿Qué era aquella luz?  ¿Sería un pequeño resto del meteorito?  Sin pensárselo dos veces saltó por encima de aquella roca y se dirigió hacia aquel arbusto para ver qué se escondía detrás de él.

según se acercaba, la luz se hizo algo más intensa, para luego apagarse gradualmente.  Corríó para llegar antes de que se desvaneciera aquella luz celestial y… ¡allí estaba ella!  Una mujer que irradiaba belleza por todas partes, una mujer que lo miró y le sonrió, como si le conociera de toda la vida.  La luz se apagó y ella se acercó hacia él.  Hola Andrés – dijo ella – ¿me estabas esperando?

Andrés no podía dar crédito a lo que estaba sucediendo en ese momento.   Miró a diestro y siniestro, en busca de algún equipo de televisión que le estuviera gastando una broma.  Pero nada, estaba solo, junto a aquella mujer que lo miraba fijamente al tiempo que sonreía.  Sin más preámbulos, la mujer comenzó a hablar con Andrés, como si lo conociera de toda la vida.  Andrés, ya pasado el susto inicial, respondía de manera natural y espontánea a las preguntas que aquella mujer hacía.

Pasaron las horas, y la conversación se hizo más fluida.  Ya no sólo preguntaba ella, sino que Andrés también se atrevía a hacer alguna que otra pregunta para satisfacer su curiosidad.  Andrés veía en aquella mujer su alma gemela.  La quería llevar a su casa y vivir con ella el resto de sus días, pero las primeras luces del día comenzaron a hacerse paso entre la oscuridad y, como quien no quiere la cosa, aquella mujer dió un salto y se estremeció mientras le agarraba fuertemente del brazo.  ¿Qué le ocurría?  ¿Por qué ese repentino salto?

Aquella radiante mujer palideció mientras comenzó a contarle lo que le iba a ocurrir en unos minutos, cuando el sol saliera por encima de los montes que tenían a su izquierda.  Ella le dijo que los dioses que la habían transformado en humana le dieron de plazo hasta el alba, momento en el que volvería a convertirse en estrella y volvería al firmamento junto con el resto de sus hermanas.

Andrés no podía creer lo que estaba escuchando.  ¿Aquella mujer con la que había compartido toda la noche iba a desaparecer de nuevo?  ¡Con lo que había disfrutado de su compañía!  ¿Cuándo volvería a verla de nuevo?  ¿Se iría para no volver?  Demasiadas preguntas sin respuesta y muy poco tiempo antes de que saliera por completo el sol y ella desapareciese.

Mientras Andrés se afanaba en responder las preguntas que pasaban por su cabeza, aquella mujer, que poco a poco se iba desvaneciendo a medida que los rayos de sol se hacían más intensos, se acercó a él y, suavemente, le besó.  Andrés dejó de pensar y se dio cuenta de que aquel sería el último beso que le daría a aquella mujer, por lo que intentó retener aquel momento en su memoria.

Desde aquel día, Andrés sube todas las noches a aquella colina para ver desde allí el firmamento, con la ilusión de que algún día, aquella estrella que una vez pasó por su vida, vuelva a aparecer.

Durante nuestra vida podemos encontrarnos personas que pueden llegar a ser la pareja que necesitamos en ese momento.  Pero lo que parece que puede ser para siempre, puede ser una mera ilusión pasajera que se desvanecerá entre nuestras manos.  Por ello, porque la vida es pasajera, debemos aprovechar cualquier momento que tengamos de felicidad, de gozar con los eventos grandes y con los pequeños, porque la vida es un lujo y las personas que llegan a nosotros, también; ya que nos aportan nuevas perspectivas y nos pueden hacer salir de nuestra zona de confort para crecer.

De igual manera, si vemos que esa persona se está desvaneciendo de nuestras vidas, puede ser importante hablar con algún profesional que nos pueda ayudar a minimizar esa degradación y recuperar de nuevo a esa persona que queremos.  Aunque no siempre tiene que ser así, y de ahí la importancia de quedarse con esos buenos momentos, pero sin quedarnos enganchados en lo que pudo ser sino con la esperanza de que otra estrella fugaz podrá surcar nuestros cielos en cualquier momento.

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El último tren

viernes, 23 noviembre, 2012

Faltaban pocos minutos para que el tren nocturno partiera de aquella estación.  Mientras el maquinista arrancaba de nuevo los motores, y el guardagujas terminaba de revisar su listado de tareas antes de la partida, una hermosa mujer de cabello oscuro y ojos claros caminaba por el andén hacia su vagón con un libro en una mano y su pequeña maleta de viaje en la otra.

Cuando el reloj marcaba las 11 horas y 59 minutos aquella belleza ibérica puso un pie sobre la escalerilla de su vagón.  Antes de impulsarse hacia arriba echó una mirada atrás, como intentando traer a su mente algún recuerdo melancólico de su estancia en aquella ciudad que apenas duró unas pocas horas.  Esbozó una sonrisa y se impulsó dentro del vagón.

