El príncipe aburrido

23 enero, 2012 por mycoach

Ana era una chica moderna.  Tenía un trabajo que la permitía pagar la hipoteca de su apartamento de sesenta metros cuadrados, su pequeño coche y algún que otro viaje durante las vacaciones con sus amigas del colegio.  Era una mujer económicamente independiente.  Como casi todas las chicas de su edad, Ana no tenía una pareja estable.  Según ella todavía era demasiado joven para juntarse con un hombre por el mero hecho de “estar con alguien”.  Era de las que pensaba que era mejor estar sola que mal acompañada, por lo que había optado por la primera opción.  Además, su físico y su inteligencia la permitían poder mantener relaciones cuando ella quisiera.

Las personas que conocían a Ana aseguraban que la razón por la que Ana seguía sola no era otra que el no haber encontrado al hombre perfecto.  Todos sus amigos afirmaban que estaba buscando a su príncipe azul, y ella, obviamente, lo negaba rotundamente.  Sin embargo, en alguna que otra ocasión, se la había escuchado decir que a ella le gustaban los hombres altos.  De un metro ochenta en adelante.  Fuertes, pero no tanto que sus músculos impidiesen el riego cerebral.  Con ojos claros y pelo ondulado.  Con una sonrisa que tus piernas temblaran al verla.  Y con una voz masculina que tu alma se estremeciera al escucharla.  Sus amigos comentaban que si esto no era un hombre perfecto, le faltaba poco.

Un día, mientras comía una ensalada en la escasa hora que tenía para almorzar, un chico se acercó a ella y con voz profunda le preguntó por la ensalada que estaba tomando.  Ella levantó la mirada y vio a un chico de unos treinta y cinco años sonriéndola.  Al principio titubeó un poco.  No se lo podía creer, era el chico que durante tantos meses había admirado en secreto desde aquella misma mesa del restaurante.  Ana le dijo que era la ensalada de tres lechugas, la que venía con escarola y salsa italiana.  El chico la dio las gracias y, antes de irse, la dijo: “Por cierto, soy Jorge ¿quieres que tomemos algo esta tarde después de salir del trabajo?”.  La respuesta estaba clara.

Esa misma tarde se volvieron a ver.  Jorge y Ana dieron un paseo por el parque, se tomaron una cerveza en una de las terrazas del viejo bulevar, y charlaron de esto y de lo de más allá.  Al final de la tarde Jorge escoltó a Ana a su casa.  Allí, al pie de la puerta, Jorge se despidió de ella con un beso en los labios.  Ana abrió la puerta y entró en su casa, mientras Jorge bajaba las escaleras para seguir su camino calle abajo.

Una vez en su casa Ana recordó en su cabeza todo lo que habían hecho Jorge y ella durante aquella tarde, lo que habían comido, de lo que habían hablado, etc.  Jorge era su caballero andante, lo que había buscado durante tanto tiempo.  Sin embargo, a Jorge le faltaba algo, chispa.  Si, si, el beso no había estado mal, y fue toda una sorpresa, pero aún así la tarde había sido un tanto aburrida.  Ella quería más, quería a alguien que la despertara de su letargo invernal, a alguien con   quien poder echar unas risas y con quien disfrutar de la vida.  Jorge era sólo un bonito envoltorio sin apenas contenido.  Con Jorge se había aburrido.  Era un príncipe aburrido.

Las personas buscamos un prototipo de hombre o mujer con el que compartir nuestras vidas.  Este prototipo de persona puede estar basado en unos cánones físicos determinados, por lo que en ocasiones buscamos más un paquete bonito que un contenido que cubra las necesidades que tenemos.  Y así, al final del día, nos sentimos decepcionados con nuestra elección.

Los valores personales son algo a tener presente cuando decidimos iniciar una relación con otra persona.  Las personas buscamos unos valores en nuestra pareja, al igual que podemos ofrecer otros que ella no tiene.  Las personas con las que nos relacionamos nos aportan cosas, aunque inicialmente no las veamos.  Y son estas cosas las que en muchas ocasiones hacen que nos enamoremos de la persona, y no sólo de su apariencia física.

Al igual que Blancanieves, algunas personas estamos inmersas en un sueño del que queremos que nos despierten, pero que lo haga un príncipe divertido, con un poco de chispa y sangre en las venas.

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El vendedor más grande

16 enero, 2012 por mycoach

Alex era un gran agente comercial. Aún metido de lleno en una crisis económica, Alex había conseguido alcanzar los objetivos comerciales marcados por la empresa. Y no sólo los había alcanzado, sino que los había superado en varios puntos. Este hecho agradó sobremanera a sus superiores, quienes durante el último año habían seguido muy de cerca su desarrollo dentro de la empresa.

Alex no sólo era un gran agente comercial por haber superado la marca impuesta por la empresa hacía doce meses, sino porque además tenía unas cualidades dignas de un buen profesional de su sector. Era el primero en introducir cualquier producto nuevo en su cartera y ofrecérselo a sus clientes. Tenía un trato cordial y afable con sus clientes, lo cual le permitía generar confianza rápidamente con ellos. En definitiva, sus clientes lo adoraban.