Mientras caminaba por el estrecho pasillo del vagón escuchó de fondo el silbato del guardagujas advirtiendo de la inminente partida de aquel tren de media noche.  Los motores diésel de aquella vieja locomotora rugieron de nuevo a máxima potencia, tirando de toda su carga bruscamente.  Aquel repentino golpe hizo que aquella bella mujer perdiera el equilibrio y el libro que sujetaba con una de sus manos cayera al suelo.

Al recobrar el equilibrio suspiró con cierto malestar y se agachó a por su lectura.  Pero justo antes de poder alcanzar Las Cincuenta Sombras de Grey que yacían sobre el suelo, otra mano se adelantaba a cerrar la cubierta del libro y entregárselo a medio camino.

Ante la sorpresa inicial, aquella mujer no pudo más que levantar su mirada para ver quién era la gentil persona que se había agachado a por su libro.  Un hombre de ojos verdes y melena alborotada la sonreía y miraba fijamente a los ojos mientras sujetaba la obra con una mano y con la otra se agarraba a la pared para no perder el equilibrio con el traqueteo inicial del tren.

La sangre fluyó a las mejillas de aquella belleza íbera, mostrando inconscientemente todo el rubor que aquel desconocido había provocado en ella.  En un intento por romper aquel incómodo instante, aquella mujer logró sacar de su garganta un suave y tímido: “¡Gracias!”, mientras extendía su mano para alcanzar el libro.

El cambio de vía en aquel preciso instante hizo que toda ella se zarandeara, haciendo que su mano rozara suavemente la de aquel galán.  Un flujo eléctrico recorrió todo su cuerpo.  Su vello se erizó, sus pupilas se dilataron, sus ojos se abrieron denotando sorpresa y su respiración se entrecortó.  De un salto, aquella mujer que apenas rondaba los treinta años, se puso en pie, y con el libro en la mano se giró y prosiguió su camino con la cabeza baja y las mejillas sonrojadas.

Al llegar a la puerta de su compartimiento se giró para despedir con una sutil sonrisa y una pícara mirada a aquel caballero de elegante porte que caminaba pasillo abajo y que parecía no haberse percatado de su existencia.  Una vez dentro de su camarote se sentó en la butaca, la cual se convertiría en cama en breve, y recordó aquellos ojos verdes y aquella melena que graciosamente los tapaba.

Mientras tanto, aquel desconocido había llegado a su butaca con un solo pensamiento en la mente: volver a ver a aquella mujer.  Lo más curioso de todo era que, aquel hombre, que ya peinaba canas, sentía una sensación que hacía años que no sentía.  Su corazón se aceleraba involuntariamente al pensar en aquella mujer con la que se había topado hacía escasos momentos.  De hecho, parecía como si éste músculo quisiera salir de su pecho y correr hacia el camarote de la mujer que había rozado su mano de forma casual.  Sentía cómo todo su ser se alegraba de aquel encuentro fortuito por alguna extraña razón.

Los minutos pasaron, y aquella sensación de júbilo y nerviosismo seguía presente en él.  ¿Cómo podría tranquilizar su corazón y su mente?  Tal vez el darse un paseo por lo vagones lo ayudaría a relajarse.  Así que, dicho y hecho, apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se levantó de aquella butaca.  Miró a uno y otro lado del vagón y comenzó a caminar por el tren con la ilusión de encontrar a aquella mujer de nuevo.

Al llegar al vagón donde ambos se habían encontrado al iniciar su viaje, se paró.  Su mirada comenzó a buscar, inconscientemente, a aquella mujer de larga melena; pero el vagón estaba vacío.  Su corazón se apenó.  Se giró hacia la ventana y se quedó mirando por ella hacia los árboles que pasaban furtivamente delante de sus ojos.

De pronto, al fondo del vagón, se escuchó el ruido de una puerta que se abría.  Su corazón se aceleró.  Giró la cabeza.  Sus ojos se abrieron un poco más y sus pupilas se dilataron en un intento por captar toda la luz y no perder detalle alguno de la acción que transcurría unos metros más allá.  Su cara esbozó una sutil sonrisa y dio un paso hacia delante, como si una energía invisible le atrajese hacia aquel ruido.  Pero de aquella cabina donde se produjo el ruido no salió la mujer que él deseaba, sino el revisor del tren con unas mantas en su mano.  ¡Su gozo en un pozo!  Suspiró y se giró de nuevo hacia la ventana mientras el revisor llamaba a la siguiente puerta.

¿Dónde estaría aquella mujer?  ¿Volvería a verla de nuevo algún día?  ¿Podría intercambiar unas palabras con ella?  Mientras se hacía estas preguntas las luces del pasillo bajaron de intensidad y del compartimiento donde hacía escasos segundos había entrado el revisor, salía una persona que, al igual que él, se puso frente a aquella ventana para ver la campiña, las estrellas y la luna que todo lo iluminaba en aquel instante.  Él giró su vista hacia el lugar donde el taconeo se había silenciado y la vio.  Allí estaba ella, aún más bella si cabe por el reflejo de los rayos de la luna sobre su larga melena.  Enderezó su cuerpo, mientras ella, con cara de sorpresa, intentaba no ruborizarse de nuevo.  Sus cuerpos se alinearon el uno frente al otro y, tal y como dicta la teoría newtoniana, se atrajeron el uno hacia el otro.  Paso a paso aquellas dos sombras comenzaron a acercarse.  Poco a poco, sin prisas, hasta llegar a una distancia de poco más de medio metro entre sus cuerpos.

A partir de ese momento pareció haber una conexión entre aquellas dos almas.  Durante las siguientes horas estuvieron hablando de esto, de aquello, y de lo de más allá.  Parecía como si se conocieran de toda la vida, ya que podían hablar de casi cualquier tema.  Las conversaciones se entrelazaban aunque no tuvieran relación la una con la otra en un primer instante.  Por la ventana del vagón cafetería comenzaron a entrar los primeros rayos de sol.  El tiempo había pasado tan deprisa que ninguno de aquellos locuaces seres de la noche se había dado cuenta de que estaba amaneciendo.  Ambos se levantaron de aquellos asientos y, dejando tras de sí varias tazas de café sobre la mesa, cambiaron de vagón.

Al llegar al camarote de donde ella había salido horas antes, ésta agarró el pomo de la puerta y lo giró suavemente.  Antes de abrir completamente la puerta se dio la vuelta y se quedó mirando a su acompañante.  Aquel galán nocturno miró aquellos ojos azules durante apenas un segundo y su corazón no pudo más que revolucionarse de nuevo.  Respiró profundamente y miró aquellos tersos labios rojos y, sin explicación aparente, surgió un deseo incontrolable de besarlos. Lentamente acercó su rostro al de ella y, de pronto, sintió cómo todo su cuerpo era agitado.  ¡Señor, señor, ya hemos llegado a su destino!  Abrió los ojos y vio al revisor zarandeándolo.  Le dio las gracias y se incorporó en su butaca.  Mientras se acicalaba y peinaba la melena se abrió la puerta de su vagón, por donde entró aquella mujer a la que había recogido el libro y con la que había soñado.

Las oportunidades se nos suelen presentar una vez en la vida.  El saber aprovechar esa oportunidad depende exclusivamente de nosotros, de saber gestionar nuestros miedos.  Por tanto, si consideramos que nos debemos arriesgar y dar el paso, seamos valientes, demos los pasos necesarios para alcanzar ese objetivo y, aunque el desenlace no depende sólo de nosotros, la experiencia nos podrá aportar alegrías o conocimiento adicional para mejorar y desarrollarnos para cuando se presente una oportunidad similar en el futuro.

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El cofre del tesoro

viernes, 24 febrero, 2012

Jack era un pirata algo fuera de lo común. De entrada no tenía barco, ni una tripulación a la que dirigir. Es más, era tan raro que hasta se llevaba bien con las autoridades de la isla. Si bien, claro está, siempre estaba saliendo de las casas y los bares por una ventana que curiosamente daba a un callejón por el que desaparecía como alma que lleva el viento antes de que algún marido, jugador de póquer o antiguo compañero de fatigas ofuscado lo agarrase por el pescuezo para darle una tunda por haberse acostado con su mujer, haberse bebido una botella de güisqui y no pagarla, o haberle robado algunas monedas hacía algún tiempo.

Pues bien, un día que salía por una de estas ventanas de un salto, dejando atrás a quién sabe quien, se topó con un pergamino en el suelo de aquel oscuro callejón. Obviamente las prisas no le permitieron más que guardárselo en el bolsillo interior de la chaqueta y seguir corriendo antes de que algún objeto de los que salía volando por la ventana le diese en su cabeza.

Al llegar a casa, por llamar de alguna forma al garito donde María dejaba que reposara sus huesos, en ocasiones molidos por el cansancio o por alguna paliza; Jack sacó de su bolsillo aquel rollo de papel amarillento y lo desplegó sobre la mesa. Para que se mantuviera abierto puso uno moneda en cada una de las esquinas y acercó la vela para poder ver aquellos dibujos desteñidos por la humedad y el paso del tiempo.

Tras unos minutos intentando averiguar el significado de aquel jeroglífico, al final podía afirmar que se trataba de un mapa de la isla. Y claro, la gran equis en el centro del papel denotaba la ubicación de algún tipo de tesoro. Su curiosidad lo mantuvo desvelado durante unas horas, intentando averiguar qué podría contener aquel tesoro escondido en medio de la isla, qué podría ofrecerle ¿riqueza, lujo, autoridad? Ante tantas preguntas sin respuesta decidió preparar una expedición en busca de ese tesoro.