Un día Alex se topó con un cliente que a priori no quería nada con él. Alex, como buen comercial, no se derrumbó, sino que investigó qué podía querer aquel cliente. Durante semanas lo estuvo persiguiendo para averiguar sus necesidades, sus intereses, sus gustos. El detalle más ínfimo durante una conversación cruzada podía ser una buena pista para averiguar algo más sobre esa persona y cómo poder acercarse un poco más a ella. Su propósito final, cerrar una venta.

Mientras tanto Alex seguía con su trabajo normal. Seguía viajando por todo el país visitando puntualmente a sus clientes más fieles para mostrarles los nuevos productos. Los ponía sobre la mesa y los desmontaba con tremenda facilidad, al tiempo que iba explicando cada pieza que dejaba sobre la mesa. Una vez montado el aparato de nuevo, le buscaba alguna utilidad práctica para la empresa en cuestión y, en menos de dos horas y media, ya tenía un nuevo pedido sobre la mesa de Compras. El recibir pedidos de sus clientes estaba muy bien, pero Alex seguía con los ojos puestos en el nuevo cliente que apenas le había hecho caso.

Después de varios meses persiguiendo a ese cliente tan complicado, éste le llamó a Alex para concertar una reunión. Alex aceptó de inmediato. Su alegría era tal que si no llega a ser porque iba conduciendo su coche de empresa, hubiera invitado a toda la oficina a una cerveza en aquel preciso instante.

A los pocos días Alex se acercó a hablar con el Director de Compras de aquella empresa. Alex le estuvo enseñando al Director, a su ayudante y a un par de personas que no sabía muy bien de dónde procedían, los últimos artículos que su empresa había fabricado y que a ellos les podrían venir muy bien para mejorar la productividad de sus fábricas. Después de tres horas de reunión, el Directo se levantó de la silla y aceptó lanzar un pedido con Alex. Para empezar el pedido sería de mil euros.

Aunque el pedido era diez veces inferior al pedido más pequeño que cualquiera de sus otros clientes podía hacer, Alex se sentía feliz. Había conseguido, después de tanto trabajo, vender algo a esta empresa.

Algunos individuos ponen demasiado énfasis en perseguir a personas que les dan largas, que les dicen que no una y otra vez, hasta que al final deciden comprarles algo o incluso salir con ellos a tomar un café. Parece que cuanto más complicado sea el reto mayor satisfacción personal saca la persona de ese encuentro o compra, por corta que sea una y ridícula que sea la otra.

Sin embargo, cuando una persona tiene confianza en nosotros para comprarnos sin tener que perseguirla, o nos llama para quedar a tomar algo, a esta persona la tratamos de forma diferente a la anterior. A esta persona no la tenemos que ganar, por lo que no tenemos que esforzarnos para gustarla, para que nos quiera. Incluso a veces podemos percibirla como agobiante y que nos podía dar un poco de espacio. El que esta persona nos compre o nos invite a tomar algo no supone ninguna satisfacción para nosotros.

A algunas personas les gusta el reto, el conseguir lo que parece imposible, sin tener presente que el tiempo que han invertido en esa persona no tiene el retorno económico o emocional que puede suponer otra persona con la que ya tiene una colaboración y confianza desde hace largo tiempo. Aún así siguen enganchados en esa necesidad de conseguir algo que no tiene futuro.

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El espejo mágico

23 diciembre, 2011 por mycoach

María estaba cenando cuando escuchó un ruido en su habitación. Dejó sobre la mesa los cubiertos y la servilleta y se levantó de su silla. Con sigilo y cierta cautela se acercó a su habitación, desde donde seguían saliendo ruidos extraños. Al llegar a la puerta de su dormitorio se paró y se quedó escuchando durante unos segundos antes de empujar la puerta con su mano para abrirla.

Bajo la tenue luz de la noche María pudo ver cómo las cortinas se movían por el efecto del viento entrando por la ventana. En el suelo había una vasija rota y un marco de fotos. Al seguir buscando indicios de lo que había ocurrido observó una figura en la esquina opuesta a donde ella se encontraba. María dio un salto fuera de la habitación, y la silueta hizo lo mismo, como queriendo esconderse de ella.

María llevó su mano hacia el interruptor de la luz, giró el interruptor y saltó dentro de la habitación dando un rugido – más propio de bestias salvajes que de Licenciadas en Ciencias Económicas – con el ánimo de espantar al intruso que había optado por entrar en su casa. Para su sorpresa, el intruso se encaró con ella haciendo los mismos gestos, pero sin el griterío adicional, tal vez porque sus gritos enmudecieran a su adversario.

Al entreabrir sus ojos para ver qué estaba pasando realmente, María se encontró frente a ella con una mujer de pelos cardados, con una bata a cuadros, unas zapatillas de andar por casa a juego con la bata, calcetines de deporte caídos sobre los tobillos y un esquijama blanco con dibujos muy similares a uno que ella tenía guardado en su armario.