A primera hora de la mañana, cuando todavía no había cantado el primer gallo y los borrachos que todavía se mantenían en pie seguían cantando a pleno pulmón, Jack salió de su habitación con las botas en una mano y una bolsa con una cantimplora y algo de comer en la otra. Se deslizó por la barandilla de la escalera para no hacer ruido al bajar y salió del edificio cerrando la puerta tras de sí.

A los pocos minutos Jack se encontraba andando por la jungla, donde sólo se podía escuchar el ruido de aquellos animales que le acechaban como posible desayuno y los que salían huyendo por considerarse el desayuno de alguno de los depredadores más madrugadores de aquel entorno salvaje. Los ojos de Jack se iban fijando en todos los detalles de su alrededor, intentando no perder detalle alguno, ya que la pérdida de información le podría llevar por el camino equivocado. Cada cierto tiempo Jack se paraba, miraba el entorno en el que se encontraba, intentaba localizar alguna referencia y se ubicaba en el mapa. Una vez conocida su situación se ponía de nuevo en marcha. Así estuvo durante varias horas, torciendo aquí, girándose allá, cruzando un río o pasando por debajo de una cascada, hasta que por fin llegó a lo que parecía ser el lugar con la gran equis en su mapa.

Aquella cueva, horadada en la ladera de la montaña y cubierta por vegetación de todo tipo, parecía un clásico de los relatos que durante tantos años había escuchado a sus compañeros de fatigas en los bares mientras se tomaban alguna jarra de cerveza. Pero en este caso parecía como si en aquel lugar pudiera haber algo que le estaba esperando. Buscó un palo seco, y con un trozo de tela y un poco de güisqui que casualmente quedaba en la petaca de su bolsillo trasero, se hizo una antorcha. Antes de entrar miró a su alrededor, para confirmar que nadie le había seguido, o tal vez para ver por última vez la luz del día y aquel paisaje tan maravilloso.

Después de unos cientos de metros buscando algún indicio de que en aquel agujero húmedo y oscuro había algo más que telas de araña y algún otro murciélago intentando no ser molestado, Jack vio un cofre. Se acercó a él. Dejó la antorcha entre dos piedras para que iluminara la zona y abrió aquel cofre.

En muchas ocasiones el comienzo de una relación es como un viaje en busca de un tesoro. No sabemos muy bien cuáles son los peligros con los que nos podemos encontrar por el camino, ni el tiempo que nos llevará llegar hasta el preciado tesoro, ni lo que nos encontraremos una vez alcanzado el objetivo, ni siquiera lo que nos podrá ofrecer ese cofre lleno de monedas, pero aún así, en la mayoría de los casos, nuestro afán por saciar nuestra sed de curiosidad, nuestra ansia por conocer a la otra persona un poco más, hace que nos embarquemos en una nueva aventura.

Y sólo nosotros podemos decir si lo que nos hemos encontrado al abrir el cofre es valioso o no, si nos aporta algo o no. En cualquier caso, es posible que la aventura por la que acabamos de pasar nos sirva como experiencia para mejorar aquellas habilidades necesarias para descubrir a otra persona.

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Déjà vu

miércoles, 21 diciembre, 2011

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Giró a la derecha, subió la calle y entró en la boca del metro. Pasó el billete por el torno y bajó las escaleras hasta el andén. Espero unos minutos a la llegada del tren y se subió en el tercer vagón. Al llegar a su parada salió del vagón, subió las escaleras mecánicas hasta la superficie y anduvo durante 100 metros hasta su trabajo.

El día tuvo sus altibajos. Discusiones con algún cliente que se quejaba porque no le había llegado la mercancía a tiempo; altercados con algunos empleados por el exceso de trabajo que tenían que soportar desde hacía unos meses; planificación de las tareas a realizar para la próxima semana; revisión de las propuestas para los nuevos clientes, etc.

Al finalizar su jornada laboral, Fran volvió a montarse en el vagón del tren y que le llevaría hasta la estación de metro más cercana a su casa. Al llegar a su morada se descalzó, se quitó la corbata y la camisa y se tumbó en el sofá a leer un libro mientras esperaba a su amigo Pedro que le recogería minutos más tarde para salir a correr por el parque.

Después de correr unos kilómetros entre árboles, pájaros y alguna que otra ardilla, Fran volvió a su casa para relajarse bajo la ducha, terminada la cual se puso el pijama y se preparó una cena ligera. Al terminar se sentó en la butaca del salón mientras encendía el televisor para ver la película del día. Al concluir la película Fran apagó el televisor y se acostó en su cama para gozar de un sueño reparador.

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. Las noticias que aparecían en primera página eran idénticas a las del día anterior, pero curiosamente el periódico de ayer no estaba por ningún sitio. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Antes de girar a la derecha como hacía todos los días, esta vez se dio media vuelta para echar otra mirada al portero. Las manchas que estaba quitando eran las mismas del día anterior. Subió la calle, y la gente con la que se encontró era la misma con la que se había encontrado veinticuatro horas antes. Bajó al andén y se metió en el tercer vagón. La gente que estaba allí apiñada era la misma que la última vez. Al llegar a su parada salió del vagón y subió por las escaleras mecánicas hasta la superficie. Las personas que subían y bajaban aquellas escaleras eran las mismas que hacía unas horas. Es más, la ropa y peinados que llevaban eran idénticos.

Al llegar a su trabajo se encontró con los mismos problemas que el día anterior y tuvo que realizar las mismas tareas. Las conversaciones, la comida, las llamadas que recibió, todo se repetía. Parecía que nada había cambiado. En su camino de vuelta a casa le ocurrió lo mismo, se encontró con las mismas personas, mantuvo las mismas conversaciones, corrió por los mismos caminos, y charló de los mismos temas con su amigo Pedro. Al llegar a casa y encender la televisión pudo ver de nuevo la misma película que la noche anterior. ¿Qué estaba ocurriendo?

En algunas ocasiones nuestra vida es tan rutinaria que nada parece cambiar. Mantenemos las mismas conversaciones con las mismas personas; hacemos el mismo trabajo día a día y, aunque de vez en cuando hacemos algo que pueda modificar nuestra realidad, esta se mantiene casi inamovible a nuestros ojos.

Para cambiar esta realidad, en ocasiones optamos por alejarnos físicamente de aquellas personas que nos molestan, que nos agobian o que no nos permiten ser felices. Este alejamiento es un primer paso para romper con nuestros enganches. Sin embargo, estos lazos afectivos pueden ser algo más complicados de romper que lo que parece a simple vista. Es por ello que en ocasiones, y aunque parezca que las cosas han podido cambiar, desde la perspectiva del observador nada haya cambiado.

Es entonces cuando hay que dar ese salto e intentar buscar aquellas herramientas que me permitirán alcanzar mis objetivos de felicidad total, para lo cual debo desengancharme de aquellas cosas que me están hundiendo. Esto es algo que inicialmente puede resultar complicado de entender y mucho más de llevar a cabo, pero que al final del día puede tener grandes beneficios para la persona.

El desengancharnos de las cosas que no son buenas para nosotros es fundamental para conseguir nuestra felicidad.

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Muros de piedra

jueves, 24 noviembre, 2011

Ricardo llevaba años trabajando como constructor. Su especialidad eran los muros. Había construido muros de todos los tamaños, desde los más pequeños que separaban fincas colindantes, hasta los más grandes que podían contener millones de litros de agua de lluvia almacenada en un embalse. Tal era su especialización y pasión por levantar muros que en su propio jardín había alzado más de uno.

La primera vez que levantó un muro en su jardín se preguntó “¿Qué tiene de raro que levante un pequeño muro para que no entren en mi propiedad los animales?” Su respuesta fue «Nada«.  Y construyó el muro.  Con el aumento de la inseguridad ciudadana se volvió a preguntar “¿Qué hay de malo si levanto otro muro para protegerme de los saboteadores?”  La respuesta volvió a ser «Nada«.  Así que levantó otro muro.

Con el paso del tiempo, lo que empezó como algo normal y razonable se convirtió en casi una obsesión inconsciente. Su jardín había dejado de tener árboles y flores para tener cantos por todas partes. Los muros que se erigían en aquel jardín eran de todos los tamaños y formas. La entrada a su casa ya no era una entrada de simple acceso, sino que parecía más un laberinto difícilmente franqueable.

Un día estaba mirando su obra desde la ventana de su habitación cuando en la entrada de su casa se paró una mujer. Ricardo la contempló absorto. Aquella mujer no paraba de ir de un lado a otro del muro. Parecía que estuviera contando los metros que tenía la primera pared de piedra. No dejaba de tocar las piedras, como si quisiera saber de qué tipo eran. La curiosidad y belleza de aquella mujer llamó la atención de Ricardo, quien rápidamente bajó a la calle para conocerla personalmente.

Al llegar al jardín se encontró con un gran muro que impedía su paso hacia la entrada donde se encontraba la mujer. Corrió hacia un lado para buscar una salida, pero no la encontró. Se apresuró hacia el otro lado en busca de alguna abertura en el muro que le permitiera salir de aquella prisión que él mismo se había creado en vida, pero nada. Aquellos muros eran infranqueables, por algo los había levantado el mejor constructor de muros del mundo.