No tardó mucho en reconocer que aquella persona que se encontraba frente a ella no era otra cosa que su propio reflejo en el espejo de cuerpo entero que acababa de comprar aquella misma tarde en una tienda del centro. Recogió del suelo la vasija rota y el marco de fotos, dejándolos de nuevo sobre la cómoda. Cerró la ventana y se giró hacia el espejo. Se miró de arriba a abajo. Al ver las pintas que llevaba no pudo más que reírse de ella misma. Su reflejo también se rió. Ambas se quedaron una frente a la otra durante un buen rato mientras la casa se llenaba de carcajadas.

Las personas son como espejos: reflejan nuestros comportamientos. Si nos acercamos a una persona con una sonrisa en la cara, es muy probable que nos deleite con otra sonrisa. Si mantenemos una conversación afable y donde se respetan las opiniones de nuestro interlocutor, es posible que recibamos el mismo respeto y afabilidad como recompensa. Sin embargo, si nuestro comportamiento es agresivo y nos acercamos a alguien agitando los brazos, lo más probable es que la otra persona también responda con algún aspaviento.

Si tenemos presente que nuestras actitudes pueden reflejarse en la otra persona, entonces seremos capaces de modificar nuestros comportamientos negativos cuando los detectemos en la otra persona. De igual manera podremos ser capaces de cambiar la actitud negativa de la otra persona si nosotros mantenemos una actitud positiva y dialogante. De ahí el dicho “dos no discuten si uno no quiere”. No sólo no discuten, sino que uno de ellos puede llevar al otro a tener un comportamiento más positivo y alegre.

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Déjà vu

21 diciembre, 2011 por mycoach

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Giró a la derecha, subió la calle y entró en la boca del metro. Pasó el billete por el torno y bajó las escaleras hasta el andén. Espero unos minutos a la llegada del tren y se subió en el tercer vagón. Al llegar a su parada salió del vagón, subió las escaleras mecánicas hasta la superficie y anduvo durante 100 metros hasta su trabajo.

El día tuvo sus altibajos. Discusiones con algún cliente que se quejaba porque no le había llegado la mercancía a tiempo; altercados con algunos empleados por el exceso de trabajo que tenían que soportar desde hacía unos meses; planificación de las tareas a realizar para la próxima semana; revisión de las propuestas para los nuevos clientes, etc.

Al finalizar su jornada laboral, Fran volvió a montarse en el vagón del tren y que le llevaría hasta la estación de metro más cercana a su casa. Al llegar a su morada se descalzó, se quitó la corbata y la camisa y se tumbó en el sofá a leer un libro mientras esperaba a su amigo Pedro que le recogería minutos más tarde para salir a correr por el parque.

Después de correr unos kilómetros entre árboles, pájaros y alguna que otra ardilla, Fran volvió a su casa para relajarse bajo la ducha, terminada la cual se puso el pijama y se preparó una cena ligera. Al terminar se sentó en la butaca del salón mientras encendía el televisor para ver la película del día. Al concluir la película Fran apagó el televisor y se acostó en su cama para gozar de un sueño reparador.

El despertador sonó a las 7:00 horas. Fran lo apagó de un manotazo y con gran pereza irguió su cuerpo sobre la cama. Se levantó y entró en el baño para afeitarse y tomar una ducha matinal. Se vistió y fue a la cocina, donde se preparó un desayuno compuesto de zumo de naranja, café con leche, tostadas, algo de fruta y unos cereales. Mientras ingería su primera comida del día aprovechó para hojear el periódico que minutos antes le había dejado delante de su puerta el repartidor. Las noticias que aparecían en primera página eran idénticas a las del día anterior, pero curiosamente el periódico de ayer no estaba por ningún sitio. A las 7:45 horas cogió su abrigo y salió de casa.

Al salir del edificio saludo al portero que estaba limpiando los cristales de la puerta de entrada. Antes de girar a la derecha como hacía todos los días, esta vez se dio media vuelta para echar otra mirada al portero. Las manchas que estaba quitando eran las mismas del día anterior. Subió la calle, y la gente con la que se encontró era la misma con la que se había encontrado veinticuatro horas antes. Bajó al andén y se metió en el tercer vagón. La gente que estaba allí apiñada era la misma que la última vez. Al llegar a su parada salió del vagón y subió por las escaleras mecánicas hasta la superficie. Las personas que subían y bajaban aquellas escaleras eran las mismas que hacía unas horas. Es más, la ropa y peinados que llevaban eran idénticos.

Al llegar a su trabajo se encontró con los mismos problemas que el día anterior y tuvo que realizar las mismas tareas. Las conversaciones, la comida, las llamadas que recibió, todo se repetía. Parecía que nada había cambiado. En su camino de vuelta a casa le ocurrió lo mismo, se encontró con las mismas personas, mantuvo las mismas conversaciones, corrió por los mismos caminos, y charló de los mismos temas con su amigo Pedro. Al llegar a casa y encender la televisión pudo ver de nuevo la misma película que la noche anterior. ¿Qué estaba ocurriendo?

En algunas ocasiones nuestra vida es tan rutinaria que nada parece cambiar. Mantenemos las mismas conversaciones con las mismas personas; hacemos el mismo trabajo día a día y, aunque de vez en cuando hacemos algo que pueda modificar nuestra realidad, esta se mantiene casi inamovible a nuestros ojos.