En ocasiones las personas construimos muros para protegernos de las amenazas que nos llegan del exterior. Queremos estar a salvo de aquello que ya nos ha hecho daño en el pasado, o que nos han dicho que nos puede hacer daño en un futuro cercano si no tenemos cuidado con ello. Así nos podemos proteger de amigos, familiares, relaciones íntimas o de trabajo, o cualquier otra relación que pueda hacernos sufrir.

Aunque nos protejamos, siempre nos queda la esperanza de encontrar a alguien diferente a la norma que ha hecho que levantemos esos enormes muros. Una persona que con sólo mirarla haga que se tambaleen los cimientos de nuestra obra civil. Y nada más lejos de la realidad.

Los muros que nosotros hemos creado para protegernos no podrán ser derrumbados a menos que nosotros los comencemos a derruir. Y no es sencillo destruir esas obras de ingeniería que tantos años nos ha costado crear, por lo que debemos empezar ahora, poco a poco, a derribarlos. De esta forma, el día que aparezca la persona con la que queramos compartir nuestra vida, no nos quedaremos atrapados dentro de esa prisión a medida que nos hemos construido y podremos seguir con nuestra vida adelante sin perder más oportunidades.

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El jardín privado

martes, 11 octubre, 2011

Allí estábamos todas las personas que habíamos intervenido de una u otra forma en la reforma de aquella casa, desde el arquitecto, pasando por el jefe de obra, hasta el jardinero que había podado los árboles y plantado las gardenias frente al ventanal del salón. Todos mirábamos con orgullo aquel trabajo que nos había llevado algo más de tres meses, tiempo durante el cual habíamos sufrido las inclemencias del tiempo, los retrasos en la entrega de los materiales y todas aquellas penurias que suelen ocurrir cuando alguien lleva a cabo una empresa de estas dimensiones. Pero por fin había llegado el momento de disfrutar de la casa, así que me despedí de todas y cada una de aquellas personas con las que había compartido más de un bocadillo y una botella de vino y cerré la puerta tras de ellos.

Aunque las personas que pasaban por delante de la casa no llegaban a percibir los cambios que se habían llevado a cabo durante los últimos meses, sí es cierto que notaban algo diferente. Algunas personas comentaban al pasar que sería por los tonos otoñales de los árboles del jardín; otros que podría ser la luz de noviembre sobre la casa; y los que pasaban por allí todos los días aseguraban que era la ausencia de personas y camiones entrando y saliendo de la propiedad. Ninguno sabía con certeza qué había pasado, pero todos coincidían en que algo había cambiado.

Los más curiosos del lugar comenzaron a llamar a la puerta para preguntar cómo me iban las cosas y, ya que estaban por ahí, qué es lo que había hecho en la casa durante los últimos meses. A algunas de aquellas personas les contaba por encima las últimas reformas desde la puerta principal señalando con el dedo dónde habíamos hecho qué; a otras las dejaba entrar y las acompañaba por el jardín enseñándolas con detalle las últimas adquisiciones ornamentales; y a unas pocas las invitaba a entrar dentro de la casa para enseñarlas cómo había quedado todo por dentro.

Las personas no somos muy diferentes cuando se trata de mostrarnos a los demás y, al igual que en el caso anterior, hacemos un filtrado con las personas que se acercan a nosotros. De esta forma, no actuamos igual cuando se nos acerca una persona que no conocemos de nada en un bar que cuando lo hace alguien a quien conocemos desde nuestra más tierna infancia.

También es diferente cómo actuamos cuando somos adolescentes a cómo lo hacemos cuando nos acercamos a la cuarentena y seguimos solteros. El tipo de relación en el primer caso es más del tipo “¡entra en mi casa, quiero enseñarte todo lo que tengo!”; mientras que en el segundo puede ser algo más precavida y donde lo único que quiero es dar un paseo con la otra persona por el jardín pero sin que llegue a entrar en mi casa, sin que llegue a conocerme. Tal vez esta reacción sea algo lógico en personas decepcionadas con el amor, pero el caso es que, lo queramos o no, existe en nuestra sociedad.

La pregunta ahora puede ser “Y entonces ¿cómo debemos ser?”. Cada persona actúa de una forma en función del momento. Así unas veces dejaremos entrar a ciertas personas a nuestra casa y, otras, la cerraremos a cal y canto para que no entre nadie. Las diferentes formas de actuar no son ni buenas ni malas, sino formas de actuar. Lo que habría que tener en cuenta es si este comportamiento nos permite alcanzar nuestro objetivo y, tal vez, deberíamos preguntarnos “¿Cómo debería actuar si mi fin último es conseguir la felicidad?

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San Valentín

lunes, 14 febrero, 2011

Un año más el día de los enamorados llama a nuestras puertas y, como en otras ocasiones, podremos celebrarlo con nuestra pareja por todo lo alto para que el mundo entero sepa lo felices que estamos el uno con el otro, o podremos pasarlo discretamente en nuestra casa o con un grupo de amigos porque la cosa no va del todo con nosotros, ya que una vez más, nos encontramos en estas fechas sin pareja.