Para cambiar esta realidad, en ocasiones optamos por alejarnos físicamente de aquellas personas que nos molestan, que nos agobian o que no nos permiten ser felices. Este alejamiento es un primer paso para romper con nuestros enganches. Sin embargo, estos lazos afectivos pueden ser algo más complicados de romper que lo que parece a simple vista. Es por ello que en ocasiones, y aunque parezca que las cosas han podido cambiar, desde la perspectiva del observador nada haya cambiado.

Es entonces cuando hay que dar ese salto e intentar buscar aquellas herramientas que me permitirán alcanzar mis objetivos de felicidad total, para lo cual debo desengancharme de aquellas cosas que me están hundiendo. Esto es algo que inicialmente puede resultar complicado de entender y mucho más de llevar a cabo, pero que al final del día puede tener grandes beneficios para la persona.

El desengancharnos de las cosas que no son buenas para nosotros es fundamental para conseguir nuestra felicidad.

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Muros de piedra

24 noviembre, 2011 por mycoach

Ricardo llevaba años trabajando como constructor. Su especialidad eran los muros. Había construido muros de todos los tamaños, desde los más pequeños que separaban fincas colindantes, hasta los más grandes que podían contener millones de litros de agua de lluvia almacenada en un embalse. Tal era su especialización y pasión por levantar muros que en su propio jardín había alzado más de uno.

La primera vez que levantó un muro en su jardín se preguntó “¿Qué tiene de raro que levante un pequeño muro para que no entren en mi propiedad los animales?” Su respuesta fue «Nada«.  Y construyó el muro.  Con el aumento de la inseguridad ciudadana se volvió a preguntar “¿Qué hay de malo si levanto otro muro para protegerme de los saboteadores?”  La respuesta volvió a ser «Nada«.  Así que levantó otro muro.

Con el paso del tiempo, lo que empezó como algo normal y razonable se convirtió en casi una obsesión inconsciente. Su jardín había dejado de tener árboles y flores para tener cantos por todas partes. Los muros que se erigían en aquel jardín eran de todos los tamaños y formas. La entrada a su casa ya no era una entrada de simple acceso, sino que parecía más un laberinto difícilmente franqueable.

Un día estaba mirando su obra desde la ventana de su habitación cuando en la entrada de su casa se paró una mujer. Ricardo la contempló absorto. Aquella mujer no paraba de ir de un lado a otro del muro. Parecía que estuviera contando los metros que tenía la primera pared de piedra. No dejaba de tocar las piedras, como si quisiera saber de qué tipo eran. La curiosidad y belleza de aquella mujer llamó la atención de Ricardo, quien rápidamente bajó a la calle para conocerla personalmente.

Al llegar al jardín se encontró con un gran muro que impedía su paso hacia la entrada donde se encontraba la mujer. Corrió hacia un lado para buscar una salida, pero no la encontró. Se apresuró hacia el otro lado en busca de alguna abertura en el muro que le permitiera salir de aquella prisión que él mismo se había creado en vida, pero nada. Aquellos muros eran infranqueables, por algo los había levantado el mejor constructor de muros del mundo.

En ocasiones las personas construimos muros para protegernos de las amenazas que nos llegan del exterior. Queremos estar a salvo de aquello que ya nos ha hecho daño en el pasado, o que nos han dicho que nos puede hacer daño en un futuro cercano si no tenemos cuidado con ello. Así nos podemos proteger de amigos, familiares, relaciones íntimas o de trabajo, o cualquier otra relación que pueda hacernos sufrir.

Aunque nos protejamos, siempre nos queda la esperanza de encontrar a alguien diferente a la norma que ha hecho que levantemos esos enormes muros. Una persona que con sólo mirarla haga que se tambaleen los cimientos de nuestra obra civil. Y nada más lejos de la realidad.

Los muros que nosotros hemos creado para protegernos no podrán ser derrumbados a menos que nosotros los comencemos a derruir. Y no es sencillo destruir esas obras de ingeniería que tantos años nos ha costado crear, por lo que debemos empezar ahora, poco a poco, a derribarlos. De esta forma, el día que aparezca la persona con la que queramos compartir nuestra vida, no nos quedaremos atrapados dentro de esa prisión a medida que nos hemos construido y podremos seguir con nuestra vida adelante sin perder más oportunidades.

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El tiovivo

31 octubre, 2011 por mycoach

Mario estaba entusiasmado de estar allí. El entorno que le rodeaba era totalmente nuevo para él, desde los personajes que por allí se movían con toda soltura hasta los olores que se mezclaban en el aire y que llegaban a su pequeña nariz.

Todo a su alrededor se movía a una velocidad endemoniada, y aquel ruido, mezcla de los cánticos asíncronos de aquellas figuras lúgubres que saltaban delante de ti para llamar tu atención y la música de las diferentes atracciones, hacía que en su foro interno naciera ese deseo de salir corriendo de aquel lugar.

Sin embargo, su curiosidad por lo nuevo era mayor que el miedo que lo paralizaba, el cual sólo se podía observar si uno prestaba atención a su pequeña mano derecha. Era entonces cuando uno percibía el temor que tenía aquel diablillo a través de la arruga que su mano dejaba en el pantalón de su padre. Pero tal vez fueran sus ganas de merodear por allí, y la enorme bola de algodón rosa que sujetaba con su otra mano y de vez en cuando se acercaba a la boca, lo que evitaba que saliera escopetado de aquel lugar infernal.