Aunque la tendencia social de los últimos años apunta a que las personas somos más individualistas y preferimos vivir solas en nuestro apartamento criando nuevas manías difíciles de quitar, los seres humanos somos seres sociables, es decir, que nos gusta el trato y la relación con otras personas.

Es el trato a otras personas lo que en ocasiones nos permite encontrar a una que nos llama la atención, alguien que altera nuestros sentidos y nos hace estremecer. No hace falta que esté muy cerca de nosotros, basta con saber que se encuentra en la otra habitación para que nuestro corazón comience a acelerarse de forma automática.

Cuando hablamos con esta persona no lo hacemos de temas banales, como el tiempo o el tráfico que hay en la ciudad, sino que buscamos aquellos temas que nos permiten indagar de forma sutil sobre el pasado, presente y futuro de nuestro interlocutor. Las preguntas abiertas y la escucha activa son herramientas fundamentales en este momento y la destreza que hayamos adquirido en ellas nos permitirá recabar información de vital importancia para entablar una relación en el futuro.

Tal vez durante los primeros encuentros las personas que nos rodean no sean capaces de afirmar si somos novios o no, pero lo que si pueden percibir es que nuestra forma de andar es diferente, que tenemos más brillo en los ojos, que sonreímos más e incluso que nos tomamos las cosas de manera diferente a como lo hacíamos unos días atrás.

Es posible que la persona que nos atrae tenga unos kilitos de más, que peine alguna cana, que tenga alguna arruga o que su dentadura no sea toda perfecta, pero nos aporta aquello que nosotros necesitamos en este preciso momento de nuestra vida, por lo que no nos importa lo que la gente opine, para nosotros es la perfección, aunque sea imperfecta.

Ese algo más que nuestros conocidos ven en nosotros no es sólo la energía con la que uno se levanta cada mañana, ni el gozo con el que nos enfrentamos a los retos diarios, sino que es un nuevo estilo de vida. Un estilo de vida en el que uno no sólo se siente mejor por la energía adicional que derrocha por cada poro de su piel, sino también porque nos sentimos mejores personas.

Es cierto que algunas mujeres buscan un hombre malo al que poder cambiar para así sentirse queridas, pero no es menos cierto que los hombres buenos también pueden mejorar con una mujer a su lado, y viceversa. Las buenas personas también tienen sus áreas de mejora, aunque tal vez no se vean a priori, pero son áreas que pueden mejorar al compartir su vida con otra persona que saca lo mejor de ellas.

Y tal vez sea esto, el sacar lo mejor de uno mismo lo que buscamos en la otra persona. Esperamos que alguien pueda sacar lo mejor de nosotros mismos, porque es la satisfacción de poder ser mejores lo que nos permite estar un poco más cerca de la autorrealización en esa pirámide que Maslow dibujaba hace algún tiempo.

Pero estemos más arriba o más abajo en esta pirámide, lo que es cierto es que son estas sensaciones las que recordaremos con el tiempo, y es ese flotar en el aire y esas mariposas en el estómago las que nos permiten comenzar una nueva relación cuando concluye otra. De hecho, y aunque es tarea complicada, a un gran número de personas no las importaría mantener este estado de enamoramiento durante toda su vida ¿o es que a ti no te gusta tener mariposas en el estómago, esperar su llamada, u oler su rastro de perfume en tu suéter?

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Busco tu felicidad

jueves, 11 noviembre, 2010

Hace unos días María Teresa Fernández de la Vega tomaba posesión de su cargo como miembro del Consejo del Estado y recalcaba que «el primer objetivo de un gobernante es buscar la felicidad de sus ciudadanos«.  Estas palabras, posiblemente acertadas a nivel político, muestran en cierta medida el talante que las clases dominantes tienen en nuestro país para con sus subordinados: «haz esto, porque yo sé lo que es bueno para ti«.

Cuando todavía somos unos tiernos infantes nuestros padres nos dicen lo que tenemos que hacer porque, desde su punto de vista, buscan lo mejor para nosotros: «cómete las espinacas para ponerte como tu papá«, «tómate el zumo para ser tan alto como tu hermano mayor«.  De hecho no es raro encontrar en los medios de comunicación empresas que utilizan este tipo de comportamientos para vender sus productos.

Según nuestros vástagos van creciendo y tomando consciencia de su identidad, las regañinas comienzan a ser más frecuentes e intensas, hasta llegar a su apogeo durante la adolescencia.  Este es el momento donde se escuchan las famosas frases: «está en la edad del pavo» o, «está en la edad del armario» o, «está en la edad de mandarlos a tomar vientos«.  Y puede que también sea durante esta etapa de nuestra vida, mientras desarrollamos nuestra identidad, que comencemos a buscar la felicidad, aunque no sepamos muy bien por dónde empezar o lo que realmente es ser feliz.