De pronto soltó la mano del pantalón de su padre. Se paró. Abrió la boca. Mordió aquella enorme bola de algodón rosa. Y mientras tragaba atropelladamente lo que se había metido a la boca apuntaba con su diminuto dedo índice hacia aquellos caballos que daban vueltas y vueltas mientras subían y bajaban.

Su padre lo subió a uno de aquellos equinos inertes. Le quitó la bola de algodón de su mano e hizo que sujetara aquella barra dorada con ambas manos. Sonaron las campanillas y la atracción dio comienzo.

El caballo de Mario, al igual que el del resto de niños que habían subido al tiovivo, comenzó a subir y bajar al tiempo que se movía con el resto de la manada en un círculo perfecto. Al finalizar la primera vuelta Mario pudo ver cómo su padre le saludaba con una mano mientras con la otra sujetaba su bola de algodón. Se lo estaba pasando genial y no quería bajarse de allí.

Al concluir la segunda vuelta su padre le sonrió y se llevó un bocado de su bola de algodón. Él se lo seguía pasando muy bien subiendo y bajando, persiguiendo a sus compañeros.

En el tercer giro su padre ya no estaba donde se suponía que debía estar. Había desaparecido. Mario giró la cabeza y vio que se encontraba en el puesto de salchichas comprando un perrito caliente. Ya no se lo estaba pasando tan bien. Además de no conseguir alcanzar a los caballos que tenía delante su padre estaba haciendo su vida, se había olvidado de él.

El resto de vueltas hasta el final fueron casi un suplicio para el pobre Mario, quien quería salir de allí pero no sabía cómo. Cada vuelta que pasaba su enfado era mayor y mayor. Aquella atracción ya no tenía nada de divertida. ¿Y por qué? Puede que fuera porque las personas que no habían subido seguían haciendo su vida, como si nada hubiera pasado. Puede que se sintiera solo al ver a otros niños acompañados de sus padres. O puede que fuera porque algunos padres no se habían movido de su sitio mientras sus vástagos daban vueltas y vueltas en aquella atracción sin fin. La cuestión es que a él no le gustaba porque no podía hacer nada, sólo dar vueltas y vueltas sobre el mismo eje, sin conseguir alcanzar a los que tenía delante y mientras veía que el mundo a su alrededor seguía avanzando en línea recta y no en círculos.

En ocasiones las personas entramos en un bucle que no nos permite avanzar en línea recta, que nos agota física y mentalmente. Un bucle del que difícilmente sabemos cómo salir porque ni siquiera sabemos que hemos entrado en él. El coach nos puede ayudar a darnos cuenta de que hay momentos en los que entramos en ese tiovivo que no nos permite llegar a ningún lugar y que lo único que hace es que nos perdamos la vida que sigue a nuestro alrededor.

Una vez somos conscientes de que entramos en ese bucle debemos comenzar a romperlo para así comenzar a crear un pensamiento rectilíneo que nos permita alcanzar nuestros objetivos en un tiempo determinado, y no como hasta ahora, donde no había objetivo, sino un pensamiento cíclico que me hacía llegar una y otra vez al mismo sitio sin solucionar nada.

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El jardín privado

11 octubre, 2011 por mycoach

Allí estábamos todas las personas que habíamos intervenido de una u otra forma en la reforma de aquella casa, desde el arquitecto, pasando por el jefe de obra, hasta el jardinero que había podado los árboles y plantado las gardenias frente al ventanal del salón. Todos mirábamos con orgullo aquel trabajo que nos había llevado algo más de tres meses, tiempo durante el cual habíamos sufrido las inclemencias del tiempo, los retrasos en la entrega de los materiales y todas aquellas penurias que suelen ocurrir cuando alguien lleva a cabo una empresa de estas dimensiones. Pero por fin había llegado el momento de disfrutar de la casa, así que me despedí de todas y cada una de aquellas personas con las que había compartido más de un bocadillo y una botella de vino y cerré la puerta tras de ellos.

Aunque las personas que pasaban por delante de la casa no llegaban a percibir los cambios que se habían llevado a cabo durante los últimos meses, sí es cierto que notaban algo diferente. Algunas personas comentaban al pasar que sería por los tonos otoñales de los árboles del jardín; otros que podría ser la luz de noviembre sobre la casa; y los que pasaban por allí todos los días aseguraban que era la ausencia de personas y camiones entrando y saliendo de la propiedad. Ninguno sabía con certeza qué había pasado, pero todos coincidían en que algo había cambiado.

Los más curiosos del lugar comenzaron a llamar a la puerta para preguntar cómo me iban las cosas y, ya que estaban por ahí, qué es lo que había hecho en la casa durante los últimos meses. A algunas de aquellas personas les contaba por encima las últimas reformas desde la puerta principal señalando con el dedo dónde habíamos hecho qué; a otras las dejaba entrar y las acompañaba por el jardín enseñándolas con detalle las últimas adquisiciones ornamentales; y a unas pocas las invitaba a entrar dentro de la casa para enseñarlas cómo había quedado todo por dentro.

Las personas no somos muy diferentes cuando se trata de mostrarnos a los demás y, al igual que en el caso anterior, hacemos un filtrado con las personas que se acercan a nosotros. De esta forma, no actuamos igual cuando se nos acerca una persona que no conocemos de nada en un bar que cuando lo hace alguien a quien conocemos desde nuestra más tierna infancia.

También es diferente cómo actuamos cuando somos adolescentes a cómo lo hacemos cuando nos acercamos a la cuarentena y seguimos solteros. El tipo de relación en el primer caso es más del tipo “¡entra en mi casa, quiero enseñarte todo lo que tengo!”; mientras que en el segundo puede ser algo más precavida y donde lo único que quiero es dar un paseo con la otra persona por el jardín pero sin que llegue a entrar en mi casa, sin que llegue a conocerme. Tal vez esta reacción sea algo lógico en personas decepcionadas con el amor, pero el caso es que, lo queramos o no, existe en nuestra sociedad.

La pregunta ahora puede ser “Y entonces ¿cómo debemos ser?”. Cada persona actúa de una forma en función del momento. Así unas veces dejaremos entrar a ciertas personas a nuestra casa y, otras, la cerraremos a cal y canto para que no entre nadie. Las diferentes formas de actuar no son ni buenas ni malas, sino formas de actuar. Lo que habría que tener en cuenta es si este comportamiento nos permite alcanzar nuestro objetivo y, tal vez, deberíamos preguntarnos “¿Cómo debería actuar si mi fin último es conseguir la felicidad?

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Sin compromiso

21 septiembre, 2011 por mycoach

Actualmente no es raro encontrarse con personas que tienen relaciones donde el compromiso no es el factor más importante que mantiene unida a la pareja. Su relación se basa principalmente en el hecho de no estar solos, en poder pasar un rato agradable y divertido con la otra persona y, por qué no, en tener relaciones sexuales satisfactorias. Sin embargo, ambas partes parecen quedarse a una distancia prudencial la una de la otra, como sin querer entrar en el jardín privado del otro.

Este tipo de relaciones pueden ser conocidas como “follamigos” o “amigos con derecho a roce” y suelen ir de miedo si ninguna de las partes entra más allá de la señal donde pone “¡Cuidado con el perro!”. En algunos casos no existe tal señal, en cuyo caso es posible que el jardín esté plagado de gnomos que se abalanzan sobre cualquier intruso que no tenga la autorización correspondiente.

Efectivamente, una persona puede entrar sin querer en el jardín del otro tan sólo por decir un “te quiero”, “me gustaría tener algo más contigo” o “me gustaría presentarte a mis amigos”. Incluso es posible que con el tiempo una de las partes no diga esto porque si, sino porque realmente lo siente y quiere ir un paso más allá con esa relación. Y es entonces cuando saltan todas las alarmas y aquello parece una discoteca de los años setenta.

Claro está que llegados a una edad las personas nos vamos acostumbrando a vivir solas, que comenzamos a tener nuestras rarezas y que pasamos olímpicamente de tener que dar explicaciones a nadie de lo que hacemos o dejamos de hacer: «Si ya no tengo que dar explicaciones a mis padres ¿por qué te las tengo que dar a ti que no eres nadie en mi vida?«.

No sólo esto, sino que además, el tiempo ha hecho que seamos más exigentes a la hora de buscar una pareja estable y, cualquier cosa que no se amolde a ese esquema predefinido que tenemos en la cabeza durará en nuestras vidas menos que un trozo de carne en una jaula de leones hambrientos.

Está claro que al ser más exigentes nos cuesta más encontrar a esa persona que haga saltar la chispa, por lo que en ocasiones nos juntamos con la opción menos mala, o nos quedamos solos esperando a que llegue ese pirómano que haga explotar toda la casa por los aires.

Las relaciones pasadas también nos dejan nuestras pequeñas heridas, algunas de las cuales pueden estar sin cicatrizar del todo, y por lo tanto, a nada que sentimos que nos la pueden abrir de nuevo nos protegemos para no sentir el mismo dolor que tuvimos que soportar durante semanas, meses o incluso años.

A pocas personas que conozco les gusta sufrir.  Y es posible que si hiciera una encuesta, una gran mayoría de ellas me dirían que prefieren gozar a tener que sufrir, aunque sólo fuera durante un par de segundos. Por lo tanto ¿por qué no gozar de la vida ahora que puedo? ¿Por qué involucrarme con una persona si al final me va a hacer sufrir?

Parece que el tiempo y los estudios de campo nos han permitido dar con la fórmula que nos permite mantener la intimidad suficiente como para mantener una relación sexual al tiempo que nos mantiene a una distancia prudencial de ese agujero negro que son los sentimientos y penurias de la otra persona: “¡Además, yo he salido para divertirme, no para aguantar las penas de este pelmazo!”.

Curiosamente, llegado el momento, una de las partes quiere dar ese paso, ir un poco más allá, pero ¿para qué? ¿Para qué quiero unirme a una persona si estoy feliz tal y como soy, si puedo salir a divertirme cuando quiero, si me invitan aquí y allá y no tengo responsabilidades ni debo dar explicación alguna a nadie?