La responsabilidad de nuestros padres no es la de buscar nuestra felicidad, sino la de ayudarnos a encontrarla a través de la educación que nos ofrecen, los valores personales que nos muestran día a día, el manejo de herramientas que nos permitan ser independientes y el descubrimiento de aquellas pequeñas cosas con las que ser felices.

De igual manera, el objetivo de nuestros gobernantes no es el de buscar nuestra felicidad, a menos que con ello lo único que busquen sea manipularnos emocionalmente para que hagamos lo que ellos quieren.  Este miedo a ser más infelices de lo que somos actualmente nos hace realizar aquellas tareas que nos indican aunque no nos agraden.  Este comportamiento sólo demuestra una falta de empowerment que hace que sea más sencillo para ellos mandar que liderar.

De todo esto se puede aprender que cada persona debe buscar su propia felicidad, ya que sólo nosotros sabemos qué es lo que nos hace felices en cada momento, aunque no tengamos muy claro cómo llegar allí.  El hecho de no saber cómo obtener la felicidad no quita para que no sepamos lo que nos hace felices.  Los padres y gobernantes pueden aprender a utilizar las técnicas que utiliza un coach para motivar a sus clientes y así ayudar a sus subordinados a definir sus objetivos y ser felices.

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Imagen distorsionada

domingo, 7 noviembre, 2010

La necesidad de las personas por desarrollar su imagen personal ha hecho que el brand coaching creciera de forma notable en nuestro país durante los últimos años.  La importancia de tener una imagen coherente e intencionada es percibida por las personas que nos rodean como algo positivo, pero debe estar reforzada en todos los aspectos, al tiempo que debe ser congruente hasta el más mínimo detalle.  Esta lógica puede ser la que en algunas ocasiones nos asfixie de tal forma que nos impida conseguir aquello que deseamos, desde ganar más dinero a encontrar una pareja.

Las personas vamos creando nuestra propia imagen desde el momento en el que tenemos uso de razón, bien porque queremos agradar a nuestros padres, bien porque queremos pertenecer a un grupo determinado, o por cualquier otra razón que entendemos puede ser beneficiosa para nosotros.  De esta forma las personas vamos desarrollando una imagen con la que nos sentimos cómodos y a gusto.  Una imagen que nos puede dar una sensación de poder, de protección, de autoestima o de equilibrio.  Una imagen que, al fin y al cabo, muestra al mundo nuestra propia identidad.

Todo parece ir bien hasta el día en el que la persona toma consciencia de que la imagen que se ha creado es una carga de la que debe desprenderse si quiere conseguir los objetivos que se ha marcado a nivel personal o profesional.  Es en esta primera etapa del aprendizaje cuando la persona comienza a cuestionarse, por ejemplo, si el ser perfeccionista la aporta algún valor añadido a su trabajo o tan sólo es un escollo que la impide ser más productiva y la acerca un poco más a ser despedida.  O tal vez se pueda cuestionar si el dar una imagen de persona tímida la aporta algo, como estar protegida de los extraños, o es sólo un obstáculo para conseguir la pareja que busca.

Es la contradicción entre el ser y el querer la que genera desesperación y, al no conseguir lo que quiero, frustración.  Esta lucha de poder se puede mantener eternamente mientras una de las partes sea más fuerte que la otra, mientras la persona no vea la necesidad de un cambio personal que la saque de ese atolladero en el que lleva inmersa durante tanto tiempo y que lo único que consigue es protegerla de ser ella misma, de ser feliz.

Nuestra identidad se muestra a los demás a través de nuestra imagen personal, por eso es tan importante ser coherentes con ella, porque nuestras acciones reflejan nuestra identidad personal.  No somos lo que decimos, sino lo que hacemos.  Y aquí está el gran enfrentamiento personal, en romper los hábitos labrados en piedra con el paso de los años y crear unos nuevos y diferentes que me permitan conseguir aquello que tanto anhelo.

Pero esto que parece tan sencillo inicialmente, cambiar los hábitos de conducta, puede ser algo más complicado de lo que suponíamos inicialmente debido, en gran medida, a que el cambiar un comportamiento lleva consigo el cambio de una creencia y, por ende, el cambio de mi identidad.  Y puesto que somos personas sabias, nuestro yo interno nos autosabotea de forma sutil para evitar exponernos al peligro que acecha en el exterior.

Puede parecer mentira, pero las personas pueden cambiar sus comportamientos, así como identificar al autosaboteador que llevan dentro.  Todo esto, unido a la identificación de objetivos personales y un plan de acción a la medida permitirá a la persona conseguir aquello que desea y ser una persona nueva, diferente a otras, más alegre y más feliz al conseguir una identidad más coherente con lo que ella quería ser.

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