La solución la tenemos nosotros mismos. Tal vez en este momento de nuestras vidas queramos tener una relación sin compromiso en la que no aparezcan palabras de cariño ni ideas rocambolescas como formar una pareja, casarnos y, mucho menos, tener hijos. Cada uno de nosotros tenemos un tiempo de maduración, no con ello quiero decir que no seamos maduros, sino que todavía no estamos preparados para el compromiso, para dar ese paso.

Está en nosotros el decidir cuándo y a quién dejo entrar más allá de esa puerta tan bien protegida hasta hace unos días. Puede darse el caso que la primera persona a la que permita el acceso pise las gardenias que acababa de plantar, o golpee con el coche el gnomo junto al estanque, o incluso que a los pocos pasos de la entrada se gire y vuelva sobre sus propios pasos, pero esto no debería desmotivarnos para dejar la puerta abierta.

Con el tiempo nos haremos expertos en identificar a aquellas personas que pueden entrar a formar parte de nuestro mundo interior. Incluso es posible que alguna de ellas vaya con una cerilla en la mano. Como dice la canción “el amor está en el aire” y puede llegar en cualquier momento, sólo hay que estar dispuesto a dejarlo entrar.  Entonces nuestra perspectiva de la vida cambiará.

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La niña y el elefante

20 julio, 2011 por mycoach

Paula había esperado todo un año para volver a escuchar aquellos rugidos que la ponían los pelos de punta, para oler aquella pestilencia que manaba de aquellas jaulas sobre ruedas y que la impedían degustar aquella bola de algodón rosa que llevaba en su mano izquierda mientras con la derecha se agarraba fuertemente a la de su padre. El circo había llegado de nuevo a la ciudad y ella estaba allí, entre todos aquellos animales salvajes, con los ojos como platos.

Mientras paseaban entre las jaulas de los tigres y los leones pudo observar que al fondo se encontraban los elefantes, por lo que tiró de la mano de su padre para acercarse un poco más al lugar donde se encontraban aquellos enormes animales.

Al llegar al lugar vio que aquellos mamíferos, algunos de los cuales llegaban a los tres metros de alto y cinco de largo, estaban atados por una cadena que unía una de sus patas a una barra de acero clavada en el suelo, por lo que preguntó a su padre: “Papá, ¿cómo es que un animal tan grande y fuerte como este no es capaz de arrancar esa barra del suelo y huir?”.

Su padre la sonrió y respondió: “Cuando el elefante es pequeño el dueño le pone una cadena y lo ata a una estaca. Durante los primeros días el elefantito intenta escapar, tirando de aquella cadena con todas sus fuerzas, pero con el paso del tiempo ve que es imposible romper aquellas ataduras, por lo que ceja en su empeño y se resigna a su destino. Con el paso del tiempo el elefante se hace más grande y fuerte, pero en su foro interno cree que no puede escapar porque esas ataduras que lo unen al suelo son imposibles de romper, entonces ¿para qué intentarlo de nuevo? Así que es por eso que el elefante no se escapa aunque en teoría podría romper fácilmente esa cadena que coarta su libertad”.

Paula se quedó pensativa durante unos segundos, soltó la mano de su padre y dijo: “¡Yo puedo ayudarles!”.

¿Y cómo piensas hacerlo? – inquirió su padre.

Muy sencillo – dijo Paula – Yo tengo la fuerza suficiente para arrancar esas estacas del suelo. Una vez lo haya hecho los espantaré para que huyan y se alejen de aquí lo más posible y así sean libres.

La idea es buena – respondió su padre – pero ¿qué pasará si los vuelven a capturar de nuevo?

Paula se rascó la cabeza mientras fruncía el ceño y maquinaba una respuesta. Al cabo de unos segundos respondió: “¡Los volveré a soltar de nuevo!”.

Tu solución es buena – comentó el padre – sin embargo ¿vas a estar ahí siempre para soltarlos cada vez que se encuentren atados? ¿Y si hacemos otra cosa? ¿Y si les hacemos conscientes de lo fuertes que son? ¿Y si les enseñamos a soltarse de sus ataduras? Tal vez de esta forma no tengamos que estar todo el tiempo pendientes de ellos y así podrán ser libres independientemente de las ataduras que les intenten poner en cada momento de su vida.

¿Y cómo podemos hacer eso papá? – preguntó Paula.

Comencemos hablando con ellos, averiguando qué les impide moverse de ese lugar, descubriendo si están disponibles para el cambio, haciéndoles ver que ya han roto cadenas igual de gruesas. Una vez lo interioricen no habrá nada ni nadie que los pare. Y será entonces cuando puedan ser libres – dijo el padre.

Paula se giró y se acercó a uno de los elefantitos que se encontraban en el recinto. Le acarició la trompa y comenzó a susurrarle algo al oído durante unos minutos. Durante la semana que estuvo el circo en la ciudad Paula se pasó por el recinto de los elefantes todos los días y habló con aquel pequeño elefante.

Algunos meses después de que el circo abandonara la ciudad el padre de Paula entró por la puerta con un periódico en la mano y se lo mostró a su hija. En una de las columnas de la página principal se podía leer una cabecera que decía: “Pequeño elefante rompe sus cadenas y se escapa del redil”. Paula miró a su padre y sonrió mientras pegaba su carita a los cristales de la ventana del salón y decía: “Ahora si que nadie te podrá parar».

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El teléfono del pánico

13 junio, 2011 por mycoach

El anfitrión me abrió la puerta. Me saludó e invitó a entrar. Por el pasillo que llevaba al salón me indicó que algunos de los invitados ya habían llegado. Según nos acercábamos a la puerta del salón pude observar que se habían creado varios grupos de personas, la mayoría de las cuales sujetaban una copa con una mano mientras con la otra gesticulaban para dar mayor énfasis a sus conversaciones.

Al pasar a la habitación, el invitador llamó la atención de los presentes e hizo que se percataran de mi presencia. Aquellos a quienes ya conocía de antes levantaron la mano, me lanzaron una sonrisa y un guiño de complicidad para que supiera que habían percibido mi presencia y que luego hablaríamos. Al resto me los fueron presentando uno a uno, como establecen los cánones de buena conducta en sociedad, aunque curiosamente, a ella, me la presentó en último lugar.

La calidez de su mirada y su sonrisa me llamaron la atención nada más girar mi cabeza hacia donde ella se encontraba. Los dos besos de rigor dieron paso a una breve conversación sobre la comida que habían comenzado a picar mientras esperaban al resto de los asistentes. “Los nachos están fantásticos, pruébalos ahora que el queso fundido todavía está caliente” – comentó mientras sus dedos pinzaban un par de triángulos y los intentaba alejar del plato sin que aquel hilo de queso cayera sobre la mesa o el suelo.

Aunque me hubiera gustado seguir con esa charla unos minutos más, una mano agarró mi brazo y me llevó tambaleándome a otro grupo mientras decía: “Hace mucho tiempo que no te vemos ¿qué es de tu vida? ¡Actualízanos!”. Las reglas de cortesía evitaron que dijera algo así como “Pues mira, me acabas de fastidiar una velada increíble con una persona que ha llamado mi atención”, así que les puse al día de lo que había hecho durante los últimos meses.

El resto de la velada fue un ir y venir de personas y conversaciones. Aunque todo aquello parecía un verdadero desbarajuste, en un par de ocasiones tuve la oportunidad de coincidir con aquella mujer en alguno de los grupos que se creaban y destruían en cuestión de minutos. Su conversación afable también llamó mi atención, tanto que no me hubiera importado seguir hablando con ella durante horas. Sin embargo, la velada pareció llegar a su fin cuando ella tuvo que despedirse de manera precipitada porque se tenía que ir con la persona que la había traído en coche. Mi falta de reflejos, o mis miedos, evitaron que le pidiera el teléfono antes de que saliera por la puerta de la casa. ¡Mierda! ¿Cómo me pongo en contacto con ella ahora?

Obviamente una persona tiene recursos para, una vez perdida la primera oportunidad, hacerse con la información necesaria para ponerse en contacto con esa persona de una u otra forma. Claro está que para ello deberá involucrar a terceras personas que pueden, o no, cederle esa información.

Aún así, lo importante en este caso sería saber cuántas veces nos hemos quedado sin saber un teléfono o un correo electrónico por no haberlo pedido en el momento adecuado. O, en el caso de que nos lo hayan pedido, no haberlo dado para que nos pueda llamar la otra persona.

Los miedos existen tanto en el lado del hombre como en el de la mujer. En el lado del que pide la información porque se está descubriendo. Está mostrando a la otra persona su interés por ella. Es un momento de vulnerabilidad, en especial si realmente existe una atracción por la otra persona. El recibir un “No” por respuesta puede suponer un jarro de agua fría, aunque si no hay un interés real por la otra persona nos da un poco igual lo que pueda decir, lo tomamos más como un juego de coqueteo.

De igual manera, el dar el número de teléfono puede suponer para la mujer algo similar. Al dar ese dato con el que la otra persona se podrá poner de nuevo en contacto conmigo muestro mi interés por él, indico en cierta medida que quiero que me llame. Esto puede generar la fantasía de que el hombre piense que quiero “algo más” y dejarme con ese complejo de fulana, aunque realmente no lo sea.

De esta forma, nuestros miedos irracionales y nuestras fantasías nos pueden bloquear e impedir que lo que puede ser algo natural, como lo es el conocer a personas nuevas y el buscar un mayor conocimiento de las mismas para iniciar una relación, bien de pareja o de amistad, se convierta en algo casi imposible de conseguir.

La mejor manera de proceder en estos casos es hacerlo con naturalidad. Cada uno debe saber cómo es, cuáles son sus fortalezas y sus debilidades, para apoyarse en las primeras y evitar en la medida de lo posible las segundas, dejando que los tiempos se establezcan de forma natural, sin un plan predeterminado, sin unas palabras sacadas de un guión. Nuestra calidez personal permitirá romper el hielo y hacer que este se funda, haciendo que la conversación y la relación fluya como los ríos durante el deshielo de la primavera.

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